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Se levantó, volvió a su berenjenal, se encerró de nuevo en unos barracones llenos de humo, presentó sus documentos una vez más, volvió a coger el avión, recuperó su maleta, se subió a un taxi de cuyo retrovisor colgaba un amuleto africano en forma de mano abierta, volvió con una mujer que ya no lo quería y una chica que todavía no se quería a sí misma, las besó a las dos, cumplió con las citas que tenía pendientes, almorzó con Claire, apenas comió nada, le aseguró que todo iba bien, se escabulló cuando la conversación se alejaba de las zonas catalogadas de bosques y de las operaciones de mantenimiento programadas en edificios surgidos de la descentralización, comprendió que la fisura estaba ganando terreno cuando la vio desaparecer al doblar la esquina y se le cayó el alma en picado a los pies, trató de analizarse en el bulevar de los Italiens, se rompió por dentro en silencio, estudió la calidad del terreno, concluyó que estaba expuesto a una manifestación de complacencia pura y dura, se despreció, se flageló, dio media vuelta, puso un pie delante de otro y volvió a empezar, cambió sus divisas, volvió a fumar otra vez, fue desde entonces incapaz de absorber la más mínima gota de alcohol, perdió peso, ganó llamadas de ofertas, se afeitó menos a menudo, sintió descamársele la piel del rostro a trozos, renunció a escudriñar el desagüe cuando se lavaba el pelo, se volvió menos locuaz, se separó de Xavier Belloy, volvió a pedir cita con el oculista, empezó a volver a casa cada vez más tarde y a menudo a pie, padecía insomnio, caminaba lo más posible, se orientaba por los bordes de las aceras, cruzaba fuera de los pasos de cebra, atravesaba el Sena sin levantar los ojos del suelo, dejó de admirar París, no volvió a tocar a Laurence, se dio cuenta de que ella cavaba una especie de trinchera en el edredón entre los cuerpos de ambos cuando se acostaba antes que él, empezó a ver la televisión por primera vez en su vida, se quedó anonadado, consiguió sonreírle a Mathilde cuando le anunció la nota que había sacado en Física, ya no reaccionaba cuando la sorprendía bajándose música y películas de internet, le traía absolutamente al pairo el pillaje actual, se levantaba por la noche, bebía litros de agua descalzo sobre las baldosas frías de la cocina, trató de leer, terminó por abandonar a Kutuzov y a sus tropas en Krasnoye, respondía a las preguntas que se le hacían, contestó que no cuando Laurence lo amenazó con una conversación de verdad, volvió a decir que no cuando le preguntó si era por cobardía, se apretó el cinturón del pantalón, cambió las suelas de sus zapatos negros de cordones, aceptó una invitación para ir a una conferencia en Toronto sobre environmental issues in the construction industry que lo dejaba del todo indiferente, se cabreó con una becaria, terminó por desenchufarle el ordenador, cogió un lápiz y se lo plantó entre las manos, venga, se impacientó, enséñeme usted lo que debería ver, puso en marcha un proyecto para un complejo hotelero cerca de Niza, se hizo un agujero en la manga de la chaqueta con un cigarrillo, se durmió en el cine, perdió sus gafas nuevas, encontró su libro sobre Jean Prouvé, recordó su promesa, fue entonces a llamar a la puerta de Mathilde una noche y le leyó en voz alta este fragmento: «Recuerdo a mi padre decirme: ¿Ves cómo se agarra la espina al tallo de esta rosa? A la vez que decía esto, abría la palma de la mano, recorriendo con un dedo el contorno del tallo. Todo esto está bien hecho, todo esto es sólido, son formas de resistencia igual, y pese a todo, no es rígido. Conservé esas palabras en la memoria. Si observan algunos de los muebles que he hecho, en casi todos hay un dibujo de cosas que…», se dio cuenta de que a Mathilde le traía sin cuidado, se preguntó cómo era eso posible, ella que antes tenía tanta curiosidad por todo, salió de su habitación andando hacia atrás, guardó el libro en cualquier sitio, se apoyó contra la librería, se observó el pulgar, cerró el puño, suspiró, se fue a la cama, se levantó, volvió a su berenjenal, se encerró de nuevo en unos barracones llenos de humo, volvió a presentar sus documentos, tomó de nuevo el avión, recupe…

Esto duró varias semanas pero bien podría haber durado meses o años.

Puesto que era el fanfarrón, a fin de cuentas, el que había ganado la partida.

Y era lógico… Los que ganan siempre son los fanfarrones, ¿no?

Iba a hacer veinte años que vivía junto a ella sin verla, entonces ¿por qué dejarse impresionar hoy por tres palabritas de nada que ni siquiera habían tenido la elegancia de presentarse? Sí, era la letra de Alexis pero… ¿y qué? ¿Quién era este Alexis?

Un ladrón. Un tío que traicionaba a sus amigos y dejaba que su novia abortara sola, lo más lejos posible.

Un hijo ingrato. Un blanquito. Un blanquito con talento quizá, pero tan cobarde…

Hacía años de eso, cuando él había… No, cuando ella había… No, cuando la vida, digamos, renunció por ellos, Charles se dio cuenta y fue muy duro para él, que tanto le costaba leer las coordenadas de ese proyecto que otros llamaban la existencia. No entendía cómo podía sostenerse todo aquello cuando los cimientos eran tan porosos y se preguntó incluso si no se habría equivocado desde el principio… ¿Él? ¿Ese montón de escombros? ¿Construir él algo? Qué chiste más bueno. Siguió fingiendo porque no tenía elección, pero Dios mío, fue… tedioso.

Y de pronto una mañana se sacudió, gruñó, recuperó el apetito, el placer del placer y el gusto por su oficio. Era joven y con talento, le repetía la gente. Tuvo la debilidad de volver a creer en ello, hizo un esfuerzo y apiló sus ladrillos como los demás.

La negó. Peor aún, la minimizó.

Redujo la escala.

En fin… Es lo que se había montado… Hasta que, un domingo por la tarde, leyó por casualidad una revista que había en casa de sus padres… Arrancó la página y la leyó otra vez, de pie en el metro, con su tupper de sobras bajo el brazo.

Ahí estaba todo, negro sobre blanco, entre un anuncio de una cura termal y la sección de cartas de los lectores.

Más que una revelación fue un alivio. ¿De manera que había desarrollado eso? ¿El síndrome del miembro fantasma? Le habían amputado un miembro, pero el idiota de su cerebro no se había dado cuenta y seguía mandándole mensajes erróneos. Y, aunque ya no hubiera nada, porque ya no había nada, eso no podía negarlo, seguía percibiendo sensaciones de lo más reales. «Calor, frío, picores, hormigueo, calambres e incluso dolor a veces…», precisaba el artículo.

Sí.

Exactamente.

Él sentía todo eso.

Pero en ninguna parte del cuerpo.

Hizo una bola con la hoja de papel, le pasó los restos de asado frío a su compañero de piso, bajó el flexo y levantó el tablero de su mesa. Era un espíritu cartesiano que necesitaba demostraciones para seguir avanzando. Ésa lo convenció. Y lo apaciguó.

¿Por qué habrían de cambiar las cosas veinte años después?

Era ese fantasma el que le gustaba, y los fantasmas, ya se sabe, nunca mueren…

Padeció pues la enumeración anterior, pero sin sufrir más de la cuenta. ¿Que había adelgazado? Era más bien buena cosa. ¿Que trabajaba más ahora? Nadie notaría ninguna diferencia. ¿Que otra vez fumaba? Lo volvería a dejar una vez más. ¿Que se chocaba con la gente por la calle? Se lo disculpaba. ¿Que Laurence perdía pie? Ahora le tocaba a ella. ¿Que Mathilde prefería sus estúpidas series de televisión? Pues peor para ella.

Nada grave. Sólo un golpe doloroso en el muñón. Se le pasaría.

Quizá, en efecto.

Quizá habría seguido viviendo así pero sin tomarse las cosas a la tremenda. Quizá habría mandado a la porra las comas y habría hecho el esfuerzo de poner puntos y aparte más a menudo.

Sí, quizá nos habría venido aún con esas chorradas de respiración…

Pero terminó por ceder.

A sus presiones, a su amable chantaje, a su voz, que ella había modulado para que sonara temblorosa y retorciera el hilo del teléfono.

De acuerdo, suspiró, de acuerdo.

Y volvió a almorzar a casa de sus ancianos padres.

Hizo caso omiso de la consola atestada de cosas y del espejo del recibidor, colgó la gabardina dándose la espalda a sí mismo y se reunió con ellos en la cocina.

Fueron perfectos los tres, masticaron largamente cada bocado y se guardaron muy mucho de abordar el tema que los había reunido. Sin embargo, en el momento del café, y con un aire de «huy, qué tonta, ya se me iba a olvidar», Mado no aguantó más y se dirigió a su hijo mirando a un punto impreciso que se encontraba más allá de sus hombros.

—Anda, ¿sabes qué?, me he enterado de que Anouk Le Men está enterrada cerca de Drancy.

Charles consiguió hacer como si nada.

—¿Ah, sí? Creía que estaba en Finisterre… ¿Y cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho la hija de su antigua casera…

Y luego tiró la toalla y cambió de tema.

—Bueno, ¿qué, al final habéis talado el viejo cerezo?

—No hemos tenido más remedio… Por los vecinos, ya sabes… ¿Adivina cuánto nos ha costado?

Salvado.

O al menos eso fue lo que creyó, pero cuando ya se levantaba para marcharse, Mado le puso la mano en la rodilla.

—Espera…

Se inclinó hacia la mesita baja y le tendió un gran sobre de papel de estraza.

—Haciendo un poco de orden el otro día encontré estas fotos que seguramente te hará gracia volver a ver…

Charles se puso rígido.

—Todo pasó tan deprisa —murmuró Mado—, mira ésta… Mira qué lindos erais los dos…

Alexis y él cogidos por los hombros. Dos Popeyes risueños que fumaban en pipa presumiendo de sus minúsculos bíceps.

—¿Te acuerdas…? Era ese tipo extraño que os disfrazaba todo el rato…

No. No tenía ganas de recordar nada.

—Bueno —la interrumpió—, me tengo que ir…

—Deberías quedártelas…

—No, hombre, no. ¿Qué quieres que haga con ellas?

Estaba buscando las llaves del coche cuando Henri se reunió con él.

—Oh, no, por favor —bromeó Charles—, ¡no me digas que me ha metido la tarta en un tupper!

Charles miró temblar el sobre bajo el pulgar de su padre, siguió los surcos de lana de su chaleco, los botones desgastados, la camisa blanca, esa corbata impecable que se anudaba cada santo día desde hacía más de sesenta años, ese cuello almidonado, su piel diáfana, esos pelillos blancos que la cuchilla había olvidado y, por fin, esa mirada.

La mirada de un hombre discreto que había vivido toda la vida junto a una mujer autoritaria pero que no se lo había concedido todo.

No. Todo no.

—Llévatelas.

Charles obedeció.

No podía abrir la puerta del coche mientras su padre siguiera ahí parado.

—Papá, por favor…

—…

—¡Papá, que te quites!

Se miraron fijamente.

—¿Estás bien?

El anciano, que no lo había oído, se apartó a la vez que confesaba:

—Yo no estaba tan…

Pasó un camión.

Durante todo el tiempo que se lo permitió la calle, Charles observó cómo empequeñecía su silueta al otro lado del horizonte.

¿Qué había mascullado exactamente?

Nunca lo sabremos. En cuanto a su hijo, algo debía de imaginarse, pero se le olvidó en el semáforo siguiente mientras consultaba el callejero de los barrios periféricos.

Drancy.

Le pitaron. Se le caló el coche.