REBECA
Me compré una bufanda.
Era negra con dos rayas de colores, una azul y otra amarilla. Era el tipo de bufanda universitaria inglesa que llevaban el Cactus y Marco Cara, y me llevó un tiempo encontrarla. No era el tipo de bufanda que se encuentra en cualquier tienda.
Finalmente encontré una casi nueva en una tienda de la calle Riera Baixa. Llevaba aún la etiqueta del antiguo dueño cosida en un extremo: Scott. Eso me alegró.
Había pasado un mes desde que encontré al Cactus en la fiesta de Rebeca y él cerró los labios guardándose sus secretos. Escondiéndolos como vientos de tiendas de campaña, o cables de generadores, para que yo no tropezara con ellos por error.
Con todo, durante aquel mes empecé a adaptarme a las rutinas de los vorticistas. Observándoles, sentado en sus conversaciones, recibiendo sus llamadas, comencé a encajar en sus esquemas.
Durante aquel mes bebimos mucho. Beber era un factor vital de sus dinámicas; me gustaba. También, como era de prever, me aficioné a las anfetaminas. Sólo las tomaba, de momento, por la noche y cuando me invitaba alguno de ellos. Aún no tenía suministro propio, pero esperaba con ansia el momento de tomarlas y notar esa ola de emoción imparable que inundaba cada músculo, cada neurona, cada aliento.
Muchas de las noches de aquel mes, cuando octubre acababa y noviembre despegaba con fríos nuevos, nos encerramos en La Costa Brava o en casa de alguno de ellos para beber y hablar y escuchar discos y tomar speed. Solía ser la misma casa, la de Johnny Cactus, que yo veía por primera vez pese a que estuve a sus puertas el día en que robamos todas las anfetaminas del Hospital Clínic.
Mi situación había cambiado y no había cambiado, al mismo tiempo. Aunque aún se me consideraba en pruebas, había rutinas en las que se me incluyó completamente. Yo notaba que, pese a lo reciente de mi inclusión, empezaban a considerarme un prototipo de amigo, en pruebas, la primera maqueta de algo que (si los tests no fallan y el montaje es el adecuado) puede acabar siendo sólido e intenso.
Por otro lado, los misterios permanecían como el primer día. Los susurros, las miradas envueltas en papel protector, inmunes a mi atención, los cambios de tema, los apartes para que no escuchara. A veces, eso me llenaba de tristeza e indignación; otras veces me conformaba con las rutinas en las que sí participaba.
El piso de Johnny Cactus estaba en la calle Cardener, en la parte superior de Gràcia. Curiosamente, todos parecían vivir en el mismo barrio; la casa de Marco Cara, que nunca vi, estaba en la Plaça del Respall; la de Elvira estaba cerca de la Plaça del Nord; y Arturo Grima vivía en Bruniquer, muy cerca de Lola.
Johnny Cactus vivía en un ático espartano, sin la común suciedad que suele acompañar los habitáculos de gente de su edad. La única decoración eran las camisas, que el Cactus utilizaba como cuadros, colgando de clavos por la casa, como coloridos tapices de años pasados. Había algunos discos y libros, filas de zapatos en estanterías y un único póster de Pharoah Sanders, que era el músico favorito del Cactus.
A veces íbamos allí cuando el día terminaba, o cuando nos echaban de La Costa Brava. Escalábamos al ático del Cactus y escuchábamos discos de Blue Note y Prestige y teorizábamos surfeando sobre aquel mar picado que era el ir de anfetaminas. Yo aún no hablaba mucho, pero soltaba mis teoremas de vez en cuando, a toda prisa, chicle y mandíbula en ristre, aún atrapado en la costumbre que adopté desde pequeño de cerrar el pico para que la gente no me tomara por loco.
Una costumbre obsoleta, porque la situación había cambiado completamente. No sólo se toleraban mis reflexiones febriles, sino que además eran envalentonadas. Como en todas las rutinas después de un cambio radical, al cabo de poco me parecían normales los síntomas de total pérdida de razón. El buque se da la vuelta y abajo es arriba. Las mesas están en el techo, como en esa mala película de naufragios, La aventura del Poseidón, y más vale adaptarse a la nueva situación y empezar a comer en el techo. Porque el techo ya es el suelo.
En una de aquellas noches, una noche seca y bastante fría de mediados de noviembre en la que nos apretujamos en su ático, el Cactus me contó su visión del mundo, que yo deduje era la visión del mundo de todos los vorticistas.
—Creo que sólo hay dos maneras de vivir en este mundo —me dijo.
—¿Cuáles son? —dije yo.
—Siendo anarquista y hedonista, sin concesiones —dijo él.
Asentí. De fondo, y muy significativamente, sonaba «The creator has a masterplan» de Pharoah Sanders. Esperé a que continuara, y al final continuó. Pero no como yo quería.
—Eso es todo. Siendo anarquista y hedonista, sin concesiones —repitió—. No hay más que hablar. —Se bebió su gin tonic de un golpe, se levantó y se largó.
Me quedé en silencio, con los ojos bien abiertos, sin saber qué contestar, a solas.
Elvira se acercó riendo, sin ojos.
—No habrás entendido alguna parte. ¿Qué parte no has entendido? —bromeó. Se sentó en el suelo a mi lado, y llevaba sus mallas negras y su jersey de cuello alto negro. Al contrario que los demás, Elvira vestía siempre igual. No sé si tenía muchas prendas de idéntica forma y color o siempre llevaba la misma.
La miré muy fijamente. En sus mejillas, cientos de pecas se agrupaban en continentes nuevos, en islas por descubrir. Tenía los ojos de oro, como en la canción. Un marrón dorado, deslumbrante, como una mirada de cofre del tesoro.
—No le hagas mucho caso al Cactus —me dijo al oído—. Es un todo-o-nada.
Luego añadió que iba a atizarse un par de rayas de metanfetamina y que si quería acompañarla. Dije que no, gracias, y ella marchó hacia el lavabo. Menuda y escuálida, rojiza y nerviosa como una gamba, solemne y loca al tiempo.
Es curioso. La estaba mirando irse cuando volví a darle vueltas al tema de mis Razones para ser optimista con Rebeca.
A pesar de mi fascinación por las dinámicas invisibles de Elvira, no podía dejar de pensar en Rebeca, en todo lo que había ido pasando desde la fiesta de mi ridículo, en lo que pensaba decirle cuando lograra hablar de nuevo con ella.
«Sé que esto que voy a decir sonará estúpido», empezaba mi primera frase.
Ahí, sentado en el suelo del Cactus, con todo el speed circulando presuroso por los capilares de mi cerebro, me di cuenta de que no podía sacarme a Rebeca de la cabeza, maldita sea mi estampa.
Las Razones para ser optimista con Rebeca se me habían ocurrido un mes antes. Había pasado tan sólo un día desde aquella fiesta terrible cuando la parte positiva de mi mente regresó de los abismos. Como un yoyó, como un bumerang, volvió a mí el optimismo y comencé a ver los eventos del día anterior bajo una luz distinta.
Estaba bebiendo té en casa de Lola, en calcetines, aislado del octubre paliducho y temprano que comenzaba puntual tras las ventanas, escuchando a Betty Lavette en el tocadiscos, cuando se me ocurrieron cuatro cosas importantes.
Una.
Había que subrayar la vuelta de Rebeca al balcón con las dos cervezas. A pesar de mi torpeza mayúscula, Rebeca había decidido hacer las paces y quedarse a beber y charlar conmigo. Ahí había una voluntad de paz que no podía ser ignorada. Eso significaba, sin duda, que había algo en mi persona por lo que ella había decidido ignorar mis comentarios de cretino. Algo en mí que era tolerable, apetecible incluso, reutilizable. Como un vaso de Nocilla.
Es cierto, cuando salió al balcón me encontró casi copulando con una sardina gigante, pero aun así. Aquella voluntad existía, y si existió una vez no había razón para pensar que no pudiese repetirse.
Dos.
La otra parte que me había hundido (el «cariño» de Luna y su mano en el bolsillo trasero de Rebeca) no significaba nada, en realidad. Podían haberse liado aquella misma noche. Podían haberlo dejado aquella misma noche. Podía ser la sombra de un lío anterior. Podía ser una expresión de apego fraternal; mi tía abuela Àngels también me llamaba «cariño» a veces. El mundo está lleno de gente que lo dice a diestro y siniestro: pescaderas. Tías pesadas. Madres. Amigas feúchas.
Pero la mano. La mano sí era una prueba de más sustancia y que implicaba algún tipo de relación no fraternal, y aquello me llenaba de rabia animal. Cada minuto que pasaba podía estar con él, siendo cariñeada, sin siquiera pensar en mí (después de lo que había pasado a lo peor me había eliminado de su lista de posibles) y, por tanto, sin sentir el menor remordimiento por mi situación desesperada.
Pero un momento.
Prometí pensamientos positivos, y me estaba dejando llevar por el negativismo ciego de los celos estériles. Espumarajos de rabia se acumulaban en mis mejillas como merengues recién hechos. Debía pasar a la tercera cosa de inmediato.
Como dicen los ingleses: move on.
Tres.
Memoria histórica. Un acto malo no deshace dos actos buenos. En su fiesta me hundí como un gángster con los pies en cemento, no lo niego, pero en los días anteriores Rebeca me miraba con muy buenos ojos. De hecho, había sido ella la que tomó la iniciativa, me invitó a su fiesta, pasó por alto mi catastrófica actuación en el bar. ¿Y todo eso por qué? Una cosa estaba clara: Rebeca se había interesado por mí de una manera que implicaba la voluntad arquitectónica de levantar algo mayor.
Cuatro.
Labios mullidos y acolchados y confortables. Trenzas. Sonrisa de sandía. Pechos estratigráficos. Ojos grandes y negros como aceitunas andaluzas. Razones de peso.
Así, cogí un trozo de papel y apunté:
Razones para ser optimista.
Y debajo:
Chupando el bolígrafo, sentado en la cama con la voz de Tammi Terrell como única compañía, decidí llamar a Bercedes de inmediato. Debía seguir la migración de la rémora para llegar al delfín.
La conversación fue muy parecida a lo que voy a contar. Primero marqué su teléfono; no hay que olvidar que me lo había apuntado en el dorso de la mano y algo, algún gesto atávico de supervivencia animal, me hizo conservarlo hasta la mañana siguiente. Tuve algún problema descifrativo, porque la muy beoda había escrito unos seises y cuatros que parecían churros y porras madrileñas. Pero al final opté por una combinación razonable y marqué su teléfono y (sorpresa) era ella.
La conversación fue así:
—¿Mercedes?
—¿Sí?
—Soy Pànic. Pànic Orfila. Nos conocimos…
—¿Quién?
—Pànic, te conocí en la fiesta de…
—¿Pànic? ¿Qué clase de nombre es ése?
De repente me acordé.
—Juan Tirado. Soy Juan Tirado. ¿Te acuerdas ahora? —dije, riendo con el creeeek insufrible de una uña en una pizarra. Reí como una hiena empalada viva en un asador.
—No. ¿Dónde dices que nos conocimos?
—En la fiesta de Rebeca. En su casa.
Soltó una risa sofocada que intentaba ser seductora pero sonó a quejidos de sapos pisoteados.
—¡Ay, sí! Cómo no voy a acordarme. En el lavabo. Aún me escuece el…
—Ése n-no era yo —la interrumpí tartajeando.
—¿Cómo?
Silencio embarazoso entre los aparatos. Espacio en blanco. Páginas de cortesía.
¿Cómo digo esto ahora? Me decidí por la via rápida:
—El que… El que te hizo escocer. El escocedor. No era yo.
—Entonces, ¿quién coño eres y cómo tienes mi teléfono, tío? —Sonaba irritada.
Le conté, sonrojándome a solas, las intimidades que estaba tratando de evitar. Una lucecita de reconocimiento parpadeó en sus palabras. Al final me recordó, si bien vagamente y llamándome «el raro» (ella parecía un feto pisciforme y «el raro» era yo, así es el mundo), y me preguntó qué tal estaba.
—Bien —le contesté, e inmediatamente, a bocajarro—: La verdad es que te llamo para pedirte el teléfono de Rebeca.
Esperaba que fuera a ponerse como una fiera corrupia, pero no lo hizo; las feas son el animal más resignado de la naturaleza. Tanto tiempo sobreponiéndose al desagrado físico que despiertan crea en ellas un je ne sais quoi estoico que las hace capaces de soportar cualquier cosa, por espantosa que sea. Bercedes me dio el teléfono y añadió que seguramente no podría hablar con Rebeca. Pregunté cuál era la razón, intrigado.
—La llamé ayer y estaba de un humor de perros. Me contestó todo el rato con monosílabos, y cuando le pregunté qué tal se lo había pasado en su fiesta, me dijo que gracias a mí muy bien. Con ese tonillo.
Mi corazón empezó a bailar breakdance acrobático entre las costillas. Molinos y trompos en el Bronx de mi plexo solar. Poppin’ y lockin’ en el Esternón Club.
—¿Qué tonillo? —pregunté, con voz temblorosa de papel agitándose al viento.
—Un tono sarcástico. Como si quisiera decir que yo le había jorobado la fiesta.
Quise bailar y cantar. Quise llamar a los vorticistas, pero no sabían nada de todo aquello y no sabía si contárselo. Oh, Pànic, agente secreto vorticista, guerrero-poeta del mañana. Una vez más, alguien se ha desmoronado ante ti. Alguien se ha postrado ante tu imagen semidivina. Alguien ha bebido del cáliz de hidromiel de tus palabras zalameras, oh, Pànic. Todo el sufrimiento de tu vida valió la pena, Pànic. Mírate ahora. Por Dios, mírate, cabalgando a lomos del corcel plateado del triunfo amoroso.
Era obvio: Rebeca se había enfadado con el feto lovecraftiano porque se la había encontrado manoseada por mí. Por mí, ni más ni menos. ¿Qué otra razón podía haber para aquel comportamiento sino un brusco e incontrolable ataque de celos?
—Celos de mí —repetí a media voz.
—¿Qué decías?
—Nada. —Otra vez—. Gracias por el teléfono.
—Oye: si hablas con ella dile que me llame, que no entiendo nada. ¿Vale, Juan?
Reprimí una carcajada. Colgué, agarré el bolígrafo y rehíce la lista de Razones para ser optimista. En el primer lugar, puse ahora:
Y al lado, en grande, añadí: DE MÍ.
Más llamadas. Casi no me había dado tiempo a colgar el teléfono de Bercedes y ya estaba llamando a casa de Rebeca. Fue un acto casi simultáneo que realicé empapado en sudor. Aún no me había dado tiempo a bosquejar un esquema de conversación telefónica con ella, así que no sabía muy bien lo que iba a decir.
Sí sabía que debía disculparme un millón de veces. Despotricar de Bercedes. Culpar a las anfetaminas y al alcohol. Justificar mi comportamiento irracional con la excusa de los nervios. Y, si se terciaba, confesar mis sentimientos nacientes, unos sentimientos que berreaban como bebés recién nacidos, y suplicar otra oportunidad.
Y, sobre todo, no mencionar a Ignacio Luna. Aparentar que no existía. Borrar su persona, arrancarla de la página con gomas y cuchillas de afeitar antiguas. No era el momento para ponerse quisquilloso con el bolsillo trasero de Rebeca, aún fuera de mi jurisdicción. Ya llegaría el momento de hacer preguntas y situar a Ignacio dentro del cuadro general y fuera de aquel bolsillo.
Por desgracia, aquel día nadie contestó al teléfono.
Eso trajo consigo una noche de insomnio, de leerme entero un farragoso tratado sobre el juego como función humana esencial (Homo Ludens, de Johan Huizinga), tomando apuntes y colocando Post-Its. También traté de masturbarme sin ganas y sin pirámides —se me había pasado esa obsesión concreta—, consiguiendo tan sólo quedarme dormido con la cosa en la mano.
Ésa es una de las imágenes más tristes que puede dibujar un hombre. Despertar, lleno de confusión y legañas áridas, y encontrarse ese hámster muerto en la mano, encogido, sin vida. Recé por que Lola no hubiese entrado en la habitación y me hubiera visto de aquella manera indigna.
Por fortuna, al día siguiente sí contestaron al teléfono. Llamé inmediatamente después de que Lola se hubiese marchado, sin decir palabra aún, a trabajar. Eran las diez y media de la mañana y hacía un frío gris, apagado, que descoloría las paredes y las caras. Eché vaho en la ventana y, con el dedo, no sé por qué, tracé la forma de unos genitales masculinos. Luego subí la calefacción y llamé a Rebeca. Al aparato se puso una voz tan afectada y teatral que parecía fingida.
—Buenos días —dije—. Soy… —Dudé un milisegundo sobre qué nombre decir. Se me había pasado por alto buscar otro alias convincente durante la larga e insomne noche—. Johan Huizinga —dije al fin, aliviado sin razón.
—Dígame, señor… —dijo la señora, dudando—. ¿Señor Huizinga?
Tosí.
—Voy a la clase de Rebeca. La llamaba para que me dejara unos apuntes.
—Lo siento, pero Rebeca no está. Yo soy su madre.
—Vaya. ¿Podría entonces decirme cómo contactar con ella, por favor? —pregunté con el tono más azucarado que pude. Apliqué bollos y crema encima de mi tono.
—Lo siento, pero va a ser difícil. Se ha ido a Londres de viaje. No volverá hasta el veintidós de noviembre.
Dudé un momento. ¿Debería preguntar si se había ido con Luna? El mero pensamiento me hizo temblar de odio.
—Claro, qué tonto. Rebeca ya me lo había dicho. Se iba con Ignacio, ¿verdad?
—¿Ignacio? No, Ignacio está por aquí. Ayer mismo llamó para preguntar por ella. Rebeca está de viaje con su padre.
De nuevo quise brincar y gritar por las ventanas, pero hacía demasiado frío. Le deseé unos buenos días y colgué.
Sin triunfalismos, me dije, pero fue imposible. Viejo zorro Pànic, maestro de los recovecos del romance. Oh, Pànic. Haber besado todos esos labios-futones. Tener esos ojos punzantes que arrebatan amores casi marchitos en manos de imbéciles, tener palabras que obligan a la gente a huir, a salir en viajes improvisados para escapar de su influjo. Sí, Rebeca seguro dijo: Tuve que partir. A cualquier parte, el destino no importaba, tuve que huir para escapar del influjo implacable, varonil, de Pànic Orfila.
Mis pensamientos frenaron, marcando el suelo con un chirrido humeante. A pesar de mi victoria, no me gustaban las confianzas de Ignacio Luna, llamando a Rebeca como Pedro por su casa. No me gustaban nada. ¿Qué se creía que…?
No-no-no-no. Decidí al instante hacer desaparecer eso de mi mente, meneando las manos delante de mi cara, espantando avispas de la memoria. Lo básico era que me dieron una prórroga para idear un plan, y no debía desperdiciarla.
Puse una canción de Jackie Wilson («The girl turned me on») a volumen considerable y celebré aquella tímida victoria, aquel intermedio esperanzador, con unos cuantos pasos de baile abatraciado que, sin embargo, me supieron a gloria.
Existe un tipo de calma que no se parece a ninguna otra. Es la calma del saber que algo escapa a nuestro control y ninguna acción va a influir en su desarrollo. La calma del hecho consumado, del viaje irrealizable, del sueño imposible.
Durante los días restantes de aquel noviembre, esa calma me dijo que la situación con Rebeca sólo podía solucionarse esperando su vuelta. Claro que existía la tentación de llamar a su hotel, de volver a llamar a su madre, pero vencí todos esos impulsos, sabiendo que un nuevo error podía ser fatal.
Un nuevo error, y la clemencia ante mi caso volaría como un olor fugaz. Un olor de hervidos de casa pobre, un olor aguado que ni tan sólo deja constancia de su paso.
Así, me dediqué a mi Club de la Agitación particular. Comencé a ayudarles a vender las anfetaminas, a veces acompañando al Cansao, a veces yo solo, a veces con el Cactus o Arturo. Me acercaba a fiestas universitarias, o a veces esperaba en La Costa Brava; al cabo de unas semanas todos los asiduos me conocían. En los bolsillos llevaba siempre Centramina y speed. El segundo, quizás por la liturgia de hacer las rayas, apretujarse en lavabos, hacer el tubo, aspirar en orden, parecía más popular. Aumenté con moderación mi dieta de anfetas para mantenerme intenso en mi nueva vida como iluminado.
Mi relación con los vorticistas seguía sufriendo el trastorno de personalidad de los primeros días. Por un lado se iba afianzando, y me dejaban acercar a ellos lentamente, pasito a pasito. Por otro lado, no podía dejar de pensar que siempre había un destino no contado, un final oculto por el paisaje y las rutinas. Ocasionalmente se hacía referencia a planes a corto plazo, y no paraban de decir que en diciembre caería el «primer golpe». Entre susurros les oí murmurar que los detalles de la operación se revelarían cuando llegara el momento. Eso me preocupaba. Pensaba a menudo que todo aquello obedecía a un plan general que permanecía escondido, como cubierto por el escudo de invisibilidad de Elvira, y no podía imaginar de qué se trataba.
Empecé a acostumbrarme a no saberlo todo. Aquel ruido de espitas de gas conversando fuera de mi alcance no me hacía del todo feliz, no, pero lo cierto es que añadía aún más intriga a los días de esperar a Rebeca, y esa intriga se añadía al secreto de mi nueva vida. El secreto sí me gustaba, aunque mi vida se encaminara a un punto enmascarado, a una estación desconocida de nombre extranjero.
Andando por Gràcia, con la bufanda nueva de Scott y unos tejanos impolutos que me había comprado (unos tejanos a los que hice una vuelta cosida hacia fuera en los bajos, como llevaban Arturo Grima y el Cactus), me sentía a ratos misterioso y lleno, con una satisfacción recién levantada que asomaba la cabeza por debajo de las sábanas. Empecé a mirar mi situación con Rebeca de manera claramente optimista.
Y Lola empezó a hablarme. Primero lentamente, con monosílabos que ya no eran estrictamente logísticos. Luego con completa normalidad, como si yo no me hubiese caído nunca por las escaleras, ni me hubiese partido la ceja, ni hubiese gritado desnudo ante su amigo cataléptico.
La ceja, por otra parte, ya estaba curada. Había una línea en la que no crecía pelo, pero que a mí me parecía glamourosa. Todo me hacía sentirme como un gángster, y nunca pensaba cómo acaban los gángsters, porque no me gustaba ese pensamiento.
Las llamadas a mi abuela se redujeron, debido a mi nueva vida. Alguna noche tuve la tentación de llamarla, pero siempre me di cuenta de que las mandíbulas amenazaban con abandonar mi cara y retuve el control. Aun así, me las arreglé para seguir en contacto y hablar con Àngels una vez por semana, como mínimo.
Cada mañana tenía aún que simular que iba a la facultad, como hizo durante años Hug Ferrer antes de ser Johnny Cactus. Cogía la carpeta y algún libro al azar —en aquel momento eran los ensayos de Alexander Trocchi— y me iba a dar vueltas, a leer en patios, a esperar a que me encontraran los vorticistas. Y siempre lo hacían. Era fabulosa la manera de toparse conmigo que tenían. Siempre sospeché que aquellos encuentros casuales eran en realidad parte de nuevos planes sumergidos.
Todos aquellos planes sin título, medio borrados con agua como carteles de circos pasados de moda, ilegibles. Todas aquellas películas empezadas, sin título, llenas de actores húngaros y tramas decapitadas, imposibles de ordenar.
A veces estaba tomando un café, leyendo un libro, silbando «Bernadette» sin pensar en nada, en un bar cualquiera, y uno de ellos entraba por la puerta como si fuese lo más normal del mundo, saludando y sentándose. Al poco tiempo me acostumbré de tal manera que me entristecía cada vez que no aparecían.
Aprendí mucho aquel noviembre, mientras esperaba a Rebeca; me gustaba pensar que, cuando ella llegara, se encontraría a un Pànic distinto. Había entrado a formar parte de un gang, y ahora me sujetaba fuerte a sus dinámicas, haciéndolas mías. Tenía que agarrarme con fuerza a ellos porque, exceptuando a Rebeca, todo lo demás era neutro, vacío y mediocre. Si dejaba de sentirme parte del grupo podía convertirme en uno de los otros, un square, un cuadrado socialdemócrata, una oveja, y eso me llenaba de terror. Cuadrado jamás, no, jamás.
Era el 22 de noviembre, un martes, el día del regreso de Rebeca, cuando decidí ir a comisaría. Habían llamado a casa dos veces, en los días anteriores, provocándome sendos ataques al corazón. En mis fantasías Rebeca encontraba mi teléfono de manera mágica y me llamaba desde Londres, y aunque sabía que eso era imposible, no podía evitar las taquicardias cada vez que sonaba el teléfono.
Habían llamado dos veces y tuve la suerte de que Lola no estaba. Tratando de evitar que el tema se complicara, y que me mandaran una carta a casa —o peor, a casa de Àngels—, la tercera vez dije que iría, sí, que iría de una maldita vez.
Desayuné un café, me puse el jersey de cuello alto granate, los tejanos nuevos y unas sencillas botas safari, me envolví el cuello en la bufanda de Scott y salí a la calle arropado bajo la trenka gris. Estaba del mejor de los humores. Era el día que llevaba esperando durante semanas y, una vez hube vencido la tentación de llamar a casa de Rebeca tan temprano, salí a la calle con una aureola de grandes expectativas.
La comisaría estaba en Via Laietana, pero decidí ir andando. Era uno de esos soleados días de invierno en Barcelona, un día en el que, si pudieses sentarte en alguna plaza, el sol calentaría lo suficiente para arrancarte la chaqueta, y quizás el jersey, y tirarlos lejos. Quedarte allí mientras el sol mediterráneo se sienta en tu piel.
Mientras andaba Gràcia abajo, volví sin querer al tema de Rebeca. Lo gracioso es que, mientras empezaba a barruntar cuáles eran mis sentimientos nacientes hacia ella, me tropecé con Eleonor en un chaflán de la memoria.
Eleonor. El tiempo les quita hierro a las cosas, es verdad. Mis recuerdos con ella, ahora que habían paseado por varios calendarios de pared, guardaban distancia conmigo como las imágenes de una película. Como si fuese otro tipo el que se había derramado en sus mejillas, el que había llorado de mala traición. Y, de hecho, era cierto: aquel Pànic era otro. El Pànic de las navidades pasadas. El fantasma que tenía que venir alguna noche a hacerme pasear por recuerdos almacenados, en cajas, llenos de polvo, que no quería tener que usar otra vez.
Al fin y al cabo, seguía imaginando el futuro de Eleonor de la manera más patética posible: rulos, niños malcriados, un marido idiota, un pueblo inane. Verla convertida en una maruja irreversible me llenaba de un placer malsano. Oh, Pànic, saliste bien parado después de todo. TÚ acabaste en la Gran Ciudad misteriosa, viviendo una epopeya urbana mitológica, una Odisea triunfal rodeado de poetas guerreros, debatiéndote entre el amor de las cortesanas, arropado en visiones opiáceas, ensoñaciones épicas, mientras ELLA tuvo el peor de los finales. La claudicación, la espera a la puerta del matadero con la cabeza baja esperando el degüello, ah, la cobardía, la cobardía eterna de los hombres.
Bajé por Via Laietana decidiendo que llamaría a Rebeca en cuanto llegara a casa. Atrapé al vuelo la imagen de sus grandes ojos de ocarina, su cabello negro como un cosmos. Decidí, murmurando como un motor defectuoso, que en todo ese puzzle faltaba una opinión: la de Rebeca. Quizás ni tan sólo me recordaba ya. Quizás me consideraba un virus que debía evitarse, una epidemia de piojos picantes y molestos.
¿Pànic?, diría, haciendo un esfuerzo por recordar. Ah, sí, era un patán, diría, un chucho roñoso, pegadizo, que me perseguía por las calles pidiendo un hueso. Pobre Pànic, diría sin casi recordar mis facciones, le compadezco, esté donde esté, diría.
Ah, Rebeca, pero no te vas a librar de mí tan fácilmente. Porque —acababa de recordar el poema de William Carlos Williams— soy la acacia blanca, no sé si lo sabes.
Enuncié:
Soy tan persistente como la acacia blanca,
una vez admitida
en el jardín,
no te librarás facilmente de ella.
Arráncala de cuajo,
si una sola raíz, fina como un cabello,
permanece
volverá a brotar.
Y luego dejé de recitar a grito pelado, porque acababa de llegar a la puerta de la Jefatura de Policía y a cada lado de ella, como un Grifo y un Unicornio que guardaran las puertas de otro mundo, como experimentos de La isla del Doctor Moureau, había dos policías nacionales con cara de horribles pulgas.
Me puse bien la bufanda de Scott y entré en el edificio.
—Por-que-soy-la-acacia-blanca —canturreé en voz baja, como un niño loco y algo afeminado.
—No sé si te das cuenta de la gravedad de los hechos, chaval —me dijo el agente al que habían encargado el caso, y uno de los dos había leído demasiadas novelas de detectives.
«Agente».
«Caso».
Quizás, ahora que lo pienso, el que había leído demasiadas novelas de detectives era yo, pobre de mí.
Aquella misma noche Lola me había invitado a cenar a su restaurante favorito, como gesto de paz definitivo. Me lo había dicho por la mañana, mediante una nota colgada en la puerta del refrigerador.
Decía:
Querido Señor Escaleras Resbaladizas:
No hagas planes para esta noche, ninguno de tus planes, sean los que sean, pues nunca me cuentas lo que haces. No es que debieras hacerlo; sólo estoy subrayando un hecho. No me cuentas tus planes. Y eso está bien. No quiero saberlos.
Pero hagas lo que hagas, no lo hagas esta noche. Porque voy a invitarte a cenar a mi restaurante favorito, y allí podrás comer algunas de mis cerdadas catalanas favoritas: pies de cerdo, caracoles, riñones, galtes de cerdo y ojos de cabra.
OK. Este último era inventado, pero los anteriores no. Así, si te apetece comer partes extrañas de mamífero, sugiero que canceles tus planes secretos y vayas al restaurante Tordera a las 21.30. Yo pago, por supuesto.
Lola
Cuando llegué al restaurante, Lola ya estaba allí. Bebía vino y llevaba un jersey naranja que contrastaba con su piel morena. Me saludó con la mano desde la mesa, y sus pulseras étnicas hicieron dingui-li-ding-ding al chocar entre ellas.
Me sentía más o menos bien. Había llamado a Rebeca al mediodía, con las vísceras anudadas y sudores tibios, y me dijeron que su avión llegaba a las 23.30. La sensación de espera inevitable volvió a tomarme y pasé la tarde fantaseando y escuchando a los Delfonics. La espera tranquilizó mi cuerpo, agitado por otros vaivenes del día.
Ya en el restaurante, me senté en la mesa de Lola, quitando el flequillo de mi ojo de un cabezazo lateral, y la vi sonreírme por vez primera desde hacía días.
—Te has cortado el pelo.
—Bueno. Estaba harto del otro peinado.
—Nunca hubo un peinado, Pànic. Aquello era un felpudo. Una fregona. No es que te quedara mal, no digo eso. Pero no podía definirse como peinado. La palabra implica hacer el gesto de peinarse. Tú nunca utilizaste ese verbo, ¿verdad?
De pura vergüenza volví a cabecear con el flequillo, aunque para entonces éste ya estaba en su sitio, seguro como un vigía en un puesto de observación calmado.
—Bien, pues —dijo, y puso los codos en la mesa y apoyó la cabeza en los nudillos, mirándome—. ¿A qué se deben estos cambios? ¿Nuevas mujeres? ¿Nuevos misterios?
El camarero, un chico simpático con barba cerrada y cuidada, dejó las cartas.
Recordé el final de la mañana. El agente de la comisaría me había enseñado unas cuantas fotos para que las identificara y había visto a Johnny Cactus, mucho más joven, pelo largo y mirada pendenciera de pijo-perro-rabioso, y también a Arturo Grima, cara de mamba negra a punto de intoxicar, el cráneo afeitado. Una corriente de baja intensidad me subió por la columna, ramificándose en cada una de las costillas. Tuve que suprimir un brrrrrr.
Dije que no conocía a ninguno de aquellos personajes sórdidos y miré al suelo, como casi siempre. Me dejaron ir a regañadientes, prometiendo llamarme otra vez.
Y minutos más tarde, estoy seguro de esto, subía por Via Laietana y vi al Cactus y a Elvira. Johnny Cactus estaba apoyado en la puerta de un bar con los brazos cruzados, y Elvira hablaba gesticulando con el movimiento continuado de una locomotora a vapor. Yo estaba al otro lado de la calle, y agité la mano para saludarles.
Y estoy seguro de esto, Elvira se volvió hacia mí en un destello calabaza, y su boca dibujó un silencioso, mudo m-i-e-r-d-a. Estoy seguro de que me vio. El semáforo estaba en rojo, y los coches se interponían en mi línea de visión. Cuando hubieron pasado, ni Elvira ni el Cactus estaban allí.
El semáforo se puso verde y crucé la calle. Me acerqué al bar, intentando atrapar fantasmas, palpando el aire, el humo de correcaminos. Busqué en sitios inverosímiles, mirando hacia arriba, al cielo. Como si se hubiesen escapado volando.
En el restaurante con Lola, bebí un trago gigante de vino y me atraganté y tosí.
Hay más. Al mediodía, Elvira llamó a casa para preguntar por lo de la comisaría. Le dije que la había visto con el Cactus ante un bar en Via Laietana.
—¿Pero qué dices? —contestó en el auricular una voz sin nervios—. Ni siquiera estábamos en Barcelona esta mañana.
Reí, se me rompió la voz en seis trocitos del tamaño de copos de avena.
—¿Pero qué dices? —la imité, sin darme cuenta—, estoy seguro de que erais vosotros.
Me preguntó si estaba borracho. Le dije que no. Que la había visto claramente.
—Necesitas gafas, Pànic. De culo de botella de champán, a ser posible.
—No hay ningún misterio —le contesté a Lola en el restaurante. A nuestro alrededor, tenedores y platos empezaban una sinfonía catalana, optimista, que no quise escuchar.
De repente, se me hizo un nudo en la garganta por el que no pasaba el vino. Dejé el vaso en la mesa sin dejar de mirar a la mesa. Mis ojos se cubrieron de una capa de rocío matinal. ¿Qué me estaba pasando? ¿Era eso culpa, quizás, de los nervios acumulados? ¿Era sólo un torrente de anfetaminas, que volvían en sentido contrario? ¿O era un atisbo de alguna verdad, como la marioneta que descubre de repente un cable que surge de su brazo? Y, entonces, el mundo como lo ha visto hasta entonces debe cambiar. Debe ser reexaminado.
A la mierda. Bebí el vino restante de un trago y me dije: No hay nada que reexaminar. Me dije: Necesitas gafas, y ya está.
Lola me dijo, algo alarmada:
—¿Estás bien, Pànic?
—Estoy bien. —Y me sorbí los mocos y me sequé los ojos.
Lola puso su mano sobre la mía.
—Todo irá bien, ya verás.
—Ya está, de verdad.
Ella miró sobre mi hombro.
—Oye, hay un tipo en la puerta que está haciendo señas para que te vuelvas, me parece.
Me volví y vi al Cansao al otro lado del cristal, feo y agotado, gesticulando para que saliera, el cabello de su nuca moviéndose arriba y abajo como si llevara un mapache colgado de la grupa. Me disculpé con Lola y me levanté para ver qué quería el Cansao; pero antes tuve que secarme los ojos con la servilleta por segunda vez.
—Cansao —dije, cerrando la puerta detrás de mí. Empezaba a sentirme relativamente cómodo en el papel de gángsterdandi-anarquista glamouroso.
—Pànic.
Acabo de reparar en que, de todas las veces que le he mencionado, ésta es la primera que habla el Cansao. No era un tipo muy locuaz. Habíamos pasado bastantes noches murmurando sólo frases útiles del tipo va siendo hora de irse o quieres fumar.
—¿Quieres fumar?
—Estoy comiendo. ¿Qué pasa?
—Hay que mover esto. —Se señaló una mochila que llevaba en la espalda, medio oculta por su peinado de sombrero de Davy Crockett—. Johnny Cactus acaba de llamarme para que vayamos a una fiesta. De parte de Marco Cara.
No hay mucho que contar sobre el Cansao. Su pasado era fácilmente resumible: clase obrera, discos atroces de heavy metal, Polígono Gornal, novia en proceso de convertirse en el dirigible Zeppelin, chupa de cuero, calimochos en descampados, bambas J’Hayber, mecánico de coches, y ahora camello a sueldo de los vorticistas.
Le dije que estaba cenando, que fuera a la fiesta y yo me uniría a él luego. El Cansao solamente dijo: «Tranqui», como si quisiera recordarme que todo aquello no iba con él, que él sólo quería algo de dinero para volverse a su polígono, regresar junto a su inmensa gorda a una vida sencilla que nunca quiso, en realidad, abandonar.
—Me tomo una cerveza y vuelvo —añadió—. Cuarenta y cinco minutos.
Acabé de cenar con Lola, pensando que podía llamar a Rebeca desde alguna cabina del centro. La aparición del Cansao me había devuelto a la realidad, a lo cotidiano. Lola me agradeció que ya no dejara pirámides de papel tiradas por todas partes y luego esbozó una sonrisa burlona; yo le dije que había abandonado aquel hobby, de momento, forzando otra sonrisa. Bebimos algo de orujo de hierbas para terminar, Lola pagó y nos despedimos con un beso en la mejilla.
—Seguro que todo va bien, ¿verdad, Pànic? —preguntó, antes de marcharse, aún preocupada por mi arrebato.
—Seguro —mentí.
La fiesta era en el centro de la ciudad, en un local de la calle Tallers. Le pregunté al Cansao, que ya había vuelto de su cerveza, si prefería coger el metro en Fontana o ir en taxi, y él me miró sin hablar. Su peinado absurdo y su cara de Topogigio le añadían algo cómico a esa economía de verbos. Anduve un rato a su lado sin atreverme a decir nada hasta que el Cansao se paró al lado de una Vespa primavera blanca, miró a ambos lados, la cogió del manillar y de un golpe seco rompió el seguro.
—No me importa andar —dijo, montándose—. Pero hoy hay prisa.
—¿Hay cascos? —pregunté, inmóvil.
—¿Hay huevos?
Me monté en la Vespa sujeto a su mochila, el olor a cuero de animal reseco en su cazadora entrando por mi nariz, y en un segundo el Cansao estaba haciendo su slalom suicida por la calle Torrent de l’Olla, saltándose semáforos y balanceando la Vespa de lado a lado como un telesilla. Al principio me agarré, pálido, a su cintura, pero al cabo de un minuto hice acopio de valor, me separé de su cuerpo, me agarré al asiento y (nunca lo hubiese creído) al poco rato estaba disfrutando del paseo.
El truco es no pensar que vas a morir. La cobardía es un animal famélico que se come lo que le dan. Cuanto más la alimentas, más se crece. Si le eliminas el rancho, la cobardía se consume, se funde sin terrores a los que hincarle el diente.
Llegamos. El local de la fiesta tenía tres plantas, con una gran abertura en medio desde donde se veían todos los pisos. Sonaba algo de música decente, y todo el mundo balanceaba el cuerpo hacia delante y hacia atrás, como tirados por cuerdas invisibles que les ataran los hombros. Como máquinas de extraer crudo.
El Cansao y yo inspeccionamos el lugar mientras intentábamos entrar en calor, frotándonos las manos. Había algunos clientes que nos reconocieron y empezaron a hablar con otros clientes futuros. En una hora habíamos terminado las existencias, y yo me disponía ya a llamar a Rebeca y, quizás, dependiendo del resultado, sacudirme un par de rayas de buen speed loco para celebrarlo y olvidarme de aquel día extraño.
De golpe, entre la gente, la distinguí.
Me quedé paralizado, mirándola. Estaba a unos diez metros, en la barra, hablando con gente. Rebeca. Debía de haber acabado de llegar. Llevaba una falda larga y zapatillas chinas y una camiseta con motivos chinos y una cola de caballo como la de Elvira, pero en negro profundo. Se había alisado las escaleras de caracol de su cabello, y el flequillo en su frente era recto y perfecto. Un flequillo chino de Gran Paso Adelante, pelo de revolución cultural. ¡Ah, Rebeca, mi hermosa destructora de ciudades prohibidas! ¡Mi Guerrillera Maoísta, mi Ulrike Meinhof, mi Plan Quinquenal!
Decidí ir. La rodeaban un par de chicos y una chica, todos con uniforme de modernos ricos: bambas anticuadas, Levis de modelos nuevos, gafas de pasta, peinado de futbolista alemán de los ochenta. Hablaban de nuevo con aquella confianza que da la buena salud y la herencia paterna, el futuro brillante y las familias que se conocen entre ellas y las chicas con perlas y ADN perfectos, dispuestas a todo, matrices y ovarios en ristre, ojos ansiosos de nuevas piscinas y cruceros y torneos de polo.
Mientras me acercaba, Rebeca me distinguió entre los cuerpos bailadores. Sus ojos no dijeron: Bienvenido. Sus ojos no empezaron a cantar: Porque es un muchacho excelente… Se entrecerraron y se clavaron en los míos, como si enfocasen el punto de mira de un fusil. Me puse bien el pelo y llegué a su lado.
—Mira quién está aquí —dijo, dirigiéndose a mí y a todos los que la rodeaban, como si estuviese exponiendo una tesis doctoral y yo fuese el cadáver semipútrido a diseccionar—. El desaparecido. ¿Te lo pasaste bien en la fiesta?
Carraspeé. «No estuvo mal», quise decir, pero los calambres me aplicaron un torniquete al cuello y me salió una voz de haber estado aspirando helio.
Uno de sus acompañantes se rió con un pfffff nervioso. Le miré y le reconocí; acababa de comprarnos un gramo de cocaína hacía diez minutos. De hecho, se había dejado un moco blanquecino en uno de los orificios nasales.
—¿Quién es este payaso? —dije de pronto con voz normal, mirando a Rebeca, señalando al otro con el pulgar. De repente estaba extrañamente dispuesto a darle a aquel tipo un par de bofetadas humillantes. Era algo que nunca me había sucedido, y me gustó—. Límpiate las narices antes de hablar, imbécil —añadí, sacando pecho y acercándome a él con una rabia fresca, acabada de abrir, sabrosa.
—¿Qué? —dijo Rebeca, interponiéndose entre los dos—. ¿Te crees que puedes venir aquí así, insultar a mis amigos…? —No terminó la pregunta, pero empezó otra—. ¿Quién te has creído que eres?
Vi que había vuelto a meter la pata y que se acercaba, ahora sí, la irrevocabilidad de mi estupidez. Bajé la voz y la dejé junto a mi mirada, rozando el suelo.
—Oye. Perdona —murmuré—. No quería… no era mi intención… yo sólo… —No estaba quedando muy claro. La miré: Rebeca aún no sonreía, ni una pizca, y sus labios se extendían en una línea de horizonte inmaculada. Decidí volver a empezar—. ¿Podemos hablar en otra parte? —supliqué, señalando a la terraza del local.
Ella miró hacia allí y, poniendo cara de desconfianza, asintió. Los trece pasos hasta la terraza fueron los más largos de mi vida. Años pasaron, años, lunas, días con sus noches, inviernos fieros, cambios estéticos y guerras desfilando ante mis ojos como en La máquina del tiempo, hasta que llegamos al exterior. No había nadie allí, por fortuna. Hacía un frío pesado, extenso, grueso como un edredón polar.
Rebeca se paró y me puse delante de ella y, ahora sí, la miré a los ojos enormes, cósmicos, aquellos ojos que contenían sin esfuerzo soles y constelaciones enteras.
Me aclaré la voz.
—En tu fiesta… me fui porque creí que, en fin, que sería mejor que me fuera, después de las tonterías que dije en la fiesta, de tu casa, y el lujo, y… en fin, de lo que dije. En tu f-fiesta.
Juan Locuaz.
Lengua de Oro Smith.
—Yo te vi pasándolo muy bien —dijo, con un retintín que sonó en la terraza desierta como cascabeles de trineos lejanos. Recordé el número 1 de las Razones para ser optimista.
Celos.
DE MÍ.
—¿Yo? —pregunté, e inmediatamente—: Creí que, bueno, que estabas con alguien.
—No tardaste mucho en decidirlo.
Luché para no preguntar lo que quería preguntar, con nombre y apellidos. Pensé en aquella mano en el hombro de Rebeca y en la familiaridad de vergüenza ajena, pero no por ello menos familiar, de la palabra «Cariño».
—Me dio esa impresión. ¿O me equivoco?
—No estás en posición de hacer preguntas, Pànic. Aún no te conozco de nada.
—Lo sé, lo sé. ¿Está él aquí hoy? —pregunté fingiendo no recordar su nombre, como si lo preguntara por pura formalidad. Creo que lo hice bastante bien.
Rebeca sonrió por primera vez.
—No. He venido sola, después de dejar las maletas.
Impulsivamente, me atreví a hacer una pregunta más, envalentonado por su sonrisa:
—¿Es eso habitual? Ir sola, quiero decir.
—Si lo que preguntas es si tengo novio, sólo puedo decirte que no soy la posesión de nadie y que no estás en posición de hacer preguntas.
¡Hey! Se me ataron las costillas y las rodillas con un calambre eufórico. Me estaba helando, además. Un vaho glacial salía de nuestras bocas como si de repente habláramos con bocadillos de texto, como personajes de cómic.
—Eso no quita que fueses un maleducado. Y un bocazas.
—Soy un bocazas —repetí, sin luchar, convencido de mi bocacidad—. Perdóname.
—No pasa nada. —Me ofreció un trago de cerveza—. No me duran tanto los enfados.
—No sabes cómo me alegra oír eso.
—Yo también podría preguntarte algo. Especialmente después de lo que… —Se sonrojó un poco y dejó la frase sin acabar.
—Yo no… Me fui con un amigo. Lo de tu amiga fue sin querer. —¿Dije eso de verdad? Me cuesta creerlo, pero estoy seguro de que lo dije, como un niño al que han sorprendido robando en una tienda, o que se ha hecho pipí encima, o ha roto algo valioso. Sin querer.
Rebeca se partió de risa, esta vez abiertamente.
—Ya. Te encontraste con la lengua de Mercedes en tu garganta. —Sonreí también y me terminé su cerveza de un trago.
Sentí que era el momento de un beso. Dada mi situación precaria, decidí preguntarlo.
—Uno corto —contestó muy seria—, y sin lengua.
La miré, desconcertado, sin palabras.
Los ingleses tienen una palabra para eso: tongue-tied. Y nunca mejor dicho.
—Es broma, tontainas. Ven. —Acercándose a mi cara, aún añadió—: Será una mezcla de beso de reconciliación y primer beso. Lo mejor de dos mundos.
Puse mis labios sobre los suyos y traté de recordar los besos con Eleonor, que había sido el último receptáculo agradable donde puse la lengua. Cerré los ojos y los labios de Rebeca aspiraron los míos, como el ensamblaje espacial en una nave nodriza. Pensé que me gustaban los besos de Rebeca. Grandes, como su boca. Pegajosos y líquidos, como un atrapamoscas, como botes de miel, pero sin ser babosos como los de la repugnante Bercedes.
Cuando nos separamos nos dimos cuenta de que estábamos abrazados por la cintura, pero ninguno de los dos trató de zafarse. Hacía ya un frío terrible. Levanté una mano, le toqué los labios y le dije:
—Te invito a una cerveza, china. Aquí nos vamos a helar. —Su nariz estaba congelada, como un pequeño polo casero.
—No me gusta la cerveza china —respondió, con cara de asco ficticia.
Cuando fuimos a la barra, Rebeca se dejó coger la mano, y así estuvimos la mayor parte de la noche. Agarrados, hablando, besándonos de vez en cuando y bebiendo. Empecé a sentirme feliz de verdad, satisfecho, subido de nuevo al impulso de las cosas nuevas. Subido al caballito de tiovivo de las cosas que van bien.
Al final, terminó la fiesta. Rebeca se había ido al lavabo, el Cansao ya no estaba, la música había terminado. En el local sólo quedaba un grupo que no paraba de reírse. Fijándome en ellos me di cuenta de que eran los dos conocidos del Cactus, ¿cómo se llamaban?, los vi en la fiesta de Rebeca. Julián y Kike no-séqué. Estaban con un tipo bajito y piernicorto con gafas, otro voluminoso con canas y un polo italiano. Reían como si cayeran las bombas. Como si fuesen las últimas risas de este mundo y hubiera que aprovecharlas. Era una risa tan contagiosa que empecé a reírme también.
La risa que precede o anticipa el Apocalipsis.
O, como dicen los ingleses: el armageddon.
—¿De qué te ríes? —me preguntó Rebeca, cuando llegó a mi lado.
Le señalé el grupo de reidores.
—Ah, ya. El del tupé y las orejas es curioso, ¿no?
—¿Curioso en qué sentido? —Me separé de ella.
—Antropológico. Médico —dijo con media sonrisa y, con los brazos en jarras, añadió—: En cualquier caso, ¿no es un poco apresurado todo esto?
—Sólo quiero saber dónde estoy.
—Yo diría que estás rodeado de arenas movedizas. Pero también que ahora mismo estás a salvo y que no hay por qué preocuparse. Las marismas no van a tragarte aún.
La miré, inquieto.
—Aún —repitió, recalcando el momento actual—. Por otro lado, si lo que quieres es desaparecer como la última vez, estás en tu derecho.
Puse cara de no tener la culpa de nada. Como si las cosas que me pasaban fuesen culpa de una epidemia. Como si mis acciones me fuesen impuestas por una mano ajena, por el destino cruel. Me acordé de una frase que decía siempre Arturo Grima: «Vaya borrachera que estamos sufriendo.» Lo decía como si no fuese culpa suya, desentendiéndose de las consecuencias; como si emborracharse fuese algo que había sucedido de forma azarosa, como un chaparrón o un resfriado o una catástrofe natural.
Le cogí la mano a Rebeca y, sacando un valor desconocido, le pregunté:
—Supongo que tus padres tendrán una política rígida a la hora de dejar que tus amigos se queden a dormir.
—Aciertas —respondió, y me dio un beso en la mejilla—. Por otro lado, podríamos ir a casa de una amiga que vive en una residencia de estudiantes de la Barceloneta. Me debe una. —Dije que perfecto, sin creer mi suerte, palpando abstraídamente los restos de beso de mis mejillas. Tratando de capturar su recuerdo en las yemas de mis dedos.
—Sólo que el vigilante es un bestia. Tendrás que entrar por la ventana, a lo Romeo.
—Chupado. Vamos.
—¿Cómo llegamos hasta allí?
—¿Sabes conducir Vespas? —le pregunté, agarrándome de su brazo.
El ritual es siempre el mismo, y nunca cambiará: conoces a alguien que te gusta, flirteas discretamente al principio, burdamente al final, esperas el momento propicio, sufres durante unos días de incertidumbre, de desvalidez ante los acontecimientos que se desploman sobre ti como granizo, como aludes, como desprendimientos de piedras. Y una noche concreta abordas con lianas y sables y patas de palo y banderas negras y todo tu arsenal y triunfas y te das besotes y te vas a la cama y todo ha sido muy fácil.
Todo ha sido tan fácil que, vaya, algo habrá que hacer para complicarlo.
—¿Vas a contar de una vez lo que hiciste con ella o no?
Era Johnny Cactus.
Habían pasado dos semanas desde que conseguí besar a Rebeca y colarme en la maldita residencia universitaria. Era ya el 6 de diciembre, martes, y sólo dos semanas antes estuvimos juntos, sin nadie más. Dos semanas. Parecía imposible que lleváramos todo ese tiempo sin llamarnos ni ir a sitios donde sabíamos que el otro podía estar. La situación se repetía, pero peor. Había algo palpable, pero al mismo tiempo la incomunicación era voluntaria; Rebeca no se había ido a Londres esta vez.
Eso había inaugurado mi Segundo Periodo de Incertidumbres con Rebeca.
Por un lado yo notaba ya físicamente el dolor bueno, el vacío de tripas de saltar en paracaídas, el escalofrío placentero que me recorría los codos cada vez que pensaba en ella. Podía sentirlo ahí, en cada esquina de mi cuerpo, los nervios de expectación, el calambre gustoso que me invadía al rememorar su piel morena, el cabello negro cayendo sobre mí como el abrazo mortal de una raya marina.
A ratos dolía bueno, como la canción reggae de Susan Cadogan «Hurt so good». Aquel malestar benigno era indudablemente el síntoma de que mi cuerpo físico, mi carne y mis reflejos y mi cabeza, había escogido a Rebeca. Al recordarla el estómago se me vaciaba como un globo de agua agujereado, me mareaba como si hubiese pasado demasiado tiempo en un columpio. Me había dado cuenta de lo que era empezar a enamorarse: ese agujero en las tripas, esa necesidad de ver y tocar.
No necesitaba un médico.
Mi aparato digestivo estaba bien.
Y sin embargo ese agujero; ese esófago que me subía hasta la garganta, como si me hubiese tirado de un tobogán de agua altísimo, cada vez que pensaba en Rebeca.
Pero, luego, luego aquel dolor bueno se transformaba en malo. Dolor de pensar que Rebeca no se había ido a Londres esta vez, que no me había llamado ni una vez, que tuve que llamarla yo. Un dolor mezquino, bilioso y verde como un esputo de bronquitis, dolor de pensar que Rebeca volvía a estar con Luna, que yo había sido sólo una distracción momentánea. Un entremés. La colchoneta que necesitaba para dejarse caer de bruces; algo útil, como una rueda de recambio, que cumple su cometido pero no provoca afectos ni necesidades.
Los ingleses tienen una palabra para eso: inbetweener.
Los dos dolores se alternaban, día tras día, para tomar mi cuerpo. Un día sólo notaba resentimiento y desazón, una sensación de atropello, de tomadura de pelo, de nueva traición, y eso se unía a mis oscilantes desconfianzas con los vorticistas, y las dos traiciones entablaban amistad en mis entrañas y bailaban sardanas de confraternización. Un día yo era el Comendador del Lamento, como diría Johnnie Ray.
El Visir del Plañido.
Pero al día siguiente el dolor bueno me recordaba las Razones para ser optimista, me recordaba la noche que pasé con Rebeca, su mirada y sus palabras de chocolate, las conversaciones que tuvimos, las cosas que hicimos, y entonces…
—Ni hablar. No os pienso contar nada —les dije, sonriente.
Estábamos en una tienda de la calle Casanova. Una tienda especializada en golf: palos, polos, bolas y bolsas. Zapatos y gorras. Una tienda que era como la representación física de las diferencias de clase, igual que lo son las tiendas de hípica, las de caza, las de instalación de piscinas. Estábamos allí porque a Johnny Cactus le había entrado la imparable necesidad de poseer unos zapatos de golf blancos.
El detalle sublime, dijo que serían.
—No te hagas el enigmático —dijo Arturo mientras observaba cómo Johnny metía el pie, que vestía aquel día con calcetines rosa, en un zapato blanco con filigrana de agujeros en el empeine—. Lo vas a contar al final y, para entonces, a mí y a Johnny habrá dejado de interesarnos. ¿Verdad, Johnny?
—No hables así. ¿Es que no ves, animal, que a Pànic le preocupa algo?
Johnny Cactus se puso en pie. Llevaba puestos aquellos zapatos que eran blanco fulgurante al final de sus piernas. Parecía un soldadito de plomo nuevo, acabado de pintar, sujetado por un soporte de marfil brillante.
—Me van un poco pequeños —le dijo al dueño, que aún estaba algo trastornado por los calcetines rosa. El dueño dijo ¿Un número más?, y pasó a la trastienda.
—Quedan hermosos, ¿verdad?
—Preciosos —dije, muy serio—. ¿Cuánto valen?
—No tengo ni idea. No pienso pagarlos.
Se acercó a la puerta, la abrió con un movimiento rápido y arrancó a correr. Arturo y yo nos quedamos una décima de segundo en la tienda, solos, mirándonos el uno al otro sin comprender, antes de darnos cuenta de que se había ido sin pagar, antes de arrancar a correr tras él, gritándole a carcajada limpia.
Seis manzanas más allá, muertos de pura risa y sin nada de aliento, nos apoyábamos en una pared.
—Serás gilipollas —le dijo Arturo Grima sin pulmones. Llevaba un abrigo crombie negro, chaleco de punto abotonado, camisa Jaytex de cuello enorme y brogues burdeos—. Y encima te has dejado los otros zapatos allí, capullazo.
—Estaban viejos, qué más da —dijo Johnny Cactus mirándome, y toda su cara era una sonrisa. Así era el Cactus, a veces. Todo pasión y joie de vivre—. ¿No ha valido la pena, sólo por el momento? —añadió, limpiándose las gafas con un pañuelo de algodón. Arturo y yo movimos la cabeza indicando sí; por un instante se me habían olvidado por completo mi aflicción, mi incertidumbre, mis dudas.
Luego decidimos ir a beber algo a una bodega que había en la esquina de Joan Blanques y Bruniquer, al lado de casa de mi tía. Andábamos hacia allí cuando ya no pude aguantar más y lo dije. Llevaba dos semanas mordiéndome los labios, y se me estaban empezando a hinchar como Zodiacs faciales.
—Si me dejáis de incordiar os contaré lo de Rebeca. Pero a la primera interrupción, a la primera frase obscena, me callo y que os lo cuente vuestra madre.
—No mezcles a mi madre en tus sucias maquinaciones —dijo el Cactus.
—Lo digo en serio, cojones —les dije, y ya me volvía a morir de risa, sin pensar por un instante en mi pena—. A la primera falta de respeto, se acabó la historia.
—Non ti preoccupare —contestó Arturo, juntando las palmas de las manos como una mantis. Y los tres empezamos a carcajearnos otra vez, fuerte y alto, tan alto que casi no podíamos ni andar.
Y se lo conté. Aquella noche, la noche que marca el inicio de mi Segundo Periodo de Incertidumbres con Rebeca, habíamos llegado a la Barceloneta como dos polos de fresa. Rígidos de hielo, inmóviles, las mejillas de colores vivos y las piernas de madera.
Aparcamos la Vespa cerca de la residencia de su amiga. Rebeca llevaba la bufanda de Scott, que le dejé. Debajo se adivinaban sus labios, sofás triplazas, futones inmensos, enormes tresillos que rodeaban su boca como dunas alrededor de un mar.
—Buhuh uhumfff humnfbuh baffmhaf —me dijo.
—¿Cómo?
—Digo que con esta bufanda tan grande casi no puedo hablar —repitió, apartándose de la boca la bufanda de Scott—. Y me muero de frío.
Yo le froté los brazos.
—No hagas eso —me dijo, con media sonrisa.
Paré, sorprendido, y le pregunté por qué. Rebeca no dijo nada, sólo continuó con su sonrisa a medias y acercó un dedo a mi nariz. ZAK. Una descarga eléctrica recorrió mi cuerpo repartiendo calambre de la punta de la nariz a los dedos de los pies. Di un salto frito que me hizo apartarme de Rebeca tres o cuatro pasos.
—La madre que…
—En invierno soy una dinamo —dijo, acercándose a mí con las manos extendidas—. Me cargo de electricidad estática del aire, o se me pega de andar sobre moquetas, o ir en coche o en moto. Si alguien me frota es aún peor.
—No te acerques, bruja. —Hice la señal de la cruz. Y, apuntando hacia mi cara—: Me has carbonizado, joder. Incluso me sale humo de la boca.
—Eso es el aliento, tontainas. —Seguía andando como el monstruo de Frankenstein, haciendo muecas—. ¡UUUUUUH! Vaya gallina eres.
Al fin conseguí convencerla de que descargara los voltios en un árbol. Después nos despedimos para encontrarnos en la habitación de su amiga en diez minutos; ése era el tiempo que, me dijo, necesitaba para sortear al vigilante y convencerla para dejarnos usar su habitación. Cuando desapareció, me enfrenté a la valla.
Era una pared de tres metros y medio.
Me juré que hablaríamos de semántica si algún día llegaba a la habitación. Sin ver otro medio posible, me encaramé al techo del coche más cercano, cogí impulso, tensé los músculos, di el salto, solté un grito comprimido de esfuerzos en lavabo cerrado, mis dedos rozaron la pared y acariciaron la madera delicadamente, como si fuese una amante elusiva. Al instante caí al suelo con un POF sumergido.
A cuatro patas, recobré fuerzas como un caballero andante derribado. ¿Qué dibujaría mi escudo de armas?, me pregunté. Quizás un perro sin raza, vagabundo, un perro solitario y medio loco que paseara rascándose pulgas imaginarias por un pueblo feo, una habitación escondida, entre libros abiertos y discos de negros.
Mírate, oh, Pànic, échate un vistazo. Mira tus costillas de galgo raquítico, tu pose husmeadora, esas piernas que no son de correr, y ponte en pie. Recupera tu dignidad, viejo Pànic, tu altivez canina y reclusiva, Pànic Orfila. Sube a tu montura, caballero Pànic, agarra tu arma y escudo, cierra el casco, arremete una vez más.
Me puse en pie mientras me sacudía el polvo, también la vergüenza, y volví a encaramarme al coche, el techo ya hundido por el impulso y el peso.
Al segundo intento lo logré. Mi barriga paró el golpe, las manos ya al otro lado de la valla, y con los pies empecé a buscar un agarradero desde donde tomar impulso. Al encontrarlo, un pedazo de metal fuera de sitio, apliqué sobre él la fuerza necesaria para salvar finalmente la pared. Me dejé caer dentro del patio y mi tobillo paró la mayor parte del golpe. Auch. Caí al suelo por segunda vez, panza arriba, para variar.
Me quedé tumbado allí unos minutos, mirando al cielo. La noche era clara, sin nubes, y el cielo era una falda de lunares.
Los ingleses tienen un nombre para esa tela: polka-dot.
Así era el cielo: una polka de puntos. Un madison de pecas.
Estaba bastante borracho, y todas esas estrellas me parecían ovnis en movimiento, centelleantes, viajando de una galaxia a otra. El tobillo no me dolía y nada me importaba, porque estaba tumbado al lado de la ventana de Rebeca y sabía que iba a irme a la cama con ella en un momento.
Me levanté del suelo y me colé por la ventana. Miré a mi alrededor al entrar. Era la típica habitación de estudiante, pobre y deprimente, carente de alma e impulso. ¿Dónde estaba Rebeca?, me pregunté. Vi una luz en el lavabo, y supuse que estaría allí, haciendo cosas de chicas-en-lavabos. Me senté en la cama, silbando una canción de Tyrone Davis que me gustaba mucho, «Can I change my mind». Al cabo de unos minutos se oyó un pasador y se abrió una puerta.
—¡AAAAAAAAAAAAAAAAH!
Era Bercedes, envuelta sólo en una toalla, llevándose las manos a la boca de puro horror, otra toalla de chimenea en la cabeza sujetando su pelo mojado.
Dios mío. Di un salto y me puse en pie, todos los órganos haciendo la conga y el limbo rock. Ella volvió al lavabo, cerró de un portazo y corrió el pasador de nuevo.
—¡Vete de aquí o llamo a la policía, violador!
Acerqué la boca a la puerta, dándome cuenta al instante de lo que había sucedido. La amiga de Rebeca era en realidad la monstruosa Bercedes, el elefante marino con turbante que aullaba dentro del lavabo. ¿Por qué no me avisó?
Afectando un tono conciliador, hablé a través de la cerradura.
—Ha sido un malentendido, Mercedes. Vengo con Rebeca. Ella está en camino.
—¿Qué has hecho con ella?
—Te digo que está a punto de llegar. Cálmate, por el amor de Dios.
—Hijo de puta —pude oír que murmuraba. Y luego, a mí—. Llamaré a la policía.
Estaba empezando a ponerme nervioso.
—¿Con qué vas a llamarles? ¿Con el secador? Haz el favor de calmarte. Rebeca estará aquí en un momento. —Maldita vaca.
Llamaron a la puerta. Nunca una llamada a la puerta había implicado futuros tan opuestos. Si era el vigilante, me rompería las piernas y los dientes con furia milenaria y se mearía en mis encías sangrantes; si era Rebeca, iríamos a la cama juntos. Carraspeé primero.
—¿Sí? —La voz trataba de ser femenina, pero parecía el graznido de una grulla alcanzada por perdigones, agonizando en el barro con las alas rotas.
—SOCORROOOOO —gritó Bercedes de fondo, al darse cuenta de que la salvación había llegado a su puerta.
—Soy Rebeca —dijo la voz de Rebeca al otro lado de la puerta.
Gracias a Dios. La dejé pasar.
—Me ha costado mucho entrar. He tenido que estarle convenciendo durante veinte minutos. ¿Qué son esos gritos?
Le expliqué lo que creía que había sucedido. Rebeca se echó a reír, golpeó la puerta del lavabo con los nudillos y se identificó. Al cabo de un instante, el cerrojo volvió a girar y apareció la toalla, doblada como una barretina, seguida por la cabeza anfibia de Bercedes, asegurándose una vez más de que no había gato encerrado.
—Joder, Rebeca. Me habéis pegado un susto de muerte. ¿No te acuerdas de que te dije que nos habíamos intercambiado las habitaciones?
Rebeca le pidió perdón. No, no se acordaba. Le sabía mal el susto.
—La próxima vez que quedes aquí con… —me miró intentando recordar, para luego añadir—:… Juan Tirado me avisas con tiempo, hostia.
Rebeca me miró, intrigada por el nombre. Negué con la cabeza, indicando que no tenía importancia. Luego me dijo:
—¿Nos dejas hablar un momento, Pànic?
Salí por la puerta mientras Bercedes preguntaba:
—¿Has dicho Pànic?
Esperé en el pasillo. Al cabo de unos minutos, Bercedes salió en pijama, dedicándome una sonrisa sarcástica y de asco.
—Buenas noches, Pànic —dijo el atún parlante haciendo una mueca.
—Pasa —dijo una voz desde dentro de la habitación.
Entré y allí estaba Rebeca, de pie al lado del radiador, quitándose los zapatos. Aún parecía china, tal vez más incluso, pues se había quitado la goma y el gran telón reluciente de su cabello negro le caía sobre los hombros. Me acerqué a ella, llevé una mano a su brazo, y ZAK. Una nueva descarga eléctrica de su cuerpo me erizó el vello y me lanzó hacia atrás como si hubiese pisado una mina.
Rebeca empezó a reírse otra vez mostrando todos esos dientes rectos y perlíferos, señaló la moqueta, yo me reí también. Luego nos acostamos juntos.
—¿Qué?
—He dicho que luego nos acostamos juntos —le dije a Arturo en el bar de Joan Blanques. Él y Johnny Cactus estaban riéndose de mis desventuras.
—¿Estás diciéndome en serio que no vas a contar nada más? —dijo, los ojos predadores de Malcolm McDowell más abiertos que nunca, como un drugo de cacería—. ¿Después de haber contado todos los detalles no importantes?
—No es justo —añadió el Cactus, acariciándose el mentón—. Admite que no es justo.
Di un sorbo a mi vaso de vermut casero.
—Me da igual. Soy un caballero —dije, después de una pausa melodramática—. No voy a contaros ni un solo detalle, cerdos. Lo único que os interesa son las guarradas.
Y lo bueno es que no lo hice. No dije que Rebeca fue suave y dulce, que su piel ahora era una manta eléctrica, una gran bolsa de agua que me cubrió con calores y sudores. No conté que, en la habitación, Rebeca me abrazaba y daba besos y movía los pies a la vez. Estaba descalza sobre la moqueta, ya dije, y los dedos de sus pies se movían de forma independiente.
Era muy divertido.
Pero no lo conté.
No conté que Rebeca tenía unos pies pequeños, tímidos, bien formados, y sus dedos bailaban hacia arriba y hacia abajo al margen de cualquier estímulo del sistema nervioso central. No conté cómo eran sus pechos, ni su espalda ni ninguna parte de su anatomía. Me callé y no dije que, cuando me incliné para besarla en otra parte, vi cómo sus pies y dedos seguían moviéndose. La besaba aquí y allí y miraba cómo se movían sus pies tímidos, sus dedos levantándose y cayendo como si alguien agitara un catálogo de salchichas felices, como tocando un piano imaginario y minúsculo. Las lombrices hermosas que eran sus dedos bailaban lentamente una danza japonesa, independientes, sin consultarle nada a Rebeca.
No les dije que besándola y mirando aquellos pies tímidos podría haber pasado horas. No dije nada más de lo que pasó, ninguno de los enredos, ninguno de los nudos, ninguno de los bailes. No lo conté en el bar, no lo contaré ahora. Porque dije que iba a ser un caballero, y un caballero tenía que ser.
Tampoco conté cómo dormimos abrazados, yo a su espalda, ni cómo me desperté a la mañana siguiente y aparté el flequillo de mis ojos y Rebeca me miraba, llevaba un tiempo mirándome, dijo, y luego me dio un beso y susurró: Buenos días, guapo, y dejé por un rato de ser un perro vagabundo que se mea, solo, por las esquinas.
La cara entera se me puso triste, y Johnny Cactus se dio cuenta.
—¿Cuáles son las malas noticias? —preguntó—. Explícate: ¿estáis juntos o no?
Respondí que no y di un trago al vermut. Les dije que, durante las casi dos semanas que siguieron, no nos llamamos. Como generales, como mariscales de campo, esperábamos a que el otro hiciera el primer movimiento, inclinados sobre el mapa del terreno y analizando las estrategias del enemigo.
O quizás como viudas de guerra. Esperando noticias de un muerto, palabras de aliento de alguien que ya no existe, que pertenece a otros lugares. Esta sensación me deprimía terriblemente. Intenté alejarla de mi cabeza, pero de repente el vermut sabía acre, podrido, como si estuviera bebiéndome una copa de almendras amargas. La imagen de Rebeca en brazos de ése (no quería ni pronunciar su nombre, porque significaría que la amenaza no era parte de mi imaginación) me llenó de rabia, y luego me llenó de rabia haberme llenado de rabia, y la rabia no paraba de subir, como marea vasca, y las almendras no paraban de amargarse, cada vez más acerbas y pasadas.
Cada día, al llegar a casa, le preguntaba a Lola si había llamado alguien. Lola, invariablemente, dijo que no una y otra vez.
—¿Qué llamada es esa tan importante? —preguntó cuando había pasado una semana—. ¿La reina de Inglaterra? ¿Dios? ¿Marx?
—Nadie. No es nadie. —Y Lola se sonreía y volvía a poner al llorón de Johnnie Ray. Mi amigo Johnnie Ray, el Visir de la Lágrima. Empezaba a comprenderle.
Durante trece días tuve un helado de dos colores en la caja torácica. La sensación bueno-mala de pura incertidumbre, de no saber qué va a pasar, y la angustia de los rings que no suenan, y el intentar adivinar qué hay en la mente del otro. Anduve por Gràcia, esperé en La Costa Brava a que llegaran los vorticistas, miré hacia la puerta en granjas, expectante, sabiendo que iban a encontrarme. Al menos los vorticistas me quitaban a Rebeca de la mente; durante esa época se me olvidó incluso que me angustiaba su cara oculta, su silencio de sepulcros.
Tarde tras tarde, escuché a los Four Tops. «I wish it would rain». «Can’t seem to get you out of my mind». «I just can’t get you out of my mind». «Seven rooms of gloom». Y todas las canciones me limpiaban y me cauterizaban. Después de oírlas me quedaba más tranquilo, acompañado, con la conciencia clara de estar sufriendo un mal de muchos. Dispuesto a esperar más, a tratar de vencer la desazón unas horas más, a esperar a Rebeca un poco más.
Pasaron casi dos semanas y al final tuve que llamarla. Eso fue ayer lunes, les dije a Johnny y a Arturo. Lo hice sin pensar qué haría si se ponía Rebeca y aún no tenía los mapas bien estudiados. Probé varias veces y nadie contestaba. Me resistí a ir a la facultad a buscarla, me faltaba valor, una parte de mí quería librarse de aquel no saber, pero otra temía saber lo que no quería oír. Que Rebeca no pensaba en mí, que yo había sido un vaso con limón para limpiarse los dedos, unos cacahuetes para matar el hambre mientras pasaba un periodo de dudas con ése.
Al fin, después de pasar el día entero probando, cogieron el teléfono. El aparato hizo el ruido de descolgar y cesó el sonido de llamar. Era Rebeca.
Para cuando lo descolgó, yo ya tenía escrito (a lápiz, en la primera página de un libro) un resumen de lo que iba a decir. Ponía algo así, esquemático:
Aparentar desinterés al principio / Simular haber estado ocupado / Decir: Fue divertida la otra noche, ¿verdad? / Decir: ¿Habéis hecho algo interesante últimamente? / Decir: No quiero presionarte / Decir: Tomémonos las cosas con calma.
No dije nada de esto. Cuando oí su voz se me cayó el libro al suelo, para empezar.
—¿Rebeca? —murmuré, con esguince en la voz, intentando agacharme para recuperarlo.
—¡Pànic! —Sonaba alegre y sorprendida—. Pensaba llamarte mañana.
De alguna manera, eso no me convenció.
—Pues ya te he llamado yo —contesté, resentido. Me erguí, dejando el maldito libro donde había caído.
—¿Te pasa algo?
—Depende —dije, masticándome la uña del pulgar—. ¿Has estado con ése?
—¿Quién se supone que es ése? —dijo, de una manera que era difícil de analizar. Si fingía no saber de qué le estaba hablando, fingía muy bien.
—Ése. —Pensar en él me hizo masticar almendras rancias, avellanas podridas, manzanas con gusano, por primera vez.
—Depende —dijo, ¿imitándome?—. Ése está aquí ahora.
Odio. Puro, como alcohol destilado. Olas de odio batiendo contra mi pecho, salpicándolo todo de espumarajos y frío y sabor salado.
No dije nada. Me quedé remasticando mis almendras de amargura con furia, a punto de agarrar el auricular y hacerlo pedazos contra el teléfono. Incapaz de eso, le pegué una patada al libro con todas mis fuerzas y lo mandé a la otra punta del comedor, donde cayó descuajaringado y abierto.
—Ya te dije que era amigo de la familia, Pànic. —Había un tono de dulzura en la voz que, junto al hecho de que me hubiese llamado por mi nombre, me calmó un poco—. Mis padres también están aquí. —Y, sin dejarme decir nada, añadió—: Hey. Tenemos que hablar.
El corazón. Salto de pértiga otra vez. Decatlón extenuante. Infarto Fossbury.
Traté de adivinar el tono de sus palabras, de leer entre las líneas difusas y vagas, fuera de registro, las líneas de imprenta humilde que flotaban de su boca a mi oído.
—¿Hablar? —sólo dije, como si nunca hubiese hablado con nadie.
—Sí. ¿Cuándo te va bien?
Quise decir AHORA, pero de algún modo me reprimí, y cerré la boca como si dentro escondiese animales muertos.
—¿Jueves por la noche? —preguntó.
Jueves. Dije que perfecto, y le di la dirección del lugar donde podíamos encontrarnos. Ella preguntó, extrañada, si estaba seguro de querer quedar allí. Yo le repetí que sí, que era el sitio correcto. Colgamos al mismo tiempo.
A la mañana siguiente, en el bar con Arturo y Johnny, dije:
—No tengo muy claro de qué tenemos que hablar. —Miré al suelo, alguien dijo algo, y levanté la cabeza.
Arturo Grima me sonreía.
—¿Qué? —le pregunté.
—Estás enamorado, imbécil —dijo, gesticulando con los cinco dedos unidos de una mano, como un buitre que picoteara el cielo.
Antes de ser La Cosa, Arturo Grima fue peor.
Hasta donde se podía recordar, todos los miembros de su familia habían estado involucrados de una u otra forma con las A’s, B’s y C’s del fascismo. La avalancha de ideas trogloditas que habían ido pasando de su tatarabuelo a su padre le llegaron a él como un piano Wurlitzer o un órgano Hammond B-3 que alguien hubiese dejado caer de un ático. El piano hizo zum-crash. El órgano hizo tromp. Nadie pudo evitarlo.
Arturo se empapó bien de las A’s, B’s y C’s del fascismo. Tenía dieciocho años. Su padre y su abuelo estaban orgullosos de él. Arturo Grima dio patadas, extrajo dientes, levantó banderas victoriosas, todo al ritmo de las nuevas marchas militares.
Y entonces, un día, conoció a Marco Cara.
Sobre esto hay varias leyendas. Una dice que Marco Cara le habló y le convenció sin dar un solo golpe; que lo amansó como un domador de fieras, sólo con sus argumentos manuscritos en el bloc granate. Esta leyenda es poco probable.
En aquella época, Arturo Grima masticaba argumentos. A Marco Cara no le hubiese dado tiempo a empezar a escribir. Es difícil escribir sin pulgares.
Lo que yo creo es esto: Marco Cara y Arturo Grima pelearon, y Marco Cara le picó en trocitos pequeños, como a una cebolla de sofrito, y luego le llevó al hospital. Y entonces, sólo entonces, le convenció. Marco Cara sabía que ahí debajo, si arrancabas las A’s, B’s y C’s del fascismo, había alguien con potencial.
De este modo, como habían hecho los demás antes que él, Arturo Grima se fue de casa y dejó las antiguas banderas. Sonriendo, tiró sus botas y fue a comprar camisas de cuadros centelleantes, con cuellos que se doblaban así y botones puestos asá. Se afeitó por primera vez la raya en la cabeza, en homenaje a los cantantes negros que estaba descubriendo. Escuchó «I’m on my way to a better place» de los Chairmen of the Board. Escuchó «I’m on my way» de Dean Parrish. Todas las canciones que hablaban de estar camino de otros sitios le encantaban.
—I’m on my way (out of your life) —cantaba.
A veces, sólo a veces, se le olvidaba el potencial. A veces salían a la superficie los restos descompuestos de las A’s, B’s y C’s del fascismo. Cuando esto pasaba, Arturo se daba un golpe en la frente, como si alguien hubiese hablado por él.
Cuando esto pasaba, Arturo se golpeaba la frente y decía:
—Olvídalo.
Decía:
—No es nada.
Sabíamos el tiempo que había pasado al otro lado de la línea, así que a veces nos preocupábamos. Y cuando lo hacíamos, cuando fruncíamos el ceño por miedo de que volviera lo aprendido, Arturo se ponía en pie y nos cantaba, como cantó el primer día que le vi, los brazos abiertos de tenor y la risa a flor de piel.
—Oh, dulce misterio de la vida, al fin te encuentro.
Aquella noche estuve despierto hasta muy tarde. La preocupación por lo de Rebeca, haber estado bebiendo todo el día con los vorticistas, las dos cosas me levantaron los párpados, como si tuviera un jet lag de cerveza y confusiones.
Para intentar dormir, me puse a pensar en mi entierro. Cuando era niño, no sé si por mi desconcertante infancia y la temprana desaparición de mis padres, me tranquilizaba imaginarlo detalle a detalle. Quién iba a llorar, qué música iba a sonar, las flores y el silencio y las coronas y los cánticos.
Ya de adolescente continué pensando en mi funeral. Cuando Eleonor me dejó, cuando me sentí mísero en las calles húmedas de Sant Boi, sin una sola alma a la que hablarle de mis obsesiones, penas, exaltaciones. Seguí añadiendo detalles a mi partida, y me regocijé pensando que el mundo iba a echarme de menos.
En aquella época pensaba en «Bernadette» sonando por los auriculares. Cientos de lirios de agua por todos los rincones. Escenas de histeria por parte de Eleonor, que se lanzaba sobre el ataúd y reclamaba acompañarme al otro mundo. Su madre, que me odiaba, cambiando de idea sobre mí; reconociendo de una vez que yo era un hombre adelantado a su tiempo y sufriendo, a su vez, un aneurisma letal y extremadamente doloroso. El Instituto de Vandalismo Público celebrando un destrozo ritual de estatuas ajenas en mi honor; manejando una hormigonera para llenar de cemento mi tumba.
Tumbado en la cama aquella noche sustituí a Eleonor por Rebeca e hice aparecer a los vorticistas lanzando unas salvas de despedida ante mi lápida.
En ella, mi epitafio: Pànic Orfila. Nieto, hijo, poeta, amante y vorticista. El camino de su obsesión lleva al palacio de la sabiduría.
El final del sepelio: las notas finales de «Bernadette» y un silencio espantoso. Luego, las lágrimas de todos, que por una vez no iban a parar a mis bolsillos; yo ya estaba en otro sitio, sin poder aceptar responsabilidad por nada más, y no quería lágrimas ajenas que cargar a mis espaldas.
Funcionó. En unos minutos me quedé dormido.