ACCIÓN
Me estaba lavando los dientes cuando llamaron a la puerta. Era la mañana del 7 de diciembre, un día antes de ver a Rebeca. Lola no estaba, así que tuve que ir a abrir yo, la boca aún llena de pasta de dientes. Un asco.
—Ay, Jesús —exclamó dando un brinco un pequeño señor con forma de arancino cuando abrí la puerta. Llevaba un pijama de aviones plateados.
—Fe fafa —dije.
—Caramba, pensé que tenía la rabia, güey —dijo, con acento mexicano. Entonces le identifiqué: era uno de los mariachis del piso de abajo. No le había reconocido, sin el sombrero y la guitarra.
—Fe eftaba lafanfo lof fientef.
—¿Cómo dise?
—Un fofenfo —contesté, levantando ambas manos en gesto de «espera aquí». Fui al lavabo, me enjuagué apresuradamente, escupí y volví a la puerta. El arancino seguía allí, aún en pijama de aviones plateados, y me di cuenta entonces de que llevaba bajo el brazo un paquete envuelto en papel de embalar.
—Perdón. Me estaba lavando los dientes. No le había reconocido sin el… —Y señalé su cabeza descubierta.
—No acostumbro dormir con sombrero, cuate —dijo, secamente—. Que es lo que estaba hasiendo cuando llamaron a mi puerta. —Imaginé sus palabras con música de ranchera y encajaban perfectamente. Es-lo-que-estaba-hasiendo-cuando-llamarona-mi-puertaaaaa. La-de-la-mochila-asul-la-de-los-ojos-saltoneees. ¿Ojos saltones? Quizás la canción de la mochila azul estaba dedicada a Bercedes.
—¿Sí? —pregunté sin comprender.
El mariachi en pijama levantó el paquete y me lo puso ante las narices.
—Los carteros dejaron esto en mi casa, pero me parese que es para usted, güey. —Tomé el objeto en mis manos y le di las gracias, cerrando la puerta con el talón al volverme.
Muy frágil, decía en el envoltorio. Àngels, decía al otro lado, junto a su dirección de Sant Boi.
Me quedé un instante sin hacer nada para disfrutar del misterio. No hay tantas ocasiones en la vida para gozar de una buena incertidumbre y, cuando una se acerca, la curiosidad es tan irresistible que nos abalanzamos sobre ella para descuartizarla y pasar de inmediato al placer de la certidumbre. El placer del misterio por sí mismo, sin embargo, es tan breve y pasajero que se convierte en un bien preciadísimo. La obsesión por la obsesión, el misterio por el misterio; las cosas por sí mismas.
Decidí prolongar unos minutos aquel bien. Un minuto. Medio minuto.
Medio minuto, cuando se pasa en calzoncillos ante un gran paquete de correos enviado por una tía abuela anarquista, es una eternidad.
Además, el misterio diminuto de aquel paquete se juntó en mis entrañas con el misterio de Rebeca, lo que iba a decirme al día siguiente, y el misterio general de los vorticistas. Lo que debía haber sido una bandada de agradables mariposas estomacales revoloteando grácilmente en mi interior, se convirtió en un grupo de cóndores andinos aullando y dando picotazos. Sentí flojera en los intestinos y me dije que si no abría deprisa aquel paquete, el misterio se solidificaría y reclamaría su expulsión al váter.
Con dedos y manos agujereé el papel, deshice la cinta adhesiva y abrí el cartón, primero, y el plástico protector de burbujas, segundo, y me encontré con el regalo.
Era una de mis construcciones del Periodo Cornell. La obsesión que sufrí en octavo de EGB, cuando aún vivía en Sant Boi. La fijación con los surrealistas y, sobre todo, las maquetas enigmáticas de Joseph Cornell y sus esquinas y códigos y secretos, que intenté imitar con mucho más éxito que otras de mis aficiones.
La que mi abuela me enviaba era su favorita: «Pànic #2».
Le di mi nombre porque trataba de representar mi cabeza, siempre intentando descubrir el orden de los factores que alteraban mi sistema de neuronas. Quizás por ello todas las construcciones del Periodo Cornell empezaban con mi nombre; siempre quise descubrir las rutas de mi propio mapa de vuelo y, una vez localizadas, quizás enseñárselas a alguien. Y que alguien me enseñara las suyas, mapas de vuelo del uno al otro, porque en el fondo no es lo que haces sino a quién le dejas verlo.
Por desgracia, Eleonor nunca entendió nada de lo que le enseñé. Una pérdida de tiempo. Tantos mapas de vuelo que nadie llegó a ver. Tantos aviones que se perdieron sin remedio. Tantos aterrizajes forzosos entre la maleza. Cuando Eleonor desapareció, no quedó nadie a quien enseñarle mis malditos mapas de vuelo.
«Pànic #2» era un rectángulo con forma de casa de 13 Rue del Percebe, dividido en varios compartimentos. En cada uno de ellos habían objetos que representaban mis ideas y recuerdos como niño de catorce años. Un single roto de Wilson Pickett («99 and a half [just won’t do]», su mejor canción); una fotocopia coloreada con rotuladores Carioca de la foto de mis padres en el patio de Crouch End; fango del río Llobregat y una hoja de morera; un anillo de mi tía abuela; un trozo de cono callejero; una foto de Alesteir Crowley; una pirámide y un… ¿era eso un condón? No recordaba haberlo puesto. Un condón usado, que imagino simbolizaba junto al papel piramidal mi reciente descubrimiento de la masturbación.
Tener en las manos aquella pieza de mi infancia a punto de convertirse en adolescencia fue una sensación inexplicable. Hacía seis años que no la veía, porque para hacer sitio Àngels la guardó en el altillo, y casi la había olvidado; ahora que volvía a aparecer era como recibir una carta de mí mismo. De mi yo pasado a mi yo presente, una carta que me recordara lo hermoso y lo importante. Se me humedecieron los ojos y la garganta se me encorsetó, por un instante sólo.
Luego, secándome la risa tristefeliz, me puse a llamar a mi tía abuela.
—Ahí está —dijo Johnny Cactus.
Marco Cara llegó a la mesa y se quitó la gabardina blanca. Llevaba un traje azul encajonado, de hombros estrechos y faldones cortos, pantalones que enseñan calcetín, mangas que se contraen como un pene en retirada para mostrar la mayor cantidad de puño posible, solapas ínfimas, tres botones. Se desabrochó uno y se sentó. Llevaba también un jersey de cuello de cisne blanco, su favorito, bajo la americana.
El día había pasado lentamente, helado, alrededor del regalo de Àngels. Comí e hice de vientre pesada, plácidamente. Aunque me prometí que no abusaría de ellas, me tomé una Centramina a media tarde. A las ocho fui a La Costa Brava a encontrarme con los vorticistas. Me había puesto un cárdigan naranja de cuello en V, camisa de rayas, Levis blancos y safaris marrones con calcetines naranja.
Marco Cara se sentó en la mesa. Las conversaciones cesaron, Elvira encendió un cigarrillo, Arturo trajo cerveza para todos.
En su bloc granate, el bolígrafo que sostenía hacía una exhibición de patinaje sobre hielo, de aviación acrobática, trazando tirabuzones y lazos y puntos que eran palabras. Al cabo de unos minutos de rasgar en la hoja, le dio la vuelta.
Ponía: La acción será en febrero. Los preparativos finales serán en el refugio. Mientras, hay que conseguir más material.
Todos asintieron. Un murmullo de aprobación zigzagueó por la mesa. El Cactus le cogió la mano a Elvira durante un segundo transparente, cortado en lonchas finísimas.
—¿Dónde será? —dijo Arturo Grima—. La acción, digo.
Marco Cara me miró en dos parpadeos. Luego, apuntó: Pànic, ¿puedes dejarnos un momento? Hay una parte que aún debe permanecer confidencial.
Miré a toda la mesa y levanté ambas manos, como sosteniendo una ternera de aire.
—No —suplicante—. Otra vez no. Si voy a estar en esto, algo tendré que saber.
Marco Cara, a pluma, en caligrafía impecable: Todo a su tiempo.
Los ingleses tienen una palabra para eso, que ya he dicho dos veces: rejection.
Entrecerré los ojos, enfermo de rabia, y miré a Elvira, que se encogió de hombros como era su costumbre, y luego al Cactus, que miró a Elvira, y luego a Arturo Grima, que bebió de su cerveza y se quedó mirando al techo con la garganta hinchada, apuntando a la lámpara con su raya craneal.
Eché la silla hacia atrás con estrépito de parvulario.
—Muy bien —les dije a todos con la barbilla al cielo, y de golpe yo era Gloria Swanson en un papel de princesa ultrajada.
Me senté en la barra, de espaldas a ellos y, mientras murmuraba para mis adentros, jugueteé con dos bolígrafos que alguien había dejado allí. Como un niño despechado por el castigo paterno, como un novio primerizo perdiendo en discusiones, pensé: Si me muriera ahora, veríais. Tendríais remordimientos. Sí, Pànic Orfila, poeta aguerrido y bravo y loco, era capaz de todo, tenía el talento real para mandar y vencer, y nosotros no supimos verlo. Y ahora, sollozarían todos, ya no está, Dios mío, ahora se ha ido y ¿qué va a ser de nosotros? Haberlo pensado antes, les diría alguien. Ahora ya es tarde. Ahora descansa en paz.
¿Cómo podría suicidarme? Ya sé. Cogí los dos bolígrafos y me puse uno en cada orificio de la nariz. Lanzaré mi cabeza contra la barra con todas mis fuerzas y se hincarán en mi cerebro, matándome.
Una mano se posó en mi hombro.
—¿Pànic?
Me volví. Era Elvira.
—¿Pero qué haces, idiota?
La miré, con los bolígrafos aún incrustados en la napia. Los vorticistas me miraban desde la mesa, anonadados. Sobre sus cabezas, perfectamente visibles, flotaban los globos de pensamiento de los tebeos. Decían: ¿Error de reclutamiento?
—¿Bas a gondarme lo de febrero o do? —le pregunté.
Elvira me arrancó los bolígrafos de un tirón. Una liana de moco se quedó colgando de mi nariz.
—Ecs —dijo.
—O me lo cuentas o me largo —bluffeé, secándome con el dorso de la mano.
Elvira cogió mi bluff y escupió encima de él y luego lo tiró a la mierda.
—De eso nada, majo. Y, además, eres indispensable para la operación.
Me lo creí.
—¿En serio?
—Pues claro. Es sólo que, por tu seguridad, aún no puedes saber todos los detalles.
Eso también me lo tragué.
—Anda, vuelve a la mesa —añadió, cogiéndome del brazo.
Meneé la cabeza, aparentando dudas, para al final decir:
—Bueno, vale.
Cuando me senté, todos volvían a sonreír. En el bloc, enfocado hacia mí, de Marco Cara ponía: Vamos a hacer historia.
Asentí, de la manera más convincente que pude. Johnny Cactus me guiñó un ojo, clic-clac, como un objetivo de Practika.
—Por cierto —susurré, bajando la cabeza y la voz, para todos—. Se me está acabando el material. ¿Hay más?
Elvira se metió la mano en el abrigo que colgaba de su silla y lanzó hacia mí una bolsita de plástico del tamaño de una aceituna, que yo atrapé al vuelo con un brazo que era lengua de camaleón. Los labios finos, moteados como el alabastro de los quirófanos antiguos, los labios claros y mortecinos de Elvira deletrearon: S-P-E-E-D.
Johnny, Arturo y yo nos levantamos de repente, empujándonos los unos a los otros, arrancando a correr hacia el lavabo como si de repente tuviéramos seis años, dando saltos, pegándonos golpes, intentando sacar los billetes primero, el DNI primero, la cartera primero.
Como si de repente tuviéramos seis años, pero con otros juguetes.
Crawl, primero. Luego braza. Espalda, después. Mariposa al final. Luego los corchos en las manos, para hacer piernas. Luego respiraciones. Cabezas engorradas de todos los colores que suben y bajan, sincopadas, como los pistones de un gran motor.
Los silbatos ahogados tras los gruesos cristales que separaban las gradas de la piscina. El murmullo de voces y chapoteos, la coordinación momentánea, el caos ordenado de cabezas coloreadas que se sumergían y volvían a emerger. Y, sobre todo, el olor a cloro. Un olor que no permite ningún otro olor cerca, posesivo, dictatorial.
Éste era mi nuevo refugio. La piscina del barrio. El barbero ya no me servía porque en lugar de Dvorák insistía en escuchar «La del soto del parral» y me volvía loco con su ceniza siempre a punto de incinerar mis camisas. Así que durante las dos semanas del Segundo Periodo de Incertidumbres con Rebeca busqué un lugar de paz total.
Dos semanas después, a la mañana siguiente de haber quedado con los vorticistas, estaba allí esperando a Rebeca. Ella entraba por la puerta cuando los nadadores empezaban las series de braza. Mis favoritas. Tan gráciles como ranas rosadas cruzando un arroyo.
—Éste es el sitio más raro para quedar que he visto nunca —dijo, dándome un beso en la mejilla. Lo recibí con frialdad, pese a la temperatura de sus labios-futones. No había comido nada en todo el día, por culpa del speed de la víspera, y me encontraba mal. Las manos me temblaban como a un alcohólico de setenta años.
Rebeca se sentó a mi lado en las gradas. Llevaba un vestido de pana verde, zapatillas de judo, bufanda y una gabardina roja, gruesa, de cuello ancho y cinturón. Se quitó la bufanda de lana y su cabello negro de jazz le cubrió los hombros. Cruzó una pierna sobre la otra. Se apartó el flequillo alisado. Me miró con la curiosidad del niño que cría orugas.
El Segundo Periodo de Incertidumbres estaba a un segundo de terminar, y la premonición de cosas se colgaba del aire y del cloro encima de mi cabeza, como un móvil de habitación infantil.
—¿Has oído hablar de Joseph Cornell? —dije como ausente, utilizando el recurso de conversación de los últimos días, la mirada en el agua.
Rebeca me miró y dijo que le sonaba el nombre.
—Era un surrealista de New York; murió en 1973. Vivió muchos años con su madre y su hermano paralítico. Para distraerle se especializó en fabricar pequeñas cajas que llenaba de objetos que iba encontrando en paseos larguísimos que daba por toda la ciudad.
En la piscina, la braza había terminado y empezaba la mariposa. La mariposa era un desastre. Nadie sabía nadarla bien. Era como una fiesta de ahogados y chapoteos inconexos. Y, aun así, era divertida de ver.
—Todo lo que encontraba lo clasificaba en su estudio. Arañas. Anillos. Cromos. Zapatos. Fotos de otras Personas. Cornell intentaba dar un orden a su vida y, mientras lo hacía, parecía que también estuviese trazando un mapa de vuelo para que otros entendieran las razones de sus actos. Un mapa de vuelo hecho de sus cartas y fotos antiguas, y restos de sí mismo.
Me mordí una uña. Rebeca seguía mirándome con atención.
—De niño, yo era igual. Construía mis propios mapas de vuelo para que la gente entendiera, pero no había tanta gente que pudiese entender. Mis mapas fueron un desperdicio; no podía enseñarlos, porque nadie hubiese entendido, y hoy…
—¿Por qué siempre intentas complicarlo todo, Pànic?
—Las cosas son complicadas. Yo soy complicado, joder —respondí, más pálido aún.
—Entiendo lo que me dices, pero lo que quieres decir es otra cosa. —La miré como un niño al que, otra vez, han atrapado con la mano en el bote de galletas.
Chip-chap, los de abajo nadaban tras el cristal, ahora cogidos a unos corchos rosa que eran como biscuits helados de fresa y nata. Cerré los ojos. Escuché sus pies salpicando en el agua tras mis párpados. Abrí los ojos.
—Te diré lo que yo he estado pensando —dijo Rebeca, después de humedecerse los labios—. Si volver atrás o dar un paso adelante. Si quedarme con lo no-muy-bueno perfectamente conocido, cómodo, sin sobresaltos, o dar un paso hacia cosas que no conozco, cosas con buena pinta.
Ajenos a nosotros, los nadadores aparecían y desaparecían, agarrados al borde de la piscina haciendo respiraciones. Como un gigantesco instrumento musical que alguien estuviese tocando tras la lona; un xilofón humano, una melódica colosal.
De pronto, como un imbécil, expulsado de mis casillas, pregunté:
—¿Qué intentas decir? —A pesar de que estaba bien claro. Y encima, por si fuera poco, dije el nombre temible—: ¿Estás con Ignacio o no lo estás? Tengo que saberlo.
Rebeca, con todo, me miró con blandura.
—Quiero decir que he decidido que quiero estar contigo. Sin novios ni papeles ni obligaciones excesivas. He decidido que no voy a estar con nadie más, pero que no estamos casados. Y que si te esperas, veremos a ver. —Me cogió la mano y se inclinó hacia mí. Sus labios de ventosa envolvieron mi oreja. Chup—. Mientras, puedes enseñarme todos esos mapas de vuelo de los que hablabas.
Sentí cómo mi cuerpo salía de mi cuerpo y se sentaba delante de mí y se ponía a filmarme, y me vi junto a Rebeca, cogido de la mano, sus labios en mi oreja, y pensé que hubiésemos quedado bien en alguna película inglesa de los sesenta; yo podía ser Tom Courtenay y Rebeca…, ella podía ser Shirley Anne Field.
El silbato del monitor de natación resonó por la piscina en el momento exacto en que terminaba mi Segundo Periodo de Incertidumbres con Rebeca.
—Si quieres, claro —añadió. La miré un instante y luego le di un beso, corto y mullido y perfecto.
1 cartucho, 2 cartuchos, 3 cartuchos, 4 cartuchos… Mi Nochebuena.
Marco Cara me había encargado hacer inventario de explosivos en un pequeño y húmedo almacén del Carmel. Puesto que no podíamos estar entrando y saliendo del sitio a plena luz del día, tuve que ir a las nueve de la noche. Estuve bebiendo unos cócteles con Elvira y luego me monté en la Vespa robada —que el Cansao me había enseñado a conducir— y me encaramé al barrio empinado.
Cuando me dijeron que tenía que contar explosivos, yo iba a preguntar para qué.
Iba.
Luego recordé que todo a su tiempo, que no seas impaciente y que era demasiado pronto. Demasiado pronto para qué. Para qué, maldita sea. Pero calma, Pànic.
Mi nueva política era: No preguntes.
Mi nueva política, en inglés, era: Go with the flow.
Y no porque no tuviera curiosidad. Tenía curiosidad a chorros. Un surtidor de curiosidad insana haciendo piromusicales en mi cabeza. Ooooohs y Aaaaahs cada vez que se me ocurría una explicación nueva. Y luego, el aguafiestas. El empleado imbécil y amargado de mi cuerpo, que cortaba el agua y me recordaba que me estaba metiendo en algo retorcido y feo como un jorobado de película de terror.
En el almacén había varias decenas de cajas de dinamita y goma 2. Sentado en una caja de naranjas vacía, helado de frío (llevaba la bufanda de Scott envuelta casi hasta los ojos) y con los dedos embotados, saqué el bolígrafo y empecé a contar cartuchos. Sospechaba que aquello, más que un recuento rutinario de materiales, era una nueva manera de curtir mi espíritu. Como la vez que Àngels me tuvo empujando el contenedor recién pintado hasta que mis dos nalgas y bíceps se desengancharon de mi cuerpo y fueron a tumbarse por los rincones, jurando maldiciones terribles.
Casi a oscuras, con la única luz de una linterna, pensé en aquello mientras contaba dinamita: 1 cartucho, 2 cartuchos, 3 cartuchos, 4 cartuchos. Tenía mucho tiempo y nadie con quien hablar —aparte de dos ratones curiosos que se me acercaban de vez en cuando—, así que empecé a pensar en otras cosas.
Habían pasado dos semanas más desde que Rebeca y yo empezamos a salir juntos y las incertidumbres se tomaron un respiro. En aquellas dos semanas, los eventos se desarrollaron en una combinación de sorpresa y rutina difícil de explicar.
En primer lugar, Rebeca y yo empezamos a pasar bastante tiempo juntos. Mis dudas, siempre dispuestas a saltar como el muelle de un regalo-broma, se apaciguaron. Nos sentamos en bares y hablamos de cosas en común y otras nuevas. No hablé de mi familia, por cierto, aunque sí de mi tía abuela —saltándome las partes extrañas— y de Lola, que Rebeca manifestó desear conocer. En mi casa, cuando Lola no estaba —creo que volvía a quedar con el actor cataléptico, y éste había expresado su voluntad férrea de no volver a poner los pies cerca de mí—, bebíamos té o cerveza. Escuchábamos soul sureño o baladistas rompecorazones y, a veces, incluso a Johnnie Ray. Llorar, llorar, llorar…
Algunos cantantes soul, mezclados con los besos chapoteantes, activaban las ganas de meterse en la cama. Recuerdo que Al Green era infalible. Jerry Butler, con su «I don’t wanna hear it anymore», también. Rebeca tenía un cuerpo hermoso; moreno y brillante, curvado, de tacto resbaladizo, nada seco. Practicamos el noveno grado muy a menudo, y estuve arriba o debajo o detrás muchas veces, apartando su cortina de cabello negro, besándola en la nuca. Todas las veces que no pude aguantar más, todas las veces vi a mis amigos los arcángeles ardientes. Fue un hermoso reencuentro con ellos, y juraría que alguno me saludó con una mano, mientras con la otra intentaba apagar los fuegos de su sistema motriz.
Después del noveno grado, muchas veces nos quedábamos conversando en la cama, con la calefacción a toda marcha. Rebeca hablaba y, mientras lo hacía, los dedos de sus pies celebraban de nuevo una danza sioux independiente de sus palabras. Era muy divertido, de veras. Después de hablar un rato yo solía quedarme mirando sus pechos sólidos y redondos, sus pezones tostados, y casi nunca podía estar más de cinco minutos y me inclinaba sobre ella grado a grado hasta que llegábamos al noveno. Mis dudas se fueron de vacaciones con grandes maletas y baúles, como si hubiesen de estar fuera, de crucero, largo tiempo.
La segunda de las cosas que pasaron en aquellas dos semanas fue que Johnny Cactus y Arturo Grima fueron denunciados oficialmente. Un amigo del Cansao nos contó que alguien les había identificado al fin, y que se había dado orden de captura. Incluso dijo que sospechaban de alguna otra acción similar en el pasado.
Los dos recibieron la noticia de manera tan cotidiana que, la misma noche en que les informaron, agarraron un bote de Dexedrina y una botella de Tía María y se fueron en el Ford Fiesta blanco del Cactus a celebrarlo por ahí. Yo no pude ir con ellos porque quería ver a Rebeca, sus dedos autónomos y su pubis negro y su sonrisa de melón, y eso había tomado momentáneamente las riendas de mis mapas de vuelo.
Además, era bien posible que no me hubiesen dejado acompañarles. Lo mejor para evitar el rechazo es dar un rodeo. No acercarse de cara al objeto de deseo. Coger atajos. Evitar los NOS. Con pesar, escogí esa opción. La tristeza de la duda siempre será mejor que la tristeza del desprecio.
En fin. Mientras pensaba en todo aquello, aún en el almacén del Carmel, pasó algo increíble; uno de los dos ratones se me acercó y se puso sobre dos patas cerca de mis safaris negras. Alzó las patas delanteras en plegaria y movió el hocico, con los ojos y las orejas hacia mí. Le miré.
Y, de golpe, habló.
—La locura que desatamos por pasión es lo más cerca que nunca estaremos de la grandeza, Pànic.
Me quedé mirándole sin mover una pestaña. Inmóvil, con el bolígrafo y la carpeta en la mano. Mi mandíbula cayó, gravitatoria. El bolígrafo se fue a hacerle compañía. La carpeta se decidió también. Todos al suelo.
El segundo ratón se acercó y le puso la mano en el hombro a su amigo:
—Tiene razón, ¿sabes? Esa locura es lo más cerca que nunca estaremos de la gloria.
—Pero nada es gratis —añadió, meneando los bigotes.
—No —dijo su amigo—. El precio de esa pasión es tu cordura.
—Ya puedes ir creyéndotelo, Pànic.
Con la boca abierta y los ojos de paella, moví el brazo hacia ellos. De golpe, no había nadie. Ni ratones, ni ningún otro roedor. Busqué a mi alrededor con las pupilas encendidas. ¿Qué…? Cogí la linterna y enfoqué los rincones; nada.
De repente pensé en Elvira y sus cócteles. ¿Se habría atrevido a echarme ácido lisérgico en la bebida? Si era así, se iba a enterar. Mientras pensaba en vengarme, los dos ratones reaparecieron y empezaron a bailar el cancán, agarrados y levantando las patas traseras al unísono, primero una, luego la otra. Una y otra. Una y otra.
Les ignoré y seguí con lo mío: 1 cartucho, 2 cartuchos, 3 cartuchos, 4 cartuchos…
El día de Navidad. Sentado, mirando a Johnny Cactus. Desde donde yo estaba sólo veía su perfil, su perfil pétreo de busto clásico, sus gafas en la punta de la nariz, como una cometa de papel atascada en un rama. No sonreía; Johnny Cactus nunca sonreía nerviosamente, como hacen los cuadrados intentando complacer al mundo.
Todos los bares estaban cerrados, y nos habíamos recluido en mi casa para comer juntos.
—¿Cómo lo quieres? —me preguntó Elvira. Había cometido el error de decirle que necesitaba un corte de pelo, y ella había dicho que para qué iba a gastar dinero en un barbero, que ella me lo hacía gratis, y vi sus ojos químicos y dije adiós flequillo.
Una hora antes le había preguntado si me echó ácido en la bebida el día anterior, y ella me miró con sorpresa y sólo dijo:
—¿De verdad me crees capaz de algo así, imbécil?
Así que decidí dejar el tema, olvidarme de los ratones filósofo-bailarines de cancán e intentar congraciarme con ella.
—Muy corto de atrás y los lados. Muy corto. Largo de delante, con raya al lado, sin potingues. Como ahora, pero arreglado. Sin capa. ¿A lo boy scout antiguo?
—Oído —contestó, y me puso una toalla sobre los hombros.
Noté el primer tchak.
—Uy —dijo Elvira.
—¿Uy? ¿Qué pasa? ¿Qué has hecho?
—Nada que no tenga arreglo. Tranquilízate. —Otro tchak.
Silencio de montañas inaccesibles y templos abandonados y casas de Poe.
—¿Y ahora qué? —grité, tratando de levantarme—. Un espejo. Quiero un espejo.
—Desde luego, si no dejas de moverte, al final va a quedar como una mierda. —Hizo fuerza en mis hombros para impedir que me largara.
Arturo Grima estaba en la cocina, cocinando, y la casa olía muy bien a cebollas cortadas y tomillo y carne al horno. Johnny Cactus estaba hablando con Marco Cara, que tampoco sonreía. Todos bebíamos cerveza. Eran las dos del mediodía.
Arturo Grima salió de la cocina con un delantal de Lola, y yo me reí, y Elvira también. El delantal llevaba un dibujo de un cuerpo de mujer, con pechos y pubis.
Tchak. Dejé de reírme.
Moví un poco la cabeza para captar la conversación del Cactus y Marco Cara. Palabras sueltas.
—Gravedad… gelignita… temporizador… —Moví la cabeza algo más.
—No te muevas.
Tchak, tchak, tchak. Un pedazo sólido de peinado cayó cercenado en mi regazo y se quedó allí, como la cola cortada de alguna ave exótica.
—… vía de escape… Pànic… —Otra vez. Mis hombros dieron un ligero brinco.
Elvira aprovechó mi desconcierto con astucia: tchak, tchak, tchak.
Johnny Cactus me vio, de repente, oreja en ristre, y paró de hablar. Todos se quedaron en silencio. Johnny Cactus movió un músculo del labio. Durante un segundo, parecía un tic; en un segundo el tic se repitió, transmitiéndose al resto de la boca. Ambos extremos se inclinaban hacia arriba.
—Un espejo —dijo, sacándose las gafas.
Y cuando hubo hablado, la cabeza se echó hacia atrás, la medialuna se abrió, y de ella brotó la carcajada del año, a mi costa. Yo, otra vez, miré a mi querido suelo. Ese suelo sólido que nunca me fallaba.
—Perdona, Pànic. No me estaba riendo de ti —dijo al fin, poniéndose en pie y poniendo una mano en la toalla de mi hombro—. Es sólo que… —Me alcanzó el espejo.
Ante mí había uno de los hermanos Dupont en Hemos aterrizado sobre la luna de Tintín, cuando el cabello les crece desmesuradamente y han de cortárselo muy torpes, y vi las clapas, trasquilones y brotes de cabello negro que escapaban por todas partes, y Elvira dijo Si no te hubieses movido tanto, habría quedado mejor, idiota y yo empecé a reírme y contesté Muchas gracias por nada, Elvira. Gracias por nada. Anda, coge la máquina y rápame, por Dios, dije, y ya nadie podía parar de reír, y juré por mi madre que nunca en la vida iba a olvidar ese día. Nunca en la vida.
Pero ahora veo que no significaba nada; que era sólo una de esas cosas.
Una de esas cosas que pasan.
Enero creció y envejeció como un anciano; frío, los movimientos lentos, los pasos arrastrados. Esperé la nieve con anticipación, mirando hacia el cielo encapotado cada vez que anunciaban temporales, pero la nieve nunca llegó. Una pena. Si hubiese nevado en Barcelona habría tenido un serio ataque de nostalgia deliciosa, que anhelaba saborear lentamente, afectado de esa manera que se es cuando se tienen veinte años y la cabeza como un cuarto trastero.
A Rebeca le encantó mi nuevo peinado. Me quitaba el gorro delicadamente (tenía una gorra militar americana de los sesenta a lo Joe Orton que ya nunca me abandonaba) y frotaba sus manos contra mis púas simétricas. Y me decía:
—No sabes lo guapo que estás con el pelo corto. —Me gustaba oírla decir eso, y notar sus dedos hundirse en el puerco espín de mi cabeza mientras me miraba fijamente. Por desgracia su frotar, mezclado con el frío, volvía a provocar el efecto dinamo: ZAK.
—No vuelvas a hacer eso —le advertía yo, serio, humeante, señalándola con el dedo.
—Ya me he descargado, no te preocupes —me contestaba ella, riéndose.
—Quiero decir nunca más en la vida, joder —le decía yo aparentando gran enfado.
Algunas tardes de aquel enero Rebeca y yo hablamos de unas cosas, e intentamos no decir nada sobre otras. Yo mentí y callé cuando tal vez debería haber hablado; poco importa eso ahora, pero no puedo sacármelo de la cabeza. Si hubiese sido sincero quizás me habría ahorrado algunos de los descalabros posteriores.
Rebeca y yo hablamos de su vida y de la mía. Le conté muchas cosas de mi infancia extraviada, de mis recuerdos difusos, de mi curiosidad hacia mi propia curiosidad, mis libros y discos, todas esas piezas ortopédico-emocionales que necesitaba añadir a mis articulaciones para poder andar.
Sin embargo, cuando llegó el momento de contarle sobre los vorticistas, el speed y las acciones del IIMM, no dije nada. Cerré la boca. Había visto a sus amigos y su entorno, había hablado con su madre y —es comprensible— decidí guardarme aquella información. Me pareció un polvorón demasiado seco y extraño para poder ponerlo en su boca. Preferí masticarlo lentamente y ver si, más adelante, todo el asunto se volvía un poco más digerible.
Y un día sucedió algo inesperado: Rebeca me contó que conocía a Johnny Cactus. Era una tarde de aquel enero en casa de Lola. Me dijo:
—¿Te acuerdas de la fiesta en casa de mis padres?
Ella estaba tumbada boca abajo, desnuda, ondulada y morena como una herramienta de caoba, y yo estaba a su lado acariciándole el vello rubio de la espalda. Acabábamos de terminar un noveno grado perfecto y dulce. De fondo sonaba William Bell, «A tribute to the king».
—¿Mmmmh? —murmuré ausente, pasando los dedos sobre el trigo de su rabadilla.
—El día de mi fiesta. Antes de marcharte, estuviste con un tío que conozco. Hug Ferrer. Iba a mi instituto, pero le echaron.
—¿Hug Ferrer? —pregunté, sin caer en la cuenta al principio. De golpe, el fluorescente se me iluminó. Johnny Cactus.
—Claro, claro. Hug Ferrer. Le conozco. ¿Por qué?
—Bueno… —se interrumpió, como no sabiendo cómo continuar, y se dio un poco la vuelta para darme la cara. Sus dos pechos se desplazaron, ordenadamente, hacia la cama. Apoyó la cabeza en una mano y continuó—. No iba a mi clase, pero… Les invitaron, a él y a sus amigos, a una fiesta en una casa de Vallvidrera. —Rebeca carraspeó. Yo le puse el cabello negro tras la oreja, aparentando ignorancia—. En un momento de la noche, Hug y sus amigos sacaron el piano de la casa por las puertas del patio. Lo cogieron entre cuatro y, sin aspavientos, lo echaron a la piscina. Yo estaba a un lado del patio, hablando con unas amigas, y les vi salir y hacerlo. Todo el mundo se quedó en silencio, viendo cómo el piano hacia blob-blob y se hundía.
Me rasqué la cabeza, genuinamente sorprendido, sin palabras.
—Espera. Hay más. Después del piano, entraron a buscar la nevera y también la echaron. Luego los tiestos que rodeaban la piscina, uno a uno. Cuando terminaron, fueron a por los bancos y los echaron también. Metódicamente, clínicamente, sonriendo pero sin reírse. No parecían borrachos enloquecidos sino obreros dedicados, como si aquello fuera lo que tenían que hacer.
Esperé, en silencio, a que continuara. Sabía que había un apéndice en alguna parte. Rebeca me frotó las púas de la cabeza, luego siguió hablando.
—¿A ti te parece normal? Los demás en la fiesta eran cien a uno. El dueño de la casa estaba allí. Y nadie intentó pararles; supongo que no se habían inventado palabras para detener aquello. Nunca estás preparado para que sucedan cosas así. Cuando de golpe pasan, tienes que improvisar, supongo.
Pareció divagar un segundo y luego me miró a los ojos y dijo, sin amenazar, tan sólo deseando comprender:
—Contéstame, tú le conoces: ¿es esto normal?
La besé.
—Tiene que haber una explicación. No le conozco tanto, pero nunca le he visto hacer algo así.
Pero, en mi cabeza, lo que volví a pensar fue esto: ¿Qué es normal? El Poseidón está cabeza abajo. Normal es anormal. Techo es suelo. El potlatch indio ha empezado. Las montañas han empezado a arder y las squaw están siendo intercambiadas. Nadie puede echarse atrás.
Las voces en mi cabeza, los ratones bailarines que saltan de los cajones entreabiertos de la cómoda de mi cerebro, me comentan que me he dejado unas cuantas cosas por contar de aquel enero húmedo y frío. Es cierto. Hay un par de cosas que debería añadir.
En enero, los vorticistas volvieron a jugar al ping-pong con mis preguntas. No se volvió a hablar de lo que sucedería en febrero pero, cuando yo —desoyendo las promesas que me había hecho— inquiría sobre detalles o fechas concretas, un elegante drive de alguno de ellos enviaba mi pregunta al otro lado de la red. La única concesión que hicieron fue avisarme que a mediados de febrero nos íbamos de viaje al refugio del monte durante una semana; eso, creo, fue lo que hicieron la última vez que les vi desaparecer. Me pregunté qué rayos se nos había perdido allí pero, cuando traté de formular la duda en voz alta, alguien me la devolvió de un revés. No volví a preguntar.
Y, sin embargo, la paciencia se me estaba agotando. Las últimas gotas que quedaban de ella. Su esqueleto, sin casi carne pegada a los huesos, imposible de roer o aprovechar. Sólo me consolaba el pensar que, tarde o temprano y si yo tenía que formar parte en ello, alguien me contaría lo de febrero. Quizás en el monte, me dije.
Después de la denuncia todos dejaron de aparecer en público tan a menudo. Abandonamos La Costa Brava para limitarnos a la casa del Cactus, y en consecuencia yo empecé a ir al bar con Rebeca; le encantó el sitio, y alguna vez saludó a alguno de sus amigos que salía del cine Verdi.
El 26 de enero se celebró el juicio por agresión contra Grima y el Cactus. Yo tenía que ir como testigo, me dijeron, pero ignoré sus cartas, y los acusados peor. Hubo días de cárcel seguro, además de la fianza; algunos de los agredidos quedaron en bastante mal estado, y sus abogados estaban dispuestos a pedir la máxima pena. El día del juicio, y mientras los demás se reunían para algo que no sé, Elvira y yo nos tomamos un ácido a su salud; era mi primera vez.
—¡No entres ahí! —reverberaron mis palabras, porque Elvira quería entrar en un portal oscuro que, habíamos decidido, era la entrada al centro de la tierra.
Los dos teníamos espirales y crucecitas en lugar de ojos.
—¡No! ¡No! —le gritaba, inmóvil ante una puerta oscura de la Plaça del Diamant. Nos había llevado dos horas andar los cien metros de la calle Guilleries. Cada portal, cada recoveco era algo que explorar; los dos nos juntábamos y separábamos como obedeciendo impulsos primitivos, precognitivos, calambres atávicos y gestos tribales. En todo momento se mezclaba la risa histérica con el pánico momentáneo: Elvira se quedó sin piernas, dijo, y yo, yo estuve con los ratones pequeñitos otra vez.
—No te engañes, no nos ves sólo por el ácido —dijo uno, encendiendo una pipa. Una pipa minúscula, que soltó un hilo de humo casi invisible.
—¿Por qué, entonces? —pregunté, de rodillas.
—Tendrías que examinarte la cabeza, chaval —dijo el otro—. Es obvio que todas esas obsesiones no son muy sanas. Recuerda lo que te dijimos del precio de la pasión.
Los ingleses tienen una palabra para esa actitud: party-pooper.
—¿Qué te pasó en el pelo, Pànic? —preguntó el primero. Me lo froté y noté una corriente alterna que me recorría la columna hasta el coxis—. ¿Electroshocks?
—Da igual, déjale. Bailemos —contestó el segundo.
—De acuerdo —dije yo.
—No, tú no —me dijo el primero. Se dieron los brazos y empezaron un sirtaki; hasta los ratones me excluían de sus secretos. Pero aquella noche me dio igual. Me puse a aplaudir entusiasmado, mis palmas huecas como platillos de orquesta, y gracias al cielo eran las cuatro de la mañana y nadie me vio ni pudo decírselo a Rebeca.
—Así que de rodillas y aplaudiendo a la nada.
Rebeca, al día siguiente. Sonreía, gracias a Dios.
Me acababa de despertar, porque Lola le había abierto la puerta sin avisarme antes. La luz de un día de sol invernal entraba por debajo de la persiana que Rebeca acababa de subir; una luz tímida y perdida, como un niño sonámbulo que entra en la habitación paterna en mitad de la noche. Ella estaba sentada en la cama, a mi lado. Llevaba una bufanda de lana a rayas rojas y un gorro también rojo con borla. Parecía un bombón de chocolate y brandy con avellana en la cima.
Me froté la cara.
—¿Quién te lo ha…? —balbuceé, incorporándome, en calzoncillos.
—Eran las once de la noche. La plaza estaba llena de gente, bestia.
Vaya. Hubiese jurado que era mucho más tarde.
—Estabas con una chica, ¿no? —preguntó científicamente, sin acusaciones.
Asentí.
—Elvira. Una amiga.
—Tengo curiosidad por conocer a tus amigos. ¿Me los vas a presentar algún día?
Pronto, le dije, cerrando los ojos y bostezando. Muy pronto.
—Bien —dijo—. Se me había olvidado decirte una cosa, por cierto: el tres de febrero es mi cumpleaños, y mis padres van a dar una fiesta como cada año. ¿Vendrás? Al final de la noche, ellos se van por ahí; y no hace falta que los conozcas, si no quieres.
—Claro, claro, estaré encantado. —Quería a toda costa demostrarle que yo era el mejor partido posible. Bostecé otra vez.
—Si puedes reprimirte de aplaudir a la nada, estaría bien, también —dijo, pellizcándome al lado de las costillas.
—Ay. Deja de espiarme, joder. Iré a la fiesta y le tocaré el culo a tu madre, ¿vale? Soy un anarquista. Los anarquistas no tenemos normas. Tocamos culos cuando nos apetece. Culos libres, ése es nuestro lema. ¡Culos para todos!
—Idiota.
—Métete en la cama —sólo dije, abriendo la sábana—. Venga.
Venga. Venga, me dije. Concéntrate. Aún era enero, y yo estaba en La Costa Brava, sólo, leyendo Decadencia y caída de Evelyn Waugh. La calle estaba oscura, eran las siete de la tarde y el bar estaba ruidoso y humeante, tras sus puertas una fábrica metalúrgica que dejaba escapar el rumor sordo de las conversaciones grupales. Dos Dexedrinas me circulaban por las arterias, dando bocinazos como coches tuneados. Se me había pegado la costumbre del Cactus de tomar Dexedrina en lugar de café al mediodía.
—Es más lúcido —me decía—. Y no deja mal aliento.
Venga, me repetí. Concéntrate. Levantando la cabeza del libro, vi a los conocidos de Johnny Cactus en la barra. Julián y el otro. ¿Cómo se…? Kiko Amat, eso. El primero llevaba un abrigo de piel con forro de borrego, bufanda de rayas, zapatos de golf. Sonreí al ver los zapatos. Peinaba tupé, como la otra vez que le vi. El segundo llevaba una parka blanca, tejanos con los bajos vueltos, safaris y un gorro militar de Joe Orton como el mío; estaba haciendo muecas y gesticulando a lo subnormal, la lengua fuera y los ojos en blanco.
Por un instante, no supe qué hacer. ¿Les saludo? ¿Eres o no eres un espía dandi-anarquista en prácticas, Pànic Orfila? ¿O quizás eres un pollito mojado, una avestruz excavadora, un mandril que enseña el culo rojo a sus adversarios en señal de completa sumisión, Pànic Orfila? ¿Estás ya enseñando el culo, Pànic? ¿Es eso lo que estás haciendo? Co-co-co-co-co-co. La gallinita ciega y timorata de Pànic Orfila.
Me pregunté qué haría Max Stirner, y la respuesta me vino con gran rapidez. Seguramente, abriría una lechería. Su ejemplo, más que nunca, no me servía.
Con cierta gente uno sólo debería prestar atención a las palabras, no a los actos. Con otra gente, sin embargo, es completamente lo contrario. Olvida su boca, mira sus manos y piernas.
Finalmente, levanté la mano, sin dejar de mirarles. Repararon en mí al cabo de unos segundos, y sus ojos hicieron formas entrecerradas de intentar recordar. Fracasaron, así que al final no les quedó más remedio que venir a la mesa. Yo seguía aún con la mano levantada. Mi mano amenazaba con quedarse así, clavada sobre la mesa como una veleta, girando con los vientos durante el resto de sus vidas.
—¿Sí? —El camarero llegó antes que ellos.
—No quiero nada, gracias.
—¿Entonces por qué tienes la mano levantada?
—Cosas mías. —Sonreí, porque los dos acababan de llegar—. Hola. Conocéis a Johnny Cactus, ¿verdad?
—Entonces, ¿no quieres nada?
Miré al camarero con odio hasta que se marchó.
—Así-así —dijo Julián, sonriéndome—. Nadie conoce a Johnny Cactus.
Me situé en el espacio y el tiempo, comentando como el que no quería la cosa mi relación con los vorticistas. Chocamos las manos. Ambos se sentaron sin quitarse los abrigos, como si fueran delincuentes antiguos, examinándome. Tocando con el estetoscopio mi herida supurante. Tap tap tap. Humm. Esta herida tiene mala pinta.
—Pero estás muy solo —dijo Kiko Amat, con sarcasmo—. ¿Dónde están los otros?
Dije que no lo sabía. Ambos sonrieron. Pregunté qué pasaba.
—Bueno, nada. Es normal no saber dónde están. Tus amigos siempre se traen cosas entre manos —respondió Julián.
—Son como una sociedad secreta —dijo Kiko Amat, rascándose la nuca—. Una sociedad secreta que no admite a todo el mundo, por cierto. Siempre susurrando cosas por las esquinas.
—A mí me cuentan algunas —dije, todo orgullo herido, mi pecho lleno de papilla y llantos. Nadie me cree, mamá.
Los ingleses tienen una explicación para eso: the boy who cried wolf.
—¿Estás seguro? —dijo Julián. Asentí con poca seguridad.
—Las cosas son un poco confusas —les dije de repente en un arrebato de locuacidad química a aquellos dos tipos a los que no conocía de nada—. No sé muy bien qué es verdad y qué es mentira. Las cosas se me empiezan a acumular en la cabeza, y algunas están del revés, y parece lo normal, después de tanto tiempo estando del revés también. ¿Entendéis? O sea, cosas que hubiese considerado imposibles hace unos meses ahora me parecen el colmo de la normalidad. Cosas extravagantes incluso para mí, que he tenido una infancia extravagante.
Los dos me miraban, atentos. Dios salve a la anfetamina.
—A veces, me da la impresión de que todo es mentira —añadí.
—Mira: si todo es mentira, escoge al menos una mentira hermosa —dijo Julián, aunque mirando a su amigo—. ¿No?
En mi estado alterado, esa frase fue un relámpago divino clavándose en mi frente.
—Tienes razón —dije con los ojos centelleantes—. Eso haré.
Luego se levantaron, explicando que tenían que irse pero sin decirme adónde.
—Si ves a ésos, dales recuerdos —se despidió Kiko Amat, y lo dijo sin ningún convencimiento, con énfasis deshinchado, forzoso. Mi supuesto vínculo con los vorticistas no les había convencido ni por un solo minuto.
Me quedé solo en la mesa otra vez, masticando las dudas. ¿Había más gente metida en aquello? ¿Salían juntos Elvira y el Cactus? ¿Nadie va a contarme nunca nada más? ¿Seré, definitivamente, la única persona que no sabe lo que está sucediendo aquí?
En el fondo, me dije, todo podía ser mentira. En el fondo, yo era el chico que socializaba en la fiesta, pero que luego se iba a casa solo. Uno más del ejército misántropo. Cuando la fiesta se acaba, los chicos se van solos a casa, con las manos vacías, los pasos abandonados. La amistad era una mentira y, la verdad, ni siquiera sé ya si era la más hermosa. Ni siquiera lo sé ya.
Rebeca nació con la cuchara de plata en la boca y el pan bajo el brazo, cojines bajo el culo, los pies en agua dulce. Este hecho no se escoge; nadie te pregunta. En la ruleta de clases van saliendo niños en Manresa, Cornellà, Sants. De repente, la cigüeña acepta un soborno y uno nace en La Bonanova.
Zas.
Se le aplica la cuchara y el pan y fuera, a un mundo seguro y lujoso que nunca va a dañarte.
La ruleta de clases tiene tongo. Imanes. Números manipulados. Dados con truco.
Los padres de Rebeca no eran exactamente mala gente; tampoco se podía decir que fueran buena gente. Eran el tipo de gente que nunca se ha preguntado por qué existe la ruleta trucada y aceptan su destino con despreocupación. Nunca hubiesen aplastado la cabeza de un niño croata que les quisiera lavar el parabrisas; nunca se hubiesen comido su corazón crudo.
Rebeca tuvo las mejores vacaciones en lugares lejanos, jugó a tenis, ingresó en la élite de alumnos de un colegio para élites, compartió cumpleaños con los suyos. Durante unos años, le pareció normal. En una repetición de las conversaciones de sus padres, nunca se comentó el tema del otro lado. Lo que no ves no te dañará. Pero Rebeca empezó a sospechar que las cosas no eran tan simples.
Con el tiempo y el andar, Rebeca acabó de entender, aunque no tenía palabras para explicar el timo de la cigüeña. Mediante besos y escaramuzas, Rebeca aprendió que lo de la ruleta timadora no era especialmente justo, y conoció a algunos chicos y chicas del otro lado. Tenía gracia; no parecían sufrir enfermedades terribles y contagiosas.
A los dieciséis Rebeca consiguió aceptar una parte de su historia, que era haber nacido donde había nacido, pero se empeñó en cambiar la otra parte, siempre lejos de la vergüenza ajena: nunca fingió ser lo que no era, y mantuvo intacta la capacidad de aprender, apasionarse, enamorarse, sublevarse.
Y, entonces, Rebeca se enamoró de mí. Desde el primer día, aunque yo nunca lo supe, desde que me dijo: «¿Eso es una rebeca de mujer?». La flecha entre las cejas, la saeta que no vi, el corazón de San Valentín que se perdió en correos, sepultado bajo sacas y cajas. La rosa de Sant Jordi que se marchitó antes de llegar a otras manos; que se olvidó en un vagón de metro o un bar, donde nadie la encontraría hasta la mañana siguiente. Cuando el día de regalarla había pasado, irreparable.
Mientras se reía de mis demencias, Rebeca pensó que quizás había encontrado algo de valor. Pero no lo dijo. Las mujeres no pueden decirlo, aparentemente.
Tal vez debería haberlo hecho, sin embargo. Tal vez eso hubiese simplificado las cosas, como ella decía que le gustaban las cosas.
Simples.
Pero no lo hizo y muchas cosas se fueron a la mierda, qué fácil decirlo ahora, no lo hizo y hubo la gran jodienda y es pronto aún para contarlo. Pero una cosa sé segura: soy un imbécil. Rebeca tenía razón. Eleonor tenía razón. Àngels tenía razón. ¿Estuvo todo el mundo avisándome de que se acercaba la gran jodienda? Si lo hicieron, no me enteré. Y cuando llegó la gran jodienda me pilló tan desprevenido, tan estúpido, que hice lo que hice y me hundí como una piedra en un lago. Con un blob sonoro y rotundo, sin salpicar.
Es verdad; es aún pronto para contarlo. Pero no tanto como parece.
—¿Qué tal estoy?
Mi tía Lola y Johnny Cactus me miraron, y luego se miraron entre ellos. El Cactus podía ser encantador, cuando le apetecía. El Cactus podía enseñar las flores y los frutos y esconder las púas, cuando le apetecía.
Estábamos en mi casa, y era el día del cumpleaños de Rebeca, 3 de febrero.
—¿Qué es esto, Sabrina? —dijo el Cactus, irónico—. Sólo es una fiesta, por Dios. No vas a pedir su mano. No dramaticemos.
—Sólo quiero ir sobre seguro —dije, pensando en aquella fiesta en que acabé con la lengua de Bercedes en la tráquea—. Esta vez, nada de errores. ¿Qué tal estoy?
Llevaba un traje, hecho a medida en un sastre que me había recomendado el Cactus: chaqueta italiana de tela verde oscuro, corta de faldones, solapa estrecha, tres botones, pantalones estrechos del mismo color con bolsillo alemán. Debajo llevaba un jersey de cuello alto negro. Y encima de todo, un abrigo negro estrecho, con el cuello subido.
—Estás perfecto —dijo Lola—. Pareces un jazzman.
—Ésa es la idea —dije, poniéndome el gorro de Joe Orton.
—¿Estás seguro de que el gorro pega con el traje? —preguntó el Cactus—. Queda un poco… barato.
—La ropa barata me queda mejor. Vengo de las cloacas, que no se te olvide nunca. —Les miré serio, riéndome interiormente. Era una frase de Joe Orton.
—Vienes de vivir confortablemente con tu tía abuela —dijo el Cactus, poniéndose en pie y cogiéndome de un brazo—. Tu pueblo es más feo que el vicio, en eso te doy la razón, pero de cloaca nada, Oliver Twist. Venga, te llevo a la fiesta en coche.
—Picio —le dije—. Se dice Picio.
—¿Qué? ¿De qué hablas?
—Nada. Déjalo. —Me dirigí hacia la puerta, sonriéndome.
—Id con cuidado —dijo Lola, maternal de repente.
—No te preocupes. Está en buenas manos —replicó el Cactus guiñándole el ojo.
Tres semáforos saltados en rojo, una calle en contra dirección y un temerario giro en U después, Johnny Cactus aparcó derrapando y aullando yiii-ja en un sitio reservado para minusválidos, a una manzana de la casa de Rebeca en La Bonanova.
—Esto es sólo algo que acaba de ocurrírseme —dije, desabrochándome el cinturón de seguridad y secándome la frente con la palma de la mano—. Pero, teniendo en cuenta que este coche te lo regalaron tus padres, que la matrícula aparecía en los anuncios de Desaparecido junto a tu nombre y que hace poco tuviste un juicio por agresión al que no fuiste, sin tener en cuenta los anteriores juicios por cosas que no sé, porque nunca nadie me cuenta nada, ¿no crees que es un poco arriesgado conducirlo así?
El Cactus me miró por segunda vez como si no supiera de qué le estaba hablando.
—Tu problema es que te preocupas demasiado, Pànic. A veces me pregunto si no eres un cuadrado, en realidad. Encajonado y asustado como ellos. —Sonreía malévolo.
—Cuadrado lo será tu padre.
—En eso no te equivocas. —Los dos nos reímos.
—Y otra cosa: no te creas que no te he visto flirteando con mi tía. La guiñadita de ojo, y toda la amabilidad. No quiero llegar a mi casa y encontrarte allí con el culo al aire un día de éstos.
—Qué poco tacto tienes —contestó, peinándose en el espejo retrovisor—. Ya deberías saber que no me interesan demasiado ni las mujeres ni los hombres. Lo que viste era sólo una manifestación de mi educación y elegancia natural. Algo que tú, con tu infancia en las cloacas, no podrás nunca llegar a comprender. —Se puso la mano en el bolsillo de los Levis blancos, sacó la cartera y continuó hablando—: Pero no te guardo rencor. Y, para demostrártelo, te voy a invitar a speed.
—Ya tengo. Encargué unas cuantas bolsas por si algún amigo de Rebeca quería.
—No te he preguntado si tienes o no. He dicho que iba a invitarte. Decídete.
Unas horas antes, había decidido no tomar nada esa noche. Mantenerme con la cabeza clara, comportarme con normalidad, quedar como un señor.
—Bueno —dije—. Pero sólo un poco.
Tres rayas después, salí del coche sorbiéndome las narices y llamé a la puerta de casa de Rebeca. Era una noche helada, y sentí agujas de coser en la nuca cuando una breve ráfaga de viento circuló por la calle. Mientras esperaba, la bola descendiente con sabor a medicina y amargores rodaba cuello abajo. Me mordí una uña. Me puse bien el gorro de Joe Orton. Me subí por cuarta vez el cuello del abrigo. Me mordí el labio superior con fiereza. Un sabor metálico me llenó la boca. ¿Qué? Sangre.
Se abrió la puerta. Era Rebeca, en Din A-3 y apergaminada, amarilla y con los bordes arrugados. Deduje que era la madre —tenía la misma cara de Helen Shapiro— y me adelanté a sus palabras.
—Hola, me llamo Pànic, soy amigo de Rebeca, ¿es usted la madre? Hablamos por teléfono una vez.
—¡Por Dios, hijo! —exclamó, alarmada y acercándose a mí—. ¿Qué te ha pasado en el labio? Estás sangrando.
Gran déjà-vu del día en que me caí por las escaleras. La historia de mi vida es una sublime repetición de los peores momentos. Una moviola letal.
—Hum. Sí. No se preocupe —me toqué el labio y miré el dedo, que se había vuelto rojo en la punta a lo E. T.—. Es una pupa, que se ha abierto.
—Pasa, por favor —dijo, haciendo el ademán—. Te pondré alcohol en el lavabo.
La seguí y pasamos por delante del comedor donde se celebraba la fiesta. Había unas sesenta personas, entre ellas Rebeca hablando con un señor altísimo que llevaba los ojos de ella puestos, y que deduje que era su padre. No todo el mundo se volvió y nos miró, se oía música y muchos estaban concentrados en sus conversaciones. Noté una gota de sangre que me resbalaba por una comisura del labio y la lamí; fue como chupar una cañería vieja. Volví a aplicarme el dedo mientras Rebeca y el padre se acercaban, veloces con alarmas de ambulancias y urgencias.
—¿Qué ha pasado, Pànic? —preguntó Rebeca, pero no había gran sorpresa en su voz. Creo que empezaba a acostumbrarse a que me pasaran cosas.
—Una pupa —dije, sin apartar el dedo, por la esquina de los labios. Rebeca llevaba un traje largo rojizo con la espalda descubierta, y el cabello en una cola de caballo que era un gran ramo de lirios negros. Se había pintado un poco las pestañas, y sus pupilas parecían más grandes que nunca. Me sentí orgulloso de su belleza, aunque yo no había hecho nada para crearla; supongo que me sentí satisfecho de poseerla, como si fuera un caballo del Grand National, y ese hecho me avergonzó.
—Ya —contestó, dudosa. Y luego, mirando al hombre alto de ojos copiados—: Papá, éste es Pànic, un buen amigo.
—Encantado —dijo el hombre con los ojos de Rebeca, y se inclinó para chocar mi mano. Tenía hombros grandes y voz de Sansón, el cabello cano peinado a lo Cary Grant. Elegante. Rico—. He oído hablar de ti —dijo.
Le miré, tratando de averiguar qué parte de mí conocía; si era la mala, empezábamos fatal. Pero claro, entonces no me hubiese saludado, sino noqueado de una patada en los huevos. Ese pensamiento me tranquilizó, aunque parezca imposible.
Al momento, le di la mano opuesta para no dejar destapada la herida del labio y que me brotaran bigotes sangrientos; agitamos los brazos equivocados de manera ridícula, como rusos bailadores (¡Hey! ¡Hey! ¡Kasatchok!). Me excusé para poder limpiarme y le dije a Rebeca que no se preocupase, que en un momento volvería; ella me miró con cara de ya estar preocupada. El speed empezó a hacer efecto bestia en el lavabo, mientras su madre buscaba el alcohol, las tiritas y el papel higiénico.
Cuando se hubo marchado después de curarme, meé, silbando «Nothing but a heartache» de las Flirtations. No llevaba ni seis gotas, ni seis notas, cuando llamaron a la puerta. Mi cerebro era Indianápolis.
—Ocupado.
—Soy Ignacio, el amigo de Rebeca. ¿Eres Pànic? —dijo una voz con acento de yates de gran eslora. Se me redujo el pene aún más de lo que estaba.
Dije que sí, acabé de vaciar la vejiga, metí mi aceituna dentro de los calzoncillos y abrí la puerta. Allí estaba mi Moriarty, mi Némesis, con su nariz magnífica de Fidias y su lacio flequillo rubio. Parecía tener peor cara; como si llevara días sin dormir.
—Qué pasa —dije, sin signos de interrogación. Llevaba las manos en los bolsillos de la americana y puse cara de malo. Me sorbí la nariz otra vez y un segundo trozo de speed amargo cayó por el interior de mi garganta. Carraspeé y aparté de mi cara, en un gesto sincopado como un aparato de morse, un flequillo que ya no estaba.
—Perdona que te moleste —dijo, con un hilo dental por voz. Se me había olvidado que el tipo parecía buena persona, en el fondo—. Un amigo me ha dicho que te ha visto a veces pasando material, y nos preguntábamos si tenías algo. Lo que sea. No habíamos planeado pillar, pero al verte… —Miró al suelo. Pobre diablo.
Pensé en darles speed del mejor, para ver si destrozaban la casa y tiraban a los padres por el balcón como una jauría de perros enloquecidos, pero al instante recordé que ésta debía ser una noche tranquila. Decidí repartir pastillas, éxtasis, para que estuvieran dóciles y llenos de amor universal.
Efectuamos el intercambio, él me sonrió débilmente, me negué a aceptar dinero, susurré Hasta luego y volví a la fiesta. Rebeca estaba junto a sus padres, que se estaban preparando para marcharse a una de sus casas de la montaña. Supongo que lo decidían por el camino, tirando los manojos de llaves al aire y dirigiéndose hacia la que cayera en sus manos: «¡Ha tocado La Molina, querido!»
—Que les vaya muy bien el viaje —exclamé, pero por dentro pensaba en el futuro-cercano noveno grado con Rebeca y cómo iba a arreglármelas con un minúsculo percebe en alarmante proceso menguante en lugar de órgano sexual.
Cary Grant Padre me dijo, con voz de Odín, ya en la puerta:
—Cuida que todo el mundo sea responsable, hijo.
—JA JA JA JA JA.
Uy. Se me había escapado la risa por la estupidez de su frase. Traté de corregirlo, como si el JA JA JA fuese sólo una introducción.
—PUES CLARO. NO SE PREOCUPE DE NADA, SEÑOR —chillé, dándole a la vez una amigable colleja inducida por el speed. El hombre se me quedó mirando como si yo fuera un oso hormiguero con la trompa entre sus nalgas.
Por si acaso, volví a reír:
—JA JA JA JA.
Balbuceó algo y salieron a la calle. El padre aún se volvió un par de veces, como intentando ver la casa por última vez antes de que fuera reducida a cenizas por los hunos, y al final se metieron en el coche.
—¿Por fin solos, eh? —le dije a Rebeca, poniéndole la mano en el hombro. Detrás de nosotros sesenta veinteañeros hacían un UEEEEE colectivo al ver el coche de los padres alejarse. Risky Business II.
Rebeca me miró con esos ojos de ciervo asustado, ojos negros, relucientes como bolas 8 de billar, unos ojos que parecían meterse dentro de mi cabeza.
Rebeca me miró con esos ojos y dijo:
—¿Has tomado drogas?
Sorbí con la nariz y dije que no.
El desastre no anda. La catástrofe nunca camina, y no la ves acercarse. El cataclismo siempre es una gorda con el paracaídas roto que te hunde en el suelo. Un suicida adicto a las pizzas y los batidos que, después de caer quince pisos, rasga el toldo de la terraza donde estás sentado y te reduce a una pulpa de huesos rotos y coma.
Eres una rana del Frogman que quiere cambiar de arroyo cruzando la carretera, y a la que nadie ha explicado el significado de la palabra Trailer.
La tragedia, por mucho que digan, no se masca. Somos demasiado idiotas para preverla.
Y aquella noche, aunque vi al desastre caminar hacia mí a cámara lenta, como en un fotograma de Grupo salvaje, no lo pude predecir. Nunca notas el aviso de la gorda del paracaídas roto. Sólo el patachof, y la sensación de que ya no hay vuelta atrás, ni segunda parte, ni segunda oportunidad.
Habían pasado dos horas y el alcohol había mellado un poco el filo del estimulante; estaba más borracho, pero mucho menos agitado, o eso me parecía. Una sensación de triunfo se había asentado en mis manos, confiada y somnolienta como un bebé de tres semanas. Mis brazos estaban helados en los hombros helados de Rebeca, su espalda desnuda bajo el traje de noche, y habíamos salido un momento a la terraza.
Después de mucho hablar, Rebeca se había calmado respecto a mi gloriosamente patética entrada. Me estaba dando besos en la comisura de los labios cuando oímos la puerta del balcón que se abría. Otro borracho que quería tomar el aire.
Al volvernos, vimos que era Ignacio Luna. La tragedia, andando hacia mí. La tragedia que, pese a su presencia física, no se mascaba aún en mis muelas.
Según se acercaba, un sonido apagado se fue intensificando. Como un gemido encerrado en una caja de zapatos que aumenta según la vas abriendo. Cuando estaba a tres metros, me di cuenta; el imbécil estaba llorando. Grandes lágrimas le caían por las mejillas y un hipo telegráfico, intermitente, le recortaba la respiración. El aire salía de su boca en pequeñas explosiones, abrupto, saltando como palomitas hechas.
Por aquel entonces, ya sabía que Ignacio y Rebeca habían sido novios y se habían acostado juntos. No había vuelto a pensar en ello porque, después del final de las incertidumbres, ya no me parecía tan importante.
—¿Por (hipo) qué… me (hipo) dejaste? —le dijo a Rebeca, ignorándome. El tipo estaba hecho trizas, su cara blanco-amarilla como el azúcar de caña sin refinar.
—Ya hablamos de eso —le dijo Rebeca, sin tocarle—. Y me dijiste que comprendías lo que había pasado. Que ahora yo estaba con otra persona.
Mi compasión por él se transformó en ganas de aplastarle la cabeza cuando le puso la mano en el brazo a Rebeca.
—(Hipo) ¿Qué he hecho mal? Quie (hipo) ro saberlo… (murmullo). No puedes dejarme así (hipo). Tengo que ha (hipo) blar contigo.
Rebeca me miró, con una cara que no supe identificar. De repente la situación se me antojó intolerablemente estúpida. A mí y al speed loco-loco, a aquel piloto suicida de motocross que circulaba entre mi cabeza y pies levantando rueda, chulesco.
Me acordé de repente de una conversación que tuvimos Rebeca y yo cuando terminaron las incertidumbres, unas semanas antes. Había sido después de un noveno grado casi amoroso. Ella estaba sentada entre mis piernas y yo le pregunté, idiotizadamente:
—¿Te has acostado con Ignacio?
Sí que se había acostado.
—¿Muchas veces?
Eso no importaba ahora.
—¿Tuviste algún orgasmo?
Qué clase de pregunta era ésa. Beso. Fuera lo que fuera, era antes de conocerme. Yo era un tonto.
Sus palabras.
En el balcón, mi mente-ballesta empezó a producir imágenes de Rebeca con Luna. No pude evitarlo. No me dio tiempo a desenchufar la antena de Tele-Celos 2.
—Mira, tío —le dije, y él me miró con los ojos enrojecidos como antorchas, como si no me hubiese visto antes. Recordé que, además, había tomado éxtasis. Sus pupilas eran cabezas de aguja brillantes, azuladas, en una habitación oscura—. Vete a dormir —añadí, aunque sabía que era imposible para él y para todos—, y mañana estarás mejor. —Le cogí el brazo y se lo apreté con fuerza.
Me ignoró y se tiró a los pies de Rebeca, esta vez aullando como un endemoniado. Por entre sus brazos sólo se oían gruñidos y palabras sueltas.
—Ffhghfhj me dejes asdyfgrayg una última vez faigfunuaf sólo sgggnuys última vez BUAGHRFEGH.
¿Una última vez? ¿Estaba hablando de despedirse con sexo? En aquel momento ya empezaba a salir gente al balcón; pensé en pisarle la cabeza antes de que no hubiese marcha atrás, o matarle a puñetazos en la cara.
Miré a Rebeca, pálida como el hueso hervido. Pude notar cómo estaba a punto de ponerse a llorar también. Un nuevo río de odio me inundó, y no pude hacer nada para contenerlo entre diques o paredes.
Muy débilmente me dijo:
—Pànic, tengo que hablar con él. Entiéndelo. —Y me miró a los ojos, suelo, ojos, suelo, ojos y al final ganó el suelo. ¿Por qué las mujeres hacen eso siempre? ¿Por qué siempre se quedan con el que llora?
En lugar de preguntar eso, dije:
—No lo hagas. No seas estúpida; dijiste que no estabas con él.
Noté el sabor a plomo antiguo. El labio volvía a sangrarme.
—No lo estoy. Pero tengo que quedarme. Entiéndelo, es culpa mía. Le dejé por ti.
La razón no me intimidaba.
—Si te quedas, no te volveré a ver. —Toda mi seguridad de hacía unos minutos se había teletransportado al cuerpo de otra persona con más suerte, en otra parte del mundo.
Ignacio, desde el suelo:
—BUAAARGAGHFFSA (murmullo ininteligible). Última vez dfghsjgtsfg yo te (hipo) quiero sdfjasg volvamos a em (hipo) pezar.
Rebeca, a mí:
—Dime que lo entiendes. Que tengo que hacérselo comprender.
Yo, a Rebeca:
—Dime que no te quedas. Dime que nos vamos los dos a la Barceloneta y dejamos aquí a este payaso.
Rebeca, a mí:
—No puedo, ¿no lo ves? ¿Cómo puedes no verlo?
Estaba a punto de gritarle cuando Luna tomó aire para aullar un nuevo BUA. No llegó a la B. No pude controlarme. Levanté la pierna y, al fin, le di una patada en la cara. Nunca había hecho algo así. Luna cayó al suelo, la cabeza entre las manos. Todo quedó paralizado, el planeta jugando al Stop. 1-2-3-picapared.
Y, de golpe, Rebeca, agachándose: PERO ¿QUÉ HACES? ¿ESTÁS LO…?
Me volví sin dejarla terminar y me fui a grandes pasos. Antes de salir de la terraza, sin embargo, tiré a dos curiosos al suelo de un empujón, cogí una silla y la lancé contra el ventanal. Oí el cristal desmenuzándose contra la terraza mientras atravesaba el comedor.
Ronroneo de coche. Un zumbido de motor cojo, y algo de olor de skai. Una canción de fondo. Una caricia gustosa en la nuca, con uñas que rascan. Abrí los ojos, y la apertura desencadenó el mecanismo de activado del Gran Dolor Hijodeputa de Cabeza de la Historia Universal.
—Aaaaaaaargh —sólo pude farfullar, muy débilmente. La luz exterior me estaba asando las retinas a la plancha.
Estaba en el asiento de atrás del Ford Fiesta blanco de Johnny Cactus, tumbado en medio; aún llevaba puesto el traje de la noche anterior. A mi lado izquierdo, bajo la gorra de Joe Orton, estaba Elvira. Su mano moteada estaba en mi cabeza, rascándome.
—¿Cómo te encuentras, majo? —En la otra mano llevaba un cigarrillo francés que me revolvió el estómago.
—Aaaaaaaaargh —repetí, incorporándome un poco y poniéndome la mano sobre los ojos. En la otra ventanilla, a mi derecha, estaba Arturo Grima. Agitó la cabeza y dijo Buenos días, tronco.
—¿Q-qué hora es? —murmuré, y mi aliento de bodega casi me lanza fuera del coche.
Johnny Cactus, desde el volante, con voz seca de viñedos y tierra cuarteada:
—Las doce de la mañana. Llevas durmiendo desde las siete. —Marco Cara se volvió e hizo hola con la mano. Reconocí la canción que sonaba, era «The creator has a masterplan» de Pharoah Sanders; debía de ser una cinta del Cactus.
Una serie de flashes terribles se agruparon en mi mente, confusos, indecisos, como paracaidistas bebidos en la puerta de un avión sin piloto. Tírate tú. Yeepa. No, tú. Yeepa.
Uno: casa de Rebeca. Cristal hecho trizas. Pero ¿por qué? Oh, no. Nonononononononono. No me digas eso, oh, Pànic, idiota entre los idiotas. Emperador del desliz. Nabab de la imbecilidad. No me lo digas. Las formas se empezaban a hacer visibles. Los paracaidistas continuaban lanzándose. Salta el segundo: Ignacio Luna con mocos y aporreando el suelo a mis pies. Salta el tercero: Rebeca, gran puta traicionera. Cuarto: la patada. Oh, no. Sentí unas irresistibles ganas de llorar, pero no iba a hacerlo delante de los vorticistas. Me contuve.
Flashback quinto: el Cactus todavía en la puerta de casa de los padres de Rebeca. Su presencia no me sorprendió; casi nunca me alarmaban sus apariciones súbitas.
—¿Qué haces aquí aún? —le pregunté. Me dijo que estaba matando tiempo y levantó una botella de Tía María y una bolsa de hielo. En su coche, sí lloré; unas lágrimas apretadas y furtivas que salieron disparadas, empujadas al vacío por los restos del speed. Unas lágrimas que dejé caer mirando por la ventanilla, apartando mi cara del ángulo de visión del Cactus tanto como pude, torticulizado.
Johnny Cactus dijo:
—Olvídalo, Pànic. Anda, vámonos de cervezas.
Y luego… ¿Qué pasó luego? No conseguía recordar. Oh, Dios santo, la cabeza. Hundí la frente entre mis rodillas.
—Aaaaaaaaarghhhh —repetí, intentando expulsar la noche anterior de mi cuerpo.
Como si me hubiese leído la mente, Johnny Cactus dijo, ya semiseco como el peor champán:
—¿Recuerdas el final de la noche? ¿Recuerdas algo?
Mi silencio quería decir No.
—Te emborrachaste de forma atroz en La Costa Brava. MUY borracho y escandaloso. A las dos, decidiste coger una grapadora de detrás de la barra y hacer apuestas sobre si te grapabas a ti mismo o no.
Levanté una mano vendada. Miré un segundo aquella mano momificada, desconfiado, como si no fuese mía. Como si fuese un injerto no pedido.
—Ganaste —añadió el Cactus.
—Casi a la hora de cerrar entró la policía —continuó Elvira—. Alguien debió de chivarles que estabais allí. Por suerte, tú estabas vomitando en un árbol de la Plaça Revolució y Johnny había salido para evitar que hicieras otra barbaridad. No os vieron, pero se llevaron al Cansao, desgraciadamente, que estaba dentro vendiendo speed. Fuisteis a avisar a Marco y decidió que teníamos que adelantar la salida. Ir al refugio de Tavascan a primera hora de la mañana, por si acaso. Tú te dormiste en el coche mientras Johnny iba haciendo la ronda de recoger gente.
De entre las rodillas, dije, con voz de tembleque:
—¿Dónde has dicho que vamos?
—A Tavascan, en el Pallars Subirà, Pànic —dijo Elvira, acariciándome la espalda—. Al refugio, ¿te acuerdas que lo dijimos?
Respiré hondo.
—¿Alguien puede abrir una ventanilla? M-me estoy mareando.
—Abrid las ventanillas —dijo Arturo. Un tifón de aire glacial me insertó cutters en las orejas y sienes.
—C-creo que voy a vomitar.
Elvira me pasó una bolsa del Lidl, que me puse con las asas colgando de las orejas.
—¿Puedo preguntar por qué vamos a Tavascan? —murmuré al cabo de unos minutos, sacando una sola asa de una oreja para poder hablar mejor—. Ya sé que me dijisteis que iríamos, pero se os olvidó decirme por qué, joder.
Marco Cara levantó el bloc granate y lo puso delante de mis ojos: NO.
—¿Sabéis qué? —Aparté la otra asa—. Iros a la mierda. Iros todos a la mierda. No me importa adónde vamos. No me importa vuestra mierda de refugio ni vuestra mierda de… de…
Empecé a vomitar como si expulsara una tos sólida hecha de ácido sulfúrico y pizzas de todos los sabores. Marco Cara sostenía el bloc, paralizado, frente al chorro.
—… de grupo —dije al fin, limpiándome la boca con la mano vendada.
Ronroneo de coche II. El mismo zumbido de motor y estertores. Abrí los ojos por segunda vez con gran esfuerzo, como una persiana atascada que lleva mucho tiempo sin usarse. Todavía estaba en el coche de Johnny Cactus; aún en la autopista, tráfico y luz. Ya no llevaba la bolsa en las orejas. Asumí que me la habían quitado.
Me encontraba igual de mal, pero un poco menos. Aunque no sentía que iba a morir en aquel mismo momento, las sienes apretaban hacia dentro como un garrote vil oxidado y con astillas. Estaba en el regazo de Elvira, tumbado de lado.
Había estado soñando, como me pasa a menudo, que era Tom Courtenay en La soledad del corredor de fondo. Iba vestido de atleta antiguo, y volvía a llevar el cabello caótico de mi adolescencia prevorticista. Todo era igual que en la película; al acercarme a la meta, decidía perder antes que someterme a su autoridad.
Me agachaba para tomar aire, las manos en las rodillas, y era yo. No Tom Courtenay. Era yo el que perdía para luego ganar. Una frase de Oscar Wilde flotaba en el sueño: «Hay derrotas más grandes que cien victorias.» Ése era yo, eternamente. Ése era el lugar que me correspondía. Un eterno perder para humillar a los que me apretaban las tuercas. Pasar la vida en ese sueño lleno de gloria.
Oh, Magno Pànic. ¿Qué va a ser de ti? Vas a la deriva, Intrépido Explorador Pànic, sin brújula ni ver el cielo siquiera, ¿no te das cuenta? ¿Adónde narices te diriges? Dinos ya adónde te diriges, pues nos parece que a ninguna parte. O a la peor de todas.
Avisado quedas. No existe derrota más grande que cien victorias, idiota. ¿Quién te ha contado esa estupidez? Una derrota es una derrota. Perder es perder.
—¿Qué hora es? —maullé, desde los muslos.
—La una y media. Llevas un buen rato durmiendo —dijo ella, poniendo una mano en mi frente y moviéndola sobre el cabello corto—. Llegamos dentro de una hora.
De repente, tuve una duda. ¿Dije algo la otra vez que me desperté? ¿Mantuvimos una conversación o lo soñé? ¿Adónde estábamos llegando? Mi cabeza, Dios. Poco a poco recordé el intercambio de palabras de unas horas antes, la explicación de la noche anterior, todo. Nadie me miraba. Elvira era la única que seguía a mi lado. Rebeca se había ido. Los vorticistas también.
A la mierda todos.
Cerré los ojos y noté, ya palpablemente, que la cordura me abandonaba agitando un pañuelo de seda con la mano. De esto era de lo que me estaban previniendo los ratones filósofo-bailarines de sirtaki.
La derrota cavó socavones por todo mi cuerpo. Estaba tan lleno de rabia y tristeza que cerré los puños sobre el muslo de Elvira, temblando de odio y dudas de puzzle.
—Ay —dijo ella—. Para. Me haces daño.
El Cactus se volvió, vio mi mano y me dirigió una mirada de corona de espinas que le mantuve durante unos segundos.
Luego cerré los ojos y volví al sueño de La soledad del corredor de fondo. Cuando paré esta vez, al lado de la meta, y levanté la vista ahogándome, mis padres estaban en la tribuna mirándome con una sonrisa triste. Pero, esta vez, a su lado en la tribuna estaba Rebeca, observándome y con los ojos encharcados. Los vorticistas se morían de risa en un extremo de las gradas. Mientras yo jadeaba en pantalón corto, todo lo demás ardía.
No hay nada que contar de Marco Cara.
Nunca me explicaron nada sobre él. No sé qué hacía de niño, ni cuándo dejó de hablar, ni qué camino tortuoso y empinado le llevó a ser el jefe de los vorticistas.
Cada vez que lo pregunté, las bocas se cerraron. Los caracoles se escondieron en sus caparazones. Las avestruces enterraron la cabeza. Y, como tantas otras veces, al final dejé de preguntar.
Podemos imaginar cualquier cosa. Podemos rellenar la línea de puntos con lo primero que se nos ocurra. Esa explicación será tan buena como cualquier otra.
Descendiente de vikingos. Selenita de turismo. Inmortal de paseo. Ángel humanizado. Espíritu solidificado.
Cualquier otra que no sea ninguna de éstas, podemos apuntarla aquí: . . . . . . . . . .
Pasamos tres semanas en Tavascan. Era una pequeña estación de ski con una sola pista que permanecía cerrada al público por reformas. Estaba separada de las rutas convencionales por una hora de camino pedregoso y serpenteante y sin una sola valla y temibles precipicios, por lo que únicamente la usaban los esquiadores hardcore; era poco probable encontrarse a familias con anoraks conjuntados o ministros de vacaciones.
En cualquier caso, cuando nosotros llegamos estaba cerrada y nevaba mucho, y yo tuve un gigantesco ataque de ansiedad al que contribuyeron, sin duda, los tres o cuatro deslices que una rueda del Ford Fiesta había efectuado con rumbo a Nuestra Extremadamente Fría y Dolorosa Muerte Segura. Cuando abrimos la puerta al llegar, me puse inmediatamente de rodillas a hiperventilar y gritar me ahogo y aire, aire, y todos me miraban como si no entendieran la causa de mi alarma.
La estación estaba compuesta por una pista con telesilla y la casa. En la casa vivían una pequeña hippie escaladora de cabello corto, múltiples pendientes y manos nudosas que se llamaba Marina, y también su novio. Tenían licencia para comprar dinamita, que es lo que se utiliza para eliminar acumulaciones de nieve que pueden provocar aludes, y creo que por eso estábamos metiendo las cabezas como rémoras hogareñas en aquel ano del mundo. Marina vino a recibirnos al llegar, nos entregó las llaves, habló con Marco Cara y luego nos dejó en la estación a nuestra suerte.
Tragándome el orgullo, al cabo de unas horas de estar allí decidí hacer una última tentativa y preguntarle a Johnny Cactus qué hacíamos en aquel lugar inhóspito. Me acerqué y, erguido ante él, se lo dije.
—Tranquilo, Pànic —me contestó.
—No estoy nervioso. Sólo harto.
—Mira, tenemos que practicar el manipulado de explosivos. Y tenemos que concretar detalles de la acción. Lo primero es peligroso para ti, y lo segundo también. Pero tu papel en esto será vital. Será…
Me di la vuelta y me largué a mirar por la ventana, sin dejarle acabar. Sentí su vista clavada entre mis omoplatos. Como un buitre colgado en mi clavícula.
A partir de entonces, cada mañana, todos se iban (equipados con los trajes de nieve que había dejado Marina) a hacer explotar cosas por los bosques; durante las siguientes horas todos mis pensamientos y acciones venían puntuados por lejanos BUM. Al principio me hacían levantar la cabeza y jurar; al cabo de un tiempo dejé de oírlos, como al reloj de pared de un comedor.
Por la tarde se encerraban en una habitación con un mapa y hablaban en voz baja. Cuando salían de allí, por haber estado a oscuras y por la seriedad, sus ceños se fruncían, graves. Andaban tiesos y susurraban palabras que tampoco entendía.
Y, en cualquier caso, me daba igual. Desde el primer día contestaba a sus pocas preguntas con gruñidos. Aguanté un par de días más sentado a la mesa sin hablar, congelando el ambiente, encerrándonos a todos en un adoquín de hielo clásico. Cuando me harté también de eso, empecé a comer solo, al lado de una de las ventanas. Mirando una y otra vez el telesilla quieto. Quieto como el armazón descarnado de un dinosaurio que hubiese muerto en Tavascan.
También me dediqué a pasear. Nunca había estado en el monte, y pensé que aquélla era una oportunidad única. Sólo había un inconveniente: al recoger la ropa en mi casa, la noche de la borrachera, el maldito Cactus se fió de mi criterio —el muy idiota— y me dejó a solas un momento mientras yo metía en la bolsa cosas al azar de la pila «acabado de lavar». Cuando abrí la bolsa, ya en el refugio, saqué vestidos indios de Lola, bragas sexys y varios leotardos. Eso me dejaba sólo con el traje que llevaba puesto, y además se había acabado la ropa de nieve. Para colmo, al salir a toda prisa de la fiesta de Rebeca, me dejé el abrigo negro allí. Muy bien, imbécil.
El primer día que salí a pasear, en traje de tres botones con leotardos debajo y gorro de lana, vi una señal que decía: «No pisar la nieve sin raquetas de nieve». Ese clasismo me molestó. Pisaré la nieve si me sale de las narices. Estoy hasta los huevos de que todo el mundo me tome por idiota.
Cuando llegaron Elvira y el Cactus llevaba veinte angustiosos minutos hundido hasta el cuello, atrancado, gritando Dios mío, Dios mío, ayuda. Cuando me sacaron tenía la nariz y los dedos púrpura.
—Ay, madre —dijo Elvira, y me dio un beso en la punta de Colajet de mi nariz, frotándome a la vez las mejillas. Cuando me hubieron dejado cerca del fuego, el Cactus agarró del brazo a Elvira y la llevó a un rincón, donde empezaron a discutir en exasperada voz baja. Temblando, distinguí cómo Elvira decía: No me toques.
Finalmente decidí no salir a pasear. Decidí no meterme en lo que no me incumbía y quedarme en el interior leyendo hasta que llegara la hora de marcharse de aquel horrible sitio. Por desgracia, no había llevado libros y en el refugio no había discos, así que mi única salvación era la única cinta que Johnny Cactus tenía en el coche. En ella el Cactus había grabado «The creator has a masterplan» de Pharoah Sanders.
Y nada más.
Eso no significa que al terminar la canción había que rebobinar la cinta. Era mucho peor. Johnny Cactus había grabado noventa minutos de «The creator has a masterplan» de Pharoah Sanders, su canción favorita, una y otra vez. Terminaba y volvía a empezar. Eternamente.
The creator has a masterplan
Peace and happiness for every man.
Y otra vez:
The creator has a masterplan
Peace and happiness for every man.
A los dos días de escucharla diez mil millones de veces empecé a comprender a los buscadores de oro del Klondike que sufrían ataques de fiebre de las nieves y descuartizaban con un hacha a toda su familia, arrastrados hacia la locura por el ruido del viento entre los árboles, o el hu-hu constante de un búho.
A los seis días, dejé de poner la cinta y me concentré en lo único que me quedaba: pensar en Rebeca y odiarla más aún.
Sentado al lado de un gran ventanal, solo en el refugio un día más, miraba la nieve acumulándose en el exterior. Llevábamos seis o siete días allí, y yo era ya El Loco; llevaba el traje verde, el gorro de lana roja con borla y las orejas por fuera, los leotardos debajo del pantalón. Elvira decía que parecía que me hubiese escapado del manicomio de Sant Boi.
Yo la ignoraba, como a los otros. Lo único que me importaba era regresar a la ciudad. Empecé a marcar, como los reos de las películas, los días en grupos de cuatro arañazos en la pared de mi habitación. Cada quinto día era un arañazo diagonal que tachaba a los demás. Cada quinto día era un alivio arrancado al yeso de la pared.
Aquella mañana comencé una lista en un trozo de servilleta con un lápiz gastado. La lista se llamaba Soluciones para el Caso Rebeca. Eran las cuatro siguientes:
De ellas, la última había sido descartada rápidamente. Después de haber destrozado su puerta de cristal y pateado a Luna, pretender que no recordaba nada sólo hubiese servido para que Rebeca me arrancara la cabeza de un manotazo. La segunda opción fue desechada también, después de decidir que valía más no echar leña al fuego; en el fondo, estábamos medio empatados. Ese pensamiento me hizo partir el lápiz en dos.
¿Empatados? Apreté las mandíbulas hasta que me hicieron ñec. Yo provoqué daños, eso era cierto, pero Rebeca me había dejado de lado para quedarse (para tirarse, sé honesto), para tirarse a su antiguo novio. Daños morales. Mucho peores. Traiciones sin nombre, dagas traseras, venenos a escondidas. Ay, Pànic, cómo te has de ver. Conspirado, flagelado, calumniado, cuando desde el principio tú eras el único que tenía el corazón puro como la nieve de Tavascan. Ay, Pànic.
Cuando la traición entra por la puerta, la razón salta por la ventana.
Lo malo era que, por mucho que me esforzaba por que triunfara el odio, la pena pura siempre volvía a ganar. Pensaba en ella, en sus labios-futones y en el día en que me llamó «guapo», como un conjuro para que yo dejara de ser un perro abandonado, y pensaba en sus pies autónomos y en sus pechos antigravitatorios, y luego… Sólo una pena de dolor en el pecho y cuello, la pena que trae la mentira y la decepción.
El sonido de la decepción es un ruido sordo, como una botella acabando de vaciarse. Si se presta atención, puede oírse el sonido de la decepción. Es como escuchar una alma yéndose por el desagüe.
Sentado en el ventanal, mi cuerpo era un caparazón, un receptáculo vacío de cristal del que se había ido escapando todo el fluido vital por el agujero de la decepción. Rompí la mitad del lápiz en dos trozos más, y luego en dos más. Y con el centímetro de lápiz que me quedaba, puse un círculo en la primera opción y taché el Perdón con rabia rasrasrasrás hasta que agujereé el papel y el trozo de mina de la punta se partió y salió disparado, directo a mi ojo.
Auch.
Se abrió la puerta y entró Elvira. Llevaba un traje de nieve entero de color azul eléctrico, y enormes botas de esquiar amarillas, fosforescentes. Parecía un astronauta celebrando el carnaval en la luna.
—Joder, qué frío.
Se sacó el gorro de lana y una cascada de cabello rojizo desestructurado y punzante, oxidado, le apareció en la cabeza. La agitó para soltárselo, y todo aquel hilo de cobre se esparció por la habitación.
—¿Qué miras, Pànic?
—¿Pànic? ¿Me oyes?
—Tienes un ojo muy irritado. ¿Te pasa algo?
—¿Cómo está tu mano? Tiene mejor pinta, ¿no?
—¿Qué pasa, te has quedado sin habla?
—Bueno, no hables si no quieres. Por cierto, no sé si te has dado cuenta, pero llevas un look de oligofrénico que es para verlo.
—Pànic…
—Deja de poner esa cara.
—¿Hola? ¿Don Loco?
—Bah, vete a la mierda. Me voy a duchar.
Recordando esto me he dado cuenta de que de las cosas que sucedieron en aquellas dos semanas, sólo he contado un par y creo que la tercera no voy a contarla, porque me da vergüenza.
—Eres el detonador.
Me lo dijo Johnny Cactus una mañana. Esperó un rato para ver si me enorgullecía del hecho, o manifestaba gozo, o decía cuánto honor.
Le miré desde mi ventanal. Sacándome de la oreja el lápiz Staedler amarillo con el que había estado hurgándome, dije:
—¿Qué?
Me puso ante la cara un artefacto que parecía un motor de Scalextric.
—Eres el detonador. A ti te corresponde activar los explosivos. Los temporizadores son poco fiables, y nosotros no podemos esperarnos a detonar las cargas. Tú eres el elegido.
—¿Eso no es un vino? —dije, y empecé a reírme de mí.
El Cactus respiró hondo y me explicó el funcionamiento. La hora exacta te la diremos ya allí, dijo. Al terminar se marchó y vi cómo sus labios le decían a Marco Cara: Ahora es demasiado tarde para buscar a otro.
Continué riendo conmigo.
El elegido. Un vino.
Me matas, Pànic.
Me matas.
Está bien. He decidido que sí voy a contar la tercera cosa. Fue aquella misma noche. Yo estaba aún despierto, tumbado en mi cama casi a oscuras, la única luz la que daba una vela raquítica, y acariciaba con los dedos la borla de mi gorro de lana. Como si fuese una pequeña mascota condenada a sufrir el mismo encierro que su dueño. Mi mente, mientras, planeaba en ala delta por toda la habitación.
De repente, sonaron un par de golpecitos en la puerta de mi habitación.
—¿Loco? —Era Elvira, en susurros.
—El Loco.
—Vale, El Loco. ¿Puedo pasar?
—Depende. ¿Te reirás?
—¿Cómo? Yo qué sé. Depende de si es gracioso o no.
—Tienes que prometer que no te reirás o no entras. —Esto debí de heredarlo de Àngels.
—No puedo prometer eso.
—Pues no entras. A la mierda.
—Lo prometo, imbécil.
—Pasa.
Un segundo después, Elvira estaba en el suelo con las dos manos en la boca haciendo MFFFFPF. Sabía que iba a pasar eso. Yo llevaba puestos los leotardos, el gorro con las orejas por fuera aún (me entraba claustrofobia de orejas si las dejaba dentro), un vestido sioux de Lola por encima del conjunto, guantes de esquiar (los únicos que sobraban) en las manos.
—¿Qué pasa? Hace frío, ¿vale? Esta mierda de saco no abriga nada.
Le llevó unos minutos dejar de reírse. Al final, se sentó a mi lado con su pijama azul de lunas crecientes. Sacó una bolsa de joyero aterciopelada. De ella extrajo dos trocitos de cartón. LSD. La miré, dudando. Ella asintió y me guiñó un ojo.
—Bueno, va —dije, extendiendo la palma de la mano como una bandeja de piel. Nos los metimos en la boca.
Durante las siguientes horas anduvimos por entre flashbacks y risas camufladas, dificultades de habla, transformaciones en animales pequeños, anguilas y escarabajos. Los ratones no aparecieron por ninguna parte. Cuando Elvira creía que desaparecía, yo la cogía del brazo y le decía que estaba aún allí; otras veces me costaba encontrarla, porque desaparecía de veras.
Y luego, en un flashback fulgurante, en un cambio de secuencia que nadie espera, después de un fundido en negro incongruente, Elvira estaba de golpe sobre mí, sin ropa, sentada encima y golpeando muy fuerte con sus nalgas arriba y abajo, los ojos entornados, el cabello de mandarinas electrizado, las motas de su piel multiplicándose, uniéndose, creando manchas Rorscharch, continentes, países.
No sé cómo llegó allí encima. No recuerdo haber comenzado nada.
Quizás tropezó y se quedó ensartada.
En un nuevo flashback la estaba cogiendo por la espalda, y ella me clavaba las uñas en el cráneo y me mordía transformada en un leopardo, luego volvía a su forma habitual, con sus pechos sorbidos, lunares y motas. Yo estaba entre sus piernas. Ella estaba entre las mías, agarrándome firmemente, queriendo morder pero sin poder morder porque entonces se terminaba la diversión. Yo estaba detrás de ella y era como el noveno grado con una antorcha humana, flaca y enloquecida. Sus dedos, sus dientes, su cuerpo diminuto, firme y seco, tan distinto al de Rebeca, sus jadeos semitonales, sus lágrimas de placer.
De repente, paré en seco, interrumpido por un súbito latigazo de estúpida lealtad, y embadurné con palabras lo que había estado sospechando desde el primer día.
—Oye, creía que estabas con el Cactus. —La tenía cogida por la cintura, a su espalda, y ella estaba ante mí como una mesita de noche.
Elvira se volvió.
—Te equivocabas. —Y me guiñó el ojo otra vez—. No te pares.
Eso sucedió cada noche, a partir de aquélla. Elvira entraba en mi habitación y hacíamos el noveno grado durante horas. Dos lágrimas que eran como pecas cristalinas de su piel se quedaban en la esquina de sus ojos sin decidirse a caer. Cuando parábamos, yo miraba al techo de vigas de madera y pensaba si aquello era un clavo sacando otro clavo o qué era.
Aquello me tomó por sorpresa. Elvira siempre me había intrigado, y ahora la intriga salía de mí en forma de ángeles en llamas. Cada vez que estaba a punto de encontrar la respuesta a la pregunta del clavo, Elvira se subía sobre mí a jadear y jurar y llorar. No había manera de concentrarse.
Cuando ella se dormía, yo fantaseaba. Rebeca se había terminado, ahora era Elvira. Por la mañana, todo volvía a la normalidad y yo me sentaba en el ventanal a odiar a Rebeca. Por la noche, Elvira entraba en mi habitación y reía y lloraba y me sorbía el sexo como si le fuera la vida.
Pensé una y otra vez, de nuevo, en aquel verso de Breton que me encantaba en mi adolescencia. Pensé en él como si aquel verso fuera una nueva carta premonitoria con remitente de mi niñez dirigida a mi yo de hoy.
Mi mujer de cabellera de fuego de madera.
—¿Es verdad que envenenaste a tu familia? —le pregunté una noche, a mitad de un noveno grado de acróbatas.
—No tengo familia —sólo dijo—. Ahí, pon el dedo ahí y no hables. Ahora, métemela ahí, por el otro. ¿Te gusta así?
—Dios santo —sólo pude decir, los ojos en blanco una vez más.
Durante el día yo había dejado de llevar el traje y ahora iba siempre con el vestido de mi tía, gorro y leotardos; era mucho más cómodo. El Cactus me miraba con una hostilidad que había dejado de disimular; por nuestro mal fin, por Elvira, por su decepción, por todo. Supongo que yo no era precisamente lo que había imaginado. Arturo Grima sonreía embarazosamente todo el rato. Marco Cara se paseaba por ahí con su estúpido bloc, lamentándose por su mala elección del Elegido. Todos eran extraños. Extraños todos.
A veces el Cactus ponía Pharoah Sanders, «The creator has a masterplan».
The creator has a masterplan
Peace and happiness for every man.
Yo me iba a una esquina, me tapaba las orejas y gritaba UAUAUAUAUAUAUÁ para no oír.
Cuando hacía eso, todos me miraban y Marco Cara apuntaba cosas mentalmente. No dejar que se acerque a los explosivos, posiblemente. O quizás: Matarle pronto.
Mientras tanto, yo contaba los minutos para que llegara la noche y poder hacerle algo más a Elvira; tan estrecha, sus entrañas me apretaban tan fuertemente que a veces me parecía que nunca podría salir de su interior. Encerrado dentro de ella para siempre, perdido como un náufrago de úteros.
Los ingleses tienen una palabra para mi situación: drifting.
O quizás: trapped.
Me daba vergüenza contar todo esto, porque parecerá que Rebeca me daba igual. No me daba igual; no sé qué me daba. Mi alma se había esfumado por el agujero de la decepción y todo estaba muy confuso por las traiciones de Rebeca y los vorticistas, por las amistades desvanecidas, anémicas, ansiosas de unas vitaminas a las que se les ha pasado la fecha ya.
Y, en medio de esa confusión, tenía encima a una pelirroja minúscula pidiendo que le hiciese cosas con órganos en sitios nuevos. Todo el mundo estaría confuso, ¿no?
Aunque quizás no tanto como yo.
—Creo que te quiero —les dije una noche a sus orejas élficas.
—Estás loco —dijo, muy seria.
La miré.
—El Loco. Te lo he dicho mil veces. Soy El Loco, joder.
El 25 de febrero nos fuimos de Tavascan, al fin. Eran las nueve de la mañana, hacía un frío mortal, la nieve parecía estar desapareciendo, todo olía a resina y rocío. Los demás esperaban dentro del coche cuando llegué yo con mi bolsa. La puerta del acompañante se abrió y salió Johnny Cactus.
—¿Dónde te crees que vas así? —me dijo, en jarras. Una gran arteria de sangre se hinchaba y deshinchaba en su frente, al lado de su flequillo lacio, como transportando líquido vital a sus ojos felinos. Su paciencia, como la mía, acababa de agotarse. Acababa de darle la última cucharada al bote de su aguante.
—A la guerra —dije, divertido. Miré al coche, y todos miraban hacia otros sitios. Marco Cara apuntaba algo, que imaginé bien y que no era bonito de decir.
—Quítate toda esa ropa, lávate la cara y ponte el traje. Tienes cinco minutos.
Obedecí, no sé por qué. Volví a la casa y me quité el vestido sioux, pero conservé los leotardos y el gorro. Borré con jabón las rayas de guerra indias que me había pintado en las mejillas y la frente con un pedazo de carbón. Me puse el jersey de cuello alto y el traje, otra vez. Olía a sudor, pólvora y carbón, comida y semen. Cambié de idea; dejé el gorro de lana y me puse mi gorra de Joe Orton. Seguía apestando, pero mejor.
Subí al coche. El interior olía a colonia Nenuco y a camisas limpias y desodorante bueno. El brillo de los cuatro me sorprendió; llevaba tanto tiempo viéndolos en ropa de nieve y detestando todo lo que hacían que ya casi no recordaba su dandismo.
Nos marchamos sin que nadie dijera nada, la tensión comprimida dentro del vehículo como un gran pastel de gelatina, contenido sólo por las ventanas y el parabrisas. El Ford Fiesta volvió a enfrentarse penosamente a los precipicios y las curvas cerradas, al firme de tierra y las vallas inexistentes. Llevábamos casi media hora de camino, habiendo ya dejado atrás la peor parte, cuando Johnny Cactus sacó una cinta de su bolsillo y la puso en el radiocassette. Empezó con el estribillo.
The Creator…
Pero no tuvo tiempo de decir nada más, porque me incorporé de un salto —golpeándome la cabeza con el techo—, pulsé el botón de Eject y saqué la cinta en un golpe seco. En el coche quedó únicamente el silencio que permanece cuando alguien interrumpe música que está sonando; un silencio espacioso, preludio de nuevas y terribles acciones.
Abrí la ventanilla, tiré la cinta y me quedé mirando al frente, inmóvil, mientras el Cactus frenaba bruscamente en un arcén.
—¿Se puede saber qué coño estás haciendo? —me dijo, volviéndose poco a poco hacia mí. Se quitó el cinturón de seguridad con un clac. Dejó las gafas en el salpicadero.
—Tranquilo, Johnny —dijo Arturo Grima.
—Recoge la cinta —me dijo el Cactus. Le miré en silencio, los ojos fijos en los suyos.
—¿Qué haces, Pànic? —dijo Arturo Grima con tono de súplica—. Recoge la cinta y vámonos ya, por Dios.
—Me cago en la puta, niñato de mierda —dijo mi amigo Johnny Cactus, el que nunca decía palabrotas—. ¿A qué viene esto? Recoge la cinta. Estás empezando ya a cansarme con tus tonterías.
—No puedo oír esa canción ni una sola vez más —dije con una voz que salía de catacumbas y minas viejas y pueblos sumergidos—. Ah —añadí, apuntando a mi frente como si acabara de recordarlo—. Y, además, eres un imbécil.
—¿Cómo? ¿Pero cómo te atreves…? —Se interrumpió dos veces, sin saber qué hacer. Al final lo decidió. Un brazo suyo salió disparado y su garra me cogió por el cuello. El otro puño se dirigía a mi ojo, pero lo paró Marco Cara a mitad de camino, con decisión.
—Estaros quietos —dijo Elvira, poniéndome una mano en el pecho a mí, agarrando también el brazo del Cactus.
Johnny Cactus me miraba enrojecido de rabia, los músculos tensados de perro cazador, el puño enfocado a mi ojo, parado en el aire por Marco Cara.
—No me das miedo —le dije a Johnny Cactus, que tenía la mano en mi tráquea, ahogándome cantidad—. Lo que te jode es que Elvira está conmigo ahora. Reconócelo, cabrón.
—Cállate, Pànic —suplicó otra vez Arturo Grima.
—Sal del coche y recoge la cinta, Pànic —escribió Marco Cara, muy ridículamente, a toda prisa, y puso el bloc ante nosotros—. Y aquí no ha pasado nada. Tengas las razones que tengas, ahora no es el momento.
La situación se interrumpió mientras leíamos. Era todo tan absurdo, que me reí un poco hasta que el Cactus apretó más fuerte y me asfixió la carcajada.
—Suéltame. Quiero hablar con Elvira. ¿Puedo hablar con Elvira?
Ella miró al suelo del coche. Vi caras de ¿Qué? Alguien, al final, lo verbalizó.
—¿Qué?
—Quiero hablar con Elvira un momento. —Marco Cara soltó el puño de Johnny Cactus, que volvió a su lugar de origen. La garra del cuello se destensó primero, luego abandonó también. Su mirada de gárgola se quedó allí, entre los dos.
Abrí la puerta del coche y salí. Frío otra vez. Me subí el cuello de la americana. Todo a mi alrededor era el paisaje abrumador del Pallars, desmesurado y marrón de invierno. Al cabo de un minuto, la puerta de Elvira se abrió y ella salió también. Llevaba una gran bufanda verde de lana, doblemente enroscada en el cuello como una culebra de agua; el color verde resaltaba el zanahoria brillante de su cabeza. Llegó a mi lado y se quedó frente a mí, y tuve que bajar la cabeza porque, aunque moteada de dálmata, Elvira era menuda como un caniche.
—Creo que te quiero.
—Y yo creo que no sabes lo que estás diciendo. —Su voz era dulce pero a la vez firme, una estaca de regaliz clavada a mazazos.
—He dicho lo que pienso. —Luego toqué sus orejas élficas.
—C-creo que me están creciendo —flotaron sus palabras, como globos de fiesta de cumpleaños. Y sonrió, mirando al valle.
—Te quiero, Elvira.
—No sabes lo que quieres, Pànic. Estás… Estás confuso, eso es lo que te pasa. ¿No te das cuenta?
—Estaré confuso, pero te quiero. —Me crucé de brazos, y también de ideas.
—¿Cómo vas a…? Te ha gustado lo que hemos hecho, y eso te hace pensar que me quieres. Además, creía que tenías novia. Por eso pensé que no pasaba nada si hacíamos lo que hicimos cada noche; porque al final nos habríamos divertido y cada uno volvería a lo suyo. ¿No tienes novia, entonces?
—Ya no. —De repente tenía ocho años y mis padres acababan de morir, y estaba otra vez con el señor de la embajada, confundido y sin saber qué decir—. Ahora te quiero a ti. ¿Tú no me quieres a mí?
—Sí. Pero no de la manera que estás diciendo tú.
—Entonces, ¿quieres al Cactus?
—Tampoco le quiero de esa manera.
—Pero yo quiero que estés enamorada de mí. —Dije esto con tal desvalimiento, que sólo recordarlo se me llenan los ojos de lágrimas. Lo dije como un animal flaco y solo bajo la lluvia, suplicando ante la escopeta que le apunta. Como un niño perdido en el supermercado, buscando entre las piernas unas que se parezcan a las de su madre.
—Eso no puedes decidirlo tú. Ni yo. Eso pasa cuando pasa; no se trata de decidirlo.
Miré al suelo, lleno de miedo. Me sentí como un juguete en manos de alguien mayor, superior, que controlaba mi destino. Como un balón que se van prestando los niños del barrio hasta que nadie sabe ya de quién era en un principio.
—Cálmate, ¿vale? Vamos a hacer primero lo que tenemos que hacer, y luego ya hablaremos. Yo no puedo salir con nadie, Pànic. No es lo mío. Quizás deberías llamar a esa novia que tenías, ¿no? —Cogiéndome de la barbilla, me dio un beso en la mejilla y olí con claridad un aroma a cocos, a islas desiertas, a playas lejanas—. Intentar arreglarlo. Ya verás como todo saldrá bien.
—No sé qué me pasa —dije, frotándome los ojos—. Estoy un poco extraño últimamente. —Miré hacia las montañas para ocultar mi humedad ocular—. Espera… —añadí, recordando algo de repente. Retrocedí cuatro pasos y recogí la cinta de Pharoah Sanders. Le di un par de golpes contra la palma de la mano, para quitarle la nieve.
—Venga, vamos. —Elvira me cogió del brazo y me condujo hacia el coche. Entré yo primero, por el lado izquierdo.
—Lo siento —dije, la voz hecha fideos chinos—. Estoy un poco nervioso por el…
Le alcancé la cinta al Cactus. La cogió, con el ceño fruncido, y murmuró:
—Gracias. —Y lo que quiso decir era: Voy a matarte, hijo de puta. Arturo Grima me puso una mano en la rodilla y susurró:
—Todo saldrá bien.
Igual que Elvira. Yo era el único que no parecía contagiado de ese optimismo general. Yo era el único que no sabía adónde íbamos. Yo era El Único. Sin propiedad. Solo, como en mi infancia.
Me noté separándome, abandonando, en otra parte, volviendo al interior de mi cabeza ricamente amueblada con cosas.
Al cabo de unos minutos, Marco Cara apuntó:
—Vamos a ir directamente hacia la zona que hemos estudiado, vamos a esperar en el punto que acordamos a que se haga de noche, y entonces lo haremos.
—He de pedir un favor —contesté, mirando hacia fuera. Hacía demasiado tiempo que no me importaba nada de lo que los demás dijeran o hiciesen—. Tengo que hacer una llamada e ir a ver a alguien. Será sólo un momento, es alguien que no tiene conexión con nosotros. Pero es algo que tengo que hacer hoy, antes de la… acción, o lo que sea… —Me saqué el gorro y me rasqué la cabeza; el cabello me estaba creciendo, pensé—. ¿Podemos hacer eso? Una vez hecho, detonaré lo que sea —añadí, por si no había quedado claro.
—Supongo que sí —apuntó Marco Cara.
—¿Johnny? —pregunté.
—Qué.
—Siento haber tirado la cinta por la ventana. ¿Puedes volver a ponerla?
—Claro. —La cinta entró con un chasquido, la canción continuó donde se había quedado.
… has a masterplan
La acción transcurre en la Piscina Municipal de Gràcia, el mismo día a las seis de la tarde. A un lado del cristal, unos cuantos nadadores con gorros multicolor hacen piscinas; sus gorros son como fichas de parchís moviéndose sobre el azul blanquecino del agua. Un intenso olor a cloro flota en el aire, omnipresente sobre el vapor y el vaho. El sonido de los nadadores está amortiguado por el cristal; sólo chapoteos sordos y gritos entre almohadas puntúan el silencio continuamente.
Sentado en una grada, solo, está Pànic Orfila, su mirada fija en los nadadores. Lleva un traje verde, arrugado y con manchas, un jersey de cuello alto negro, zapatos llenos de barro y una gorra militar. De vez en cuando se rasca la cabeza por debajo de la gorra; la última vez que lo hace, ésta se queda ladeada, como la de un soldado borracho que regresa al cuartel de madrugada, y él la deja así.
PÀNIC (cantando para sí, ausente, en inglés): Bernadette, In your arms I find the peace of mind the world is searching for…
Una puerta se abre con ruido de botella de gaseosa y aparece Rebeca. Lleva un abrigo rojo largo y boina roja a juego, y una bufanda blanca, y falda larga negra y jersey de cuello alto negro y zapatos blancos. Su cara, incluso de lejos, se antoja exhausta y nerviosa. Pànic se vuelve y la mira acercarse mientras se pone bien la gorra militar. Cuando ella está a su lado, él se levanta.
PÀNIC: Hola, Rebeca…
REBECA: Tienes mucho rostro llamándome y haciéndome venir aquí.
PÀNIC: No, escúchame, por favor. He estado pensando…
REBECA (chillando): Me importa una mierda lo que pienses. ¿Cómo te atreves…?
PÀNIC (mirándola con ojos asustados): Déjame hablar… Espera…
REBECA (con desconfianza): ¿Qué puedes decir, Pànic? Sólo la curiosidad por tu demencia hace que me quede aquí.
Hay un silencio, sólo espolvoreado con brazadas y gritos mojados. Rebeca se lleva las manos a la cara y se la frota; cuando las aparta, respira hondo y luego habla.
REBECA: No puedes imaginar las dos semanas que he pasado. ¿Por qué no me has llamado? ¿Dónde te habías metido?
PÀNIC (encogiéndose de hombros): Es muy largo de explicar.
REBECA (gritando otra vez): Joder, Pànic (intentando calmarse), siempre dices lo mismo, y yo estoy aquí sin entender nada. ¿Qué clase de persona hace lo que hiciste tú y luego no llama para disculparse? ¿Qué esperas que haga yo?
PÀNIC: Estaba enfadado, ¿vale? Estaba enfadado porque te quedaste con ése y me dejaste a mí. (De golpe se interrumpe y habla con un enfado creciente.) Además, no sé qué estamos haciendo aquí hablando. ¿Te has decidido o no? Porque si estás con el otro no tiene sentido seguir esta conversación.
REBECA (atónita): Dios mío, estás loco de verdad. ¿Cómo puedes estar preguntándome eso? ¿Estás preguntándome eso de verdad?
PÀNIC (firme): Pues claro. ¿A ti qué te parece? Te quedas con un antiguo novio, ¿qué esperas que crea? Pues que te lo has follado, eso es lo que creo.
Rebeca se lo queda mirando un momento sin habla. Al final, abre la boca y pronuncia palabras que se deslizan sobre el vapor de cloro.
REBECA: Ahora lo entiendo. Esto no es para pedir perdón, ¿verdad? Es para que yo pida perdón. Por quedarme con aquel para… Pero qué estoy diciendo, no puedes entenderlo… (Pierde los nervios y grita de nuevo.) Tienes razón. Me quedé con él para follármelo. Eso es lo que dices tú, ¿no? Para follármelo por todas partes.
Ella se sienta, mirando al suelo con la cara hundida en las manos otra vez.
PÀNIC (aún de pie): No lo sé. Eso me lo tienes que decir tú. Hasta que no me lo digas no puedo estar seguro de que…
REBECA (mirándole con completa desesperación): Te dije que estábamos juntos. Te dije que no iba a estar con nadie más. En esta misma piscina, te dije que…
PÀNIC: Pues mentiste, claramente.
REBECA: Dios mío. Estás loco. Está bien: me follé a Ignacio y a todos los tíos de la fiesta, y cuando volvió mi padre, me lo follé también mientras mi madre miraba.
PÀNIC: ¿Por qué tuviste que quedarte con él? Estos días he estado tan triste que… (Interrumpiéndose:) Tengo que decirte una cosa.
REBECA (no sale de su asombro. Le mira como si tuviera seis brazos): ¿Qué puedes decirme ahora? Destrozaste el cristal, pegaste a Ignacio, me insultaste, no me has llamado durante dos semanas en las que no he dormido ni comido casi… (Rebeca rompe a llorar, sin poder controlarse, aún sentada.) ¿Qué más puedes decirme? ¿Qué podría ser peor que toda esta mierda?
PÀNIC (le pone una mano en el hombro desde arriba): Bueno, mientras estaba fuera vi a una chica. Alguien que ya conocía, pero coincidió que nos quedamos solos y… Yo creía que tú ibas a dejarme y…
Rebeca le aparta la mano y se lo queda mirando con la cara descompuesta. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano derecha y se pone en pie.
PÀNIC: Ahora ya se ha terminado. No fue importante. Cada uno ha hecho… (Decide no seguir y al final cambia de tono.) Ahora podemos volver a empezar.
REBECA (glacialmente seria, ya): Necesitas ayuda, Pànic. No sé si siempre la has necesitado o es una cuestión de tu situación actual, pero está claro que necesitas ayuda. No sabes lo que estás diciendo… (Traga saliva con dificultad.) Me estás diciendo que encima te has tirado a alguien. ¿Es eso lo que me estás diciendo?
PÀNIC (en el fondo de su mente, una alarma le señala que algo ha ido horriblemente mal): No fue importante… Tú habías…
REBECA: Yo no había nada. Era tan obvio, que no creí que fuera necesario explicarlo. Pero intenté llamarte y buscarte. Pensé que valía la pena al menos enseñarte que yo no hago esas cosas, que te dije que tú y yo estábamos juntos y que no iba a mentirte.
PÀNIC (de nuevo convertido en un niño de ocho años): Yo no sabía… Pensaba…
Una nueva lágrima, solitaria y digna, le cae a Rebeca por la mejilla izquierda. Pànic ve la lágrima y sabe que le pertenece. Es la lágrima que se derrama por la imbecilidad, por el desastre ajeno. Por la vida extraña que va a acabar mal.
REBECA: Eres un cobarde, además. Un niño caprichoso y egoísta. Te crees que has hecho lo correcto al decirme la verdad, pero lo único que has hecho ha sido quitarte la culpa de encima y descargarla en mí. Ahora soy yo la que… (Se interrumpe de nuevo.) Pero eso no pasará.
Rebeca vuelve a secarse la lágrima con la mano y se queda en silencio ante él.
PÀNIC: ¿Y ahora qué?
REBECA: Me das miedo. Cuando entré aquí sabía que estabas raro, y estaba dispuesta a intentar ayudarte. Cuando empecé a conocerte sabía que eras raro. Pero no imaginaba que sería así. No podía saber que todo acabaría así, tan pronto.
PÀNIC (alargando el cuello): ¿Qué estás intentando decirme?
REBECA (respirando muy hondo): Tienes potencial para ser una gran persona, Pànic. Pero hay una tragedia en ti, en ese personaje que te has creado y que controla todos tus actos, y que hará que nunca puedas estar contento con nada. (Se da cuenta de que es inútil. Aun así, insiste.) ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
PÀNIC: Sólo dime una cosa. ¿Estás conmigo o con él?
REBECA (casi sonriendo, si no fuese por sus ojos ardiendo y los labios temblorosos): Eres la peor relación que he tenido en la vida. Déjame en paz y no vuelvas a llamarme nunca más.
Rebeca se vuelve y camina, con pasos largos y firmes, hacia la puerta de entrada. Ésta se abre otra vez como una gaseosa, y Rebeca desaparece por ella. Pànic se sienta y observa la piscina, que ha quedado desierta. Todos los nadadores se han ido, y a través del agua quieta pueden distinguirse las líneas azules pintadas en el fondo, ligeramente ondulantes, parpadeando.
PÀNIC (canta, con un susurro): Some other men, they long to control you. But how can they control you, Bernadette, when they can not control themselves… (Se interrumpe, se toca la visera de la gorra, y repite, muy flojo:) When they cannot control themselves.
TELÓN
Volvía a estar en el coche con los vorticistas, y era como si siempre hubiese estado en el coche con los vorticistas.
Llevábamos allí una hora, pero el tiempo, que siempre había sido tan importante para mí en mis épocas surrealista y situacionista —siempre hablando de exprimirlo, de sacarle la médula al tiempo, de beber de cada uno de sus segundos fugaces—, había dejado de tener valor.
Eran las diez de la noche del mismo día, y estábamos en un recoveco de la carretera, cubiertos por arbustos. Estaba oscuro, yo olía a semen y polvo y pólvora y humo, y para no llorar dejé de pensar. A veces, es lo mejor.
Eso, y tomar un montón de drogas.
—¿Vamos a tomar anfetamina o no? O speed, me da igual el formato. Nariz o boca me es indiferente. Culo también. Puedo drogarme vía rectal si sólo hay supositorios. —Me reí en solitario, dándole una palmada a la pierna de Arturo Grima.
—No sé si deberías tomar, Pànic —dijo. Estaba tan oscuro que no se distinguía nada—. ¿No crees que ya estás suficientemente nervioso?
—¡Mecagoenlaputa, tíos! ¿Quién cojones soy? ¿Obélix? ¿Me he caído en la marmita y por eso no puedo tomar más Mágica Poción?
—Te aviso: no grites —dijo Johnny Cactus, atrincherado. Y no me importó una mierda. Ni una sola.
—SPEEEEEED —grité. Y luego más flojo, medio cantando, con un dedo en la nariz—: Quiero speed, buen speed, speed para mi naricita, la-li-la-lo.
Los niños y los locos siempre consiguen lo que quieren, y yo era una mezcla de las dos cosas. Al final, aspiré tapando un orificio nasal una enorme línea granulosa que Arturo Grima había fabricado sobre la caja del cassette. Los demás hicieron lo mismo mientras uno mantenía un mechero encendido para alumbrar. Bajo aquella luz fantasmal y aspirando el polvo amarillento, parecíamos seres de El almuerzo desnudo alimentándonos de alguna sustancia viscosa.
Cuando terminamos, Elvira sacó una petaca de whisky barato y todos bebimos. Pero, pese a la visita de unas cuantas rutinas, las cosas no volvían a la normalidad. Las rutinas sólo pusieron un espejo delante de nuestra basura. De repente, todos pudimos verla. Estaba allí, pudriéndose a ojos vista.
Y yo, atado a un columpio que cada vez iba más rápido, pero que seguía sin moverse. Un falso impulso, un movimiento que no va a ningún lado, el fin perpetuamente aplazado.
El Loco.
Marco Cara puso en marcha el coche y entramos en la carretera. Al poco, el coche se detuvo.
Collserola.
Estábamos en la cima, justo al lado de la torre de telecomunicaciones, que se erguía ante nosotros como el gigante de Jack y las habichuelas. Estábamos a unos cincuenta metros, las luces apagadas. Yo seguí bebiendo de la botella, que por suerte se había quedado en mi regazo. Si mirabas hacia delante podías ver la base de la torre, que se elevaba hacia el cielo de Barcelona. Con lucecitas intermitentes para las avionetas, como un árbol de Navidad ya adornado; como un mariachi colosal.
Esta vez no pregunté qué hacíamos allí.
Estábamos protegidos por la vegetación, así que Marco Cara encendió la luz pequeña del techo. Con la cabeza le hizo una señal a Elvira. Ella respondió Ah sí, y sacó unos pedazos de lana de su bolsa y los repartió. Eran pasamontañas.
Infantiles.
Llevaban una viserita de lana y eran rojos con arbolitos verdes.
—Son los únicos que había. No les quedaba nada en negro —susurró Elvira.
—Magnífico —dijo El Loco. Y me puse el pasamontañas, y me miré en el espejo retrovisor, y me dio un ataque de risa.
Todos me miraron, pero yo seguí riendo, en solitario. La línea de sus bocas estaba petrificada en una recta inmaculada. Me reí un rato más hasta que paré.
Como pasó aquel día en el patio de la facultad, todo a partir de ahí sucedió a doble velocidad. Tal vez era porque el coche se acercó hacia la entrada al ralentí, y el guardia jurado salió a cámara lenta, y cuando dijo Buenas Noches hacia la ventanilla de Marco Cara su voz sonó deforme, como un disco a la velocidad equivocada.
—Buuuuuueeeeeeennnnaaaassss nnnnooooccccheeeessssss. —Un círculo de vaho surgió de su boca y se deshizo en el aire.
Ya no importaba. Marco Cara sacó a mil kilómetros por hora uno de aquellos noqueadores eléctricos que parecen artilugios de pelar patatas, se lo puso en el cuello con un przzz y en nada el cuerpo del agente se desplomó como una mochila pesada.
Tampoco pregunté por qué le habíamos noqueado.
Lo observé como sentado en la fila cinco de un cine. Como si todo fuera ficción.
Marco Cara manipuló la puerta de entrada al complejo de la torre y la puerta se abrió. Yo volví a atizarle al whisky. Salimos del coche, y Johnny lo aparcó en un lugar discreto. Una vez estuvimos todos dentro del recinto, el grupo se dividió. Elvira y Marco Cara, con sus bolsas de deporte llenas, se dirigieron primero a los vientos gigantes. Johnny Cactus y Arturo Grima se dirigieron hacia la torre.
Y yo, yo me quedé allí con el detonador.
Miré hacia arriba, y el enorme chupa-chups que era la torre parecía ocupar el mundo, con sus luces que eran países, y sus promontorios que eran montañas, y lo insignificante que le hacía parecer a uno. Me sentí un astronauta flotando en el espacio, viendo la Tierra a lo lejos, sin gravedad, sin asideros. Buzz Aldrin. Yuri Gagarin.
Bebí de la botella otra vez, levantando el pasamontañas para dejar la boca fuera, como una especie de Batman agreste, perdido y sucio, maloliente.
Miré hacia arriba durante lo que parecieron días, pero fueron sólo minutos. Delante de mí estaba Marco Cara. Sus ojos soltaban un fulgor azulado dentro del pasamontañas rojo con visera. Parecía un basurero de La guerra de las galaxias.
Extendió su bloc, en el que ponía la hora exacta de la explosión. Me dio un reloj.
—A sus órdenes —le dijo El Loco, y me toqué la visera pequeñita a lo militar.
Marco Cara me miró, negó con la cabeza para sí mismo y luego se dio la vuelta.
Le observé marchar hasta que desapareció en la oscuridad. Cuando ya no estaba, me di la vuelta con la espalda hacia la torre, ignorándola por completo, fui a un extremo del complejo, me senté en el suelo y me puse a mirar Barcelona como si no la hubiese visto nunca antes. Como sorprendido de que estuviera allí.
Una explosión así no puede contarse. Una explosión así uno tiene que oírla. O no oírla, porque, de hecho, todo es la explosión y, de repente, tú estás viviendo en ella, y lo irreal es el silencio. Y luego, la luz, y el fuego, y los artefactos voladores. Los oídos tapiados por cemento sónico. Fuego y cometas a mis espaldas, y cosas volantes, y relámpagos de luz. Mente en blanco. Nada de pensar.
Y entonces pensar: Me muero.
El aire entraba con cada vez más dificultad a mis pulmones. En círculo a mi alrededor, sólo ruido, más ruido, trozos saltadores.
Y entonces abrí los ojos.
Para mi sorpresa, no me estaba muriendo.
Ante mí estaba todavía Barcelona, viva y pulsante. Me di la vuelta. Delante de mí ahora la torre de telecomunicaciones de Collserola como un gigante de mimbre ardiendo, sus luces apagadas y nuevas luces prestadas encendiéndose con extraños códigos morse. Rodeada por un halo de llamas. Temblando. La columna de soporte ondulándose, serpenteando, dudando sobre qué camino tomar, bailando danzas exóticas con las caderas de ladrillos.
Y empezó a caer. Casi delicadamente, como si se agachara. En silencio, porque mis oídos sangraban.
Vi al Golem tumbarse, como un hombre alcanzado por una bala en la sien. Observé la nueva montaña de piedras rotas, coronada por inmensas llamaradas, nuevas explosiones mudas.
Dejé caer el detonador. Me quité el pasamontañas y lo lancé, sin mirar dónde caía. Me di la vuelta y volví a mirar hacia Barcelona: todas las farolas y casas de la ciudad guiñaban sus ojos, vi Les Glòries, las torres Mapfre, vi la Sagrada Familia, el teleférico y, al fondo de todo, vi la Barceloneta y el mar; casi olí su sal y su pescado fresco. Casi pude alargar la mano y notar el agua fría, espumosa como cerveza, acariciándome las muñecas. Saqué mi gorra del bolsillo y me la puse de medio lado. Bebí el último trago de whisky que quedaba y lancé la botella, que se rompió cerca del pasamontañas.
El viento había aumentado, levantando nuevos incendios por todo el recinto, y yo no tenía frío. Mi cuerpo había dejado de notar aquel tipo de señales: sueño, frío, hambre. Eran todas lo mismo para mí, y ya no las necesitaba.
Fue en una noche como aquélla cuando, sentados al lado de una Vespa amarilla, el Cactus y yo hablamos. Era también en Collserola, en el mirador. Noviembre. Habían pasado cuatro meses que parecían una vida.
De repente, entre las llamas que quemaban mi espalda, pensé: Quizás éste es el Gran Gesto. Aquel Gesto inútil y majestuoso con el que soñé en mi adolescencia, quizás es éste. La obsesión irreparable que defenestra y fulmina. Quizás he llegado a ella, al fin. Como Edmund Hillary, conseguí tocar la cima del Everest, pero por el camino tuve que dejar todo el peso, todos los animales que había ido arrastrando en mis redes y bolsillos, todas las lágrimas ajenas hechas de plomo pesado.
Todo estaba iluminado; era hermoso. Empecé a ahogarme de forma angustiosa. Me llevé las manos al cuello. Me quité la chaqueta y la gorra y el jersey y me quedé con el pecho descubierto.
Empezó a llover, una lluvia fina que eran agujas de coser.
¿Qué hay tras la cima? ¿Adónde vas una vez has culminado el gran momento? Estoy en la cima y toco, si estiro el brazo, la grandeza y el fin de la obsesión.
Me quité los zapatos y los pantalones y los calzoncillos y los calcetines, y noté cómo las agujas de la lluvia no me dolían y resbalaban sobre mi vello, y mis pies tocaban el suelo frío, blando, briznas de hierba me acariciaban entre los dedos. ¿Qué pasa luego, una vez estás en la cima? Dios mío, no puedo respirar. Caí de rodillas, desnudo. Por entre el agua de mis pestañas vi Barcelona, abriéndose y cerrándose como miles de berberechos luminosos, borrosa, como sumergida.
Grité por encima del estruendo silencioso.
Y al fondo de todo, como si surgiese del esqueleto de la torre caída, escuché a los Temptations cantar «Since I lost my baby» en sus trajes inmaculados, y todo estaba iluminado, y vi que la Gran Idea estaba allí, a un centímetro, y todo a mi alrededor era música hermosa, ruido, fuego, y noté de verdad una pasión imparable, que aparecía después de dejar caer todo el peso de las espaldas, y me puse en pie, y estaba en la cima, la cima, en el vórtice exacto, todo pasando a gran velocidad, el Gran Gesto, ardiendo, ardiendo.
Y entonces, de repente, vi con terror el futuro, desde allí, mojado y temblando, vi en un relámpago de iluminación final los días que habían de venir, y supe de inmediato que una vez has tocado la cima, todo lo que queda es descenso.
Todo lo que queda es caída.