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Olvidemos esta historia de paz arrebatada o condenada. Una afirmación demasiado vehemente para ser sincera. Por supuesto que Charles, una vez en la calle, se arrodilló, se puso bien el zapato, pasó la lazada grande alrededor de la pequeña y se marchó tan tranquilo.

Por supuesto.

De hecho ahora la historia le hacía sonreír. Sí, vaya una Virgen María…

Le hacía gracia el niño que era entonces, iluminado y tocado por la gracia pero no obstante perplejo. Sí, perplejo. Vivía rodeado de chicas pero nunca habría imaginado que la punta era de otro color…

No, no había perdido la paz, había ganado una especie de agitación, una turbación que crecería con él y se alargaría al compás de los dobladillos de sus pantalones. Que taparía sus arañazos, le ceñiría las caderas y se ensancharía hacia abajo. La aplanaría la plancha de su madre y la desaprobaría la elegancia de su padre. Más tarde se deshilacharía. Se quedaría hecha un burruño y se llenaría de manchas. Y después ganaría en madurez y, por lo tanto, en calidad, tendría una raya impecable, y también vueltas, exigiría limpieza en seco y terminaría arrugada sobre la grava de un cementerio cutre y feo.

Reclinó el asiento para atrás dando gracias al cielo.

Al final, pensándolo bien, era una suerte estar en un avión. Volar tan alto, haberse tomado un somnífero, estar en ayunas, haberse reencontrado con ellos, acordarse del perfume barato de Nounou, haberlos conocido, que lo hubieran querido y no haberse recuperado nunca de ello.

En aquella época, era una señora, pero hoy sabe muy bien que no. Hoy sabe que debía de tener veinticinco o veintiséis años, y esa historia de edades —que entonces tanto lo había preocupado— le daba por fin la razón, a él: eso nunca había tenido la más mínima importancia.

Anouk no tenía edad porque no entraba en ninguna casilla y se debatía demasiado para dejarse circunscribir.

A menudo se comportaba como una niña. Se acurrucaba en medio de sus juegos de construcción y se quedaba dormida en pleno paso de un tren de mercancías. Se enfurruñaba cuando llegaba la hora de hacer los deberes, imitaba la firma de su hijo, suplicaba justificantes, podía pasarse días sin hablar, se enamoraba de cualquier manera, se tiraba noches enteras esperando a que sonara el teléfono sin dejar de mirarlo con rabia, los exasperaba a fuerza de preguntarles si la encontraban guapa, no, pero… guapa de verdad, y terminaba por echarles la bronca porque no había nada para cenar.

Pero otras veces, no. Otras veces salvaba a gente, y no sólo en el hospital. Gente como Nounou y tantos otros que la veneraban como al más fuerte de todos los ídolos.

No le daba miedo nada ni nadie. Se apartaba un paso cuando se le venía el mundo encima. Encajaba los golpes. Luchaba. Aguantaba. Ponía ojitos, apretaba los puños o hacía un corte de mangas según el tipo de enemigo, terminaba por comprender que se había quedado sin línea, colgaba el teléfono, se encogía de hombros, se volvía a maquillar y se los llevaba a todos a comer fuera.

Sí, la edad, o la diferencia de edad eran desde luego los únicos números que se le habían resistido a este alumno tan aplicado. Una inecuación que se había quedado en el margen del cuaderno… Demasiadas incógnitas… Sin embargo recuerda cuánto lo marcó su rostro la última vez. Pero no eran sus arrugas o sus canas lo que lo desconcertaron, era… su abandono.

Algo, alguien, la vida habían apagado la luz.

Le ofrecieron un café, una aguachirle infame que aceptó encantado. Se llevó a los labios el plástico muy caliente, apoyando la frente contra la ventanilla, observó el temblor del ala, trató de distinguir las estrellas de las luces de los otros aviones, atrasó su reloj y siguió hendiendo la noche.

La segunda foto la había sacado él… Lo recuerda porque su tío Pierre acababa de regalarle esa cámara Kodak Instamatic con la que llevaba tanto tiempo soñando, y se había remangado la túnica para estrenarla.

Alexis y él acababan de hacer la primera comunión, y todo el mundo se había reunido en el jardín familiar. Bajo el cerezo que habían talado la semana anterior, precisamente… Su tío debía de estar dándole la tabarra con que primero tenía que leer las instrucciones, comprobar la luz, meter el carrete y… lo primero de todo: ¿te has lavado las manos? Pero Charles no lo escuchaba: Anouk ya estaba posando.

Se había encajado un mechón de pelo entre la nariz y el labio superior y, haciendo muecas, parecía mandarle un enorme beso bigotudo por debajo de su pamela de paja.

De haber sabido que observaría tan de cerca esa foto varias vidas más tarde, habría escuchado mejor los consejos de su tío… Estaba mal encuadrada y la luz dejaba bastante que desear, pero bueno… Era ella, al menos… Y si estaba borrosa era porque estaba haciendo el ganso.

Sí, Anouk hacía el ganso. Y no sólo para la foto. No sólo para salvar a Charles del pesado de su tío. No sólo porque hacía bueno y se sentía segura posando para alguien que la quería. Se reía, lamía el vaso cuando la espuma se desbordaba, les lanzaba caramelos e incluso se había hecho unos dientes de vampiro con guirlache, pero era… para divertirse… para olvidar y, sobre todo, para conseguir que todos olvidaran que su única familia aquel día, los únicos seres humanos con los que más tarde podría decir «que sí, hombre… era cuando la primera comunión del niño, ¿es que ya no te acuerdas?» y que habían hecho de padrinos improvisados a la hora de firmar el registro eran una compañera de trabajo y un vejestorio con el pelo más cardado que nunca…

Ah, hablando del rey de Roma, por la puerta asoma… El magnífico Nounou… Enmarcado por sus dos querubines, con el pecho henchido de orgullo y apenas un poco más alto que ellos a pesar de las alzas y de su peinado cardado.

—¡Ayyyy, pequeñines míos! Pero ¡tened cuidado con esas velas! ¡Con la cantidad de laca que me ha puesto Jackie, voy a explotar! Anda, tocad, tocad…

Tocaron y, en efecto, al tacto era exactamente igual que el algodón de caramelo.

—Ya os lo decía yo… Bueno, y ahora, ¡una sonrisita para la cámara!

Y sonreían en esa foto. Sonreían. Abrazados a él con ternura, aprovechando para limpiarse los dedos en sus mangas de alpaca.

Alpaca… Era la primera vez que Charles oía esa palabra… Estaban todos en el atrio de la iglesia, ensordecidos por el estruendo de las campanas, y Alexis y él escudriñaban el horizonte retorciéndose el cinturón de cuerda de sus túnicas blancas porque Nounou se estaba retrasando.

Mado no podía más de nervios, y cuando ya no había más remedio que marcharse sin él, lo vieron bajar de un taxi como de una limusina en Cannes.

Anouk soltó una gran carcajada.

—Pero, Nounou… pero, pero… ¡si estás espléndido!

—Vamos, vamos, por favor —contestó él, algo molesto—, si no es más que un traje de alpaca de nada… Me lo encargué a medida para la gira de Orlanda Marshall en…

—¿Quién es ésa? —le pregunté, mientras nos dirigíamos a la sacristía.

Nounou soltó un gran suspiro de lo más histriónico.

—Oh… Una buena amiga mía… Pero no tuvo éxito… Se anuló su gira… Y si queréis saber lo que pienso, esto también fue una historia de faldas…

Y besándose el índice antes de rozar con él sus frentes (su Beso Rojo, el mejor de los bálsamos sagrados), les dijo:

—Hala, jesusitos míos, en marcha… Y si veis un halo de luz, bajáis la cabeza, ¿eh?, lo digo muy en serio.

Pero no, Charles recitó el Padrenuestro con los ojos muy abiertos y la vio muy bien, con su sonrisa torcida, apretando con mucha fuerza la mano de su vecino.

En ese momento eso lo había irritado un poco. Eh. Ahora no. Cruz y raya, no vale, ¿no se iría a echar a llorar ahora, no? Pero hoy… Esa emoción que estás en los cielos… Santificado sea tu nombre y hágase tu voluntad. Era la primera comunión de su único hijo, un día lleno de gracia, pequeña tregua oficial en una vida muy, muy espinosa, y su único pasado, su único hombro al que aferrarse, los únicos dedos que podía apretar bien fuerte mientras sonaba el órgano eran los de la vieja amiga de Orlanda Marshall con sus botines de charol y su rosario al cuello sobre su traje de alpaca malva…

No era nada.

Y, sin embargo, era mucho.

Pero era absurdo.

Así era su vida.

Nounou le regaló un bolígrafo que había pertenecido «al grandísimo actor Maurice Chevalier, nada menos», pero que tenía roto el capuchón y no se lo podía quitar.

—Bueno, ¿qué? ¿No se te acelera el corazón de emoción? —añadió al ver la sonrisa incómoda de Charles.

—Pues… sí, sí, claro…

Y cuando el niño se alejó, Nounou vio la mueca de Anouk y se sintió obligado a rendir cuentas.

—¿Y tú por qué me miras así?

—No sé… La última vez me dijiste que ese dichoso bolígrafo había sido del cantante Tino Rossi…

—Vamos, tesoro…

Expresión de cansancio y de tedio vestida de alpaca malva.

—Lo que cuenta es el sueño, lo sabes perfectamente… Además, me pareció que para una primera comunión Maurice Chevalier era más… que era mejor, vamos.

—Tienes razón. Tino Rossi es más como de Navidad…

—Muy graciosa.

Anouk se partía de risa, y Nounou se enfadó y frunció el ceño.

—Oh… Nounou… ¿Qué sería de mí sin ti?

Y Nounou enrojecía bajo su capa de maquillaje.

Charles dejó las fotos en su mesita abatible. Le hubiera gustado seguir viéndolas, pero, como siempre, ese histrión reclamaba todo el protagonismo. Y no se le podía guardar rencor por ello. La escena, el espectáculo, el «entertainment», como él decía, eran toda su razón de ser…

Entonces, vamos allá, pensó, vamos allá. Después de los perritos con cuello de camisa postizo y antes de que vuelvan a encenderse las luces, Ladies and Gentlemen, excepcionalmente con ustedes esta noche, en directo en su gira triunfal hacia el Nuevo Mundo y ante sus ojos estupefactos, el Grande, el Maravilloso, el Exquisito, el Inolvidable Nounou…

Una noche de enero de 1966 (cuando más tarde le contara esta historia, Anouk, que nunca se acordaba de nada, utilizaría este punto de referencia: la víspera un Boeing se había estrellado sobre el Mont Blanc.) murió una anciana en el servicio de cardiología del hospital. Es decir tres plantas por encima de la suya. Es decir a años luz de las preocupaciones de la enfermera titulada Le Men, la cual, en esa época, trabajaba en reanimación. Charles emplea este término a propósito porque era exactamente el que le convenía a Anouk, pero para entendernos: en urgencias. Qué bien pegaba eso con ella, Anouk era una enfermera de urgencias.

Sí, murió una anciana, y ¿por qué tendría que haberse enterado si no hay nada más compartimentado que un hospital? Cada servicio tenía sus propias copas de celebración, sus victorias y sus pequeñas miserias…

Pero estaban los rumores de los pasillos. O de las máquinas de café, que para el caso es lo mismo… Aquel día una de sus compañeras se quejaba de un tipo raro que estaba empezando a tocarles las narices arriba, en cardiología, porque seguía viniendo a visitar a su difunta madre con flores frescas todos los días y no entendía que no lo dejaran entrar en la habitación. Después se reía y preguntaba a todos los presentes si alguien podía firmarle una autorización para que lo ingresaran en psiquiatría.

En ese momento, Anouk no reaccionó demasiado. Su corazón estaba tan arrugado como el vasito de plástico que acababa de tirar a la papelera. Ella ya tenía su cupo de problemas.

El tipo raro en cuestión no entró en su vida hasta que los guardias jurados del hospital no tomaron cartas en el asunto y le prohibieron el acceso a planta. A cualquier hora del día o de la noche, al empezar o al acabar su turno, lo encontraba ahí, en la recepción del hospital, sentado entre las macetas y la garita de contabilidad. Postrado, tolerado, golpeado por las corrientes y el ir y venir de las multitudes, desplazándose de un asiento libre a otro, con el rostro siempre vuelto hacia las puertas de los ascensores.

Y todavía entonces, Anouk desviaba la vista. Por su cupo de problemas, su tristeza, sus cuerpos extirpados de los restos de automóviles accidentados, sus bebés escaldados con agua hirviendo, sus vomitonas de borrachos, sus bomberos demasiado lentos, su hastío de tener siempre que hacer de canguro de su hijo, sus preocupaciones de dinero, su soledad, su… Sí, Anouk desviaba la mirada.

Y una noche, vaya usted a saber por qué, quizá porque era domingo y los domingos son los días más injustos del mundo, porque había terminado la guardia, porque Alexis había encontrado refugio en casa de sus amables vecinos, porque estaba demasiado agotada para sentir el cansancio, porque hacía frío, porque tenía el coche averiado y la sola idea de caminar hasta la parada del autobús le daba retortijones, y porque al final iba a terminar por palmarla, a fuerza de estar siempre ahí sentado sin moverse, en lugar de escabullirse por la puerta de atrás Anouk siguió por el pasillo iluminado y, en lugar de bajar los ojos, fue a sentarse a su lado.

Durante mucho tiempo se quedó callada, estrujándose las meninges para encontrar la manera de conseguir que soltara su ramo de flores sin herirlo, pero nada, no se le ocurría nada, y, con la nuca dolorida, terminó por reconocer que ella misma estaba demasiado hecha polvo para ayudar a nadie.

—¿Y entonces? —la apremió Charles a que le siguiera contando la historia de Nounou.

—Pues… le pregunté si tenía fuego…

Le entró la risa.

—¡Vaya! ¡Qué entrada en materia más original!

Anouk sonreía. Nunca le había contado esa historia a nadie y le maravillaba recordarla tan bien, ella que se olvidaba hasta de su propio nombre.

—¿Y luego qué? ¿Estudias o trabajas? ¿Eso fue lo que le preguntaste?

—No. Después salí a fumarme varios cigarros para infundirme valor, y cuando volví le dije la verdad. Le hablé como nunca había hablado de mis problemas antes con nadie. Con nadie… El pobre, cuando lo pienso…

—¿Qué le dijiste?

—Que sabía por qué estaba ahí. Que me había informado y que me habían dicho que su madre había tenido una muerte muy dulce. Que a mí me encantaría tener la certeza de merecer lo mismo que su madre. Que había tenido suerte de que él estuviera con ella. Que una de mis compañeras me había contado que había venido a visitarla todos los días y le había cogido la mano hasta el final. Que los envidiaba, a los dos. Que yo llevaba años sin ver a mi madre. Que tenía un hijo pequeñito, de seis años, al que su abuela nunca había cogido en brazos. Que le había mandado una tarjeta para anunciarle su nacimiento, y ella me había enviado un vestidito de niña como regalo. Que probablemente no lo había hecho por maldad, pero que era peor todavía. Que me pasaba la mayor parte de mi tiempo aliviando a los demás pero que a mí nadie me había cuidado nunca. Que estaba cansada, que me costaba dormir, que vivía sola y que a veces bebía, por las noches, para poder conciliar el sueño porque me angustiaba muchísimo saber que un niño cuya vida dependía de la mía descansaba en la habitación de al lado… Que nunca había tenido noticias de su padre, un hombre con el que, sin embargo, aún soñaba. Que le pedía perdón por contarle todo aquello. Que él también tenía su propia tristeza, pero que ya no había razón para volver al hospital porque ya tenía que haber enterrado a su madre… ¿no? Que cuando uno estaba sano no debía pasar el tiempo en un lugar como ése porque era como una ofensa para los que estaban mal, pero que si venía eso quería decir que tenía tiempo, y que si así era, esto… ¿no querría venir a mi casa en lugar de al hospital?

»Que antes de venir aquí yo trabajaba por las noches en otro hospital y que, por aquel entonces, vivía en casa de unos amigos que podían cuidar de mi hijo, pero que, desde hacía dos años, vivía sola y me dejaba el sueldo en canguros. Que porque este curso el niño estaba aprendiendo a leer, me las apañaba con unos horarios agotadores para estar en casa cuando volvía del colegio. Que no levantaba más de tres palmos del suelo pero se despertaba solo todas las mañanas, y que a mí siempre me preocupaba si habría desayunado bien y… Que nunca se lo había contado a nadie porque me daba demasiada vergüenza… Era tan pequeño… Sí. Me daba vergüenza. Que a partir del mes siguiente no iba a tener más remedio que trabajar de día. Que la jefa de enfermeras no me daba otra opción, y que todavía no me había atrevido a decírselo a él… Que las canguros nunca tienen tiempo de repasar los deberes con el niño o de asegurarse de que leen la página de lectura, al menos no aquellas que yo me podía permitir y que… ¡que le pagaría, claro! Era un niño muy bueno, acostumbrado a jugar sólito y que… mi casa no era muy bonita, pero al menos era un poco más acogedora que ese hospital…

—¿Y?

—Pues después de eso, nada… Y como no reaccionaba, me pregunté si no sería sordo o… no sé… un poco simple, ya me entiendes…

—¿Y?

—¡Y qué largo se me hizo ese silencio, Dios mío! ¡Me sentía como si estuviéramos en el pasillo de un manicomio! Y lo decía por los dos, ¿eh?, no sólo por él. Dos locos junto a las macetas de la sala de espera… Oh, cuando lo pienso ahora… Tenía que estar de verdad muy desesperada… Me había acercado a él con la idea de animarlo y ahí estaba ahora, suplicándole que me salvara… Qué desastre, Charles mío, qué desastre…

—Sigue…

—Pues nada, en un momento dado, me levanté, ¡a ver, qué iba a hacer! Y él se levantó conmigo. Fui a coger el autobús, y él me siguió. Me senté, y él se sentó delante de mí, y entonces… empecé a flipar…

Se reía.

—Mierda, me decía a mí misma, esto no marcha bien, no marcha bien en absoluto… Le he pedido que venga a mi casa, pero no ahora mismo. Ni para siempre. Socorro. Fingía que no pasaba nada, pero te lo juro, estaba como un flan… Ya me veía teniendo que llevarlo a la comisaría… Buenas noches, señor agente, me pasa lo siguiente… Este señor es un patito huérfano que me ha confundido con mamá pata y me sigue a todas partes… ¿Qué… qué puedo hacer? Ya no me atrevía a mirarlo y me escondí entre las vueltas de mi bufanda. Él, en cambio, no paraba de mirarme fijamente. No veas qué momento más violento… Y en un momento dado, me dijo: «La mano…». «¿Cómo?», le Contesté yo. «Deme la mano… No, ésa no, la izquierda…».

—¿Qué quería?

—No sé… Ver mi curriculum, me imagino… Asegurarse de que le había dicho la verdad… Leyó, pues, mi palma y añadió: «Y el niño… ¿cómo se llama?». «Alexis». «¿Ah, sí?». Pausa. «Como Sverdjak…». Y, al ver que yo no reaccionaba, añadió: «Alexis Sverdjak, el mejor lanzador de cuchillos de todos los tiempos…». Y entonces, aunque no te lo creas, me dije que quizá había vuelto a cagarla una vez más… Parecía tan chalado con ese pañuelo de vieja atado a la cabeza… Sí, en ese momento me enfadé conmigo misma… Es que parece que los vas buscando, ¿eh?, me sermoneé mirándome las uñas. ¡Joder, se trata de tu hijo! ¡¿Quién coño es esta Mary Poppins de feria que te has sacado de la manga?!

—¿Iba maquillado y todo?

—No, era algo aún más indefinible… Parecía un bebé muy viejo… Con ese acné rosáceo que tenía en la cara, esos ojos como gelatinosos, esos guantes de piel de cabra y sus cuellos de camisa no muy limpios. Terrible, te digo…

—¿Y te siguió hasta casa?

—Sí. Quería ver dónde vivía. Pero no quiso subir a tomar algo. Y sabe Dios si insistí, pero no, no había manera de convencerlo.

—¿Y después?

—Después me despedí de él. Le dije que sentía haberlo aburrido con todas mis historias y que podía volver cuando quisiera. Que siempre sería bienvenido, y que a mi hijo le encantaría oír hablar de Fulanitojak, o como demonios se llamara, pero que, sobre todo, sobre todo, no debía volver al hospital… ¿Prometido?

»Me alejé buscando las llaves y oí: “¿Sabes, tesoro, que yo también era un artista?”. Toma, pues claro, ¡si ya me lo imaginaba! Me di la vuelta para despedirme por última vez. “Artista de music-hall…”. “¿Ah, sí?”.

»Y entonces, Charles, entonces… Trata de imaginarte la escena-La noche, su sombra, esa voz tan rara que tenía, el frío, los contenedores de basura y toda la pesca… De verdad, no las tenía todas conmigo… Ya me veía en la sección de sucesos del periódico del día siguiente… “¿No me crees?”, añadió. “Mira…”.

»Metió entonces la mano entre los botones de su abriguito, y ¿sabes lo que sacó?

—¿Una foto?

—No. Una paloma.

—Qué fuerte…

—Ya te digo… Anda que no nos hizo shows, ¿verdad? Pero para mí ése será siempre el más bonito… Era a la vez tan loco, tan hortera y tan poético… Era… era Nounou… Tendrías que haber visto su cara… Una cara de felicidad total… Y entonces se me escapó una sonrisa enorme que ya no se me despegó de los labios. Me tomé el café, me lavé los dientes y me fui a la cama con esa sonrisa y… ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Esa noche, y por primera vez durante años… años y años… dormí bien, bien de verdad. Sabía que iba a volver… Sabía que iba a cuidar de nosotros y que… No sé… me sentía segura… Nounou había visto bien que mi línea de la suerte era aún más corta que la del amor… Me había llamado «tesoro» acariciando la cabeza de su pajarito y enseñando unos dientes todos renegridos… Iba… iba a querernos, estaba segura. Y, ya ves, por una vez no me equivocaba… Los años con Nounou fueron los más bonitos de mi vida. Al menos los menos duros… Y todos esos fuegos artificiales que iban a ocurrir dos años más tarde, para mí estaba claro: era por él. El artificiero era él. Él, ese enanito alegre y saltarín fue mi revolución y… ah… qué felices fuimos con él…

—Esto… perdona que sea tan ramplón, pero… ¿todos esos días que pasó en el hospital tenía siempre la paloma en el bolsillo?

—Tiene gracia que me lo preguntes porque es precisamente algo que le pregunté yo a él poco después, y nunca quiso contestarme… Me di cuenta de que el tema lo incomodaba y no insistí. Sólo años más tarde, un día que debía de sentirme particularmente mal y que seguramente me había venido abajo una vez más, Nounou me mandó una carta. La única que me escribió nunca, de hecho. Espero no haberla perdido… Me decía cosas muy bonitas, cosas halagadoras que nadie me había dicho nunca… Sí, una carta de amor ahora que lo pienso… y, al final, terminaba con estas palabras:

»¿Recuerdas aquella noche, en el hospital? Sabía que ya nunca más volvería a mi casa y por eso llevaba a Mistinguett en el bolsillo. Para liberarla antes de… Pero entonces llegaste tú, y volví a casa después de todo.

Le brillaban los ojos.

—¿Y cuándo volvió?

—Dos días después… A la hora de merendar… Muy elegante, con el pelo teñido de otro color, un ramo de rosas y caramelos de regaliz para Alexis. Le enseñamos la casa, el colegio, las tiendas del barrio, tu casa… Y… nada más. Lo que vino después ya lo sabes.

—Sí.

Me brillaban los ojos.

—El único problema por aquel entonces era Mado…

—Lo recuerdo… Ya no me dejaban ir a vuestra casa…

—Sí. Y ya ves… al final consiguió ganarse también su cariño…

En ese momento no me atreví a llevarle la contraria, pero la cosa no había sido tan fácil…

Mi madre no era exactamente una palomita blanca que cerrara los ojos cuando la acariciaban en el sentido de las plumas. Alexis seguía siendo bienvenido en nuestra casa, pero a mí me prohibieron ir a la suya.

Yo oía palabras nuevas, palabras sobre Nounou que no parecían muy amables. Moralidad, abusos deshonestos, peligro. Palabras que me parecían totalmente estúpidas. ¿Qué peligro? ¿Tener caries porque nos daba demasiados caramelos? ¿Oler a chica porque nos daba demasiados besos? ¿Sacar peores notas en el colegio porque no dejaba de repetirnos que éramos príncipes y que más tarde nunca necesitaríamos trabajar? Pero mamá… No nos lo creíamos, ¿sabes? Además, siempre se equivocaba en todas sus predicciones. Nos había jurado que ganaríamos el circuito de las 24 horas en la tómbola de la feria y no ganamos nada de nada, así que ya ves…

No, si mi madre terminó por ceder fue porque yo por una vez no tiré la toalla. ¡Estuve doce horas sin comer y nueve días sin dirigirle la palabra! Y el Mayo del 68 terminó también por tambalear un poco sus convicciones… Puesto que el mundo corría hacia su perdición, pues nada, hala, hijo, ve, ve a jugar a las canicas…

Volví a su casa, pero de milagro y con recomendaciones y horarios muy estrictos. Con advertencias sobre gestos, sobre mi cuerpo, sobre sus manos, sobre… Con frases que yo no entendía en absoluto.

Hoy, por supuesto, veo las cosas de otra manera… Si yo tuviera un hijo, ¿se lo confiaría a una niñera tan híbrida como Nounou? No lo sé… Probablemente yo también tendría reticencias… Pero no… No teníamos nada que temer… En todo caso, nunca hubo el más mínimo equivoco. Lo que Nounou hacía por las noches era otra historia, pero con nosotros era el más púdico de los hombres. Un ángel. Un ángel de la guarda que se perfumaba al pachulí y nos dejaba jugar a la guerra en paz.

Y después se convirtió en un pretexto. Era Anouk la que molestaba a mi madre, y eso también puedo entenderlo. La turbación de mi padre el otro día vale por todas las explicaciones del mundo…

Podía ir a jugar a las canicas, pero llegó un tiempo en que ya no podía pronunciar su nombre en casa. Ignoro lo que pasó exactamente. O lo sé demasiado bien. Ningún hombre habría querido vivir con ella, pero todos estaban dispuestos a asegurarle lo contrario…

Cuando estaba alegre, cuando los vértigos la dejaban en paz, cuando se soltaba el pelo y prefería andar descalza, cuando recordaba que su piel seguía siendo suave y que… entonces era como un sol. Dondequiera que fuera, dijera lo que dijese, volvía las miradas a su paso, y todo el mundo quería un poquito de ella. Todo el mundo quería cogerla del brazo, aunque para ello tuviera que hacerle un poco de daño, y, de hecho, le hacían un poco de daño, para dejar de oír un segundo el ruido de sus pulseras chocando entre sí. Sólo un segundo. El tiempo de una mueca o de una mirada; de un silencio, de un abandono, de cualquier cosa de ella, lo que fuera. De verdad lo que fuera. Pero sin tener que compartirlo con nadie.

Oh, sí… Anda que no debía de haber oído mentiras, Anouk…

¿Acaso estaba yo celoso? Sí.

No.

A la fuerza había aprendido a reconocer esas miradas y ya no me daban miedo. No tenía más que envejecer, y me empleaba en ello. Día tras día. Estaba esperanzado.

Además, lo que yo sabía de ella, lo que me había dado, lo que me pertenecía, ellos, todos los demás, no lo tendrían nunca. Con ellos Anouk cambiaba la voz, hablaba demasiado rápido, reía demasiado fuerte, pero conmigo, no, conmigo era la misma de siempre.

Así que era a mí a quien amaba.

Pero ¿qué edad tengo, para hablar así? ¿Nueve años? ¿Diez?

¿Y por qué este convencimiento de que Anouk me correspondía por derecho? Porque mi madre, mis hermanas, las maestras, las jefas de exploradores y todas las otras mujeres de mi entorno me desesperaban. Eran feas, no entendían nada, sólo les preocupaba saber si me sabía las tablas de multiplicar y si me había cambiado de camiseta.

Claro.

Claro, puesto que yo no tenía más meta que crecer para librarme de ellas.

Mientras que Anouk… Precisamente porque no tenía edad o porque yo era la única persona del mundo que la escuchaba y que sabía cuándo mentía, Anouk no se había inclinado sobre mí, no soportaba que me llamaran Charlie o Charlot, decía que yo tenía un nombre dulce y elegante, que cuadraba conmigo, me preguntaba siempre mi opinión y reconocía que a menudo tenía razón.

¿Y por qué yo, que no levantaba tres palmos del suelo, estaba tan confiado?

¡Anda, pues porque me lo había dicho ella!

Me había quedado a dormir en casa de Alexis y, antes de salir para el colegio, Anouk nos había metido la merienda en la cartera.

A la hora del recreo nos habíamos reunido con los demás niños con nuestra bolsita de canicas en una mano y, en la otra, nuestros paquetitos envueltos en papel de aluminio.

—¡Hala! —se había entusiasmado Alexis, abriendo el suyo—, ¡galletas que hablan!

En cuclillas, yo dibujaba una pista (ya entonces…) sobre el suelo del patio.

Te tengo en la punta de la lengua y Me haces gracia —leyó en voz alta antes de zampárselas.

Yo me frotaba las manos sobre los muslos.

—¿Y a ti? ¿Qué te ha tocado?

—¿A mí? —dije, un poco decepcionado al ver que a mí sólo me había puesto una galleta.

—Venga, dime.

—Nada…

—¿No pone nada?

—Sí, pero pone eso: «Nada».

—Bah… Vaya porra… Bueno, entonces ¿quién empieza, a ver?

—Tú —dije, poniéndome de pie para poder guardarme la galleta en el bolsillo de la cazadora.

Jugamos y perdí mucho aquel día… Todos mis ojos de gato…

—¡Oye! Pero ¿qué te pasa hoy que juegas tan mal?

Yo sonreía. Ahí, en medio del polvo, y luego en fila para entrar en clase, tocándome el bolsillo, y luego en mi taquilla y por fin en mi cama, después de haberme levantado varias veces para cambiar la galleta de escondite, sonreía.

«Te amo con locura».

Cuarenta años después, Charles no recordaba haber recibido nunca una declaración más eficaz…

La galleta se desmenuzó, y terminó por tirarla a la basura. Luego aquel niño creció, se marchó, volvió y Anouk rió. Y él la creyó. Y el niño envejeció, engordó, y… ella murió.

Fin de la historia.

Vamos, vamos, Balanda, si no era más que una galleta… ¿Sabes cómo las llaman hoy en día en las tiendas de comestibles en plan retro? Galletitas divertidas. Y además no eras más que un niño.

Todo esto es ridículo, ¿verdad?

Ridículo.

Sí, pero…

No tuvo tiempo de justificarse. Se quedó dormido.