Los saludó brevemente y volvió a sus reposabrazos desgastados. Le costó concentrarse. Empezó por el correo electrónico: 58 mensajes. Suspiró. Separó el grano de toda la demás mierda sacudiendo la cabeza con movimientos bruscos para librarse de sus preocupaciones domésticas. Abrió sin querer el spam siguiente: greeting charles. balanda did you ever ask yourself is my penis big enough? Esbozó una sonrisita un poco forzada, escuchó las quejas de todos, repartió ánimos y consejos, comprobó el trabajo del joven Favre, frunció el ceño, cogió su bloc de notas y lo garabateó a una velocidad alucinante, cambió de pantalla, reflexionó mucho rato, ahuyentó el rostro de Laurence, trató de comprender, rechazó varias llamadas para no perder el hilo de sus pensamientos, corrigió varios errores, cometió otros más, consultó sus apuntes, hojeó sus biblias, trabajó, reflexionó otro poco, mandó a imprimir unas páginas y se levantó desperezándose.
Se dio cuenta de que ya eran las tres, se tiró un buen rato delante de la impresora, por fin reaccionó y buscó en vano una resma de papel.
Se cogió un cabreo desmesurado.
Golpeó la máquina, abolló uno de los archivadores de una patada, soltó tacos, bramó, cubrió de insultos al pobre Marc que había tenido la pésima idea de acudir en su ayuda y pagó con todos los demás el absurdo de aquellos últimos meses y el peso de sus cuernos.
«¡El papel! ¡El papel!», repetía como un loco.
No quiso ir a comer. Bajó a fumar al patio y se tuvo que tragar los problemas de goteras del vecino de abajo.
—Pero ¿por qué me cuenta todo eso? ¿Acaso soy fontanero?
Masculló disculpas que nadie oyó. Estuvo a punto de volver a pillarse otro cabreo monumental al descubrir el expediente de gastos de la obra de la PRAT en Valenciennes, renunció y, habiendo recuperado la sensatez y la seriedad, volvió a enfrascarse en sus planos el resto de su vida.
Al final de la tarde habló con su abogado por teléfono.
—¡Llamo para darle noticias de sus juicios! —bromeó éste.
—¡No, se lo suplico, no! —contestó Charles en el mismo tono—. ¡Precisamente le pago una fortuna para que no me dé noticias!
Y después de una conversación que duró más de una hora y que el abogado contó como parte de sus honorarios, Charles pronunció estas palabras de las que al instante se arrepintió:
—Y usted… ¿se ocupa también de asuntos familiares?
—¡Dios santo, no! ¿A qué viene esa pregunta?
—No, nada. Bueno… me vuelvo a mis responsabilidades… para crearle así más ocasiones de desplumarme…
—Ya se lo he dicho, Balanda, la responsabilidad es el corolario de la competencia profesional.
—Escuche, le confesaré algo… Encuentre otra cosa la próxima vez porque esa frase ya no la soporto…
—¡Jajá! Ah, por cierto, ¡no se me olvida que le debo un almuerzo en L’Ambroisie!
—Sí, sí… Si es que para entonces no estoy en la trena…
—¡Huy, pero si eso es lo mejor que podría pasarle a nuestra República, amigo mío! Que alguien como usted se interesara por nuestras cárceles…
Charles observó su mano apoyada sobre el auricular durante mucho rato.
«¿A qué viene esa pregunta?».
Sí, ¿a qué venía? Era ridículo. Si él no tenía familia…
Cosa extraña, no fue el último en marcharse del estudio y decidió ir andando al Arsenal.
En la plaza de la Bastilla, escuchó los mensajes de su buzón de voz.
«Tenemos que hablar», decía la máquina.
Hablar.
Vaya una idea más rara…
No era tanto el alejamiento de la orilla lo que lo dejaba perplejo, sino más bien su… alterabilidad.
Y, sin embargo… Quizá. Cancelando ciertas citas, marchándose lejos, cerrando de nuevo las cortinas de una habitación de hotel en pleno día, o… Pero lo que el hombre fantaseaba mientras recorría el bulevar Bourdon, el arquitecto lo desbarataba al instante: el terreno, a un lado y a otro, se había vuelto demasiado movedizo, y, ese porvenir, ya iba siendo hora de reconocerlo, no se podía construir.
El edificio había aguantado en pie once años.
Y el cerebro de la obra soltó una risita al cruzar la calle. Esta vez no podían venir a darle la tabarra con su responsabilidad decenal.
Cumplió con su deber, estrechó las manos adecuadas y dio recuerdos a quien debía darlos. Hacia las once, de pie en la noche delante de esa estatua de Rimbaud que odiaba (habían destrozado al hombre de las suelas de viento y bajo esa ridiculez podía leerse ahora: «el hambre de las suelas de viento»), vaciló un momento y se equivocó de dirección.
O, al contrario, encontró la adecuada.