EPÍLOGO

—Les juro que no morí.

En 1966, durante una rueda de prensa que trataba de desmentir los rumores de su fallecimiento en un accidente de motocicleta y su sustitución por un doble, Paul McCartney tuvo que jurar que estaba vivo. Jesús, alias Cristo, en su aparición stadium rock ante los apóstoles, hizo algo parecido. Lo había ensayado antes con Lázaro, que interrumpió su sueño eterno y salió a pasear para demostrar su recién adquirida situación de respirador. Como si lo viera:

—Y ahora levanta una pata, Lázaro.

¿Y yo? Les juro que no morí.

En casos así, no queda más remedio que jurar; de otro modo nadie iba a creerlo. El médico que se ocupaba de mí, en el hospital donde desperté unos días después de mi abrazo al árbol, tampoco parecía verlo con gran claridad. Deberías estar muerto, me decía. Tu columna vertebral debería haber hecho snap, crac y choc en diversos sectores, y tú deberías estar ahora confinado en un sofá paseante.

Como dicen los ingleses: kind words.

Nunca me ha gustado decepcionar a la gente, pero lo cierto es que no morí. Cuando se lo dije a mi médico (un chico joven con cara de cualquier otra persona, un señor al que confundirías en un instante con el resto del mundo), moviendo todas mis extremidades a la vez para clarificar lo que quería decir con «Estoy vivo», él me miró con cara de chasco; como lamentando mi estado de no-defunción. Estuve a punto de pedir perdón por vivir, al ver su cara. Luego, por el relámpago de intensísimo dolor que siguió a mi Baile de la Vida, noté que tenía rotos los dos brazos y una costilla. Eso pareció animarle un poco.

¡Ah, afortunado Pànic Orfila!, me grité a mí mismo igualmente cuando el tipo abandonó mi habitación. Regenerado, resucitado, renacido, desafiando una vez más a la ciencia, la naturaleza, la ley. ¿Puede pararte un choque? ¿Un tornado? ¿Un rayo? Superheroico Pànic. Hay algo de majestuoso en esta inmortalidad. Quizás sí eras, después de todo, el Elegido. El Poeta Guerrero del Mundo Moderno. El Detonador.

Uno se siente mejor inmediatamente después de no morir. Lo recomiendo.

Hoy se cumplen diez años desde que intenté ser uno con un pino, después de mi Gran Batacazo Zen, mi Gran Momento Fracturado. Es 22 de abril del año 2006, víspera de Sant Jordi. Trabajo en una biblioteca pública del Besós Mar (aprobé las oposiciones ampliamente; de algo tuvieron que servir todos los libros y la prematura riqueza mental) y estoy bien; en estos momentos, preparando las mesas expositoras para el día siguiente. No niego que algo descoyuntado, algo desencajado sí terminé; hay un deje Pinochesco en mi cuerpo reparado. Un mes y medio de hospital, soldando costilla y brazos, alineando nariz.

Pero no me puedo quejar. Estoy solo y, como en mi adolescencia, estoy bien.

Lo importante, me dije nada más salir del hospital, es no recordar, Pànic. Vaciar las redes del recuerdo, amigo. Desgrabar esas cintas de ridículo y humillación y dolor, como si fuesen vídeos de bodas llenas de malos peinados y adulterios en segundo plano. Hacer lo necesario y luego olvidarlo todo.

Así, primero fui al cementerio de Sant Boi a dejar flores en la tumba de Àngels. Hubiese apostado a que el Instituto de Vandalismo Público jamás enterraba a sus héroes, decantándose más por el naval cuerpo al agua o la pira vikinga. Me equivocaba; en esto, hicieron lo convencional. Lo único que destacaba en el nicho era un contador de parquímetro, colocado allí para que pareciera que el estacionamiento del cadáver era algo temporal. Dejé los lirios de agua conteniendo la risa.

Busqué también a Rebeca, por supuesto. Su madre se alegró de que yo estuviera bien, me dijo, pero por su mirada deduje que no pensaba cambiar mi ficha personal del archivador de «Loco» al normal. Rebeca vivía aún en otro país, afirmó al despedirme, y seguía sin querer verme nunca más. Iba a preguntar si nunca quería decir nunca o sólo por un tiempo, o durante unos meses, pero apareció el criado ruso. Su cara tártara me desafió a lanzar un tercer ladrillo, cosa que no hice. Me despedí, abatido pero intacto.

¿Y los vorticistas? Sí busqué, durante un tiempo, sí busqué. Sin razón, sin saber qué haría si les encontraba. Partirles la crisma era una opción. Alegrarme por que estuvieran vivos y yo hubiese pulsado el detonador a tiempo era otra. Dejar de buscar de una vez, rezar por no volver a toparme con ellos, era la más sensata de todas.

Y eso —no buscar, hacer exactamente lo contrario de buscar; o sea, olvidar plácidamente— era precisamente lo que estaba haciendo esta mañana de abril cuando un socio de la biblioteca ha pedido prestado un ejemplar del libro de Stirner. No sabía que teníamos El único y su propiedad; de haberlo sabido me hubiese deshecho de él con fuego y rasgaduras.

Pero ahora es tarde. Mi no-recordar se ha interrumpido sin solución, por culpa del pusilánime Stirner. En mi mano está ya su libro, que devuelvo hacia el mostrador con la cabeza baja. Pero cuando llego allí, el socio que lo quería se ha desvanecido. Miro a ambos lados, y no hay nadie. En una película de terror, ésta es la parte en que alguien me pone la mano en el hombro y todo el mundo salta de la silla.

—¿Puedo ver ese libro? —me dice una voz desde un extremo de mi oreja. Esa voz.

Me vuelvo sabiendo que voy a ver lo que voy a ver. Como ojos acostumbrados a la oscuridad, necesito unos segundos para readaptar mi mirada. Su cara. La piel se ha curtido, los ojos se han secado ligeramente, pero la mirada es la misma. Un soplo ladeado devuelve su flequillo de telón al lugar donde estaba.

Johnny Cactus.

Sonriendo como un niño en pleno escondite. Apareciendo como un UH inesperado en mitad de un juego de patio.

Les juro que no morí.

La biblioteca está silenciosa, y los pocos lectores continúan enfrascados en sus páginas; nadie nos observa, como si no existiéramos. Me rasco el cogote, mirando al Cactus, y mientras lo hago noto el inicio de la obsesión, como las primeras gotas de un chubasco. Es una fiebre imparable, no hay silicona, ni cemento, ni candados que puedan contenerla.

Ninguno de los dos abre la boca, y eso me recuerda mis primeros instantes de mutismo salvaje con los vorticistas. De repente, sus pupilas se van, gemelas y sincronizadas, a un lado de sus ojos. Muevo la cabeza en esa dirección, y ahí están, en la puerta. Arturo Grima y Marco Cara, brillando. Y Elvira —como un fuego, como un incendio de agosto— que me saluda, su mano un limpiaparabrisas. Todos se acercan a mí, como Los 4 Fantásticos al final de una aventura.

La mano de Elvira se posa en mi hombro. La forma en que su mano se posa en mi hombro habla de afectos y dolores y grandes melancolías anaranjadas.

—Venga, vamos —me susurra, y las dos palabras son besos aéreos.

—¿Vamos? —repito, y ya no sé qué estoy haciendo. La obsesión es una fiebre, ya dije, una rabia loca que lleva a un solo lugar, un delirio atropellado. Todo lo demás se difumina: la biblioteca, los diez años de lenta descomposición. Sé que no debería permitirlo, pero es inútil: mi vida actual empieza a desvanecerse ante mis ojos, como un gas. Por primera vez en mucho tiempo, vuelvo a pensar en Rebeca. Realmente la jodiste, Pànic de mierda.

En ese momento, como fantasmas, como los espíritus de cuatro dandis catalanes atrapados en el tiempo, espectros del gang y la automitología, todos empiezan a marcharse. Los espíritus del amor al Gran Gesto y al propio amor loco. Amor al propio amor. Las cosas por sí mismas.

Elvira se vuelve y su boca repite: Vamos, Pànic. Todos cruzan la puerta y desaparecen lentamente.

En una película de cowboys, ésta es la parte en que yo también salgo, monto en mi caballo y les acompaño en dirección al horizonte.

—A la mierda —digo por última vez en voz alta, y todos dejan de leer, y ni tú ni yo sabemos si voy a marcharme con ellos.

Since you left me, it’s an uphill climb to the bottom.