CAÍDA
—¿Su nombre?
—Pànic Orfila.
—¿Perdón?
Repito mi nombre, sonámbulo, andando por el aire. Hace tiempo que han dejado de importarme esas cosas. La enfermera, una chica con dientes equinos de joven Pynchon, me dice que espere allí, por favor, que me llamarán. Bien. Llámenme. Ni siquiera sé bien qué hago en la consulta del médico; no es que me preocupe realmente mi salud. Creo que he venido por pura inercia, como lo hago todo estos días, como un muñeco roto y pasado de moda al que aún le funciona una parte del mecanismo. Como una muñeca que aún dice, con voz desbaratada, «Mami».
Han pasado casi treinta días desde el BUM. Es el día 28 de marzo, lunes.
Estos días después del BUM han sido como las luces que empiezan a encenderse al final de una fiesta, después de pasarlo en grande, cuando de golpe todo el mundo se ve las caras de nuevo y al mirar al suelo, que en la oscuridad parecía impoluto, se da uno cuenta de que está lleno de cáscaras y basura y cosas derramadas, y bajo la luz todo es peor, y deseas no haber entrado a la fiesta para empezar, todo el mundo se levanta y te das cuenta de que entonces, de veras, la fiesta ha terminado.
Me siento al lado de un señor anciano, que me mira, aparta el Lecturas y dice la frase que todo el mundo dice desde hace días, como el gran mantra popular. Como para asegurarse de que no es un espejismo o esquizofrenia, para reafirmar que está pasando de veras, como palpando una aparición.
—Qué cosa lo de Collserola, ¿verdad? Que la torre cayera así, de pronto. Y ahora sin televisión por la noche. Todo ha cambiado, ¿eh?
Le miro. Me meto un dedo en la nariz, casi hasta la mitad, hurgo en el túnel, y al final saco una plancha de moco seco y gris, que se queda pegado bajo mi uña. Mientras le sigo mirando, lo pego bajo mi asiento con un par de ágiles movimientos. Hace tiempo que han dejado de importarme esas cosas. Cuando termino, le sonrío; con una sonrisa de psiquiátrico, enseñando las encías, maníaca.
El señor carraspea, mira a su alrededor para asegurarse de que nadie ha visto lo sucedido y vuelve a su Lecturas sin poder concentrarse, ya nervioso por si lo próximo que hago es escupirle en la cara, cagarme en el suelo o morderle las pelotas.
Sí, la fiesta ha terminado para mí. Quizás para los demás empieza, cómo puedo yo saber, pero para mí se han encendido las luces y lo único que queda es la basura.
No consigo recordar si pulsé el detonador. Y si lo hice, ¿miré el reloj antes?
No consigo entender cómo llegué a mi casa la mañana después de la explosión.
Conservo destellos de mí mismo corriendo desnudo por la maleza, sin sentir los golpes de las ramas ni las caídas. No sé el tiempo que me llevó bajar la ladera. No recuerdo tampoco si alguien me vio o no. Debía de tener una pinta espeluznante, con la sangre y el barro, sin ropa. Sé que estaba solo, no esperé ni miré atrás.
Con los oídos ciegos, llegué al final de la ladera y rompí el seguro de la primera Vespa que vi. Subí en ella y recorrí el trayecto hasta casa completamente desnudo, con pedazos de barro que se iban secando y se desprendían de mi piel como escamas. Había dejado de llover, y yo era una serpiente motorizada cambiando de piel.
Conservo aún otras lagunas, lagos de Banyoles con corrientes subterráneas donde no hay explicaciones. ¿Cómo puede ser que no me parara nadie? Yo era el hombre de Cromagnon en motocicleta; tuvo que haber algún avistamiento de aquel ser primitivo que regresaba de sus cuevas en Vespa. Pero nadie me vio. Pura suerte, imagino.
Y, luego, ¿cómo entré en mi casa? No llevaba llave. No llevaba ropa, por el amor de Dios. ¿Escondí la llave en el recto, como un prisionero de Lager? Lo dudo.
Y sin embargo abrí la puerta. Quizás había una llave bajo el felpudo, no puedo imaginar. Sé que nadie me abrió, porque Lola no estaba. Lo descubrí a la mañana siguiente. No recuerdo meterme en la cama, y sin embargo a la mañana siguiente…
—¿Pànic Orfila?
Uy. La enfermera me está llamando. Tengo que entrar a ver al médico. En un momento sigo contándolo.
Mi canción preferida de soul, estos días, es «It’s an uphill climb to the bottom» de Walter Jackson, del sello Okeh. Es una canción tan hermosa, que a veces la pongo tres o cuatro veces seguidas para asegurarme de que la canción realmente existe, que no está sólo en mi cabeza.
«It’s an uphill climb to the bottom». El protagonista de la canción ha sido dejado por su amante y se lamenta de que la caída, el dolor, no sea algo donde puedes ir resbalando, sin esfuerzo, hasta llegar al fondo. No. Para llegar al fondo, el camino es cuesta arriba. No queda ni la satisfacción de dejarse caer, de soltarse en el tobogán, en una pena resbaladiza que viene natural y automática. No. Para terminar la caída, uno tiene que escalar. Y cada nuevo golpe de piolet, cada clavo en la pared lisa del monte, cada uno de ellos es un nuevo zarpazo en el alma.
Hasta la caída tiene que doler en este mundo. Hasta la caída es un esfuerzo.
Quizás por las veces que he escuchado la canción, y por todas las cosas que me han pasado desde la noche del BUM, no me inmuto cuando el médico, después de oír los síntomas que le cuento con voz robotizada, abre la boca y de ella salen estas palabras:
—Bien. Bájese los pantalones y póngase en esa camilla a cuatro patas.
No hay pánico en mis movimientos cuando lo hago. No hay sorpresa. El camino hacia el final del agujero es cuesta arriba; saberlo, ser consciente, es un consuelo. Esto es sólo un nuevo saliente, una nueva piedra en la cabeza, una nueva vía difícil.
Vine al médico, por cierto, porque hace una semana que meo naranja. Sí, fue hace exactamente una semana cuando el chorro de orina salió anaranjado. E incluso así, no tuve miedo. Estos días soy un zombi, un no-muerto que anda por la vida sin vivir. Y, sin embargo, fui al médico. Por hacer algo. Y el médico me dijo que podía ser una infección de próstata. Y me mandó al especialista de la próstata, un órgano que ni siquiera sabía que existía. ¿Puede doler lo que no conoces? Aparentemente sí.
Me pongo a cuatro patas en la camilla, un momento, así. Estupendo. Colocado así, ante la ventana, casi puedo ver el Arc del Triomf. ¿Dónde estábamos? La mañana siguiente del BUM, sí.
Cuando me levanté, la sábana estaba salpicada de multitud de puntos rojos, como un milagro. Me miré al espejo y no reconocí la imagen. El barro seco, las heridas en las mejillas; puse mis dedos sobre ellas y examiné ambos lados de mi cara.
Me metí en la bañera, y estuve allí hasta que los dedos de pies y manos parecieron ciruelas en conserva. Me bañé con los brazos cogiendo las rodillas, un silbido perpetuo alojado entre mis oídos.
En la cocina, en la puerta del frigorífico, había una nota de Lola. Con la toalla en la cintura aún, la leí.
Pànic:
Lo confieso: estoy harta de la vida diaria, de filmar cerdos, Operación Pantalones Secos y cosas peores.
¿Ha llegado mi desesperación hasta tal punto? ¿Necesito tanto el dinero? La respuesta a ambas cosas era sí, pero ahora es no. He decidido tomarme unas vacaciones, dejar de ver hombres elefante, clínicas de acné y tiendas de ortopedia.
No, mi amigo el actor cataléptico que te teme y que nunca en la vida quiere entrar en casa por culpa de tus borracheras nudistas me ha invitado a ir a Sicilia con él.
O sea, que me voy de vacaciones y no sé cuándo volveré. No sé por dónde andas (últimamente nunca sé por dónde andas), pero espero que te estés comportando. No te emborraches mucho. No dejes que las cosas de la nevera se vuelvan pequeños increíbles Hulk, verdes y con vida y olor sobrenatural. Tira la basura. Molesta a los mexicanos. Lo de siempre.
Por mi parte, yo me marcho. No me esperes en un mes, mínimo.
Lola
PS. Como te conozco, te dejo una llave extra debajo del felpudo de la puerta.
Bueno, murmuré, al menos sé cómo entré en casa. Se me torció la sonrisa. Necesitaba algo de calor humano a mi alrededor y Lola no estaba. Decidí que haría una serie de llamadas lo antes posible; llamaría a Rebeca, primero. Luego a Elvira. Luego a Àngels y luego a nadie más; había decidido no volver a pensar en los vorticistas. Luego me pondría unas tiritas y saldría a la calle a emborracharme con normalidad, tratando de obviar que empezaba la cuesta de la caída.
Empecé mi ronda de llamadas. Primero, Rebeca.
—¿Dígame? —Su madre otra vez. La imaginé con su cara de Rebeca liofilizada.
—Soy Pànic, el amigo de su hija. ¿Puede decirle que se ponga?
Silencio defensivo. Voces de muralla, inidentificables. ¿Era Rebeca?
—Rebeca no está. Se ha ido de viaje.
—¿Cuándo vuelve?
—No lo sabemos.
—¿Adónde ha ido?
Voces de fondo.
—De viaje.
—Oiga, vieja, que estoy oyendo a alguien hablar. Dígale a quien sea que sólo quiero hablar con Rebeca. Que se ponga y ya está, joder.
—Habrase visto semejante lenguaje. Rebeca no está. Y para ti, no estará nunca.
Colgó el teléfono.
Ya no pude llamar a nadie más, porque me sorprendí machacando el teléfono contra el canto de la mesa de mármol de la entrada. Crunk crunk crunk CRUNK. Más calmado, miré el micrófono y los cables que salían de él e imaginé qué le diría a Lola («Se me cayó al suelo») y cómo ella me diría que el aparato estaba partido en mil partes y que se lo pagara, loco de mierda.
Sudando, recordé algo. Tiré el teléfono al suelo y corrí hacia la televisión. Por el camino se me cayó la toalla. La pantalla se iluminó: interferencias. Sólo interferencias en todos los canales.
—A la mierda —dije, a nadie en particular. Al sistema, tal vez.
—Relájese.
De vuelta al médico, en la consulta. Me vuelvo y se acerca hacia mí con unos guantes de látex. Se pone en los dedos una gelatina que saca de un tubo. Me pone algo de gelatina en el culo (¡Eh, un momento!), y dice Veamos, veamos, y luego continúa con un par de hmmmms y hummms, y al final saca su incómodo dedo de mi ano y dice: «Como creía, es una infección de próstata» como si eso explicara lo que ha estado haciendo dentro de mi cuerpo.
Miro hacia el Arc del Triomf y todo me da igual. El camino de bajada es cuesta arriba, hace días que lo sé. Cada suceso, un nuevo rasguño en el alma. He aceptado que nada bueno va a pasar en mi vida después del BUM.
Mientras me subo los pantalones, el médico me dice, echando los guantes usados a la papelera:
—Me temo que a usted se le ha acabado el beber durante una temporada. —Me pongo a reír delante de él, a REÍR en mayúsculas y a gritos, ¡JAJAJAJÁ!, sin poder contenerme, como si hubiese dicho la cosa más graciosa de la Tierra.
Cuando la risa se seca en mi boca, salgo de la consulta, me meto en el primer bar que veo y me tomo dos pacharanes y un ponche Caballero y vuelvo a pensar en todas las canciones de los discos más tristes.
—El camino de bajada es cuesta arriba, hijos de puta —murmuro en la barra, a nadie en particular.
Hace quince días que no me corto las uñas ni me afeito. Estoy experimentando con el crecimiento de mis partes vivas, y vuelvo a estar en casa de Lola, treinta días después del BUM. Me miro las uñas y no son muy impresionantes aún. La barba, me digo delante del espejo, está algo mejor, pero me temo que no soy muy hirsuto. En realidad, parezco un melocotón podrido.
Me hago un dry martini. Después de un par de tragos, vuelvo a mis rutinas. Primero, pongo a Walter Jackson, que vuelve a decirme lo mismo que me dice mil veces al día: «It’s an uphill climb to the bottom.» Hay días en que me siento al lado de mi tocadiscos y espero que el bueno de Walter me diga algo nuevo. Que al terminar la canción continúe con una segunda parte, al estilo «… y al final todo salió bien». Pero eso nunca pasa.
Mi segunda rutina es llamar a Rebeca, a Elvira y a Àngels desde el segundo teléfono. El día después del BUM al fin las llamé pero no pude hablar con nadie. Empecé a pensar que nunca habría nadie. Me resigné a ello, pero no dejé de llamar.
Aquel día me vestí con cuello alto y trenka y gorra Joe Orton, me puse un par de tiritas en la cara, y fui al único sitio donde podía ir.
—Tú vuelves aquí si tienes cojonos.
Era el criado ruso de casa de Rebeca. Cuando llamé a la puerta y salió a recibirme me preguntó el nombre; le dije que era Juan Tirado, y él me hizo esperar. Mientras llamaba a la madre de Rebeca, subí corriendo a rebuscar por la casa y casi me mato en las escaleras. Abrí varias habitaciones hasta que me encontré con la que debía de ser de Rebeca. Olía a ella. La cama estaba hecha, no había zapatos en el suelo. Abrí su armario y era como si faltara ropa. Quizás era cierto quegghkkkkkkkkkkkk.
El criado me había cogido por el cuello y me agitaba en el aire como a un muñeco de trapo. Detrás estaba la madre, que por un momento dejó su porte aristocrático para decir:
—A la puta calle con él. —Siempre cogido por el ruso, descendí los escalones sin tocarlos con los pies. En la puerta, me echaron al asfalto.
—Y tú no vuelves por aquí —dijo el ruso agitando su dedo en el aire—. Si vuelvo a ver a tú por aquí, yo te machaco el cabeza.
—La cabeza —le contesté, desde el suelo—. Es femenino.
Umpf.
Su bota se incrustó en mi barriga.
—ME LAS PAGARÉIS, CABRONES —grité cuando hubieron cerrado la puerta, poniéndome en pie con una mano en el vientre. Y luego, para demostrar que lo decía en serio, cogí un ladrillo y lo lancé con todas mis fuerzas a una de sus ventanas. Se hizo trizas. Mi segundo cristal roto en aquella casa.
La puerta se volvió a abrir y salió el ruso, invitándome a volver allá si yo tenía cojonos. No los tenía. Me fui, aún cogiéndome la barriga y murmurando para mí.
El resto de aquel día lo empleé en seguir llamando. Nadie contestó. En la calle se oía jolgorio, el sonido de la agitación creciente. Sin televisión, la gente había dejado de mirar pantallas iluminadas en habitaciones a oscuras para hacer lo que a cada uno le apetecía hacer. Por el ruido de cristales rotos, lo que a algunos les apetecía hacer era asaltar tiendas y romper semáforos.
Pasaron diez o doce días hasta que me di cuenta de que nadie iba a contestar al teléfono. Hasta que vi que todo el mundo se había ido, que todo había desaparecido. Mi gang, mis Mujeres Escarlata, mi sangre de mi sangre, todos esfumados.
Aún me quedaban horas y horas que emplear. Llené esas horas con alcohol y llamadas telefónicas sin respuesta durante un mes entero. En el exterior, coches patrulla, cristales rotos, gritos y mucha música: tambores, guitarras, trompetas.
Finalmente, llama alguien. Esta vez sí lo cojo.
—¿Pànic?
Digo sí.
—Soy Luisa, ¿te acuerdas de mí?
Digo sí otra vez. La lugarteniente del Instituto de Vandalismo Público.
—Tengo muy malas noticias. Hace días que intento localizarte. Tu tía empezó a encontrarse mal hace una semana, y la ingresaron, y al final era una angina de pecho y… —Se pone a sollozar—. No sufrió nada, nos dijeron. Como si se hubiese quedado dormida.
Digo sí.
—Lo siento mucho.
Digo adiós.
Cuelgo el teléfono, me acabo el dry martini, lo dejo en la mesa y voy a mear. Naranja claro con toques pastel. Me vuelvo a mirar en el espejo del lavabo para asegurarme de que la barba me sigue creciendo. Me miro en el espejo y no soy feliz. Luego escucho cintas que he grabado con mi voz.
Escucho la voz y no es la mía. Me cuesta reconocerme en las inflexiones del gusano llorica que repite palabras sobre el crujido de la TDK. Sin embargo, vuelvo a escucharla, fascinado: el verdadero sonido de la caída, por primera vez en cassette.
A las cuatro de la mañana, el ruido en el exterior cesa. Si tuviese speed tomaría, pero se terminó. Los demás medicamentos de la casa también; me divertía comprobar los efectos secundarios que, tras la ingestión, aparecían a veces simultáneos a la lectura del prospecto.
—El abuso de este medicamento puede brovogar obsdrugción de las fosas dasales. —Me río solo. Ésta es mi idea de diversión estos días. También tomo laxantes, a puñados. Quiero comprobar cuánto puedo adelgazar.
A las cuatro y media me quedo dormido en el suelo, al lado del teléfono. Sueño con Àngels y sueño que lo he soñado. Cuando despierto, media hora después, veo que no, y de repente sé que debo hacer algo urgente. Voy al armario de las herramientas y saco un martillo. Con él en la mano, me dirijo hacia «Pànic #2». Es obvio que ha quedado obsoleto. Lo levanto y miro sus compartimentos, en cada uno de ellos un objeto importante. Puntos estratégicos en un mapa de vuelo inservible.
—Adiós, hijo —digo, y mi voz vuelve a sonar ajena en la casa vacía.
El martillo cae una vez y otra CRAK CRAK CRAK piezas vuelan por todos lados, saltando hacia mi cara. Miles de trozos se esparcen por el comedor CRAK CRAK CRAK llaman a la puerta POM POM POM debo de haber despertado a los mexicanos, qué más da, CRAK CRAK CRAK y ellos POM POM POM. Sigo machacando «Pànic #2» hasta que no queda de él más que un montículo de piezas sin forma.
En silencio ya, cojo entre los dedos el anillo de Àngels. Desde la puerta gritan PAREN YA DE HASER RUIDO y me lo pongo. Me va grande. Quiero llorar y no puedo; en la cara sólo me quedan surcos, marcados por el arado de las lágrimas de estos días. Noto una pelota de ping-pong en el cuello, otra en el intestino. Cuando los laxantes hacen efecto de repente, suelto el anillo, corro hacia el lavabo y dejo caer en el interior de la taza doscientos gramos de mi cuerpo inservible, doscientos gramos que no voy a necesitar más.
Polifemo regresa el 6 de abril, miércoles, TNDDB. Treinta y Nueve Días Después del BUM. Es una mañana de sol no muy caliente, y yo ando, como últimamente siempre ando, desnudo por la casa con la gorra puesta, tirando de mi barba con las uñas para que siga creciendo. Estoy bebiendo un vaso de ponche con hielo, escuchando a Walter Jackson, intentando descifrar las otras estrofas.
También estoy esperando algo. Pero qué.
Lola está de vacaciones. Àngels ha muerto. Elvira, siempre desaparecida; no consigo recordar si pulsé el detonador. Y si lo hice, ¿miré el reloj antes?
Rebeca secuestrada por su familia, o tal vez se fue a Londres. Eso no debería extrañarme. Me siento en el sofá, bebo un trago y observo mis genitales mullidos, cansados, esparciéndose sobre el cuero. No pienso en masturbarme y, además, aunque tuviese ganas no sabría hacer una pirámide de papiroflexia. Creo que lo olvidé.
No quiero pensar dónde están los demás vorticistas. Me convenzo de que regresaron al monte, a Tavascan. Escucho a Walter Jackson y busco pistas sobre el futuro, pero lo que oigo y veo es gris oscuro, amenazador.
Estoy esperando algo, y no recuerdo qué es.
Sé que fui una pieza del engranaje. Como el Cansao, soy un destornillador barato. Algo desechable, que nadie añora si se pierde, que cumple su función hasta determinado punto y luego… Luego, nada.
O eso o sí pulsé el detonador. Ninguna de las opciones me complace.
RI-I-I-I-NG.
Hum. Llaman a la puerta.
RI-I-I-I-NG.
Será mejor que vaya.
Le doy un gran trago al ponche y ando descalzo entre los restos de «Pànic #2» que nunca barrí. Me gusta tenerlos por la casa, como un recordatorio de las cosas que se han hecho pedazos y ya no existen, como una exposición permanente de las expectativas marchitas.
Abro la puerta y es un mexicano, vestido de calle; sin sombrero ni decoraciones. No se está riendo, y trato de recordar qué habré hecho esta vez. Ya me disculpé hace un par de días por los martillazos y «Pànic #2».
—Nos está inundando, güey. —Mientras habla trata de no mirar mi pene fláccido, la cara medio vuelta.
—¿Cómo? —le digo, rascándome la barba. No entiendo.
—Está cayendo agua a destajo, güey. Corra a cerrarla. Nos está inundando —contesta, más agitado.
¿Agua? La bañera. Eso es lo que estaba esperando. Que se llenara la bañera.
—La bañera. Mierda.
Salgo corriendo hacia el lavabo, abro la puerta, entro al lavabo, resbalo en las baldosas, slip-BANG. Cuando reacciono estoy en el suelo, levantándome con ambas manos, y de un lado de mi cara cae un pequeño chorro de sangre, como una columna encarnada. Con una mano alcanzo una toalla y la presiono contra mi ceja, me pongo en pie, con la otra mano cierro los grifos de agua.
Pasa un rato hasta que me doy cuenta de que me he vuelto a abrir la ceja. La sangre, cuando aparto la toalla, resbala sobre la pestaña y me ciega el ojo. Polifemo otra vez.
El mexicano asoma la cabeza por el lavabo.
—¿Está bien?
De algún modo, esa frase es tan estúpida, tan bienintencionada, que me hace reír. Me río un rato hasta que pierdo el fuelle. Tomando aire al final, le digo:
—Ahora lo friego. Lo siento.
—No creo que esté bien, amigo. Usted necesita ayuda.
—Tienes razón, tío. —Pongo una mano ensangrentada en su hombro—. ¿Quieres ayudarme? Tómate algo conmigo, cuate. —Aún estoy desnudo.
—Son las diez y media de la mañana.
—¿Sí? —le pregunto, intrigado de veras—. ¿Y qué?
—Muy temprano para beber.
—¿Cómo? Fuera de mi casa. Nadie te ha dado vela en este entierro. Fuera, venga, fuera, FUERA, mexicano de los cojones.
—Sólo quería echarle una mano —murmura mientras le empujo hacia la puerta—. Si esto sigue así nos va a obligar a que llamemos a la policía.
—Bah. A la mierda.
Doy un portazo que hace temblar las paredes. Sé que va a llamar a la policía a la menor ocasión, y sé lo que tengo que hacer. Pero antes, una copita.
Son las dos de la mañana y tengo un auricular en la mano y no sé a quién estoy llamando, ni cuánto rato hace que lo estoy intentando. Sé que me estoy balanceando. Sé que me estoy balanceando de esa manera ridícula que tienen los borrachos terminales de balancearse cuando intentan simular que están sobrios.
Dos pasos adelante, dos atrás, piernas separadas, rodillas flexibles, tronco abajo, cabeza atrás, recuperación de la erguidez, doble traspié y vuelta a empezar. Ponche en una mano y cigarro en la otra. No, un momento. No fumo. Es un teléfono. Por última vez: ¿a quién estoy llamando a las dos de la mañana?
—Sí, ¿diga? —Voz de madre. Madre dormida. Madre ajena. ¿Por qué estoy haciendo esto?—. Sí, ¿quién es? —Segunda llamada para comer. Se están acabando las alubias. Date prisa, date prisa. A la taula i al llit al primer crit.
El flash de reconocimiento aparece de repente como una luz estroboscópica, confundiéndolo todo al principio, aclarándolo todo al final. Una gota cálida se desliza por la ceja, que me estoy rascando. La toco y me miro los dedos: sangre. No quiero pensar qué he hecho las últimas doce horas. Y aunque quisiera, no podría. El cerebro se me ha fundido como una fondue, una fondue muy profunda en la que he perdido el pan de mi dignidad.
—¿Rebeca? —farfullo, con cemento fresco en la lengua—. Necesito hablar con Rebeca inmediatamente. —Practico un poco más de baile mientras me devuelven la contestación. Dos pasos adelante, dos hacia atrás…
—Soy su madre, ¿quién es? ¿Eres tú, Pànic? —Desde mis brumas alcohólicas, noto que su odio se está transformando en genuina pena por la caída de alguien. Por todo ese caer y no saber parar que ella está escuchando privilegiadamente desde su confortable, limpio y millonario lado del auricular.
—Sí, señora, soy yo. —Cambio de pareja, un dos, tres—. ¿Está Rebeca? Dígale que se ponga, por favor, tengo que hablar con ella. Es urgente. Mi tía… Àngels… está…
—No puedes seguir llamando aquí, Pànic. No estás bien. Necesitas ayuda. ¿No te está ayudando tu familia? Llama a tus amigos.
—¿Rebeca? —pregunto, sin escucharla—. Ella puede ayudarme.
Pequeño silencio.
—Ya no vive en casa. Y dio instrucciones explícitas para que nunca te diésemos el teléfono de contacto. No quiere volver a verte nunca más.
No digo nada.
—Lo siento. No vamos a denunciarte por el cristal, y Mijaíl dice que lamenta haberte pegado una patada. Pero tienes que dejar de llamar a esta casa, hijo.
Cambio de pareja, un, dos, tres. ¿Por qué estoy haciendo esto? La sangre de la ceja me resbala dentro del ojo, cegándome de nuevo. Con el ojo libre me pongo a llorar de repente, un llorar lejano, ahogado, como si fuese el llorar de otro.
Sabía lo que tenía que hacer, pero se me olvidó. Ahora lo he recordado, y lo estoy haciendo en este momento. Es el día cuarenta después del BUM, 7 de abril, jueves; me he levantado del suelo, donde dormí ayer una vez más, rodeado por un par de botellas vacías y pedazos eternos de «Pànic #2» y me he ido a duchar. Cuando he terminado, me he cortado las uñas (empezaban a estar bastante largas) y me he afeitado. Luego he ido a buscar algo.
Me ha llevado un buen rato encontrarlo, porque estaba en el fondo de mi armario. Al fin, lo he visto: mi camiseta de Disneylandia, mis bambas de baloncesto negras, mis pantalones tejanos rotos, negros. Gracias a Dios que no tiré todo esto.
Me lo pongo todo, y es la primera vez que me visto en días. La sensación de la ropa, una ropa usada y que se dobla en mis esquinas como una segunda dermis, es curiosa. Me froto con las manos por encima. Me gusta la sensación.
Cojo el disco de Walter Jackson y lo meto en una bolsa de plástico. Lo que tengo que hacer está claro, ahora: vuelvo a Sant Boi, con mi ropa antigua, y estoy andando hacia atrás como los cangrejos. Sé que lo que hago tiene un sentido, pero aún no puedo darle uno. De repente era obvio que debía ir a Sant Boi, volver a mi infancia, y eso es lo que estoy haciendo. Piloto automático.
Abro una bolsa de deporte y meto dentro unas cuantas cosas que voy a necesitar. Miro los dientes de la cremallera encajar limpiamente al cerrarse, sin discusiones, en el orden más perfecto. Siento una chispa de envidia hacia esa cremallera que, como los seres que iban a mi clase, nunca conocerá el extremo sufrimiento de la obsesión.
Andando hacia la estación de Fontana, decido parar en La Costa Brava y tomar un par de cervezas. Aún recuerdo cuando Lola me recibió, el día que realicé el viaje en sentido contrario. Ahora he cerrado su casa, después de barrerlo todo y deshacerme de la basura, y desando mis pasos hacia el septiembre en que llegué aquí.
En el bar, me siento delante del espejo, y la imagen que me mira es el Pànic actual. He perdido casi diez kilos, y el cabello negro vuelve a dispararse en todas direcciones cuando me quito la gorra Joe Orton, el único gadget de estos días que voy a conservar. Los ojos verdes, sin embargo, permanecen igual de atentos, subidos como faros halógenos sobre mis pómulos escarpados.
El camarero, sin reconocerme, me pone una mediana sin decir mi nombre. No importa. Bebo un trago y recuerdo cuando pensé que el espejo de La Costa Brava, inmutable desde hacía ochenta años, permanecería igual y sería la brújula que me recordaría los cambios. Bien. Me miro y no sé decir los cambios; quizás por eso necesito ir hacia atrás, tratar de entender, mirar en retrospectiva.
Me acabo la mediana, pido otra. Cuando me la sirven, me doy cuenta de que en un lado de la barra están Julián y su amigo Kiko Amat, fingiendo no verme. Me dirijo hacia ellos, y les saludo con un Hola que se filtra entre mis dientes. Ambos se vuelven. Julián lleva una camisa de bolos roja con un logotipo en la pechera; su amigo un polo verde manzana de nailon, brillante e impoluto. Los dos miran mi ceja hinchada y la costra que la cubre.
—¿Sabéis qué dan por la tele esta noche? —les digo, y medio sonrío—. Nada. La revolución no va a ser televisada, después de todo.
—Has adelgazado mucho, tío —comenta Julián, sin entender lo que acabo de decirle—. ¿Te encuentras bien?
—No lo sé —digo, con ojos ausentes—. No lo sé.
Nos quedamos los tres en silencio unos segundos. Sé que ellos van a preguntarlo, así que me adelanto y lo pregunto yo:
—No sabréis nada de los vorticistas, supongo.
—¿De quién? —pregunta Kiko Amat. Olvidaba que soy el único que les llama así.
—Johnny Cactus, Arturo, ya sabes.
—Pensaba que lo sabrías tú —dice. De golpe ya no quiero saberlo. Me rasco la mejilla y es obvio que no tengo nada más que decir. Entre sus dos caras, veo mi calavera en el espejo de la barra abriendo la boca y preguntando:
—¿Y Elvira?
Nadie contesta, así que me digo que no lo pregunté, después de todo. Quizás lo imaginé. Pero al final, Kiko Amat dice:
—Ni idea, tío.
—Da igual —digo en voz alta, y no sé cuál de las frases estoy contestando, si a mí o a ellos. Quisiera decirles que tenían razón, la última vez que hablamos. Quisiera decirles que nadie conocía a Johnny Cactus. Y que, efectivamente, escogí una mentira. Pero no sé cómo expresar ninguna de estas cosas.
Me doy la vuelta para irme, y de golpe necesito decir algo más, y me paro en seco.
Vuelvo la cabeza hacia ellos:
—¿Conocéis «It’s an uphill climb to the bottom» de Walter Jackson? —Los dos asienten.
—Una gran balada soul —dice Kiko Amat—. Siempre ha sido una de mis favoritas.
—No, no. ¿Sabéis lo que quiere decir? A eso me refería.
—Supongo que sí —dice Julián—. El sufrimiento como nuevo sufrimiento. El hundirse como algo difícil, no como un punto adonde se llega sin esfuerzo.
—La caída es subida —añado—. El camino de bajada es cuesta arriba.
—Eso mismo —dice Kiko Amat.
—Y además es verdad —digo, antes de irme definitivamente.
Estoy sentado en un vagón de los Ferrocarrils Catalans, en Plaça Espanya. Estoy sentado en los asientos de tela naranja, mirando a mi alrededor, todo mi pensamiento focalizado en la Nueva Obsesión. Lo que debo hacer, en Sant Boi, y luego ya nada importará. Es una última cosa que necesito hacer. Lo más importante que poseo, en estos momentos en que ya no sé lo que poseo.
El tren se pone en marcha. La luz triste de las estaciones subterráneas me ilumina las rodillas, agotada.
Tengo una Gran Idea, quizás la última. Es el Gran Gesto, de verdad. No uno exultante, catártico, sino un legado, algo que quiero dejar tras de mí. Desde pequeño, siempre me ha obsesionado la posteridad; hice biografías desde que tenía ocho o nueve años, deben de estar aún en casa de Àngels, por algún lado. Imagino que, inconsciente, quise dejar guijarros por el camino, deshacer un ovillo de lana en el laberinto para luego entender qué esquinas giré, qué bifurcaciones escogí, qué opciones desperdicié.
El tren abandona el túnel y un sol simpático, contagioso, entra en el vagón como la risa de un adolescente. Miro los campos, el río Llobregat. La silueta de la iglesia en la distancia, unidimensional, de papel. Estoy en el Túnel de la Bruja. En el Túnel de la Risa de un parque abandonado, pasado de moda.
Cuando el tren llega a la estación de Sant Boi, aún estoy en la cuesta. Pero sé que no queda tanto y que, cuando termine la Gran Idea, no habrá más cuesta que subir.
Dos metros de ancho por dos metros de largo.
Lo he llamado «Pànic #1». Nunca hubo un número uno.
Llevo quince días en casa de Àngels fabricándolo. Tuve que entrar por la ventana. Fue fácil, porque todas las ventanas tenían cierres antiguos que cedían al más leve empujón. A Àngels nunca le preocupó la inseguridad ciudadana. Ella era la inseguridad ciudadana.
Mi barba ha crecido un poco y ahora parece una pelota de tenis desmadejada. Los pelos que, flacos y débiles, caen hacia el suelo hacen que mi cabeza parezca un meteorito negro lanzado al espacio.
He dejado de tomar laxantes y de llamar a gente. Su existencia no es importante, ahora. Su aparición no iba a cambiar nada.
Llevo quince días fabricando mi Gran Idea. Mi último mapa. Dos metros por dos metros es una cosa muy grande. Desde luego más grande de lo que yo he hecho nunca; ni el propio Joseph Cornell fabricó nunca una caja tan grande.
Mi Gran Idea tiene múltiples pequeños compartimentos, y en cada uno de ellos estoy colocando las cosas que importan de veras.
En «Pànic #1» he intentado colocar todo lo relevante en mi vida. No creo haberme dejado nada. He puesto pirámides, la foto de mis padres en Crouch End, Alesteir Crowley, el disco de Walter Jackson, el anillo de Àngels, anfetaminas, unos calcetines amarillos que compré junto a Johnny Cactus y la única foto que permanece de los vorticistas juntos. También está una serie de cuatro fotos que nos hicimos Rebeca y yo en un fotomatón, y también está el poema de Breton sobre Elvira, y más fragmentos de otras cosas, como si yo fuera Humpty Dumpty acabado de caer de la pared y todos mis pedazos estuviesen esparcidos por el comedor de Àngels.
Sólo que ya no están esparcidos. Están en perfecto orden, cada uno en su pequeña casa particular de 13 Rue del Percebe.
Es el día 22 de abril, viernes por la noche. Durante estos días he comido latas de conserva y no he bebido alcohol, y he ganado un par de kilos. Nada remarcable, pero mis pómulos ya no parecen a punto de huir de mi cara en cualquier momento.
Miro mi pieza. No voy a destruir «Pànic #1».
Esta vez no es para mí. No quiero comprender lo que soy o lo que he hecho; sé lo que he hecho. No, esto es mi Caja Negra. La que encontrarán una vez el avión se haya precipitado contra el suelo, y piezas indistinguibles de su fuselaje y equipaje yazcan esparcidas por los campos. La que les dirá cómo fue el viaje, cuáles fueron sus contratiempos, cuál fue el error fatal.
No dejaré notas ni cartas. Si lo he hecho bien, esto debería explicarse por sí mismo.
Es viernes, y son las doce de la noche. Estoy sentado en las escaleras que llevan al piso de arriba de la casa, y mi cabeza está apoyada en mis manos. Terminé. Miro al Hombre de Paja que es una representación de mí mismo, sus dos metros por dos metros inmóviles en medio del comedor.
Los ingleses tendrían un nombre para él: the wicker man.
Estoy satisfecho. Mirando las anfetaminas que quedan sueltas sobre la mesa del comedor, recuerdo que ahora sí queda una sola cosa que hacer.
El Último Vals, el último baile que nadie me podrá quitar, el Último Vals Salvaje.
Por favor, uniros a mí en este Último Vals Salvaje.
—No quiero meterme donde no me llaman, pero estás meando de color verde, tío.
Vaya, tiene razón. Miro el líquido que sale de mí y es de un verde anaranjado.
Estoy hablando con un señor anónimo en el lavabo de un bar de Sant Boi. Son las diez de la mañana, y llevo toda la noche bebiendo y andando de un sitio a otro, y en cada uno de ellos he tomado algo, en cada uno he dejado fluir el rugido nocturno de las anfetaminas.
Andando por las calles desiertas, he notado esa humedad característica que ya no recordaba, esa humedad que hace caldo de tus huesos, que se mete en la ropa y ya nunca vuelve a secarse. He andado arriba y abajo del pueblo y la primera noche ha pasado. Ahora son las diez, y en el lavabo un río manzana surge de mi cuerpo, como si el musgo y la humedad de la noche se hubiesen quedado incrustados en mis riñones. El camino que hay que recorrer es largo, pero ya estoy en marcha. Me seco las últimas gotas, pago en la barra y salgo a la calle. Es sábado. Se huele en el aire, se siente.
La luz llena todas las entradas a mi cuerpo, y por un momento estoy ciego. Me llevo las manos a la cara y empiezo a andar; no me importa andar.
Una brisa fresca recorre la calle. Me meto en una gasolinera y me compro unas gafas de sol de plástico y una cerveza de lata. Abro el envoltorio y me pongo inmediatamente las gafas, una horrible imitación de Vuarnet. Luego bebo un trago helado a pleno sol. No me siento agotado, pero sé que lo estoy. Sé que el agotamiento me espera tras las esquinas de la química.
Decido guardarme las anfetaminas para la noche; iré a Castelldefels y veré el mar. Me envuelve la confusión de no haber dormido y esa sensación gratificante de estar en una longitud de onda completamente distinta de todo el mundo con quien me cruzo. Ellos van, yo vuelvo; hasta que llegue el último baile, el Último Vals que aún no sé dónde estará.
La búsqueda es parte de la intensidad, la mitad de la obsesión, hay que completarlo todo y llegar al fin de las cosas.
Ando bajo el sol angulado como una escuadra nueva, la lata de cerveza en la mano. Subo por la calle Jaume I, una avenida en forma de embudo que recibe todo el sol y el aire de las partes nuevas del pueblo. En cinco minutos he llegado a las puertas de mi antiguo instituto, que hoy está cerrado.
A la sombra del portal de una tienda de ultramarinos observo los contornos horribles del edificio, y recuerdo la época en que me aposté aquí para demostrarle a Eleonor, lleno de despecho, que nada me importaba. Debí ser tan obvio, tan triste, apoyado en la pared con mis libros raros, levantando medio labio en una teatral mueca de repugnancia. Debí de ser tan obvio como lo soy ahora. Pobre perro vagabundo que quiso aullar: que alguien me ayude.
Entro en el colmado a pedir una Xibeca sacándome las gafas. No debo dejarme vencer por la autocompasión; eso nunca. La autocompasión es la más baja de las cobardías. Son huesos de mantequilla, pulmones de yeso, cola entre las piernas.
Y, sin embargo, me siento abandonado. ¿Es esto todo lo que queda? ¿Es mi vida una constante búsqueda del Gran Gesto, llena de caídas posteriores? ¿No sería más lógico llegar a la calma, adaptarse a la normalidad, dejar de ser aquel niño que hablaba solo por los pasillos?
Pero sé que es imposible. Sé que estoy condenado a vivir en una constante infancia de búsqueda de cúspides, de pasiones ígneas, fulgurantes como bengalas señalizadoras. De repente, me siento cansado. Y, aun así, no olvido lo que tengo que hacer.
—¿Sabe qué? —le digo al tendero—. Olvide la Xibeca. ¿Tiene orujo de hierbas?
El hombre me mira como si estuviese loco, y no se equivoca tanto.
—No —dice, y yo veo la botella detrás de su hombro.
—Claro que tiene, la estoy viendo ahí mismo.
—Eso no es orujo —dice, sin volverse, y la etiqueta dice: «Orujo de hierbas».
Durante un instante me pregunto qué he hecho para enemistarme con él, pero no tengo tiempo para esos pensamientos. Tengo prisa, y cosas que hacer.
—¿Y ahora? —le digo, después de que mi puño atraviese el cristal del mostrador de los embutidos con un crak seco—. Ahora tiene la botella de orujo, ¿o no?
El tendero me mira y yo estoy inmóvil, con el puño sangrante dentro de su nevera de embutidos, un agujero limpio casi del mismo tamaño que mi brazo. Sus ojos me recuerdan a los porches de baldosas donde jugué de niño, al lado de casa de mi abuela. Caen gotas de sangre sobre la mortadela con aceitunas.
Saco el puño, extiendo la mano roja y vuelvo a decir:
—La botella.
El hombre me la da, boquiabierto, sin pronunciar palabra. Mis ojos están fijos en sus porches encerados.
Sé que nunca podré vivir para ese constante caer después de cada nueva obsesión, cada nueva traición. Es demasiado doloroso y hace días que he decidido esto. He decidido que, puesto que soy incapaz de enfrentarme a cada nueva caída, a los estertores que conlleva cada nuevo Gran Gesto, a la pérdida de intensidad que el resto de los hombres acepta como normal, lo mejor es terminarlo todo, conservar aquella cima como la última que visité, Rebeca como la última mujer a la que fallé, los vorticistas como la última daga en mi espalda, Elvira mi último rechazo.
Doy un trago al orujo. Está asqueroso, pero eso ya lo sabía. Nada me sorprende.
El Último Vals Salvaje se acerca cada vez más, puedo sentirlo, y será el vals que acabará con todos los demás valses.
Antes de salir por la puerta le doy una patada al cristal de la entrada, que se derrumba como un millón de canicas. No sé por qué lo hice. ¿La costumbre? Me echo a reír, mirando al hombrecillo que nunca habrá tocado una obsesión como las mías.
Un-dos-tres, un-dos-tres. El último gran vals se acerca cada vez más. Un-dos-tres, un-dos-tres.
La acción transcurre en la pequeña ladera que deforma uno de los costados de Sant Boi. Es aún el mismo día, a media tarde, y en el terraplén sin árboles el sol cae con vagancia. En otras partes de la muntanyeta se distinguen perros corriendo, con sus dueños siguiéndoles sin muchas ganas. Unos niños juegan a fútbol en la parte más baja de la colina.
Sentado en el suelo, solo, está Pànic Orfila. Lleva aún su camiseta de Disneylandia, barba de días, bambas de baloncesto viejas y tejanos rotos, gorra de Joe Orton de lado, gafas de baratillo puestas. Está completamente borracho, y una botella de orujo de hierbas a medias descansa torcida a su lado, como una torre de pisa de cristal. La mano ha dejado de sangrarle, pero trozos de piel levantada y costras resecas decoran sus nudillos, que él mira con dificultad de vez en cuando.
PÀNIC (cantando para sí, ausente otra vez, mirándose la mano): Since you left me, it’s an uphill climb to the bottom…
Pànic levanta la mirada, y en la distancia ve acercarse a Consol. Su madre. Lleva un largo vestido de noche verde, con la espalda descubierta, y el pelo corto tras las orejas como una actriz de Hollywood de los años treinta.
PÀNIC (entusiasmado de golpe): Hey, mamá. «A veces, cuando pierdes ganas», ¿te acuerdas? Bueno, no era verdad. Cuando pierdes, pierdes. A joderse.
ELEONOR (boquiabierta): ¿Pànic?
PÀNIC (bebe del orujo y pone cara de asco): Sí, soy yo. Tu hijo.
ELEONOR (aún perpleja): Dios mío, ¿qué te ha pasado, Pànic? Soy yo, Eleonor. ¿Te acuerdas de mí?
Pànic la mira, levantándose la visera. Al final se quita las gafas y empieza a reconocerla. Ante él está una chica guapa, con cara de Veronica Lake y el pelo negro largo, rizado como tornillos de plomo. Tiene una peca al lado del labio y una mirada sincera, pestañuda, que deja ir algún destello de gran carácter. En su muñeca reposa la correa desatada de un perro que corretea por la zona. El perro se acerca hacia Pànic y le lame la mano herida y juguetea ante él.
PÀNIC (dándose cuenta de repente y sonriendo con desprecio, borrachísimo): Eleonor. Sabía que estarías aquí aún, con tu familia, tu madre y el perro. Atrapada en el rebaño de los cuadrados, con tu rebeldía de media jornada…
ELEONOR (poniéndose en cuclillas con cara de preocupación): ¿De qué hablas? Mira cómo tienes la mano. Dios mío, ¿qué ha pasado?
Pànic la mira, y cierra los ojos.
ELEONOR (con pesar): Veo que sigues con tus locuras de siempre.
PÀNIC (cayéndose hacia un lado): Qué sabrás tú. Nunca has experimentado la menor obsesión. N-no tienes ni idea.
ELEONOR: ¿Cómo? Yo he sentido muy intensamente. Seguro que igual que tú. Y me he enamorado mucho, y he pensado mucho en mi vida. Y he pisado por ella con cuidado, porque…
PÀNIC (desde el suelo, ahuyentándola con la mano): No me sermonees. No sabes lo que es la pasión. Nunca lo supiste.
Pànic se incorpora con dificultad. Eleonor intenta echarle una mano pero él la rechaza y casi vuelve a caerse. Al final quedan los dos de pie, uno delante del otro.
PÀNIC: S-soy el único. Nada hay por encima de mí. Todo debe encajar.
ELEONOR: No eres el único. Eres como mucha otra gente, Pànic. Quizás más egoísta, pero por lo demás como muchos otros.
PÀNIC (humilde por primera vez): No. Yo no puedo sentarme como todos a esperar un día en que todo se haya calmado, relajarme y ser feliz. Y ahora, ahora estoy cansado de todo esto.
ELEONOR (poniéndole una mano en el hombro): Tranquilo, Pànic. Sólo tienes veinte años. Te queda mucho por vivir. Piensa en todas las posibilidades.
PÀNIC (coge la botella de orujo del suelo y pega un trago antes de hablar): Yo no funciono así. A la mierda las posibilidades. Ya he tenido mi Gran Gesto, un gesto que tú nunca podrás calibrar.
ELEONOR (tocándole la mejilla): Ay, Pànic. Te has creído un personaje, y el personaje te ha matado. ¿No lo ves?
PÀNIC (susurrando): Mi brillo ha sido intenso. Mi obsesión se recordará.
ELEONOR (levantando la voz): ¡Deja de decir eso! ¿No ves cómo has terminado? ¿Vale la pena brillar para esto?
Pànic bebe de la botella. El perro corretea a su alrededor meneando la cola y mirándole; al final, se le mea en una pierna. Pànic lo ignora y empieza a marcharse.
PÀNIC: Soy lo que soy. Soy la obsesión, y la obsesión rompe y quema. Nadie puede entenderlo.
ELEONOR (le mira alejarse): Pobre Pànic. ¿Qué has hecho?
PÀNIC (sin volverse, cada vez más lejos): A la mierda.
TELÓN
Dos segundos más tarde. Estoy alejándome de Eleonor, arrastrando los pies, dibujando eses y zetas en el suelo de polvo de la ladera.
Mi vida ha hecho: pof.
Cayó desde lo alto, aniquilada por mi pequeño personaje de novela. Sabía esto antes, Eleonor sólo me ha enseñado una última prueba de mi maldición. Me enfrento al final que predije, aunque con más daño del que creí. Soy un meteorito que ha brillado alto, y que ahora se estrella envuelto en humo contra el planeta Tierra.
—Te dejas esto —me dice Eleonor a lo lejos, abriendo su mano en la distancia.
Yo giro la cabeza un momento.
Es mi vida, hecha añicos. En la palma de su mano. Con sus cimas soleadas y sus valles oscuros llenos de mierda y dolor. Todo se antoja inútil, de repente.
—Ya no la necesito —le digo, sorbiéndome los mocos—. Quédatela.
De repente, estoy en el Gran Vals. Es un vals de pies ajenos, que danzan con compases enfundados en camperas y botas militares. En el riñón, en el hígado, en la cabeza y la espalda; me cubro la cara de puro reflejo, aunque me da bastante igual. El vals se desarrolla sobre mí, todos bailan en mi cabeza, gruñen y juran, se dan codazos. Ruedo en el suelo, caen un par de taburetes. Hay gritos y confusión. ¿Es esto un vals? Es el vals hardcore del armageddon, el que acaba con todos. Cada uno tiene lo que quiere, y yo sólo quería redención para mis obsesiones.
Cinco minutos antes entro en un bar junto a la playa, en Castelldefels. Las anfetaminas han chocado con el orujo, y mi cuerpo se consume en un miasma de desconcierto: el corazón me late a cien por hora, pero mis movimientos son lentos, la mandíbula me bate pero mis pensamientos se arrastran, confundidos los unos con los otros, como reptiles de desierto.
Ando en espiral hacia la barra, pido una cerveza, miro a mi alrededor. Punkis locos, heavys de ciudad residencial, dealers de cocaína cortada con yeso de paredes, tías feas y góticas. Un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar el gran vals.
Me vuelvo hacia el heavy que está a mi lado y le rompo la botella (vacía, me la he bebido en dos tragos) en la cabeza. El tipo no se desploma, eso sólo sucede en las películas, pero sus ojos se inundan de confusión y dolor mientras se lleva las manos a la cabeza y se dobla hacia abajo. Caos. Todo el mundo trata de comprender lo que ha sucedido, y yo estoy en la barra con una botella rota en la mano.
Moviendo un dedo y tambaleándome, digo:
—Venid, cagados.
Sorprendentemente, todos vienen. De repente, me siento como el señor de las bestias. Soy Moisés, el pastor que conduce a su rebaño, y el matojo de bayas está ardiendo. Uno de los que vienen se lleva una patada en los huevos. Me quitan la botella, pero una nariz que no es la mía se rompe de un codazo que sacudo con una fuerza que desconozco.
Al fin. El vals. Caen los golpes, caigo al suelo y ésa es la última cosa que hay que hacer en una pelea. Pero ésta no es una pelea normal. Es un sacrificio ritual. Es la redención. Es la búsqueda del fin de las obsesiones, que ya no puedo contener.
Ahí viene el palo de billar, que se parte en mi espalda y me rompe una costilla. Lo noto, pero casi no duele. Orujo de hierbas, increíble licor maligno y anestésico.
—¡Dejadlo ya! —dice un imbécil. Noto cómo las patadas disminuyen y, al final, paran del todo. Me agarran por los sobacos entre dos, uno me levanta la cabeza para asegurarse de que no me conoce de nada, me echan a la calle.
Malditos amateurs. Me siento en el suelo, registro muy de lejos los desperfectos, como si los viera en un telescopio: costilla rota casi seguro (no puedo respirar), nariz partida, la vieja ceja que ha vuelto a abrirse —Polifemo por última vez—, un dedo que se hincha lentamente y en posición extraña, ¿un diente? Lo escupo. Sí, es un diente, que sostengo en la palma de mi mano como si fuera una perla encontrada. También he perdido la gorra de Joe Orton; eso me apena durante unos segundos.
Noto gente que anda a mi alrededor, voces lejanas que preguntan si necesito ayuda, y a los que contesto con el dedo corazón levantado.
Me levanto, con gran esfuerzo, y concentro todo mi intelecto y todas mis células en no desmayarme. El Gran Vals Salvaje tendrá que ser sobre ruedas, al fin y al cabo.
Me acerco a una Vespa 160 de los años setenta, roja, roída, llena de óxido, pero con cierta dignidad encima. En un segundo estoy yendo por la autovía de Castelldefels a la máxima velocidad que alcanza. Con las gafas Vuarnet falsas puestas, con un solo vidrio, viendo las farolas pasar a mi lado como breves salpicaduras de luz rothkoanas, cuchilladas de fuego que me rozan los hombros. Todo el viento, toda la noche, mi cabello hacia atrás y los ojos irritados, y no veo nada.
Las líneas del asfalto se desdibujan y doblan, el abdomen de la Vespa se tambalea de un lado a otro. Pienso en Rebeca, mi dulce Rebeca china de labios-futones y pies independientes, en cómo quiso quererme y no la dejé; y pienso en Elvira la loca, la calabaza escuálida y opiácea que no quiso enamorarse de mí, y me río por haberlo pedido, pobre perro vagabundo; y pienso en los vorticistas, en el Cactus y en Arturo Grima y Marco Cara, todos sus zapatos relucientes.
Ah, el Gran Vals. ¿Quién dijo que sus pasos serían fáciles? En Collserola vi que el camino de bajada era cuesta arriba. Ahora se acaba la cuesta, al fin, la cuesta que acaba con todas las cuestas. Hasta en los últimos segundos tuve que tener una obsesión. Porque ¿qué es esto sino una nueva obsesión, una nueva romantización de mi personaje inventado, un nuevo Gran Gesto inútil y estúpido? La única diferencia estriba en que, esta vez, no habrá cima de la que descender. El Último Vals será el napalm que freirá la cima, serán minas de fragmentación, será dinamita. El Último Vals de dinamita.
Las lágrimas de los ojos se escapan de mi cuerpo a toda velocidad hacia el lugar de donde vengo. Hacia el pasado. La sangre brota de todas mis heridas.
Pienso en Àngels y en Lola, pero sobre todo pienso en mí.
Ay, El Loco. El Loco al que nadie pudo ayudar, el niño enfermo que no pudisteis curar, la pieza que no encajó en el engranaje.
Pero el Gran Vals sí encajará en mi vida. Todo debe encajar, al final. El Gran Vals es la última pieza que deposito encima de «Pànic #1». El último compartimento que faltaba por rellenar. Adiós Stirner, adiós Walter Jackson. It’s an uphill climb to the bottom, no digas más. Lo entendí, lo entendí bien.
Levanto los dos brazos al cielo, ya no veo, mis ojos son ciénagas, y cuento: un-dos-tres, un-dos-tres. Mis últimos pasos de baile, que nadie me pudo quitar.
Una carcajada partida brota de mi garganta, como lija, una risa de coyote al cielo, una risa que es como un dolor que explotase, como un daño de goma 2. Éstas son las cosas que hacen BUM, esto fue el último estoque, el último baile. ¿Me lo concedéis? Cuando la Vespa se desliza hacia el arcén, aún estoy riendo. Un golpe así, casi nunca lo sientes. Un golpe así, es sordo y fantasmal; no lo sientes. Éste es el BUM final de las cosas que hacen BUM. El BUM final de Pànic Orfila, la única manera posible de terminar con las cimas y las cuestas.
Todo se vuelve oscuro, la música termina, los discos se rompen, acaban los Grandes Gestos, que nadie pregunte nada. Todo está claro. Todo está contado. Todos los guijarros están desperdigados por el camino, la obsesión me ha matado, no fui yo. No tengo la culpa, ahora lo veo.
Porque soy lo que soy. Soy la obsesión, y la obsesión rompe y quema. Nadie puede entenderlo.
Nadie puede entenderlo, y ahora ya no importa.
Estoy volando a 111 km por hora en dirección a un árbol del camping La Ballena Alegre, en la autovía de Castelldefels. Cuando impacte contra él, mi cuello se partirá como un barquillo mojado en champán.
Pero de momento aún estoy paralizado en el aire. El tiempo se hizo barro, y el aire, membrillo. Lo conté al principio, hace 280 páginas. Congelado en el aire.
La expresión inglesa era: in mid-air.
Veo una de mis lágrimas estática cerca de mi cara, como un diamante volador, y me doy cuenta de que queda poco tiempo para que esta parálisis pasajera termine abruptamente. Ya conté mi historia; en un instante, el membrillo se fundirá y yo continuaré mi breve periplo hacia la fractura cervical.
Supongo que esto, ahora sí, se acaba. Estoy contento de haber podido contar lo que conté. Yo sólo quería hablar de la obsesión y, mientras lo hacía, me he dado cuenta de lo que soy.
—A la mierda —murmuro cuando desaparece la parálisis, a nadie en concreto, al árbol que me espera. Y esbozo media sonrisa de huevos estrellados.
Huevos estrellados.
Me matas, Pànic. Me matas.