En el aeropuerto lo esperaba un chófer con su nombre escrito en un cartel.
En el hotel lo esperaba una habitación con su nombre escrito en una pantalla de televisión.
Sobre la almohada, una chocolatina y el pronóstico del tiempo para el día siguiente.
Cielos nubosos.
Empezaba otra noche, y Charles no tenía sueño. Ya estamos, suspiró, otra vez la jodienda del desfase horario. En el pasado no le habría dado ninguna importancia, pero hoy su pobre cuerpo se quejaba. Se sintió… desalentado. Bajó al bar, pidió un bourbon, leyó la prensa local y tardó un momento en darse cuenta de que las llamas del hogar no eran de verdad.
Tampoco era de verdad el cuero de su butaca, ni las flores, ni los cuadros, ni los paneles de madera que revestían las paredes, ni los estucos del techo, ni la pátina que cubría las superficies brillantes, ni los libros de la biblioteca, ni el olor a cera para muebles, ni la risa de esa mujer bonita en el bar, ni la amabilidad del señor que velaba porque no se cayera del taburete, ni la música, ni la luz de las velas, ni… Nada era de verdad, absolutamente nada. Era el Disneyworld de los ricos, y por muy lúcido que Charles fuera, formaba parte de todo eso él también. Sólo le faltaban las orejas de Mickey Mouse.
Salió al frío de la calle. Caminó durante horas y no vio nada más que edificios funcionales. Deslizó una tarjeta de plástico en la ranura de la habitación 408, apagó la calefacción, encendió el televisor, apagó el sonido, apagó la imagen, intentó abrir una ventana, soltó un taco, renunció, se dio la vuelta y se sintió, por primera vez en su vida, atrapado.
03:17 se tumbó
03:32 y se preguntó
04:10 con calma
04:14 sin ponerse nervioso
04:31 qué estaba
05:03 haciendo ahí.
Se dio una ducha, pidió un taxi y se volvió a su casa.