Nunca había pagado tanto dinero por un billete de avión ni había perdido tanto tiempo. Dos días enteros, nada menos. Perdidos. Irrecuperables. Sin proyecto, sin llamadas telefónicas, sin decisiones que tomar y sin responsabilidades. En un primer momento le pareció aberrante, y luego… tremendamente exótico.
Mató el rato en el aeropuerto de Toronto, hizo lo mismo durante la escala en Montreal, compró docenas de periódicos, tonterías para Mathilde, un cartón de tabaco y dos novelas policíacas que se dejó olvidadas sobre el mostrador.
Eran las ocho de la mañana cuando recogió su coche del aparcamiento. Se frotó los ojos, sintió la barba de varios días en las mejillas y se cruzó de brazos sobre el volante.
Reflexionó.
A falta de tener las ideas claras sobre todo lo demás, se ubicó geográficamente en este mundo, se entregó a lo más sencillo, se lamentó de que no hubiera por ahí cerca ninguna más bonita, reconoció que, a esas alturas, daba igual tocar cualquier piedra… Consultó sus mapas, le dio la espalda a la capital y, sin bastón de peregrino ni más meta que olvidar la fealdad acumulada en su retina y bajo las suelas de sus zapatos durante semanas, se marchó a visitar la abadía de Royaumont.
Y mientras volvía a tragarse una tras otra una sucesión de zonas urbanas, industriales, comerciales, transformables, residenciales y otros calificativos más enrevesados todavía, recordó aquella conversación surrealista que había tenido con un taxista la mañana del día en que se había enterado de su muerte… ¿Estaba Dios en su vida? No, saltaba a la vista que no… Pero sus arquitectos, sí. Y desde siempre.
Más que a la súplica de Anouk al pie de esas monstruosidades de hormigón que la ayudaron a renunciar definitivamente a su familia, Charles debía gran parte de su vocación a los cistercienses. De una lectura que había hecho de adolescente, para ser más precisos. La recordaba como si fuera ayer… Él, enardecido en su habitacioncita de la periferia, en una casa situada a tiro de piedra de la nueva autopista de circunvalación, y devorando este libro, Las piedras salvajes, de Fernand Pouillon.
Enganchado a lo que relataba ese monje genial que, año tras año, privación tras privación, luchando contra la duda y la gangrena, extraía de una tierra árida su abadía, su obra maestra. La impresión había sido tal que siempre se había prohibido a sí mismo releer el libro. Quería que al menos una parte de él, y pese a las desilusiones que lo aguardaban en la vida, permaneciera intacta…
No, no reviviría los tormentos del maestro Paul en su cantera desolada, ni la Regla a la que se habían doblegado los conversos, ni la muerte espantosa de la mula aplastada bajo el tiro, pero las primeras frases no las había olvidado y todavía a veces se las recitaba bajito para volver a sentir la textura de la piedra ocre, el mango de las herramientas y la exaltación de su adolescencia:
Tercer domingo de cuaresma.
La lluvia nos caló hasta los huesos, la helada endureció el pesado paño de nuestros hábitos y nuestras barbas, y anquilosó nuestros miembros. El barro nos manchó las manos, los pies y el rostro, el viento nos llenó de arena. El movimiento de la marcha…
—… ya no hace balancear los pliegues helados sobre nuestros cuerpos descarnados —recitó Charles bajito después de bajar la ventanilla para desahumarse.
Desahumarse… Pero ¿qué palabra es ésta? Eh, Charles, ¿no habrás querido decir más bien «para respirar»?
Sí, sonrió, dándole otra calada a su cigarrillo, exactamente. No se os puede ocultar nada, ya lo veo…
A esas horas tendría que haber estado muerto de aburrimiento en la mansión del tío Güito tragándose el rollo de los vendedores de reinforced concrete, y, en lugar de eso, entrecerraba los párpados para no perderse el cartel de la salida de la autopista.
Tomaba el aire, sacudía el pesado paño de su hábito y conducía hacia la luz.
Hacia sus votos rotos, su ingenuidad, el borrador de su juventud o lo poco de él que palpitaba todavía.
Se estremeció. No trató de averiguar si era de placer, de frío o de angustia, subió la ventanilla y se puso a buscar un bar donde tomarse un café de verdad con olores de verdad a tabaco frío, paredes sucias de verdad, pronósticos de verdad para la quinta carrera, broncas de verdad, borrachos de verdad y un dueño de verdad con un malhumor de verdad bajo un bigote de verdad.
La arquitectura imponente de la iglesia, de dimensiones comparables a las de la catedral de Soissons, es el fruto de un compromiso entre el fasto de la abadía real y la austeridad ásterciense…
Pensativo, Charles levantó la cabeza y… no vio nada.
… pero, poco tiempo después de la Revolución, seguía explicando el panel, el marqués de Travalet, que ya había transformado la abadía en una fábrica textil, la mandó derruir por completo con el fin de recuperar las piedras para construir las viviendas de sus obreros.
¿En serio?
Vaya, ¿y por qué no le habían cortado la cabeza a ese estúpido?
Por lo que hoy en día ya no hay monjes en la abadía de Royaumont.
Sino artistas alojados en una residencia.
Y un salón de té.
Fantástico, oye.
Menos mal que el claustro sigue en pie.
Charles lo recorrió con las manos en la espalda, se apoyó contra una columna y observó largo rato la forma de los nidos colgados del arco crucero.
Éstas sí que sabían construir…
El lugar y el instante le parecieron absolutamente perfectos como punto final de una función. Ya podían bajar el telón.
Adiós, adiós, golondrinas, Nounou no tuvo ocasión de volver a lucir el traje elegante de su primera comunión.
Un día no volvió. Al día siguiente tampoco. Ni la semana siguiente.
Anouk los tranquilizaba: seguramente le habrá surgido algo. Se quedaba pensando: se habrá ido a visitar a su familia, creo que me habló de que tenía una hermana en Normandía… Trataba de convencerse: y si tuviera un problema, me lo habría dicho, y… callaba.
Callaba y se levantaba por la noche para preguntarle a la primera botella que pillaba si tenía noticias suyas.
La situación era desconcertante. Lo sabían todo del Nounou de pestañas postizas y el cabaret Bobino, el Rincón del Arte, el Alhambra y toda la pesca, pero desconocían su nombre y dónde vivía. Y eso que se lo habían preguntado, pero… «Por ahí…», y sus anillos describían un gesto vago en el aire, por encima de los tejados de París. Ellos no insistían. Nounou ya había bajado la mano, y «por ahí» les parecía tan lejos…
—¿Queréis que os diga dónde vivo? Vivo en mis recuerdos… Un mundo que hace tiempo que no existe ya… Os he contado cómo calentábamos el lápiz de ojos a la luz de la bombilla y…
Los chicos suspiraban. Sí, nos lo has contado mil veces. André no sé qué con su cerezo rosa y su manzano blanco, el Maestro Yo-Yo y sus ruiseñores amaestrados, arriba el telón todas las noches, y aquel ruso al que le ataban las manos y que para beberse el vodka tenía que arrancar de un mordisco el cuello de la botella, y la dueña de L’Échelle de Jacob que había encerrado a un periodista en la carbonera, y Milord el Arsouille, y el chucho Jeannot de Flandes que se subía a las mesas y metía el hocico en las copas de champán de las clientas guapas antes de llevárselas al borracho de su amo, y la noche en que Barbara subió a escena en L’Écluse y tuviste que volver a maquillarte de lo mucho que lloraste…
Ante tanta perfidia, Nounou se enfurruñaba, y la única manera de que se dejara de comedias era pedirle que imitara a la cantante Fréhel. Se hacía un poco de rogar, claro, pero luego inflaba los carrillos, le robaba un cigarro a Anouk, se lo pegaba en el labio, se ponía en jarras y cantaba a pleno pulmón con una voz muy ronca:
Ohé, les côôôpains!
V’nez vous rincer la gueu-heu-leu!
Ce soir je suis toute seu-heu-le!
Il est mort ce matin!
Los dos chicos se partían de risa, y los Rolling podían irse a paseo. Con eso ya tenían toda la satisfaction que necesitaban.
—Y cuando no estoy en mis recuerdos, vivo con vosotros, ya lo veis…
Vale, pero ¿dónde estás entonces, todo este tiempo, si tu historia de amor más bonita somos nosotros?
Anouk investigó en el hospital, encontró el historial de la madre, llamó por teléfono, le confió su preocupación a la famosa hermana de Normandía, escuchó lo que ésta le contestó, colgó el teléfono y se cayó de la silla.
Sus colegas la ayudaron a levantarse, insistieron en tomarle la tensión y terminaron por darle un terrón de azúcar, que Anouk escupió junto con un chorro de saliva.
Cuando los chicos vieron su rostro a la salida del colegio aquella tarde supieron que Nounou ya no vendría a recogerlos nunca más.
Anouk se los llevó a merendar.
—No nos dábamos cuenta por el maquillaje y todo eso, pero el caso es que… era ya muy mayor, Nounou…
—¿Y de qué ha muerto? —preguntó Charles.
—Pues os lo acabo de decir. De viejo…
—Entonces, ¿ya no lo volveremos a ver nunca más?
—¿Por qué decís eso? No… yo, yo… lo veré siempr…
Fue su primer entierro, y los chicos vacilaron un segundo antes de soltar su puñadito de lentejuelas y de confeti sobre el ataúd, en la fosa: ¿quién era ese Maurice Charpieu?
Nadie vino a saludarlos.
El cementerio se quedó vacío. Anouk buscó sus manos, avanzó hasta el borde del abismo y murmuró:
—Bueno, ¿qué, Nounou…? ¿Te has reunido ya con toda esa gente maravillosa de la que siempre nos has hablado hasta aburrirnos? Vaya jolgorio estaréis montando ahí arriba, ¿no? ¿Y… y tus pequeños caniches? Dinos… ¿están allí ellos también?
Después los chicos se fueron a dar un paseo, y ella se sentó junto a él como lo había hecho años atrás.
Le tiró piedrecitas a la cabeza por el gusto de verle levantar los ojos al cielo una vez más con un gesto de exasperación y se fumó un último cigarro con él.
Gracias, decían las volutas de humo. Gracias.
Volvieron a casa en silencio y, en el momento exacto en que debían de estar diciéndose, los tres, que la vida era el número de cabaret más infame del mundo, Alexis se inclinó hacia delante para subir el volumen.
Léo Ferré les repetía que era fantástico y, está bien —pero sólo porque era él y porque Nounou lo había conocido de pequeño—, quisieron creerlo durante los tres minutos que duraba su puta canción. Después Alexis apagó la radio, cambió de tema y repitió séptimo.
Una noche Anouk, que hacía tiempo que le daba vueltas a esa historia en la cabeza, se atrevió a preguntarle:
—Dime una cosa, mi vida…
—¿Qué?
—¿Por qué siempre cambias de tema cuando hablamos de Nounou? ¿Por qué tú nunca has llorado? Y eso que era alguien importante en tu vida, ¿verdad?
Alexis se concentró en su plato de macarrones, no tuvo más remedio que levantar la cabeza y cruzarse con su mirada, por culpa de las hebras del queso gruyère, y respondió sin más:
—Cada vez que abro la funda de mi trompeta, siento su olor. Ya sabes, ese olor como a viejo y…
—¿Y?
—Cuando toco, toco para él y…
—¿Y?
—Cuando me dicen que lo hago bien, es porque creo que lloro, ¿sabes…?
Si hubiera podido, Anouk lo habría abrazado en ese momento preciso de sus vidas. Pero no podía. Él ya no quería.
—Pero… esto… entonces ¿estás triste?
—¡Qué va! ¡Al contrario! ¡Estoy bien!
En lugar de abrazarlo, le sonrió. Una sonrisita con brazos, manos, un cuello y dos nucas en un extremo.
Charles consultó su reloj, se dio la vuelta, echó una ojeada a una minúscula cueva que imitaba a la de Lourdes (Recorrido de San Luis, precisaba la flecha del panel. Vaya tontería…) y esperó a estar de nuevo en el aparcamiento para terminar con aquello y vomitar su Dies Irae.
«Sí. Y ya ves… Al final consiguió ganarse también su cariño…», resonaba la voz de Anouk.
No, no había querido llevarle la contraria sobre ese tema. Su madre… Su madre enseguida encontró otros problemas de los que preocuparse… Se imponía con mano de hierro en su casa, en mi padre, en sus parterres de flores y en todo lo demás. Y además había vuelto De Gaulle. Así que terminó por relajarse un poco.
De modo que Charles no le iba a llevar la contraria sobre ese tema, pero:
—Anouk…
—Charles…
—Hoy me lo puedes decir…
—Decirte ¿qué?
—Cómo murió…
Silencio.
—De viejo, nos dijiste, pero era mentira. ¿Verdad que era mentira?
—Sí…
—¿Se suicidó?
—No.
Silencio.
—¿No quieres decírmelo?
—A veces está bien mentir, ¿sabes…? Sobre todo tratándose de él… él, que tanto os hizo soñar… Y todos esos trucos de magia que os…
—¿Murió atropellado?
—Degollado.
—…
—Lo sabía —se maldijo Anouk—, pero ¿por qué te haré yo caso a ti?
Se dio la vuelta para pedir la cuenta.
—¿Sabes, Charles?, tú sólo tienes un defecto, pero joder… qué defecto más triste… Eres demasiado inteligente… Sin embargo, créeme, en la vida hay cosas que no vienen en los manuales de instrucciones… Antes, cuando he llegado y he visto todos esos cálculos que te tienes que tragar, a la vez que te daba un beso te compadecía. Me he dicho que, a tu edad, te pasas demasiado tiempo tratando de calcular el mundo. ¡Ya lo sé, ya lo sé! Me vas a decir que son tus estudios y todo eso, pero… pero, ea, a partir de hoy, cuando pienses en las últimas horas de la mejor niñera del mundo, ya no te imaginarás a un señor mayor dormido entre chales en medio de sus recuerdos, no; y, querido mío, la culpa es sólo tuya, volverás a encerrarte en tu cuarto con tu calculadora y ya no podrás concentrarte, porque todo lo que verás en tus dichosos paréntesis llenos de x y de y hasta la saciedad será a un viejo al que la policía encontró desnudo en un retrete de mala muerte…
—…
—Sin dentadura postiza, sin anillos, sin documentación y sin… Un viejo que esperó casi tres semanas en la morgue a que una mujer avergonzada se dignara a hacer un esfuerzo por sacarlo de ahí, pero por última vez en su vida, gracias a Dios, se dignara a reconocer que sí, que los unía un lazo de sangre puesto que ese desecho humano abierto en canal era… su hermano pequeño…
Después me acompañó hasta la facultad, se dio la vuelta y se abandonó en mis brazos.
No era a mí a quien ahogaba, era el recuerdo de Nounou, y si la clase siguiente me pareció más confusa todavía que lo que me había anunciado ella entre dientes, no era por culpa de ese viejo bribón —que había muerto en el escenario, después de todo…—, no, la culpa era mía, ya que pese a mis esfuerzos desesperados por imaginarme una etiqueta enganchada al dedo gordo de un pie frío, no había podido evitar que Anouk notara mi turbación a través de la tela de mi pantalón y… oh, ¿por qué una frase tan enrevesada? Anouk había conseguido que me empalmara y punto, y me avergonzaba de ello.
Llevábamos más de dos horas tragándonos unas clases de geometría infinitesimal, y que no viniera diciéndome que era inteligente sólo porque entendía más o menos adonde quería llegar la profesora… ¡Joder, no, Anouk sabía de sobra que, al contrario, estaba totalmente perdido! De hecho, se había apartado de mí diciendo que no con la cabeza.
Como siempre, esperé a que me volviera a llamar para quedar a comer y recuerdo que tuve que esperar mucho…
Esa confesión sórdida, e inútil, que yo había ido a suplicarle como un estúpido que era, no quería decir nada para mí: mi infancia había muerto el mismo día que Nounou.
Era demasiado temprano para volver a París, donde nadie lo esperaba, de modo que sacó su agenda y marcó un número que llevaba meses aplazando para el día siguiente.
—¿Balanda? ¡Anda, pero si ya no creía que me fueras a llamar! ¡Pues claro que te espero!
Philippe Voernoodt era un amigo de Laurence. Un tipo que había hecho fortuna en el sector inmobiliario… O en el de internet… ¿O en el sector inmobiliario por internet, tal vez? Bueno, en fin, un tío que conducía un coche grotesco y probablemente ya no tenía tiempo de ir al dentista porque se pasaba el rato toqueteando su agenda electrónica con un mondadientes húmedo.
Cuando le daba palmaditas amistosas en la espalda, Charles siempre encogía varios centímetros y no podía evitar preguntarse si esa mano, desde luego fuerte pero un poco corta, se había posado alguna vez más alto que en el antebrazo de su amada…
Algunas miradas lo habrían convencido casi, pero cuando lo vio salir esa tarde de su bunker metalizado con el auricular del móvil colgado de la oreja, le dedicó una sonrisita tierna.
No, se tranquilizó a sí mismo, no, Laurence tenía demasiado buen gusto.
Se habían citado en la zona norte de París en una antigua imprenta que http.Voernoodt.idiota.com había comprado por cuatro perras (por supuesto…) y quería transformar en un loft sublime (bis). Unos años antes, Charles ni siquiera se habría desplazado. Ya no le gustaba trabajar para particulares. O elegía sólo a aquellos que lo inspiraban. Pero ahora, en fin… los bancos… Desde entonces los bancos lo habían obligado a dejarse de caprichos y le traían por la calle de la amargura. Y cuando encontraba un particular lo bastante rico y megalómano para ayudarlo a pagar sus gastos, se metía la coquetería en el bolsillo y sabía seguirle el rollo hasta la hora de presentarle el presupuesto.
—¿Y bien? ¿Qué te parece?
Era un lugar maravilloso. Los volúmenes, la luz, la densidad, el eco del silencio incluso, todo era… recto.
—Y lleva abandonado así desde hace diez años —precisó el otro, aplastando la colilla contra el suelo de mosaico.
Charles no lo oyó. Le parecía más bien que era la hora de la comida y que de un momento a otro volverían todos, encenderían otra vez las máquinas, acercarían los taburetes, abrirían centenares de cajetines extraordinarios, levantarían ese bidón de tinta del rincón, echarían una ojeada al enorme reloj de pared con su cerco de plomo que los dominaba, y el trabajo reemprendería con un estruendo infernal.
Se alejó un poco más y fue a echar un vistazo por la ventana del despacho.
Los tiradores de los cajones, los respaldos de las sillas, la madera de los tampones, las tapas de los albaranes, todo allí tenía ese hermoso aspecto pulido que dan el paso de los años y el roce de las manos.
—Bueno, ahora no se ve muy bien por todo el desorden, pero imagínatelo una vez limpio… Una superficie de la hostia, ¿verdad?
Charles admiró una herramienta, una especie de lupa muy extraña que se echó al bolsillo.
—¿Verdad? —insistió el otro, y tintinearon las llaves de su 4x4.
—Sí, sí… Una superficie de la hostia, como tú bien dices…
—Bueno, ¿y cómo lo ves entonces? ¿Tú cómo lo harías?
—¿Yo?
—Sí, claro, tú… ¡Hace meses que te espero, a ver qué te crees! ¡Y mientras tanto no hay quien me quite de encima al fisco con su impuesto sobre propiedades! ¡Jajá! —(Se rió).
—Yo no haría nada. No tocaría nada. Viviría en otro lado y vendría aquí a descansar. A leer. A pensar…
—¿Estás de coña?
—Sí —mintió Charles.
—Oye, tú estás un poco raro hoy, ¿no?
—El desfase horario. Bueno… ¿tienes planos?
—En el coche…
—Bien. Bueno, pues entonces ya podemos irnos…
—Irnos ¿adónde?
—Marcharnos de aquí.
—Pero ¿no vas a dar una vuelta?
—Una vuelta ¿por dónde?
—Pues no sé… Por fuera…
—Ya volveré.
—Pero… si ni siquiera me has preguntado lo que quería…
—Oh… —suspiró Charles—. Pero si ya sé lo que quieres, hombre… Quieres que quede un poco salvaje, natural, justo lo necesario, pero sin sacrificar la comodidad. Quieres suelos de hormigón, o de madera un poco tosca, en plan suelo de vagón, quieres una pasarela con el suelo de cristal y barandillas de acero cromado; allí quieres una cocina hi-tech, muy en plan cocinero profesional, del estilo de las cocinas Boffi o Bulthaup, me imagino… Quieres lava, granito o pizarra. Quieres luz, líneas puras, materiales nobles y que respeten el medio ambiente. Quieres un gran despacho, estanterías a medida, chimeneas escandinavas y seguramente una sala de proyección, ¿no? Y para el exterior tengo el paisajista que necesitas, un tipo que te hará un jardín en movimiento, como dicen ellos, con semillas de comercio justo y un sistema de regadío integrado. E incluso una de esas piscinas de precio exorbitante que salvan el honor. Ya sabes, en plan salvaje y natural pero cómoda a la vez…
Acarició las viguetas.
—Sin olvidar el pack «domótica, sistema de alarma, apertura con código, cámara de seguridad integrada y verja automática», por supuesto…
—…
—¿Me equivoco?
—Pues… no… pero ¿cómo lo has adivinado?
—Bah…
Charles ya había salido del edificio y se prohibía volver la cara hacia la sangría que estaba por venir.
—Es mi trabajo.
Esperó mientras el otro se ponía nervioso con la cerradura (socorro, hasta el llavero tenía todo el peso de la elegancia…), luego contestó al auricular que tenía en la oreja, fustigó a sus empleados y por fin le tendió las llaves.
—Pero y esta cosa ¿para cuándo me la puedes hacer?
«Esta cosa», desde luego era la expresión adecuada.
—Dime tú…
—¿Para Navidad?
—No hay problema. Para entonces tendrás tu bonita cuadra…
Su nuevo cliente lo miró mal. Debía de estar preguntándose si lo tomaba por un burro o por un buey.
Charles le estrechó vigorosamente esa mano tan cortita que tenía y se dirigió hacia su coche, acariciando al pasar la verja con la otra mano.
Se le quedaron trozos de pintura incrustados debajo de las uñas.
Bueno, al menos se ha salvado este poquito de pintura, pensó, dando marcha atrás con el coche.
Entre los intereses de los rusos, los de los bancos y los de ese cretino, a juego con todos los demás, tenía material suficiente para mascullar todo el trayecto hasta su casa. Y menos mal, porque estaba en plena hora punta.
Qué…
Qué extraña era la vida…
Tardó un momento en darse cuenta de que era la radio lo que lo estaba poniendo de tan mal humor. Cerró la boca a esa audiencia a la que en mala hora se le había dado la palabra y se apaciguó con una emisora que sólo ponía música de jazz sin interrupciones.
Bang bang, my baby shot me down, se lamentaba la cantante de voz melosa. Bang bang, demasiado fácil, replicó él.
Demasiado fácil.
«Eres demasiado inteligente…». Pero ¿qué quería decir eso exactamente?
Sí, calculaba el mundo. Sí, buscaba la salida. Sí, volvía a casa cuando los demás revolvían el armario para encontrar una camiseta limpia que ponerse. Sí, me esforzaba por hacerle figuritas de papel muy complicadas que escondían siempre mentiras entre los pliegues y seguía viendo a Alexis, aguantándolo y dejándole que me comiera vivo, con el único objetivo de poder decirle «Está bien» entre un sorbo de vino y una sonrisa que, entonces, ya no me estaba destinada.
Está bien. Me ha robado, me roba y me volverá a robar. Ha robado a mis padres y traumatizado a mi abuela para ponerse hasta arriba, pero está bien, te lo prometo.
Pero mi abuela no. Se murió de ello, creo. Era una anciana que tenía la debilidad de aferrarse a sus recuerdos…
Pero… ¿acaso no estaba él haciendo lo mismo? ¿Acaso no se estaba dejando aniquilar por un puñado de cachivaches polvorientos?
Valiosos, tal vez, pero ¿qué valor tenían hoy?
¿Qué valor?
Bang, bang, en la parada de Porte-de-la-Chapelle, tan cerca de su objetivo y tan lejos de su casa, Charles sintió, y fue una sensación física, que había llegado la hora de mandar todo aquello al garete de una vez por todas.
Perdón, pero ya no puedo más.
Ya no se trata de cansancio, no, esto ya es… hastío.
Cuán vano es todo.
Ya veis… Sigo siendo ese pobre tipo que revisa con atención su examen, paga el alquiler por adelantado y se deja la vista en su mesa de dibujo. Y, sin embargo, he intentado creeros. Sí, he intentado comprenderos y seguiros, pero… para llegar ¿adónde?
¿A un atasco tras otro?
Y tú, Alexis, tú que me trataste con tanta arrogancia la otra noche, con tu Corinne, tu casita de campo y tus zapatillas de fieltro, te dabas menos aires cuando fui a recogerte a la comisaría del distrito XIV, ¿eh?
No, no te acuerdas de nada, claro, pero vuelve a pasarme tu contestador un momento para que te describa la mierda que eras entonces… Tardé siglos en volver a vestirte aguantando la respiración y cargué contigo hasta el coche. Cargué contigo, ¿me oyes? Cargué contigo, no es que te apoyaras en mí para caminar. Y llorabas, y me seguías mintiendo. Y era eso lo peor. Que sigues, después de todos estos años, después de nuestros juramentos de niños y la fuerza de los Jedi, después de Nounou y de la música, y de Claire, y de tu madre, y de la mía, después de todos esos rostros que ya no reconozco, después de todo lo que has destrozado a mi alrededor, sigues contándome milongas.
Terminé por pegarte para que te callaras por fin la boca y te dejé en las urgencias del hospital Hôtel-Dieu.
Por primera vez, no me quedé contigo, y luego me hice reproches a mí mismo, ¿sabes?
Sí, me reproché a mí mismo no haber dejado que la palmaras esa noche…
Te has recuperado, parece. Ahora eres lo bastante fuerte para enviar cartas anónimas, para meter a tu madre en un vertedero y para reírte en mi cara. Mejor para ti, mejor para ti. Pero ¿quieres que te diga una cosa? Cuando pienso en ti sigo sintiendo ese olor a meado.
Y a pota.
No sé de qué habrá muerto Anouk, pero recuerdo aquel domingo por la tarde en que fui a veros antes de volver a mi colegio interno…
Debía de tener la edad de Mathilde, pero, por desgracia, era mucho menos listo que ella… No tenía su humor mordaz. Todavía no me había enseñado a desconfiar de los adultos ni a entrecerrar los párpados cuando la vida se acercaba disimulando. No, yo era un niño todavía. Un niño obediente que os llevaba restos de tarta y recuerdos de parte de su mamá.
Hacía tiempo que no os veía y me desabroché los botones de arriba de la camisa antes de llamar a vuestra puerta.
Estaba tan contento de escapar unas horas de mi santa familia para ir a respirar unas bocanadas de vosotros. Sentarme en vuestra cocina patas arriba, calibrar el humor de Anouk según el número de pulseras que llevara ese día, oírla suplicarte que nos tocaras algo, saber de antemano que le dirías que no, hablar con ella, doblarme bajo el peso de sus preguntas, dejar que me tocara el brazo, los hombros, el pelo y bajar la cabeza cuando añadiera pero cuánto has crecido, qué guapo estás, cómo pasa el tiempo, pero… ¿por qué?, y acechar el instante en que mencionaría a Nounou llevándose la mano a la muñeca con un gesto mecánico para apaciguarla, antes de tocarse la frente y volver a reírse. Tener la certeza de que pronto cederías y te desplomarías de cualquier manera sobre el primer sillón que pillaras para secundar nuestros cotilleos y dar más consistencia a nuestros silencios…
No podíais saberlo, no lo supisteis nunca, pero ¿qué me quedaba allí en ese colegio donde las tardes eran tan largas, la promiscuidad, tan molesta y los vigilantes, tan estúpidos? Vosotros.
Mi vida erais vosotros.
No. No habríais podido comprenderlo. Vosotros que nunca habíais obedecido a nadie e ignorabais el sentido mismo de la palabra disciplina.
¿Quizá os haya idealizado? En todo caso es lo que me decía, y reconoced que era tentador… Trataba de persuadirme de ello, os contaba tonterías, experimentaba con vosotros el sfumato del gran Leonardo, que era entonces mi ídolo absoluto, y frotaba sobre mis recuerdos para difuminaros hasta el momento en que, habiendo recuperado el lugar reservado para mí en vuestra mesa, y arañando con los dedos minuciosamente vuestro hule hecho polvo mientras os escuchaba pelearos, sentía que mi corazón volvía a latir.
La sangre.
Volvía a circular la sangre por mi cuerpo.
—¿Por qué sonríes con esa cara de tonto? —me preguntaba Alexis.
¿Por qué?
Porque volvía a sentir tierra firme.
Hacía quince años que me explicaban, dos jardines más adelante en esa misma calle, que la vida no era sino una sucesión de deberes y flagelaciones de todo tipo. Que no había nada adquirido de antemano, que todo había que merecérselo, y que el mérito, ¡hablemos del mérito!, se había convertido en una noción muy azarosa en una sociedad que ya no respetaba nada, ¡ni siquiera la pena de muerte! Mientras que vosotros, vosotros… Sonreía porque vuestra nevera siempre vacía, vuestra puerta siempre abierta, vuestros psicodramas, vuestras estrategias que no valían para nada, vuestra filosofía de bárbaros, esa certeza de que aquí abajo no había nada que atesorar y que la felicidad era el instante presente, el aquí y ahora, delante de un plato de lo que fuera mientras uno se lo comiera con ganas, me demostraban exactamente lo contrario.
Para Anouk, nuestro único mérito era no estar ni muertos ni enfermos, y el resto no tenía ninguna importancia. El resto ya vendría por sí solo. Comed, niños, comed, y tú, Alexis, para un minuto de atronarnos con los cubiertos, tienes toda la vida para hacer ruido.
Pero aquel día, después de llamar varias veces y justo cuando ya iba a dar media vuelta, oí una voz que no reconocí:
—¿Quién es?
—Caperucita Roja.
—…
—¡Eh! ¡Eh! ¿Hay alguien en casa?
—…
—¡Os traigo una jarrita de miel y un buen trozo de pastel!
Se abrió la puerta.
Anouk me daba la espalda. Una silueta en bata, encorvada, con el pelo sucio y una cajetilla de tabaco en la mano.
—¿Anouk?
—…
—¿No te encuentras bien?
—Me da miedo darme la vuelta, Charles. No… no quiero que me veas así, no…
Silencio.
—Bueno… —articulé yo por fin—, pues dejo el plato en la mesa y…
Anouk se dio la vuelta.
Sus ojos sobre todo. Sus ojos me horrorizaron.
—¿Estás enferma?
—Se ha ido.
—¿Cómo?
—Alexis.
Y mientras me dirigía a la cocina para zafarme de esa tarta de fresa que me daba arcadas, me arrepentía ya de haber venido, pues sentía de manera confusa que no pintaba nada ahí y que muy pronto la situación me iba a superar.
Tenía deberes que hacer. Ya volvería.
—¿Dónde se ha ido?
—Pues con su padre…
Eso sí lo sabía. Que el padre pródigo había vuelto a aparecer hacía unos meses en un súper Alfa Romeo. «¿Y es majo tu padre?». «No está mal…», me había contestado Alexis, y la cosa se había quedado ahí, en esas tres palabras. Indiferentes. Inofensivas, me habían parecido.
Vaya, qué desastre. Me debía de haber perdido algún episodio… ¿Qué se suponía que debía hacer en ese momento? ¿Llamar a mi madre?
—Pero… volverá.
—¿Tú crees?
—…
—Se ha llevado todas sus cosas, ¿sabes…?
—…
—Hará como tú… Volverá los domingos a comer bizcocho…
Esa sonrisa habría preferido que me la ahorrara.
Giró varias botellas y al final se sirvió un gran vaso de agua que se bebió de un tirón, atragantándose.
Bueno. Mientras yo buscaba la manera de sortearla para llegar hasta el pasillo. No quería ser testigo de todo eso. Sabía que bebía, pero me negaba a saber hasta qué punto. Era algo de ella que no me interesaba. Volvería cuando se hubiera quitado esa bata y se hubiera vestido.
Pero no se movía. Me miraba con dureza. Se tocaba el cuello, el pelo, se frotaba la nariz, abría y cerraba la boca como si se estuviera ahogando. Parecía un animal en una trampa, dispuesto a arrancarse la pata de un bocado para ir a morir en la habitación de al lado. Y yo… yo miraba las nubes por la ventana.
—¿Sabes lo que significa criar sola a un hijo?
No contesté nada. No era una pregunta de todas formas, era una brecha que abría para poder tropezar en ella. Yo no era muy valiente, pero tampoco era tonto perdido.
—A ti que se te dan tan bien los números, ¿cuántos días son quince años?
Eso sí era una pregunta.
—Pues… algo más de cinco mil, creo…
Dejó el vaso y se encendió un cigarro. Le temblaba la mano.
—Cinco mil… Cinco mil días y cinco mil noches… ¿Te das cuenta? Cinco mil días y cinco mil noches sola… Preguntándote si lo que haces está bien… Preocupándote… Preguntándote si lo vas a conseguir… Trabajando. Olvidándote de ti misma. Cinco mil días de pasarlo fatal y cinco mil noches encerrada. Nunca un momento para ti, nunca un día de vacaciones, sin padres, sin hermana, nadie que te cuide al niño y te deje descansar un momento. Nadie que te recuerde que en tiempos eras un poco guapa… Millones de horas preguntándote por qué nos había hecho eso, y una buena mañana, he aquí que vuelve, el muy cabronazo, y entonces, ¿sabes lo que te dices en ese momento? Te dices que ya echas de menos esos millones de horas, porque no eran nada comparadas con las que te esperaban a partir de ahora…
Se golpeó la frente contra la pared.
—Figúrate… Un padre pianista en los palacios al fin y al cabo es mucho mejor que una birria de enfermera, ¿verdad?
Me hablaba, exigía mi atención, pero yo me negaba a caer en su trampa. Se equivocaba de hombro sobre el que llorar. Yo era demasiado pequeño para todo eso, no eran cosas de mi edad, como decía mi padre. No, no me correspondía a mí darle la razón o llevarle la contraria. Que se las apañara sola, por una vez.
—¿No dices nada?
—No.
—Tienes razón. No hay nada que decir. Y yo también me dejé engatusar por él, así que… lo comprendo… No hay nada peor que los músicos, créeme… Te crees que son Mozart o qué sé yo quién, cuando resulta que no son más que charlatanes que cierran los ojos cuando ven que ya está, que ya estás loca por ellos. Que cierran los ojos sonriendo antes de… Los odio.
»Me doy perfecta cuenta de que no he sido una buena madre pero era difícil, ¿sabes? Tenía apenas veinte años cuando Alexis nació y… él desapareció… Fue la comadrona quien se fue a inscribirlo en el registro en su hora de descanso para comer, y volvió muy contenta tendiéndome ese cachivache llamado libro de familia. Yo lloraba y lloraba. ¿Qué querías que hiciera con un libro de familia cuando ni siquiera sabía dónde iba a vivir la semana siguiente? La de la cama de al lado no paraba de repetirme: “Vamos, vamos, no llore de esa manera, que se le va a agriar la leche…”. ¡Pero yo no tenía leche! ¡No tenía, joder! Miraba a ese bebé que lloraba y se desgañitaba…
Yo apretaba los dientes. Que se callara, por Dios, que se callara. ¿Por qué me contaba todo eso? ¿Todas esas cosas de tía que yo no podía entender? ¿Por qué me imponía eso a mí, a mí que siempre había sido leal con ella? Que siempre la había defendido… Y entonces, en ese momento, hubiera dado cualquier cosa por estar con los míos. Esas personas normales, equilibradas, dignas de estima, que no chillaban, no acumulaban botellas vacías debajo del fregadero y tenían la elegancia de mandarnos sin miramientos a nuestro cuarto cuando necesitaban desahogarse.
Se le había caído la ceniza del cigarro sobre la manga de la bata.
—Nunca una sola señal de vida, ni una carta, ninguna ayuda, ninguna explicación, nada… Ni siquiera la curiosidad de saber cómo se llamaba su hijo… Estaba en Argentina, según parece… Eso le dijo a Alexis, pero yo no me lo creo. En Argentina, ya, y una mierda. ¿Y por qué no en Las Vegas, ya que estamos?
Anouk lloraba.
—Ha dejado que me tragara lo más difícil, y ahora que el niño ya está criado, se planta aquí con un chirriar de frenos, dos promesas, tres regalos y… adiós, vieja. ¿Quieres saber mi opinión? Es una putada…
—Tengo que irme ya, si no voy a perder el tren…
—Eso es, vete, haz como ellos. Abandóname tú también…
Al pasar por su lado me di cuenta de que ya era más alto que ella.
—Por favor… Quédate…
Cogió mi mano y la apretó contra su vientre. Me zafé horrorizado, estaba borracha.
—Perdón —murmuró, cerrándose la bata—, perdón…
Ya estaba en el rellano cuando me llamó:
—¡Charles!
—Sí.
—Perdón.
—…
—Dime algo…
Me di la vuelta.
—Volverá.
—¿Tú crees?
Atascado en la plaza de Clichy, detrás del 81 y en otro siglo, Charles recordaba perfectamente esa sonrisita incrédula cuando por fin Anouk se decidió a levantar la barbilla. Ese rostro tan perturbador, tan… desnudo, el ruido de la puerta al cerrarse tras él y el número de escalones que lo separaban entonces del mundo de los vivos: veintisiete.
Veintisiete escalones durante los cuales sintió que se volvía más espeso, más pesado. Veintisiete veces su pie en el aire y sus puños cada vez más duros en el fondo de sus bolsillos. Veintisiete escalones para comprender que ya estaba, había cruzado al otro lado. Porque en lugar de compadecerse de su pena y de condenar la actitud de Alexis, no podía evitar alegrarse: el sitio estaba libre para él.
Y cuando su madre se puso a darle la vara porque se le había olvidado traerle el plato de la tarta, la mandó a paseo por primera vez en su vida.
Su piel de niño se había quedado en esos veintisiete escalones.
No revisó sus apuntes en el tren y aquella noche se durmió reconciliado con su mano derecha. Después de todo, se la había cogido ella… No es que le diera menos vergüenza, sencillamente era… más viejo.
Por lo demás, tenía yo razón una vez más. Alexis volvió.
—¿Cuándo volverá a recogerte tu padre? —le preguntó Anouk al final de las vacaciones de Semana Santa.
—Nunca.
Gracias a mi madre y a sus obras de caridad, le encontraron plaza en el colegio Saint-Joseph, y yo recuperé mi lugar… en su estela…
Aquello me alivió. Anouk, que debía de haber hecho un trato con el destino, o con el diablo, es más probable, cambió de vida. Dejó de beber, se cortó el pelo muy cortito, pidió trabajo en el hospital y ya no dejó que hicieran mella en ella los enfermos. Se contentaba con dormirlos.
Decidió también volver a pintar su casa, así de repente, un buen día, después del café.
—¡Ve a buscar a Charles! ¡Este fin de semana atacamos la cocina!
Y fue entonces, mientras limpiábamos las paredes, cuando supimos el final de la historia… No sé cómo la conversación se centró en su padre, y Anouk y yo dejamos de restregar como locos.
—El caso es que necesitaba un compañero para tocar, pero cuando se dio cuenta de que yo no tenía edad para poder hacer bolos con él, se acabó, ya no le interesaba…
—Calla… —suspiró Anouk.
—¡Te lo juro! ¡El muy gilipollas había calculado mal! «¿Sólo tienes quince años? ¿Sólo tienes quince años?», no paraba de repetirme, cada vez más furioso: «¿Estás seguro? ¿Sólo tienes quince años?».
Como él se reía, nosotros nos reímos también, pero… ¿cómo decir? Hay que ver la lejía Saint-Marc cómo decapa… No, lo digo porque tardamos un buen rato en volver a hablar, ocupados como estábamos en escupir cristalitos de sodio…
—Vaya, parece que os he cortado un poco el rollo —bromeó Alexis—, eh, pero ¡no pasa nada! No me he muerto…
Ella, en cambio, y aquí resultó que todos mis cálculos eran un desastre, no había sobrevivido durante su ausencia. Nunca me dejó volver a verla. Llamaba a su puerta en vano y me alejaba preocupado bajando de cuatro en cuatro sus escalones podridos.
Me había equivocado por completo. El sitio nunca estaría libre para mí.
Pero había recibido una carta… La única, de hecho, que recibí en cuatro años de internado…
Perdona si no te abrí la puerta ayer. Pienso en ti a menudo. Os echo de menos. Os quiero.
Al principio me irritó un poco, pero luego olvidé el plural y quemé la carta después de leerla. Me echaba de menos, era todo lo que quería saber.
Por cierto, ¿por qué remuevo ahora todos estos recuerdos? Ah, sí… el cementerio…
Es verdad que ya eres mayor de edad… Ahora tus traiciones son legales…
Anouk nunca volvió a ser la misma después de tu viajecito en descapotable italiano. ¿Acaso era su abstinencia lo que la volvió más… comedida? ¿Lo que le impedía abrazarnos, apretarnos bien fuerte, comernos a bocados y dárnoslo todo? No lo creo.
Era la desconfianza. La certeza de la soledad. Y esa prudencia, de repente, esa extraña dulzura, ese cambio de voltaje, era un torniquete, un clamp en la vena cava. Ya no nos tomaba el pelo, ya no decía, aguantándose la risa, «Esto… una tal Julie al teléfono» cuando no era más que el idiota de Pierre que otra vez se había dejado el libro de geografía, y se encerraba en su cuarto cuando tocabas particularmente bien.
Tenía miedo.
Una vez pasada la estación de Saint-Lazare, el tráfico se volvió un poco menos denso. Charles se escabulló, abandonó el rebaño siguiendo itinerarios de chavalín astuto y volvió a fijarse en las fachadas mientras estaba parado en los semáforos. Ésa, sobre todo, la que estaba en la plaza Louis XVI, con esos animales art déco que tanto le gustaban.
Así había seducido a Laurence.
Él estaba sin blanca, ella era sublime, ¿qué podía regalarle? París.
Le enseñó lo que el resto de la gente no ve jamás. Empujó puertas cocheras, saltó vallas, la llevó de la mano y arrancó la viña virgen que le arañaba la frente. Le explicó los mascarones, los atlantes y los frontones esculpidos. Se citó con ella en el pasaje del Désir y se le declaró en la calle Git-le-Cceur. Debía de creerse muy listo, pero en realidad era muy tonto.
Estaba enamorado.
Ella se inspeccionaba los talones mientras él enseñaba su carné de estudiante a porteras que parecían sacadas de una fotografía de Doisneau, la cogía por la cintura, blandía el dedo índice y la besaba en el cuello mientras ella buscaba el rostro de la señora Lavirotte, la mujer del gran arquitecto, esculpido en la fachada de su casa en la avenida Rapp o las ratas de la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois.
«No las veo…», se desesperaba ella.
Normal. Charles le había indicado la gárgola que no era, para poder disfrutar más tiempo de su perfume Chanel n.º 5.
Sus mejores cuadernos de dibujo son de esa época, cuando todas las cariátides de París le debían algo: la curva de su hombro, su bonita nariz o el contorno de su pecho.
Un tío lo adelantó de mala manera, agitando el brazo por la ventanilla.
Después de cruzar el Sena, se calmó. Recordó que iba camino de casa y que entonces la vería, y eso le dio alegría. A ella y a Mathilde, sus dos cascarrabias…
Dos gruñonas que se las hacían pasar canutas…
Pero bueno, no estaba mal… Era un poco cansado, a veces, pero más divertido.