—¿Es el del 6A?
—Sí…
—¿Qué le pasa?
—Yo qué sé, un ataque de nervios… ¿Te queda hielo? —le contestó la azafata a su compañera, que esperaba pacientemente al otro lado del carrito.
En algún lugar por encima del océano, uno de sus pasajeros se había desabrochado el cinturón de seguridad.
Sollozaba y se ocultaba entero detrás de una mano.
—Are you alright? —le preguntó preocupada su vecina.
Charles no la oyó, absorto como estaba, zarandeado en su propia zona de turbulencias; se levantó, saltó por encima de ella, sujetándose a los reposacabezas, pasó al otro lado de la cortinilla de separación, vio una hilera de asientos vacíos y se desplomó.
Fin de la business class.
Se arrimó a la ventanilla y la llenó de vaho.
Le mandaron a un steward.
—¿Necesita un médico, señor?
Charles levantó la cabeza, trató de sonreírle y le soltó su estocada secreta de mierda.
—El cansancio…
El otro se quedó tranquilo con esa respuesta, y lo dejaron en paz.
Pocas veces ocurre que se elija una expresión con tan poco tino.
¿En paz? Pero ¿cuándo había vivido él en paz?
La última vez, tenía seis años y medio y subía por la calle Berthelot con su nuevo amigo.
Un niño de su clase que se llamaba Le Men, así, en dos palabras separadas, y que acababa de mudarse justo al lado de su casa. Se había fijado en él desde el primer día porque llevaba la llave de su casa colgada al cuello.
En aquella época era la pera llevar la llave de casa colgada al cuello. Lo admiraban a uno como a un hombre en el patio del recreo…
Ya había ido a merendar a su casa varias veces, pero esa vez le tocaba a Charles, y Alexis había dicho, descalzándose:
—¿Sabes?, no podemos hacer ruido porque mi mamá está durmiendo…
—¿Ah, sí?
Charles estaba impresionado. ¿Una mamá podía dormir por la tarde?
—¿Está malita? —preguntó en voz muy baja.
—No, es enfermera, pero como sale de casa por la mañana muy temprano, suele dormir la siesta… Mira, la puerta de su habitación está cerrada… Es nuestro código…
Todo eso le pareció tremendamente novelesco. Porque jugar así era más juego todavía. Jugar con sus cochecitos sin hacer que chocaran entre sí, susurrar agarrando al otro de la manga y cortarse ellos mismos las rebanadas de bizcocho.
Los dos, solos en el mundo y dando un respingo al menor pshhh de la gaseosa…
Sí, por aquel entonces lo de vivir en paz ya estaba en entredicho, porque cada vez que Charles pasaba delante de esa puerta sentía que le latía el corazón.
Un poco.
Era como si detrás se ocultara la Bella Durmiente, o una princesa muy, muy cansada, condenada, ¿desfigurada tal vez?… Charles andaba de puntillas, contenía la respiración y se dirigía a la habitación de su amigo colocando los pies exactamente sobre las tablillas del parqué para no caer.
Ese pasillo era un puente colgante sobre un río con cocodrilos.
Volvió más veces y, siempre, esa puerta cerrada lo fascinaba.
Debía de preguntarse si no estaba muerta en realidad. Quizá Alexis le mentía… Quizá se las apañaba siempre solo y no comía más que dulces…
¿Quizá se parecía a esas estatuas que salían en su libro de Historia?
¿Quizá estaba cubierta por un velo duro del que le asomaban los pies?
Pero no, no podía ser, puesto que la mesa de la cocina siempre estaba desordenada… Tazones de café y crucigramas empezados, horquillas con pelos enganchados, mondaduras de naranja, sobres rotos, migas…
Y Charles observaba a Alexis limpiar todo aquello como si fuera lo más natural del mundo vaciar los ceniceros de su mamá y doblarle los jerséis.
Su amigo, entonces, ya no era el niño al que la profesora había castigado en un rincón unas horas antes, era…
Era raro. Hasta le cambiaba la cara. Estaba más erguido y contaba las colillas con el ceño fruncido.
Aquel día, por ejemplo, había roto el silencio, meneando la cabeza de lado a lado.
—Pfff… Qué asco.
Había tres colillas plantadas en un yogur recién empezado.
—Si quieres —añadió, confuso—, tengo un nuevo bolón… Uno de los grandotes… Está en mi mesilla de noche…
Charles se quitó los zapatos y se marchó en expedición.
Vaya, vaya… La puerta estaba abierta de par en par… A la ida apartó la mirada, pero, a la vuelta, no pudo evitar echar una ojeada.
Las sábanas habían resbalado y se le veían los hombros. Y hasta la mitad de la espalda, incluso. Charles se quedó inmóvil. Tenía la piel tan blanca y el pelo tan largo…
Tenía que alejarse, debía alejarse, iba a alejarse, cuando ella abrió los ojos.
Qué guapa era… Tan guapa como las mujeres que salían en las historias que le contaban en catequesis… Silenciosa e inmóvil, pero como con una especie de luz alrededor.
—Anda… Hola… —dijo, incorporándose ligeramente para apoyar la barbilla en la palma de la mano.
—Eres Charles, ¿verdad?
No pudo contestarle porque se le veía un trocho del… Bueno, de los…
No pudo contestar y se marchó corriendo.
—¿Qué haces? ¿Te vas?
—Sí —balbució Charles, luchando con la lengüeta de un zapato—, tengo que hacer los deberes.
—¡Oye! —exclamó Alexis—, pero si mañana no hay clase…
Pero la puerta ya se había cerrado.