10

Su avión para Canadá era a las siete de la tarde, y ella estaba a unos pocos kilómetros del aeropuerto. Charles se marchó del estudio a la hora de comer.

«Con el corazón en los labios», que era una expresión muy bonita.

Se marchó, pues, con el corazón en los labios.

En ayunas, emocionado, nervioso, como si fuera a una primera cita.

Ridículo.

E inexacto.

No iba a un baile sino a un cementerio, y ese musculito lisiado lo tenía más bien atravesado en la garganta.

Porque le latía con fuerza, sí, pero de cualquier manera. Le daba golpes en el pecho como si Anouk estuviera viva, como si lo acechara bajo los tejos y no fuera a tardar en criticarlo. ¡Ah, por fin! ¡Pues anda que no has tardado! ¿Y qué son esas flores horrorosas que me traes? Anda, déjalas en cualquier parte y larguémonos de aquí. Tú, también, vaya idea citarme en un cementerio… ¿Te has vuelto loco o qué?

Una vez más, exageraba… Charles les echó una ojeada. Pero si no estaban tan mal esas flores…

Con una camisa de fuerza, sí.

Eh, Charles…

Lo sé, lo sé… Pero déjenme…

Unos kilómetros más, señores verdugos…

Estaba en la periferia, un pequeño cementerio de provincias. No había tejos, no, pero sí verjas de hierro forjado, Espíritus Santos en las ventanas de los sepulcros y hiedra en las paredes. Un cementerio con bedel, con un grifo oxidado y regaderas de zinc. No tardó en recorrerlo entero. Los últimos en llegar, es decir las tumbas más feas, eran de los años ochenta.

Compartió su perplejidad con una señora menudita que sacaba brillo a sus seres añorados.

—Se confundirá usted con el de Mévreuses… Ahora se entierra allí a la gente… Lo nuestro es una concesión de familia… Y aun así, tuvimos que luchar por ella, ¿sabe?, porque los…

—Pero… ¿está lejos?

—¿Va usted en coche?

—Sí.

—Entonces lo mejor es que vuelva a la nacional hasta el Leroy-Merlin y… ¿sabe dónde está?

—Eh… no… —contestó Charles, a quien empezaba a estorbarle un poco el ramo de flores—, pero bueno, usted dígame, que ya lo encontraré…

—Si no, otro punto de referencia puede ser el Leclerc…

—¿Ah, sí?

—Sí, tiene que pasar por delante, después por debajo de la vía del tren, y, pasando el vertedero, está a mano derecha.

Pero ¿también ese cementerio estaba en un lugar horroroso?

Le dio las gracias y se alejó mascullando.

Ni siquiera le había dado tiempo a quitarse el cinturón y ya se sentía fatal.

Era exactamente como ella había dicho: después del Leroy-Merlin y el Leclerc, un depósito de cadáveres pegado a la sede de la DDE. Con el tren de cercanías pasando por encima y un ruido de fondo de camiones pesados.

Contenedores en el aparcamiento, bolsas de plástico enganchadas en los arbustos y paredes de placas de hormigón que servían de meadero a todos los chavales de los alrededores que venían a estampar sus firmas con un espray.

No, meneó la cabeza de lado a lado, no.

Y eso que él tampoco es que fuera un exagerado. Era tarea suya constatar las normas que los promotores se habían pasado por el forro, pero no.

Su madre tenía que haberse equivocado… O la otra tenía que haber confundido el lugar… La hija de la casera, ya ves tú… Anda que no le había contado tonterías a Anouk esa tía… No era muy difícil impresionar a una chica joven que criaba sola a su hijo y volvía agotada a casa a la hora en que esa gilipollas sacaba a los chuchos a cagar al parque… Ah, sí… Ahora se acordaba… La señora Fourdel… Una de las pocas personas en el mundo ante la cual Anouk perdía la seguridad… El alquiler… El alquiler que todos los meses tenía que pagarle a la señora Fourdel…

Ese aparcamiento tan absurdo fue la gota que colmó el vaso. Tenía que ser una broma pesada, las chismosas estas se tenían que haber equivocado, no habían recordado bien la dirección. Anouk no tenía nada que ver con ese lugar.

Charles mantuvo largo rato la mano crispada sobre la llave, y la llave en el botón de arranque.

Bueno. Una vuelta rapidita.

Dejó las flores.

Pobres muertos…

Cuánto debía de pesarles todo ese mal gusto…

Lápidas de mármol que brillaban como muebles de Fórmica, flores de plástico, libros abiertos de porcelana sabiamente agrietada, fotos horrorosas en marcos de Plexiglás que amarilleaban ya, balones de fútbol, tríos de ases, vivarachos lucios, invocaciones estúpidas, kilos de nostalgia de tres al cuarto. Y todo ello grabado para la eternidad.

Un pastor alemán de oro.

Descansa, querido dueño, yo velo tu sueño.

Seguramente no era tan grave, al menos sería tierno, pero nuestro hombre había decidido odiarlos a todos.

En la tierra como en el cielo.

El típico cementerio francés de lo más vulgar, cuadriculado como una ciudad norteamericana. Avenidas numeradas, tumbas al cuadrado, paneles con flechas para el alma del B23 y el descanso del H175, disposiciones cronológicas, los fríos delante, los más tibios al fondo, grava bien apelmazada, una advertencia sobre los desechos reciclables y otra sobre las porquerías fabricadas en China, y siempre, siempre, el estruendo de esos putos trenes a ras de su sueño eterno.

El arquitecto se rebelaba. Pero ¡hombre, tenía que haber una ordenanza que seguir en el caso de los muertos, ¿no?! Un poco de paz, pero, vamos a ver, ¿es que no estaba previsto?

Claro que no… Ya cuando estaban vivos se habían tenido que aguantar y vivir a presión en una birria de casas por las que habían pagado el triple de su precio real endeudándose durante veinte años, así que ¿por qué habría de cambiar la cosa ahora que la habían palmado? ¿Y cuánto les habían costado esas vistas sobre el vertedero a cadena perpetua?

Pfff… ¿qué más daba? Era su problema, después de todo… Pero ¿y su querida Anouk? Si la encontraba en ese basurero, Charles…

Vamos. Termina la frase. ¿Qué harías, tonto del bote? ¿Cavar para sacarla de ahí? ¿Sacudirle el polvo de la falda y cogerla en brazos?

Es inútil. De todas maneras no nos oye. Un convoy de mercancías levanta por los aires unas bolsas de basura y vuelve a engancharlas en otros arbustos unos metros más lejos.

Ya no era el Fiat, y todavía no era el Halcón Milenario de Han Solo, así que debía de ser en los fastuosos años del R5, su primer coche nuevo, y la acción se sitúa cuando ellos tenían unos diez años… Quizá once… ¿Habrían terminado ya la primaria? Ya no se acuerda… Anouk no estaba como siempre. Se había puesto elegante y ya no se reía. Fumaba un cigarrillo tras otro, se le olvidaba quitar los limpia-parabrisas, no entendía los chistes que le contaban y les repetía cada cinco minutos que tenían que dejarla en buen lugar.

Los niños respondían «sí, sí», pero no entendían muy bien a qué se refería con eso de dejarla en buen lugar, y como el niño del chiste se había bebido toda la cerveza, se hacía pis en la cerveza de su padre, y…

Los llevaba a visitar a su familia, a casa de sus padres, a los que no veía desde hacía años, y había embarcado a Charles en la aventura. Por Alexis, probablemente. Para protegerlo de aquello que la ponía ya tan nerviosa y porque se sentía más fuerte cuando los oía reírse en el asiento de atrás repitiendo caca, culo, pedo y pis.

—Cuando estemos en casa de la abuela nada de contar esos chistes, ¿eh?

—Que síiiiiii…

Era la periferia de Rennes, los suburbios más bien. De eso Charles se acordaba perfectamente. Anouk trataba de orientarse, conducía despacio, soltaba tacos, se quejaba de no reconocer nada, y él, como en Rusia treinta y cinco años más tarde, no podía apartar la mirada de esos bloques de viviendas nuevos que ya le parecían tristísimos…

No había árboles, ni tiendas, ya no quedaba cielo, las ventanas eran muy pequeñas y los balcones estaban llenos de trastos. No se atrevía a decir nada, pero le decepcionaba un poco que una parte de ella proviniera de aquel lugar. Pensaba que había llegado a su calle desde el mar… En una vieira… Como en el cuadro de la primavera que tanto le gustaba a Edith.

Traía un montón de regalos y los obligó a meterse la camisa por dentro del pantalón. Incluso los peinó un poco en el aparcamiento, y fue entonces cuando comprendieron que dejarla en buen lugar era no comportarse como siempre. De pronto ya no se atrevieron a pelearse para saber cuál de los dos podría pulsar el botón del ascensor, y la observaron palidecer hasta la última planta.

Hasta su voz había cambiado… Y cuando les dio los regalos, su madre los dejó en la habitación de al lado.

Alexis se lo preguntó en el camino de vuelta.

—¿Por qué no los han abierto?

Anouk tardó en contestar.

—No lo sé… A lo mejor los guardan para Navidad…

El resto está confuso en su memoria. Charles recuerda vagamente que le dieron demasiado de comer y que le dio dolor de tripa. Que olía raro. Que hablaban demasiado alto. Que la tele estaba encendida todo el rato. Que Anouk le dio dinero a su hermana pequeña, que estaba embarazada, y también a sus hermanos, y a su padre, unas medicinas. Y que nadie le dio las gracias.

Que Alexis y él al final se bajaron a jugar al descampado que había al lado de la casa, y que cuando él volvió a subir, solo, para ir al cuarto de baño, le preguntó a una señora gorda que no parecía muy simpática:

—Perdone, señora… ¿dónde está Anouk?

—¿De quién me hablas? —le contestó con malos modos.

—Pues… de Anouk…

—No sé quién es.

Y se volvió hacia el fregadero, mascullando.

Pero a Charles le dolía la tripa de verdad.

—La madre de Alexis…

—¡Ah! ¿Quieres decir Annick?

Qué malvada, la sonrisita que esbozó entonces la señora…

—¡Porque mi hija se llama Annick! ¡Anouk no es nadie! Eso es para los parisinos como tú… Para cuando le da vergüenza, ¿entiendes? Pero aquí se llama Annick, así que métetelo bien en la cabeza, mocoso. ¿Y por qué te retuerces así, vamos a ver?

Apareció entonces la hija mayor y le indicó el lugar que buscaba. Cuando salió del baño, Anouk estaba recogiendo todas sus cosas.

—No me he despedido de ellos —se inquietó Alexis.

—No importa.

Lo despeinó.

—Hala, príncipes… Nos largamos de aquí…

No se atrevieron a decir nada durante un buen rato.

—¿Estás llorando?

—No.

Silencio.

Y después se frotó la nariz.

—Bueno, entonces… esto es un niño que le dice a la profesora: «¡Profesora, profesora! ¿Sabía que las bolas de Navidad tienen pelos?». Y la profesora le contesta: «No, hombre, estás equivocado, ¿cómo van a tener pelos…?». Entonces el niño se vuelve hacia su amigo y le dice: «¡Eh, Noël, enséñale tus bolas a la profesora!».

Anouk lloraba de risa.

Más tarde, en la autopista, mientras Alexis dormía, me dijo:

—¿Charles?

—¿Sí?

—Mira, si ahora me llamo Anouk es porque… porque me parece un nombre más bonito…

No le contestó enseguida porque se estaba pensando una respuesta que fuera de verdad fantástica.

—¿Lo entiendes?

Anouk inclinó el retrovisor para cruzarse con su mirada.

Pero no, no encontraba ninguna respuesta que lo convenciera. Entonces se contentó con asentir con la cabeza sonriendo.

—¿Estás mejor de la tripa?

—Sí.

—¿Sabes? —añadió en voz más baja—, a mí también me dolía siempre la tripa cuando…

Y se calló.

Charles no pensaba que su memoria conservara ese tipo de recuerdos. Entonces, ¿por qué de pronto ese bumerang? ¿Por qué las bolas de Navidad, los regalos olvidados, los billetes de cien francos sobre la mesa y el olor de aquella casa, que apestaba a fritanga y a envidia rancia?

Porque…

Porque en la tumba del emplazamiento J93 podía leerse, encima de su fecha de nacimiento y de muerte:

LE MEN ANNICK

«Los muy hijos de puta…» fueron sus únicas palabras de respeto ante la tumba.

Volvió al coche a grandes zancadas, abrió el maletero y revolvió entre el desorden.

Era un espray de tinta fluorescente que utilizaba en las obras. Lo sacudió, se arrodilló junto a la tumba, empezó por preguntarse cómo se las iba a apañar para eliminar la «n» que sobraba y juntar la «i» con la «k», luego decidió tacharlo todo y le devolvió su verdadero rostro.

¡Bravo! ¡Esto merece un aplauso! ¡Qué valor!

¡Qué magnífico homenaje!

Perdón.

Perdón.

Una señora mayor que iba a la tumba de al lado se lo quedó mirando con el ceño fruncido. Charles volvió a ponerle la tapa al espray y se levantó.

—¿Es usted de la familia?

—Sí —contestó él secamente.

—No, se lo pregunto… —se le contrajo la boca en una mueca— porque… bueno, hay un vigilante, pero…

La mirada de Charles la intimidó. Limpió la sepultura, cambió las flores y se despidió de él.

Debía de ser la viuda de Maurice Lemaire.

Maurice Lemaire, que tenía una bonita placa, cortesía de sus amigos cazadores, con un fusil muy chulo en relieve.

Vaya vecino, ¿eh, Anouk, cariño?, mejor imposible. Pero dime una cosa… Estáis aquí como sardinas en lata, ¿no…?

Cuando ya se marchaba, vio al que debía de ser «un vigilante, pero…».

Era negro.

Ah, vale…

Charles entendía ahora lo del «pero».

Al meterse en el coche, le molestó el olor de las flores. Las tiró a un contenedor y consultó su reloj.

Bien. Le daba tiempo a llamar al idiota ese antes de embarcar.

Su secretaria trató de pasarle con él varias veces. Luego Charles se desentendió y terminó por descolgar el teléfono.

Con la mirada perdida y las uñas de los pulgares profundamente clavadas en la goma del volante, sintió como un vértigo.

Dar media vuelta… Inventar un accidente… Fingir que había perdido el avión, añadir «por los pelos», rodear París, cambiar de coche, tomar la salida de cómo se llamara la ciudad esa, ir en dirección al pueblo no sé qué, buscar la calle lo que fuera y abrir la puerta del número 8.

Encontrarlo al fin.

Y partirle la cara.

De todas maneras, debía haberlo hecho hacía veinte años… Pero nada de remordimientos, entre tanto había engordado al menos diez kilos y acumulado un poco de resentimiento. Su mandíbula lo notaría.

Pero no. El pequeño Rocky con americana de tweed puso el intermitente y recuperó su sitio en el carril de la izquierda. Se había comprometido. Iría a aburrirse a uno de los salones del Park Hyatt de Toronto y volvería con la cabeza y el maletín llenos de Advances in Building Technology que no le devolverían ni las grúas ni la fe.

Sí… Cuando redactaran su obituario, no sabrían muy bien qué poner… ¿Arquitecto, dice?

¿Cómo? Ya no me acuerdo… Tiene gracia, durante todos estos años más bien me ha parecido que lo que hacía era tirar de un negocio… Tirar. Eso es. Tirar de un burrito con anteojeras que no quería alejarse de su pozo.

Entre todo ese polvo, ¿dónde exactamente se había perdido la mano de Jean Prouvé? ¿Y todas esas horas dedicadas a leer los Cuadernos de arquitectura de Albert Laprade a una edad en que los demás coleccionaban cromos? ¿Y la abadía románica de Le Thoronet? ¿Y las líneas del gran Alvaro Siza? Y todos esos viajes de estudios sin más riqueza que sus dibujos…

Y siempre, siempre, la huella, el sello de Anouk Le Men sobre ese pequeño trajín que para Charles haría las veces de carrera y de vida…

Porque sí, Anouk titubeaba, sí, se escupió en la mano para aplastarles los remolinos del pelo, sí, se le cayeron todos los paquetes al cerrar la puerta del maletero y sí, de repente les hablaba con dureza, pero eso no le impidió darse la vuelta, seguir con la mirada el desasosiego de ese niño que lo tenía todo desde pequeñito, levantar ella también la cabeza, esperarlo y declararle muy seria cuando él la alcanzó:

—Charles… tú que dibujas tan bien… ¿Sabes?, de mayor deberías ser arquitecto… Y apañártelas para prohibirles que hagan estos horrores…

Y el niño que dibujaba tan bien, que bajaba con pudor la cabeza cuando Pavlovich arrugaba sus sobres de sobornos, que solía viajar en business, que iba a asistir a una conferencia muy costosa en un hotel de la Five Star Alliance donde —lo decía en el programa que le habían dado— podría disfrutar de un servicio de spa con water-falls (cascadas) y streams (corrientes) y que probablemente se quedaría traspuesto con los auriculares puestos después de pegarse una buena comilona, sí, ése, ese desgraciado se pasó la salida de la terminal 2 y gritó dentro de su concha de chapa.

Gritó.

Se cagó en la madre que lo parió.

Ahora tenía que dar toda la vuelta.