LIBRO TRES

SPEED

—¿Eso es una rebeca de mujer?

Había pasado una semana desde el encuentro accidentado en la calle de la facultad. La misma noche del encuentro fui a La Costa Brava, pero el rincón estaba vacío, y los camareros se rieron un rato de mi narizota hinchable. La historia se repitió un par de veces más. Finalmente me di cuenta de que por el momento no iban a volver por allí y dejé de intentarlo, dedicándome en lugar de eso a aplicar mercromina a mi perfil.

Así, me concentré en ir a clase, pero en clase no podía concentrarme. Latín, Literatura Medieval, Lingüística Románica… ¿Por qué me decidí por esta carrera? Era una estupidez. Ni me interesaba el caballero de la carreta ni su vehículo. Estaba perdiendo el tiempo; aquello había sido otra de mis estupideces impulsivas. Ahora lo veía claro. Por otra parte, ésa era la única excusa para quedarme en la ciudad, ya que no tenía la menor intención de volver a mi antiguo pueblo. No, eso no.

—EH. ¿Estás sordo?

Giré la cabeza. Era la chica que se había sentado a mi lado en… ¿Literatura Románica? ¿O era Introducción a los Estudios Literarios? Lo cierto es que no me recordaba ya a qué clase había ido a parar. Al cabo de unos días de ir a la facultad, todas las asignaturas parecían iguales.

—Digo que si eso que llevas es una rebeca de mujer. —Llevaba coletas negras, petrolíferas y relucientes, muy rizadas, casi africanas, a ambos lados de la cabeza, gafas de pasta negra y un jersey de cuello alto verde estrecho, de nailon. Ojos y boca muy grandes, a escala amazónica, selváticos, tupidos.

—¿Tanto se nota?

Los desgraciados de las mudanzas habían traído mis 900 libros sin perder ninguno, pero se habían dejado la única caja en la que estaban mis pocos jerseys. ¿Se puede ser más inútil? Esa mañana empezó a hacer un poco de frío, así que no me quedó más remedio que coger una rebeca azul cielo de Lola, con el cuello redondo y botones nacarados. Maldita sea; parecía el Principito de Exupéry.

—Hombre, estás un poco afeminado, si me lo permites.

Los ingleses tienen una palabra para eso: limp-wristed.

—Muy bien. Te agradezco el cumplido. —Luego le di la espalda e hice como que escuchaba al profesor de lo que fuese.

—No hagas como que escuchas al profesor. Te he estado observando y me he dado cuenta de que no estás prestando la menor atención.

—¿Ah, no? —dije volviéndome, porque no se me ocurrió nada más.

—No te mosquees —ordenó, sonriendo—. Me da igual si prestas atención o no. También me da igual esa rebeca de enorme afeminado que llevas. De hecho me gusta. Me llamo Rebeca.

Dije mi nombre entre dientes y volví a mirar al profesor. ¿De qué narices hablaba aquel señor? ¿Era ésa la primera vez que le veía o ya había estado en su clase?

—Eres un poco borde, ¿no? —Cuando me volví por tercera vez, la vi tensándose una coleta—. No pasa nada. Me caen bien los bordes, así que te ha salido el tiro por la culata, Pànic. ¿Es eso un mote o algo que te pones para hacerte el interesante, Señor-rebeca-de-inmenso-gay?

Sonrió exageradamente y se le cerraron los ojos planetarios tras las gafas. Los párpados que los cubrían eran dos sábanas rosadas, exóticas, que remataban unas pestañas largas como escobas de túnel de lavado.

De repente pensé que hacía mucho tiempo que no hablaba con una chica de mi edad. Lo cierto es que era agradable, aunque la interlocutora fuera una sabihonda con coletas. Hablando con ella me di cuenta de lo desesperado que estaba por algo de conversación con una voz más aguda que la mía.

—Da igual —añadió de inmediato. La gente a nuestro alrededor se levantaba porque, aparentemente, la clase había terminado. Y yo que creía que acababa de empezar… Decididamente, ir a la facultad se estaba convirtiendo en un suplicio—. Te invito a una fiesta en casa de una amiga —continuó—, el sábado dentro de dos semanas. Habrá bastante gente. Sólo hay que llevar bebida, ella pone lo demás. Tienes que llevar puesta esa rebeca, por supuesto. Será una fiesta-rebeca.

—Pero yo… —balbuceé. Quería decir que yo hacía mucho tiempo que no iba a una fiesta. Las únicas fiestas que recuerdo son las de mi cumpleaños. Las montaba Àngels, y venían todas las integrantes del Instituto de Vandalismo Público. Luisa, una de las lugartenientes, me regaló una vez un semáforo de verdad. Lo conectabas a la luz y cambiaba de color. A la tercera vez que se puso rojo me eché a llorar. Yo quería el barco pirata de los clicks.

—¿… soy homosexual? —me interrumpió Rebeca, levantándose también—. No pasa nada. Habrá muchos homosexuales. Podrás darte besitos con todos los efebos musculosos que quieras. —Apuntó la dirección en un papel y me lo puso en la mano.

Muy irritante.

Mientras Rebeca se marchaba, tuve una nueva sensación: me medio alegré de no estar con Eleonor. Era la primera vez que eso sucedía. Había pasado por el odio, la obsesión y el amor (si eso es lo que era). El recuerdo lujurioso de su espalda morena se me acercó casi cada día desde que terminamos. Pero nunca pasé por el alivio.

Ese pensamiento me vino mientras veía a Rebeca irse. Parecía feliz. Andaba deprisa, las dos coletas balanceándose, iluminándolo todo como un sol de azabache. Me sentí bien, viéndola alejarse. Pensé en cómo debía de ser su vida, y me alegré de que me hubiese invitado a esa fiesta. Me gusta la gente feliz. ¿Soy yo feliz? No especialmente. Las habitaciones no se iluminan cuando entro. Me conozco bien. Hay habitaciones que acaban ardiendo y otras que se derrumban, pero ¿iluminarse?

No, eso no.

En fin. Con el tiempo me acordé de ese momento. Después de haber pasado dos años con Eleonor, la envidiosa y patética Eleonor, conocer a alguien como Rebeca fue toda una sorpresa. Era de ese tipo de gente que cuando te dice «No te preocupes», dejas de preocuparte. «Las cosas son mucho más sencillas de lo que la gente cree», me diría algo después. «Nada es tan complicado.»

Y de repente, aquel día, se dio la vuelta y me sacó la lengua, haciendo una mueca aumentada. Luego se agarró las gafas por las patillas e hizo que oscilaran en su cara espasmódicamente, de arriba abajo, imitando un fotograma de Grease que luego supe que le encantaba. Yo sacudí la cabeza, sorprendido, y en el interior de mi cráneo se oyó un ruido clonc-clonc-clonc de dibujo animado de Hannah-Barbera. Una clase volvió a empezar mientras yo miraba hacia la puerta. Una voz de fondo comenzaba a hablar a mi espalda.

Pero eso ya no importa.

Importa que la angustia en mi pecho empezó a desvanecerse como un río de fantasmas. Corriendo, corriendo.

Me pregunté: ¿La forma en la que te ve la gente es como eres realmente? Si concentras todos tus esfuerzos en parecer algo y lo consigues —y eso es lo que la gente percibe de ti—, ¿te conviertes en ello automáticamente? O incluso: ¿Te conviertes en ello con el tiempo?

Dicho de otra manera: ¿Acabas creyéndote el personaje que te inventas? ¿Acabas convirtiéndote en el personaje que te inventas?

Era un pensamiento esperanzador. Significaría que no estás atrapado en un destino predeterminado, en una personalidad inamovible, sino que puedes moldearte en una nueva forma. Ser otra cosa. Renacer con el perfil de otro hombre a la vez que continúas siendo tú mismo.

Recordé una frase de un libro de Amy Hempel: «¿Y qué pasa si no te gusta la persona que eres? ¿Dónde encuentras las partes para convertirte en otro tipo de persona? ¿Puede ser algo que lees en un libro, un gesto que ves por la calle? La media sonrisa de un profesor, la manera de andar de una chica por la playa.».

Me preguntaba todo esto desde el rincón de los vorticistas, esa misma tarde, bebiendo cerveza. Llevaban una semana y media sin aparecer, y eso era inusual; estábamos a 9 de octubre, jueves. Me pregunto por qué recuerdo la fecha exacta, y me doy cuenta de que es una pregunta estúpida. Recuerdo perfectamente qué día era.

De los altavoces diminutos surgía el armazón confuso de «Dancing in the street». Estaba levantando el brazo para pedir otra cerveza, mi brazo se erigía en medio del bar como una cucaña de dedos, cuando de repente vi que aparecían por la puerta. Me puse nervioso casi de inmediato, mientras ellos se miraban entre sí y murmuraban. Era difícil leer los labios desde donde yo estaba; podían estar diciendo «Pànic», pero también «Fàstic» o «Sàdic» o «Elàstic». En dos segundos, los cuatro estaban de pie alrededor de mí.

—La montaña se mueve hacia Buda —dijo Johnny Cactus, agarrando la silla que estaba a mi lado—. ¿Podemos sentarnos?

Asentí con la cabeza. Su brillo me hizo recordar que llevaba una rebeca de señora y unos tejanos negros, rotos. Si hubiese podido taparlos, lo habría hecho; pero había demasiado que tapar. Hubiese necesitado una canadiense.

—No necesitamos permiso para sentarnos —dijo Arturo Grima. Llevaba una camisa de cuello abotonado grande y cuadros marrones, y un jersey de pico verde claro con un pequeño laurel bordado en el pecho. Mirándome a los ojos, añadió—: Éste es nuestro rincón, joder. Y lo defenderemos con meadas territoriales, si es necesario. —Levantó la pierna como un perro orinador, luego se sentó delante de mí y yo puse cara de coche desguazado, con el morro arrugado y los faros rotos.

—Vaya modales de tejón tienes —murmuró Johnny Cactus, sentándose a mi izquierda. Entre él y Arturo se sentó el rubio congelado, de cejas rubias y ojos azules y boca cerrada. Sacó su bloc granate, que yo tantas veces había contemplado de lejos, y durante unos segundos de cine mudo garabateó algo en él. Luego me lo mostró.

Ponía: Me llamo Marco Cara. Es un placer conocerte.

—Yo soy Pànic —dije, aunque era obvio que ya lo sabía. Moví mucho los labios para que pudiese leerlos bien. Él volvió a garabatear, inclinado hacia la mesa mientras media luna de flequillo cítrico ocultaba uno de sus ojos azules. Llevaba una chaqueta de ante entallada y una camisa verde botella con los botones blancos.

Cuando me mostró el papel, ponía: No hace falta que muevas así los labios. Te oigo perfectamente.

Fruncí el ceño, indicando sorpresa e incomprensión.

—Lo siento. Pensaba que eras sordomudo —me disculpé. Marco Cara, sin mostrar irritación alguna, volvió a arañar el papel con su bolígrafo.

Decía: No soy sordo ni mudo.

Sonreí tenuemente, pensando que quizás era una broma de iniciación, y que en un instante escucharía su voz. Eso no sucedió. Mi sonrisa se fue secando, fragmentada, hasta que al final desapareció por completo. Los cuatro estaban dispuestos a mi alrededor como un círculo cromático. Verde, cyan, bermellón, naranja, amarillo.

Elvira estaba sentada a mi derecha. Llevaba una camiseta negra de cuello muy abierto y un pañuelo rojo atado en la garganta a lo francés, y el pelo recogido en una cola de caballo. Las pecas jubilosas de su cara bailaban bajo el envelat de verbena veraniega que era su pelo butano. La miré esperando que me explicase lo que sucedía, lleno de Inocencia. Inocencia con mayúscula, ese tipo de inocencia infantil que no vuelve a repetirse, que es caduca como el pescado fresco y los copos de nieve. Elvira tampoco habló, pero sus pupilas me saludaron con alegría.

El silencio se rompió con el rasgar de la pluma de Marco Cara. La pluma recorría el papel haciendo loops y barrenas, como un avión acrobático cargado de tinta.

El mensaje decía: Tenemos una propuesta que hacerte. ¿Te interesa escucharla?

Leí el mensaje, les miré a todos. De golpe pensé que la comparación adecuada tal vez no era una sociedad secreta de principios de siglo. En realidad, pensé, se parecen más a Los 4 Fantásticos; el cuarteto de superhéroes de la Marvel.

Los 4 Fantásticos fueron la primera familia de superhéroes de la tierra. Su líder era Reed Richards, un científico empeñado en demostrar que el viaje interestelar era posible. Cuando lo realizó, rayos cósmicos bombardearon el caparazón de la nave, afectando a sus pasajeros: la novia de Richards, Susan Storm; el hermano de ésta, Johnny Storm; y un amigo de Richards, Benjamin Grimm. Como consecuencia, los cuatro regresaron a la tierra transformados en superhombres.

Reed Richards se convirtió en el Hombre Elástico. El líder sensato y juicioso, con la habilidad para malear y estirar su propio cuerpo. Ése era Marco Cara, imaginé.

Susan Storm se transformó en la Chica Invisible, la mujer de Richards, transparente a voluntad, llena de trucos. Ésa era Elvira.

Johnny Storm se convirtió en la Antorcha Humana. Joven, alegre, despreocupado, hermoso y en llamas puntuales; ése era Johnny Cactus.

Ben Grimm se transformó en la Cosa, una masa de epidermis rocosa con mucho mal humor. Ése era Arturo Grima, básicamente porque al principio me caía pésimo.

Mi teoría hacía aguas por todas partes: Elvira y Johnny Cactus no eran hermanos; Elvira no estaba casada con Marco Cara. Pero no se me ocurrían otras familias de superhéroes con cuatro miembros. Tendrían que ser Los 4 Fantásticos, caramba.

Sentado en su mesa, escuchándoles hablar, pensé otra vez: ¿La forma en la que te ve la gente es como eres realmente? Si concentras todos tus esfuerzos en parecer algo y lo consigues, ¿te conviertes en ello con el tiempo? Recordé lo que pensé el primer día que entré en este bar: Si algún día muto en otra cosa, la inmovilidad del espejo de la barra me recordará los cambios que he hecho. Miré al espejo y vi mi cabello mal cortado, mi camiseta retorcida, mi palidez, mi flacura, mi rebeca inmunda.

Sin mover demasiado los labios, contesté:

—Sí, claro que me interesa. ¿Qué es?

El bloc de Marco Cara: Más tarde. Primero, a beber.

El camarero se nos acercó, les saludó a todos y Marco Cara le dijo cinco con las manos. Un sentimiento de inclusión me recorrió el cuerpo al ver aquellos cinco dedos. Esa sensación deliciosa y confortante de pertenecer a algo, aunque fuera un algo naciente y pequeño, aunque fuera un embrión de amistades futuras; sentí la salpicadura de la inclusión, lo recuerdo bien. Uno de esos cinco dedos era yo.

Yo era uno de aquellos dedos gráciles y flacos.

La acción sucede en el bar La Costa Brava de Gràcia, tres horas después. En el centro del escenario está la mesa. A la izquierda de Pànic, en sentido contrario a las agujas del reloj, se sientan Johnny Cactus, Marco Cara y Arturo Grima. A la derecha de Pànic está Elvira. Un círculo perfecto. Por la puerta, a la izquierda del escenario, puede verse que ha anochecido. El bullicio en el exterior indica que hay gente en las calles, yendo y viniendo; son las once y media de la noche. Dentro del bar se distingue el ritmo de «The tracks of my tears» de Smokey Robinson & The Miracles.

El atrezzo son varios vasos de gin tonic en la mesa. Ropa inmaculada para Los 4 Fantásticos. Ropa negra y resquebrajada para Pànic. Un bar parcialmente modernista. Un espejo en la barra. Un manojo de extras indistinguibles con ropa similar y, en el centro, los protagonistas de la obra.

JOHNNY CACTUS (secándose los labios con su pañuelo): Creo que, ahora que ya hemos tomado algo de lubricante social, podemos hacerte la propuesta. (A Marco Cara): Hemos decidido que sería yo el que te la expondría. (Pànic juguetea con una servilleta de papel, que va mirando intermitentemente durante toda la escena. Marco Cara vuelve a mirarle.) No puedo darte todos los detalles, ni puedo especificar demasiado algunos de los planes; tendrás que conformarte con lo que puedo decirte, por el momento, y confiar en nosotros.

ARTURO GRIMA: Te salvamos el culo una vez, así que no te queda más remedio. Tus nalgas nos pertenecen.

JOHNNY CACTUS: Cierra la boca, Arturo, por Dios.

Arturo Grima bebe un trago largo de gin tonic.

ARTURO GRIMA (sarcástico): Sí, señor.

JOHNNY CACTUS: Lo que puedo decirte es esto. Somos un grupo con unos objetivos determinados. Quizás suena anticuado o banal, me es imposible juzgarlo; en cualquier caso, eso es lo que somos. No puedo decirte para qué trabajamos, ni cuál es nuestro fin. Tampoco puedo decirte quiénes son nuestros aliados. Sé que imaginabas que determinados grupos ya no existían. Te equivocabas. Múltiples hechos que la gente atribuye al azar tienen un origen y unos perpetradores. Disculpa lo enigmático de mis palabras, pero de momento tendrás que acostumbrarte a ellas.

PÀNIC (mirando a Johnny Cactus, sin dejar de doblar la servilleta): Creo que no entiendo.

JOHNNY CACTUS: Nos encontramos en un momento concreto en que necesitamos tu ayuda. Tampoco puedo decirte por qué nos encontramos así; basta con decir que sufrimos algunos percances inesperados. Lo cierto es que andamos cortos de personal y necesitamos una quinta persona para determinadas tareas. (Bebe un trago.) Con el tiempo y nuestra ayuda, aprenderás cosas, y descubrirás otras que jamás hubieses sospechado sobre el mundo y los que nos rigen. Eso, en cierta manera, será tu sueldo. El conocimiento. Atravesar esa gruesa capa de epidermis que la mayoría de humanos no llega ni a rozar. No puedo mentirte: será peligroso. Tampoco puedo mentirte en otra cosa: vale la pena.

PÀNIC (a todos): Pero ¿quién me ha escogido a mí? ¿Por qué yo?

Marco Cara mira hacia Elvira y asiente con la cabeza, indicándole que es su turno.

ELVIRA: En parte porque tienes asimilada una buena sección de una de las múltiples bases ideológicas. En parte porque no tienes miedo, como demostraste en la calle de la facultad al intentar (sonríe) defenderme. En parte por tu pasado y tu soledad, que implican discreción. En parte por una recomendación. Y en una parte muy pequeña porque recuperaste el libro de Stirner que me había perdido este desastre humano con gafas (señala con el pulgar a Johnny Cactus.).

JOHNNY CACTUS (sonriendo, le agarra la mano y simula romperle el dedo): Sin acusar, lista. Y no señales, que es de horrible educación.

PÀNIC (doblando la servilleta y mirándola concentrado): No os lo toméis mal, pero sigo sin entender nada. No estoy muy acostumbrado a que la gente me diga que me necesita; no he sido nunca muy popular, a no ser que hablemos de la popularidad de las brujas de Salem o los hugonotes. ¿Qué es esto? ¿Para qué me necesitáis? (Se interrumpe un instante y levanta la cabeza para mirar a Elvira.) Eh. Espera un momento. ¿Qué has dicho de una recomendación?

ELVIRA (desvía los ojos y mira al techo, enigmática): Alguien te recomendó para esto, pero aún no puedo decirte quién.

JOHNNY CACTUS: Recuerda lo que te he dicho. No podemos contarte nada aún; tu contrato se basa en pura confianza. Puedes confiar en lo que te estoy proponiendo o no; tú decides. Pero recuerda, lo único que puedes perder es el aburrimiento.

PÀNIC: Antes has dicho que era peligroso. No creas que no te he oído. No soy Johnnie Ray (se señala la oreja).

ELVIRA: ¿Quién?

PÀNIC (sacudiendo la cabeza, la mirada baja): Nada, da igual.

JOHNNY CACTUS: Es cierto, es peligroso, pero también es increíblemente divertido. No lo haríamos si no lo fuera.

PÀNIC: Si se trata de combate cuerpo a cuerpo con la policía, no me interesa. No soy un hombre de acción, y tengo la salud un poco delicada.

Todos se quedan en silencio durante una fracción de minuto, mirándose entre ellos, como dudando qué decir. Marco Cara mira a Johnny Cactus.

JOHNNY CACTUS (respira hondo y luego habla): Lo que viste el otro día no era la lucha real. Lo que viste era una incidencia puntual de algo mucho mayor. Como si cavaras un enorme túnel transoceánico y al llegar al subsuelo empezaran a salir ratas. Lo que viste en la facultad era una simple tarea de desratización.

ARTURO GRIMA (mirándose las uñas, como si la conversación no fuera con él): Pura limpieza. Higiene.

JOHNNY CACTUS: Sería pecar de extrema ceguera política el no darse cuenta de que la represión policial no es el problema. Es sólo una inconveniencia. Una inconveniencia fea, maleducada, que vocea mucho y puede llegar (señala la ceja de Pànic) a ser dolorosa, como sabes. Es útil porque, como sucede con la ultraderecha, sus actividades represivas son espléndido material de primera plana, reúnen todos los clichés sociales y proporcionan una espléndida cortina de humo tras la que ocultar los verdaderos desmanes del sistema; los desmanes diarios, los que, de tan cotidianos, han quedado aceptados como «ley de vida». Esto es muy irónico. No existe ninguna «ley de vida» que diga que alguna gente ha de ser fabulosamente rica y otra no.

PÀNIC (concentrado, confuso): Ya veo.

JOHNNY CACTUS: Algunos enemigos son muy obvios. Es muy fácil señalarlos. Pero el enemigo real, o la razón por la que el enemigo triunfa, es más difícil de ver. El enemigo superficial está en clara desventaja numérica. Somos millones más que ellos. ¿Cómo se explica, entonces, que tengan la raqueta por el mango?

PÀNIC: Tengo la sensación de que estás a punto de decírmelo.

Marco Cara se lleva un dedo a la boca indicando silencio y luego señala a la televisión. Un hombre sentado en una mesa, dentro de la pantalla, mueve los labios produciendo un sonido cacofónico. Marco Cara observa a su alrededor y efectúa un movimiento circular señalando a las mesas circundantes. Muchos de los clientes miran embelesados, con ojos zombis, al televisor.

JOHNNY CACTUS (su mano presenta la escena, como si se tratase de un truco de magia): Eso, exactamente eso, es la raíz de todos nuestros problemas. La estupidez crónica, el nivel de tapiado de cerebro al que se ha llegado, un tapiado perfecto, limpio, que no deja huella, y que es el más meticuloso avance del sistema. ¿Tú crees que todas esas personas que defienden el libre mercado y se quejan de las huelgas son terratenientes, hijos de grandes industriales? No lo son. Sus padres son carteros, tenderos, oficinistas. Algo ha eliminado toda conciencia de clase, todo asomo de rebelión, y ya no queda nada. Algo les ha transformado en obstinados defensores de una organización que les hizo mecánicos, animales, prescindibles.

ELVIRA (da una pequeña palmada a la mesa): Ese algo es lo que hay que eliminar. Como primer paso, como primer ecualizador.

PÀNIC: Lo entiendo. (Duda y mira al techo un segundo.) ¿Y… Y si digo que sí y luego os dejo plantados? Podría suceder. No soy demasiado consistente en mis obsesiones. No sé quién ha sido el que me ha recomendado, pero se equivocó de ficha personal. A lo mejor tenéis el currículum de otro.

JOHNNY CACTUS (poniendo la mano en el hombro de Pànic): No nos dejarás plantados, amigo. Los mismos resortes en los que te verás implicado anularán en ti cualquier deseo de abandonar.

ARTURO GRIMA (levantando la mano irónicamente): ¿Se puede votar en contra de este tremendo error? Echad, por favor, un nuevo vistazo a este despojo humano.

Marco Cara le mira, amonestador. Arturo baja la cabeza.

Marco Cara bebe un último trago y anota algo en su bloc. Cuando termina, lo deja en el centro de la mesa para que todos alcancen a leerlo.

La nota dice: «Creo que ha llegado el momento de dejar que nuestro amigo reflexione.»

(Empiezan a levantarse todos.)

JOHNNY CACTUS: Hasta pronto, Pànic.

PÀNIC (mirándoles): Hasta pronto. Ha sido un placer. (Distraídamente deja encima de la mesa la servilleta que ha estado doblando. Es una pirámide perfecta.)

ELVIRA (señalando la servilleta papirofléxica): Hey. ¿Qué simboliza eso?

PÀNIC (aplasta la pirámide con la mano y la mira, enrojeciendo): Nada, hombre. Un acto reflejo.

Todos salen del bar. Johnny Cactus espera en la barra para pagar. Pànic, aún sentado en la mesa, les observa salir.

TELÓN

—Hoy ha sido un día muy raro —le dije a Johnny Cactus. Luego le pasé la cerveza.

Debajo de nosotros, la manifestación de luciérnagas más grande de la historia. Estábamos sentados en un mirador desierto del Tibidabo, y toda Barcelona era una estera de bombillas a nuestros pies. Llegamos allí en la moto de Johnny Cactus, una Vespa Primavera amarilla, pequeña como un secador de pelo con ruedas. Eran las tres de la mañana y los demás se habían ido hacía horas. Johnny Cactus había vuelto al bar y me había encontrado allí, en el mismo rincón, pensando aún. Se acercó de inmediato a mi mesa y me invitó a acompañarle. A su escondite, dijo.

—Días aún más raros te esperan.

Dio un trago. Estaba medio tumbado encima de la moto, con los pies colgando sobre el manillar. Llevaba una tejana blanca entallada, un polo verde de nailon y cuello redondo, tejanos blancos con la raya hecha y calcetines verdes a juego. Los zapatos eran mocasines beige trenzados.

—Oye. Me sería de gran ayuda si dejarais todos de comportaros como si esto fuera una película de espías de la guerra fría. Me siento como un personaje de Graham Greene.

Johnny Cactus no dijo nada. Sólo se quedó quieto mirando a la ciudad, desperdigada allí abajo como si alguien la hubiera desenrollado, como si hubiese caído de una hormigonera.

—Es imposible que decida nada si no sé lo que tengo que decidir —insistí—. Es absurdo. —Empezó a soplar un viento pequeño, algo frío, que me despeinó aún más.

—Es un poco temprano para que te contemos los detalles. Pero puedes estar seguro de que es algo bueno —soltó, sin mirarme aún.

—Esto es una locura. Debería saber a qué me he unido y quiénes sois. Quiero decir, no os conozco. Os he visto en un bar durante unas semanas, luego me habéis salvado los dientes, de acuerdo, y ahora me pedís… —Dudé un momento—. ¿Qué me pedís?

—¿A qué viene tanta prisa por saberlo? Además, nosotros tampoco sabemos mucho de ti. —Luego me alcanzó la botella, incorporándose.

—Créeme si te digo que no hay mucho que saber.

—Estás siendo modesto, claro. Yo creo que estás lleno de historias fascinantes, Pànic. Que tu vida no lo sea en este momento es algo que tiene fácil solución.

Limpiándome la boca después de beber, dije:

—¿Qué significa eso? ¿Qué sabrás tú de mi vida?

—Sé que te mueres de aburrimiento, que estás estudiando porque no se te ocurre nada mejor que hacer, que estás malgastando los minutos más importantes de tu vida. Lo sé porque yo los malgastaba también.

Pensé de nuevo en mis actividades diarias. La verdad es que no eran el colmo de la excitación, y masturbarme con el recuerdo de Eleonor tampoco podía definirse como un deporte de riesgo. Moralmente tal vez sí. Como rappel emocional, o parapente en los puentes del remordimiento.

Johnny Cactus estaba justo delante de mí, ahora. Muy cerca, y detrás de él estaba toda esa cama de luces que era Barcelona. Como si el Jinete Eléctrico se hubiese tumbado a dormir la siesta. Miré a sus zapatos, en silencio. La cabeza me rotaba sobre su propio eje. Pequeños satélites de luz parpadeaban ante mí.

—Tienes que darte cuenta de que si accedes a ayudarnos quizás darás un puntapié que no permite retrocesos.

Un nuevo silencio se instaló entre los dos cuerpos. A nuestro alrededor, todos los grillos del Tibidabo golpeaban las congas de una vieja sintonía de Pérez Prado.

Al cabo de un rato dejé la botella en el suelo y le miré.

—Creo que os echaré una mano, pues. Signifique lo que signifique eso.

Johnny Cactus se rió.

—¿No quieres ser un cangrejo, como todos los de ahí abajo? —Hizo un movimiento de presentación de la ciudad con la mano abierta—. No es vida, claro, es otra cosa; pero es mucho más cómoda. Es más cómodo dejarse llevar que nadar contracorriente, igual que es mucho más satisfactorio ser tonto que listo: ser listo sólo trae problemas y sufrimiento. Es más confortable disimularse entre la multitud, sin duda, que tenerles señalándote, riéndose de ti o insultándote; pero una de las dos cosas te hace mejor hombre y la otra no. Por una de las dos cosas merece la pena estar vivo, mientras que la otra… La otra es un desperdicio. Es haber vivido como un animal. El ser humano no está en este mundo para obedecer órdenes o conformarse.

Sus palabras se quedaron colgando entre los dos, como farolillos chinos de una fiesta que acabase de empezar.

—Pero sé un cangrejo, si quieres. Estás en tu derecho. Sé una oveja cuyo único derecho es comer y defecar y fornicar, si quieres. Es tu vida, después de todo.

No me gustó la idea de ser un cangrejo. Y menos una oveja. Pensé: Vaya asco de opciones. No era precisamente Esopo.

—No quiero ser ninguno de los dos animales. Si no tienes algún otro animal más glamouroso no, no quiero ser ninguno de esos dos. —Johnny Cactus soltó una carcajada y me echó la mano al hombro.

—Buena decisión.

—Sólo una pregunta: ¿no dormís nunca?

—Para eso también tenemos soluciones —dijo, sacando un chicle del bolsillo y metiéndoselo en la boca—. Pero no puedo contártelo aún. ¿Chicle?

Hug Ferrer andaba bien. Sus padres le habían encaminado hacia un futuro brillante, exitoso, lucrativo. Sin embargo, una ley darwiniana dice que, cuanto más tratas de convertir a tus hijos en algo parecido a ti, más distintos crecerán.

Hug Ferrer se salió del camino. Un pijo loco, con todo que perder y sin importarle nada perderlo. Cuando los niños ricos se ponen así, son peor que el lumpen proletariat. Auténticas granadas de mano con Sebagos.

En segundo de BUP, Hug abandonó el colegio. Sus padres aún creían que Hug se había sacado el BUP y el COU, y que iba por segundo de carrera en pos de su título de arquitecto.

Pero nunca volvió a ir a clase. Pasó cada mañana robando en supermercados, buscando pelea, como una mina antipersona con Lacostes, una mina andante que alguien hubiera dejado suelta por Barcelona.

Si se parecía al personaje que interpreta James Dean en Rebelde sin causa, si se parecía a aquel pijo resentido y confuso de la película, Hug le cambió el final.

Aquí no iba a haber reconciliación. Aquí no iba a haber abrazo con el padre.

El falso arquitecto conoció a Marco Cara en su segundo de carrera imaginario, y pasó de inmediato a ser uno de los vorticistas. Al poco tiempo, Hug Ferrer se cambió el nombre y pasó a llamarse Johnny Cactus.

Johnny Cactus es un gran nombre para empezar cosas. Quizás debería haber comenzado este libro con él, y no conmigo. Pero ahora es demasiado tarde, para cambiarlo y para muchas otras cosas.

—Los cactus son cabrones resistentes —me contó un día cuando le pregunté la razón—. Viven con poco, rodeados de desierto, de nada, de arena estéril y llanuras estáticas. Pero aun así viven y están llenos de jugo. No atacan sin motivo, pero si te acercas sin invitación te pinchan o te envenenan. Y, a pesar de sus púas, algunos llegan a producir flores hermosas y frutos deliciosos.

Cuando Hug Ferrer desapareció, sus padres pusieron un anuncio en el periódico. Un anuncio inútil, porque Hug Ferrer ya no existía.

Era Johnny Cactus.

Tres días después de subir al Tibidabo con Johnny Cactus estaba sentado con mi tía en su terraza. Desde donde estábamos se oían las notas amortiguadas de un disco de las Supremes que yo había puesto. Era un domingo al mediodía y hacía mucho sol, un sol vertical que se sostenía plomizo justo en lína recta sobre nuestras cabezas, y los dos llevábamos camiseta; ella una de tirantes y yo la de Disneylandia. Desde donde estaba me veía reflejado en los cristales del comedor y, la verdad, no era algo bonito de ver. Volví a pensar que tenía que comprarme ropa lo antes posible. Y ese pelo. Me pregunté: ¿Me quedaría bien un flequillo como el de Johnny Cactus? Tengo un pelo bastante lacio. Podría quedarme bien.

Estaba peinándome hacia un lado, tratando de imaginar el efecto de un flequillo lacio sobre mi ceja, cuando oí la voz de Lola.

—¿Qué? —le dije volviéndome, la mano aún pegada al flequillo. Ella estaba sentada con ambos pies encima de la silla de mimbre y bebía de un quinto de cerveza. Llevaba pantalones cortos.

—Te decía que si conservas muchos recuerdos de tus padres. ¿Qué recuerdas de ellos? Tengo curiosidad.

—La mayor parte de las veces son flashes de vacaciones. El parque de Hampstead Heath. Mi madre acompañándome a la puerta del colegio. No tengo casi ninguna secuencia larga, con conversación, grabada en la memoria.

Lola cogió una aceituna del plato con dos dedos. En el espacio libre que dejaron mis palabras flotaban unas notas más del disco que puse. La canción era «He’s my sunny boy».

—Has dicho «casi».

—Sí. De hecho, sí que tengo un recuerdo largo. Estamos viendo la televisión en la casa de Crouch End. En la pantalla hay un joven corriendo y una imagen de trofeos deportivos. El joven corredor es Tom Courtenay. Hay un hombre serio con gabardina y bigote que grita: «¡Vamos, Smith!» Hay también un cura gritando.

—Eso me suena.

—Es La soledad del corredor de fondo —le contesté—. Una película de 1962 de Tony Richardson, adaptada de una historia corta de Allan Sillitoe. El protagonista, Smith, que interpreta Tom Courtenay, es un delincuente juvenil que ha pasado toda su vida corriendo delante de la policía. En el reformatorio acepta formar parte del equipo de corredores de fondo de la institución.

Bebí un trago de cerveza, y luego continué. Todo estaba muy tranquilo en aquella terraza y me entraron ganas de hablar, algo que no sucede muy a menudo. Imagino que las mariposas que flotaban en mi estómago se habían excitado con el recuerdo y habían decidido fugarse por mi boca. Una nube de mariposas verbales, todas revoloteando en dirección a las orejas de Lola.

—Smith corre cada día, solo, por los campos que rodean la cárcel, y se siente bastante libre y piensa en lo que ha sido su vida hasta entonces. Smith sabe que no mucho, y sabe que nació en el equipo malo, el que siempre pierde. Vemos al joven llegando a un montículo que domina toda la recta final; obviamente, es una carrera. En el televisor, Smith se para poco a poco, dando los últimos pasos arrastrados. Mis padres están junto a mí viendo la televisión.

Lola puso cara de atención. Por encima de nosotros pasó una gaviota, desgarrando vocales con el pico como si fuesen crustáceos pequeños.

—Veo a Tom Courtenay, y está parado, con los brazos en jarras, sin respiración, mirando a la multitud. En la televisión el hombre con gabardina tuerce la boca en una mueca de horror, porque acaba de darse cuenta de lo que está pasando. Smith sonríe, inmóvil, mientras todos le gritan que corra. Ésta es mi parte favorita. Lo que queda sucede muy rápido. El hombre con gabardina se marcha, humillado. El segundo de la carrera adelanta incrédulo a Smith, que sigue sonriendo y afecta un ademán de reverencia burlona. El segundo de la carrera se transforma en el primero y gana. Smith sonríe aún. Y ahí es donde me acuerdo de mis padres.

Lola levantó las cejas, curiosa.

—En mi recuerdo mi madre se subió al sofá y aplaudió cuando Smith dejó de correr y se negó a ganar. Creo que mis padres habían bebido bastante vino y mi padre se reía y aplaudía también. Mientras aplaudían llegó el fundido en negro, y después de él llegó la siguiente escena. En ella, Smith seguía en el reformatorio y se le veía fabricando bolsas de piel en un taller junto a otros reclusos. La última escena antes de que la película terminara de verdad mostraba a Smith recogiendo una bolsa del suelo, inclinándose por orden del alcaide (que era el hombre de la gabardina). Recuerdo cómo me confundió esa escena.

Volví a pensar durante medio minuto. Luego continué:

—Me acuerdo que le dije a mi madre: «Pero no ha servido de nada. ¿Por qué ha perdido la carrera, si ahora está peor que antes? Si hubiera ganado hubiese sido mejor». Mi madre me contestó: «A veces, cuando pierdes, en realidad ganas.»

El recuerdo me hizo sonreír, y a Lola también.

—Yo le dije: «Pero si no ha ganado». Y mi madre, me acuerdo de esto perfectamente, me acarició la nuca de una manera muy placentera y me dijo: «Estos gestos son la única manera de ganar que tenemos a veces, Pànic. Si hubiese aceptado ganar, habría vendido su dignidad, y eso hubiese sido peor que perder. Smith prefiere perder y ser puro que ganar y ser impuro.»

De repente empezó a sonar el teléfono en el comedor. Lola se levantó.

Me quedé pensando y mirando al vacío, sin ver el cielo ni la terraza. Quizás mi madre tenía razón. A veces, cuando pierdes ganas. Pero se le olvidó añadir que, a veces, cuando pierdes, pierdes. O que, a veces, cuando pierdes, luego parece que has ganado, pero vuelves a perder.

Y esa última vez es la de verdad.

Esa última vez es la última vez. Desde ahí, no ganas.

En ese momento Lola sacó la cabeza por la puerta.

—Es tu tía abuela, Pànic.

—Voy. —Y fui y dejé de pensar en lo que estaba pensando.

Rebeca me miró y empezó a carcajearse.

—Tienes las manos azules. ¿Por qué tienes las manos azules?

Me puse un dedo en la boca y dije: «Shhhht», con cara de ¿Quieres dejar de gritar, maldita loca? Pero el dedo de la mano era azul.

—No me lo digas —dijo, sin parar de reírse—. Te estás convirtiendo en un pitufo, y la mutación ha empezado por las manos.

—Baja la voz, joder —susurré. Estábamos en clase de Latín, o de Lingüística Románica. Había dejado de importarme completamente. Hasta luego, Tristán e Isolda. Era martes de la siguiente semana.

—O el primo del Increíble Hulk. Te estás enfadando, y por eso las manos se te están poniendo azules. —Volvió a reírse con gran volumen.

Aquella misma mañana, Lola me había dejado una de sus notas. La leí directamente de la puerta de la nevera, sin quitarla. Decía esto:

Pànic:

¿Te acuerdas de La soledad del corredor de fondo?

Pues bien, tengo que pedirte que esta noche desaparezcas para que yo pueda experimentarla en mi piel. O, traducido al idioma común: esta noche he invitado a un amigo a cenar, y necesito que te vayas de la casa por unas horas, que serán mejores cuantas más sean. Si fueras más joven te daría dinero para el cine o para Disneylandia (perdón, olvidaba que ya has estado; qué gran camiseta), pero teniendo en cuenta que ya tienes veinte años no voy a insultar tu inteligencia.

Esfúmate de mi domum esta noche, vuelve para dormir a una hora decente, y mi corazón exultará de alegrías.

Y algo más: debe de haberse estropeado la cisterna del WC, porque no para de salir agua. Esa súbita crecida de las aguas está provocando que nuestra factura de las mismas esté aumentando proporcionalmente y de manera dramática. Por consiguiente, te suplico que la arregles. Recuerda que eres el hombre de la casa.

Aunque no esta noche, querido. No esta noche.

Besos,

Lola

En la cisterna, claro, había una de esas pastillas desinfectantes azules, que yo manoseé sin darme cuenta cuando intentaba arreglar el mecanismo. Ese tinte es uno de los más resistentes de la galaxia; me había lavado las manos diez veces y el azul cielo seguía ahí, en mis manos. En cada una de mis huellas dactilares estaba impregnada toda la bóveda celeste.

Juré de forma horrible bastantes veces, pensando en Lola. Si algo no necesitaba eran manos azules. No me ayudaba en nada, tener manos de ese color.

—¿Se puede saber qué pasa ahí al fondo?

Mierda. Era el profesor de… Era el profesor.

—A ver, ustedes dos —dijo, señalándonos—. Pónganse en pie. —Rebeca y yo obedecimos. Ella era un globo pinchado que no paraba de hacer pffffft, tratando de sofocar la risa, rebotando sin peso por las paredes del claustro—. ¿Se puede saber qué les pasa? Si no les interesa mi asignatura, pueden marcharse. Pero dejen de armar escándalo, por favor.

Bajé la cabeza, pero entonces Rebeca me cogió una mano, la agitó como si fuera la de un títere y con voz vagamente ventrílocua (se tapó la nariz con dos dedos) dijo:

—¿Do bitufará usted dónde buedo bitufar algo de bitufa pod aquí, señod?

Toda la clase se echó a reír, menos el profesor de Asignaturas Desconocidas, que gritó FUERA.

Quince minutos después estábamos en el bar de la facultad los dos, sentados en la barra. Rebeca llevaba Lois negros de pana y unas bambas Puma rojas, camiseta de rayas y una sudadera roja con capucha y la cremallera abierta. Las rayas se desviaban hacia ambos lados de su pecho como un mapa cartográfico, montes y valles circulares, accidentes del terreno, estratigrafía pectoral. Rebeca tenía los pechos grandes. Nunca me han obsesionado especialmente los pechos grandes, como a otros hombres; quizás porque Eleonor tenía los pechos muy pequeños.

Yo estaba en silencio, tratando de discernir la clase de chica que era Rebeca. Decidir si era rica o pobre, hippie o moderna, intelectual o no, afectada o natural, me parecía imposible. Quizás si me dijera cómo empezar, si selláramos algún trato…

—¿Qué trato?

Mierda. Estaba reflexionando en voz alta otra vez.

—Hum. Un trato… Un trato con mis manos azules. Tú no vuelves a hablar de ellas y yo no te aplasto con mi fuerza sobrehumana de Hulk. Si dejas de tocarme las narices, volveré a ser Bruce Banner y podremos tener la mañana en paz.

Ella sonrió con boca de croissant gigante.

—Ahora es imposible. Una vez has vuelto a mencionar las manos, hay que decir algo sobre ellas. O sea, tienes manos cyan. No es como tener los pies pequeños o los ojos muy juntos.

—Cambiemos de tema completamente. Es la única manera. Stirner. Hablemos de Stirner.

—¿Quién es ese señor? —Rebeca apoyó la cabeza en las palmas de las manos, mirándome. Su cara se sostenía en ellas como una bola mágica de cristal, y dentro de ella imaginé labios futuros, besos por venir.

—Te diré sólo que Marx abandonó un proyecto de crítica de la economía política para refutar palabra por palabra su libro, El único y su propiedad. Imagina. Para él, Stirner, con su defensa del yo egoísta, es el producto de una sociedad burguesa en decadencia. El yo stirneriano es una proyección del egoísmo burgués que debe superarse mediante la reconciliación entre el yo y las relaciones sociales.

—Suena a rollazo inmenso.

—No lo es. Escucha: el yo trascendental de Kierkegaard, preso en un estado constante de angustia metafísica, se transforma en Stirner en un yo deseoso de afirmarse en el mundo con todas sus fuerzas, pasándose por la rabadilla las relaciones sociales. Al fin y al cabo, las relaciones sociales son las que te persiguen en los institutos con piedras y te mantean en los pasillos.

—¿Me estás mirando las tetas? —dijo de repente. Mierda. Desvié la mirada hacia la esquina más alejada de sus pechos que había en todo el bar.

—¿Estás loca? Claro que no —dije, casi de espaldas a ella.

—Era broma, Pànic. Relájate. Eres el chico con el nerviosismo perpetuo.

—Perdón. —Levanté la mirada y volví a encontrarme con sus pechos, y para evitarlo hice un gesto brusco, intentaba apoyarme en la barra con el codo y mirar a nuevas esquinas, pero en la barra había un servilletero que hice volar por los aires. Las servilletas se desperdigaron por el suelo como confeti de Brobdingnag.

Las cosas no podían ir peor.

—Calma. No ha pasado nada —dijo ayudándome a recoger el desbarajuste de papeles. Luego se puso en pie, y me miró desde allí arriba—. Eres un tío raro, Pànic. ¿Se puede saber en qué mundo vives?

Esa pregunta ya me la habían hecho antes. Eleonor, en segundo de BUP. Se me encogió un poco el corazón, retorciéndose sobre sí mismo como un escarabajo amenazado, hurgado por sorpresa.

Los ingleses tienen una frase para eso: my heart sunk.

—Déjalo —dije, mirando al suelo—. Da igual. Todo es muy complicado.

—¿Qué te pasa? —dijo ella bruscamente, pero su voz era almíbar del que se pone en las tartas. Bien dulce, como sirope inglés de arce.

—He tenido una infancia y una juventud muy raras —le dije, aún arrodillado, con las manos todavía rebozadas de serrín y servilletas—. No te preocupes. Algún día te lo contaré. —Es curioso. Me paso el día diciendo eso y nunca cuento nada.

Me levanté al fin.

—¿Pànic Orfila? —Era un policía nacional con patillas de hacha. Iba de paisano, pero sólo los policías hablan así. Olía a sudor de cebollas, como si alguien hubiese plantado puerros en sus axilas.

—Soy yo.

El policía me dijo, bruscamente, que los testigos habían declarado a mi favor, así que los cargos contra mí se habían desestimado. Sin embargo, los mismos testigos bocazas declararon que mantuve una conversación con los acusados, por lo que la ley me obligaba a pasar de nuevo por comisaría para ayudar en la identificación. Luego me dio una tarjeta con un teléfono y se quedó un segundo observando cómo ésta flotaba como una balsa a la deriva sobre las palmas de mis manos azules.

—¿Qué le pasa en las manos? —dijo, sin esperar respuesta. Luego se fue medio riéndose.

Cuando el policía se hubo marchado, Rebeca me miraba con estupor. Se llevó las manos a las mejillas, simulando inmenso shock, la boca abierta en círculo perfecto como un muñeco de feria de los que tragan bolas y dan premios.

—Madre mía. No sabes en qué mundo vives, te gusta llevar rebeca de mujer, tienes las manos azules y has estado involucrado en actividades delictivas. ¿Sabes que cada día eres más interesante? Cuéntamelo todo, venga.

—Algún día te lo contaré —repetí por milésima vez—. Es muy complicado.

Rebeca se me quedó mirando un segundo, y luego se puso a estirarse las coletas, y luego se desperezó y luego volví a ver las rayas de su camiseta haciendo dunas en su pecho, dianas de tórax para tiro al arco. Siempre había tiempo, me dije mentalmente, para revisar mi política sobre los pechos grandes.

—No me cuentes nada si no quieres —dijo—. Pero al menos ven a la fiesta del sábado.

La fiesta. Se me había olvidado por completo.

Mi conversación telefónica con Àngels del domingo pasado, el día en que estaba en la terraza de casa de Lola escuchando a las Supremes, había empezado así:

—Pànic, hijo. ¿Cómo te va todo?

Y había continuado así:

—Bien, Àngels. Todo va de perlas.

—¿Has hecho amigos? —preguntó, con preocupación en la voz—. Ya sabes que siempre has tenido problemas para hacer amigos.

—Tengo amigos —la tranquilicé—. Puedes estar tranquila. Tengo millones de amigos.

—Siempre has sido un niño solitario. En eso saliste a tu padre.

—Era un niño solitario porque no me dejaste ir a la escuela, Àngels —dije, sin resentimiento. Sólo quería aclarar las cosas.

—Es verdad. No te dejé ir a la escuela, y mírate ahora. Eres un verdadero individuo que controla sus acciones. Acuérdate de Stirner: «Mi poder es mi propiedad. Mi poder me da propiedad. Mi poder soy yo mismo y, a través de él, soy mi propiedad.»

—Ya me acuerdo. Siempre me acuerdo de Stirner. Tengo al pesado de Stirner metido en la cabeza todo el día. Estoy harto.

—Allá tú. Pero cuando te quedes solo, y te hayas olvidado de Stirner, vendrás a tu tía —profetizó.

—No me quedo solo, ya te lo he dicho. Tengo una burrada de amigos. Y además, no te vas a creer esto, también han leído a Stirner. He conocido a los únicos seres humanos aparte de nosotros dos (y los miembros del Instituto de Vandalismo Público) que se han leído al cenizo de Stirner. ¿No te parece una coincidencia inmensa?

Nadie dijo nada al otro lado del teléfono. Le pegué al aparato un par de golpes con la palma de la mano y luego dije:

—¿Tía?

—Sí, hijo. Perdona, había dejado de oírte. Sí, me parece una coincidencia inmensa. ¿Te trata bien Lola?

Miré hacia fuera y Lola había estirado las piernas encima de mi silla y cerraba los ojos al sol. Era como Joan Baez, de vacaciones y sin guitarra. Le dije a Àngels que sí.

—Me alegro. Ahora tengo que irme, hijo. Ten mucho cuidado con lo que haces.

Nos dijimos adiós y colgué. Cogí la cerveza, le di el último trago y en mi cabeza apareció la pregunta «¿Por qué debería tener cuidado?». Mientras volvía a la terraza, la pregunta aún estaba ahí.

En mi cabeza.

Llegué al Hospital Clínic a las tres de la tarde, después de dejar a Rebeca e irme a casa. Cuando entré en la sala de ensayos médicos, Arturo Grima estaba tumbado en una camilla. Llevaba una camisa a cuadros grandes de colores vivos, un chaleco burdeos de punto, tejanos con la vuelta cosida al revés, zapatos ingleses también burdeos. La raya de su cabeza estaba ahora en vertical, y señalaba al techo.

Una enfermera le estaba colocando a Arturo Grima un catéter. Él levantó una ceja mientras la enfermera buscaba la vena adecuada.

Fui allí porque Johnny Cactus me había llamado a casa una hora antes. Estaba a punto de sentarme a comer, cuando sonó el teléfono. Era Johnny Cactus, y tenía un recado de Marco Cara para mí: debía ir al hospital a ayudar a Arturo Grima.

Así, estaba en el hospital viendo cómo le colocaban al imbécil de Arturo Grima un catéter en la vena. No me dio asco. No tengo ningún problema con la sangre.

—Hola. ¿Puedo ayudarte? —preguntó la enfermera cuando reparó en mí. Era pequeña, con marcado acento catalán y pelo rizado de peluquería.

—Éste es Pànic, un amigo mío que quiere inscribirse para los ensayos médicos —contestó Arturo. Le miré tratando de detectar ironía en la frase.

—¿Por qué tiene las manos azules? —le preguntó la enfermera a Arturo Grima, como si yo no estuviese presente.

Los dos observaron mis manos durante unos segundos. Estaban azules aún, a pesar de que las había dejado bajo el grifo durante mucho rato. Con un movimiento brusco me las metí en los bolsillos, como si fueran conejos asustados.

—No sabría decirte, la verdad —le contestó Arturo Grima, ignorándome también.

—Da lo mismo —dijo la enfermera al fin, acercando una probeta al grifo y extrayendo un poco de sangre de Arturo. Y a mí, por fin—: Siéntate aquí, que ahora te haré unas cuantas preguntas. —Me senté, interesado en la sangre que salía de aquel brazo. Toda esa sangre morada y densa, manando como zumo de frambuesas. Blop, blop, blop.

Al cabo de un rato de manosear el catéter, la enfermera salió de la sala a buscar unos cuestionarios. Cuando hubo cruzado el umbral de la puerta, Arturo se levantó de la camilla.

—Espabila, Pànic. —Llevaba el catéter aún clavado en la muñeca, como si le hubiese brotado un estigma automático—. Vigila la puerta —añadió, y me mostró una llave. Yo vigilé la puerta. Con la llave abrió otra puerta mientras yo miraba al pasillo, por si volvía la enfermera. Luego se sacó del bolsillo una tira de bolsas de basura, que se desenrollaron hacia el suelo como una larga lengua negra de dragón.

—Arranca algunas y ayúdame.

Yo le seguí, cogiendo unas cuantas bolsas con una de mis manos de alienígena. Al otro lado de la puerta estaba el almacén del hospital. Miles de cajas de medicamentos se acumulaban por las estanterías hasta el techo. La Arcadia del hipocondríaco. Todas las cajitas blancas y misteriosas, con sus códigos secretos y nombres raros, sus cápsulas de colores vivos, como golosinas o piezas de juegos extraños.

—Están por orden alfabético. Te digo las que hay que coger: Apsedon, Lipociden, Minilip, Hispanofredina, Heptaminol, HCG, Grasmin, Finedal, Epanutin, Diemil, Dexedrina Spansule, Dicel, Delgamer, Clinail Compositum, Centramina y Bustaid.

Le miré como si estuviera loco y estuviese enseñándome el culo por el ventanuco de su celda acolchada.

—Mira, coge sólo las de la D: Dexedrina, Delgamer, Dicel y Diemil —añadió con resignación.

Encaramados en escaleras, empezamos a llenar las bolsas de basura con medicamentos. Yo pensaba: ¿Qué narices…?

Los ingleses tienen una palabra para eso: baffled.

La situación era un poco embarazosa. Estábamos los dos ocupados llenando las bolsas y nadie dijo nada durante un rato largo. Arturo Grima empezó a cantar, aunque no de nervios; creo que le importaba poco que yo estuviera allí. Empezó a cantar y entonces se produjo una coincidencia de lo más curiosa.

Las notas empezaron a formar alianzas, al principio cacofónicas y abruptas, luego melodiosas, que al poco tomaron forma: «Bernadette, people are looking for the kind of love that we possess.» No había duda. Era «Bernadette» de los Four Tops, una de mis canciones favoritas. Cuando estaba con Eleonor, y creía que ella era mi Mujer Escarlata, siempre le cantaba esa estrofa. Bernadette, la gente busca el amor que nosotros ya tenemos. También canté «Bernadette» las dos ocasiones en que Eleonor me dejó: la historia de un hombre enamorado que nota la envidia, la falsa amistad de los que le rodean. Porque aquéllos sólo tienen una cosa en su mente y ojos: Bernadette. Y él sabe que Bernadette acabará yéndose, que el reloj de Bernadette está tic-taqueando y es sólo cuestión de tiempo que Bernadette agarre los portantes y se marche con otro, empujada por su temporizador afectivo defectuoso, apremiante.

Lo cierto es que la letra de «Bernadette» no tiene un toque tan apocalíptico como el que le daba yo. En la letra original, nada hace pensar que Bernadette vaya a hacer las maletas cuando termine la canción. Bernadette no tiene la culpa de toda esa angustia.

Para mí, sin embargo, «Bernadette» era la gran canción de premonición de traiciones. El himno de los que oyeron la sirena, el aviso, el canto de los que leyeron el cartel donde decía puñaladas inminentes, infidelidades mañana.

Me puse a cantar con Arturo Grima, acoplándome a su ritmo.

Y cuando hablo de ti, veo envidia en los ojos de los demás.

Arturo Grima me miró con estupor. En una décima de segundo, en ese fragmento dejó de cantar. Luego continuó, buscando más cajas. Yo también lo hice. Fingiendo que lo que estaba pasando no era importante, aunque lo fuera.

Y soy consciente de lo que hay en sus ojos. Afirman ser mis amigos, y todo el rato intentan convencerte para que te alejes de mí.

Hay una pausa hacia el final de «Bernadette» que hiela las venas. Todos los instrumentos dejan de sonar y parece que termina la canción. Pero no. De la nada aparece una voz, la del cantante Levi Stubbs, y de algún modo sabes que esa voz lleva lágrimas, cargadas como mochilas en sus omoplatos. Cuando Stubbs rompe el silencio casi puedes ver sus ojos empantanados y rojizos, con embalses en los lados.

Ambos sonreímos en el silencio imaginario que precede el final de «Bernadette».

Entonces vi que de su muñeca brotaba de vez en cuando alguna gota de sangre, y las gotas se iban acumulando cerca de sus zapatos burdeos en un charco de fresas. Cuando, siguiendo mi mirada, las descubrió, se echó a reír con carcajadas enormes y cerró más fuerte el grifo de sus venas.

Bernadette —cantamos a la vez mientras lo hacía.

Primero: Se me dobló una pierna sola y medio caí a un lado cuando la puerta de casa se abrió al fin.

Segundo: Me golpeé el hombro al entrar. No dolió, porque estaba borracho como una rata. Eran las doce de la noche del mismo martes, y volvía a casa después de un día muy largo.

—Arriba, Pànic, arriba —me di ánimos en voz alta al empezar a subir las escaleras. ¡Oh, Pànic, mírate ahora! Directo a la posteridad, yendo al ojo del huracán, al filo de la cuchilla, un revolucionario de verdad, sin importarte el riesgo, gran Pànic Orfila, sublime Pànic, de cabeza al peligro, todo por la historia, el poema, la revolución. Todos pensaron que eras un inútil. ¿Y qué dicen ahora? Ahora callan, anonadados ante lo imparable de tus progresos, lo valeroso de tus decisiones, lo implacable de tus actos. ¡Ah, Pànic! Las mujeres más bellas azuzan el infierno de sus úteros al contemplarte. Las cimas más altas esperan resignadas la firme pisada de tus… no, cuidado con el escalón, no, la barandilla, te estás cayendo por las escaleras Gran Pànic Orfila, sí, lo hiciste, ese golpe bien parado con la frente en el suelo. Eres grande.

Tercero: Me levanté del suelo y me toqué la ceja. Estaba sangrando.

Siete horas antes de caerme por las escaleras, salíamos Arturo Grima y yo del Hospital Clínic con muchas bolsas de basura llenas de medicamentos. Había tantas bolsas que tuvimos que hacer varios viajes. Al final de los viajes había un Ford Fiesta blanco, y sentados en él estaban Johnny Cactus y Elvira, fumando como siempre.

Salíamos por una puerta de servicio y ambos llevábamos batas blancas. El primero en llegar al coche fui yo.

—¿Pesa? —me dijo Elvira cuando hubo abierto la ventanilla. Era pequeña, pensé, tan pequeña que el Ford Fiesta parecía mucho mayor. La miré, negra y naranja como una bombona de butano delgada e invertida. Llevaba el pelo suelto, Mireille Mathieu poliédrica, el peinado roto de las chanteuses irregulares.

Tan menuda, en el interior del Ford Fiesta inmenso, Elvira era el asterisco con la letra pequeña de los anuncios de coches.

(* Promoción válida sólo hasta el 30 de marzo).

Flotando en un lago de skai, exigua en la inmensidad de aquel Ford Fiesta gigante, Elvira se escondía tímida como los avisos reducidos al pie de las vallas publicitarias.

(* No incluye aire acondicionado).

—No, nada —contesté—. En un momento terminamos.

—Hola, pingajo —le dijo punzante Arturo Grima cuando llegó al lado del coche.

—Retrasado mental —contestó Elvira. Las pelirrojas enfadadas son como tigres desquiciados, son como ballestas mal ajustadas, como cañones poco engrasados. Cualquiera puede recibir, la culpa ni se considera. No es una opción. Se trata tan sólo de cercanía y pólvora y presión. Física pura.

Fui a buscar más bolsas.

Al cabo de un rato entrábamos en la Diagonal, y ya nos habíamos quitado las batas. Conducía Johnny Cactus. Todos llevábamos bolsas de basura inmensas en el regazo y en los pies y en el maletero y en la baca. Desde fuera lo que debía de verse era cómo cuatro bolsas de basura industriales, los desechos de la sociedad contemporánea, se tomaban unos días libres para ir a la costa. El interior del coche estaba completamente negro, como si lo hubiesen llenado a rebosar de alquitrán.

Johnny Cactus abrió un poco la ventanilla y algo de aire fresco entró en el vehículo. Elvira se encendió un segundo Gitanes y Arturo Grima empezó a darle vueltas al dial de la radio. Todo lo que sonaba era horrible, estúpido, una pérdida de tiempo. Finalmente se decidió por una emisora de oldies en la que estaban programando a los Sirex y su «San Carlos Club».

Desde donde yo estaba veía con claridad la raya afeitada en la cabeza de Arturo, como círculos en las cosechas, como huellas de un aterrizaje marciano.

—Elvira, saca la botella, por favor —dijo Johnny Cactus sin dejar de mirar al frente.

Elvira se dobló un poco, rebuscó debajo del asiento y al instante surgió una botella de cerveza fría, que ella se ocupó de abrir y pasarle a Johnny. Éste bebió, se la devolvió a Elvira, que hizo lo mismo, y al poco la botella estaba en mis manos. Elvira me miraba con curiosidad por encima de las bolsas repletas. Se puso un mechón de cabello zanahoria detrás de una oreja, y tenía unas orejas bastante grandes. Hay algo en las mujeres con orejas grandes que me intriga. No sé si es por la apariencia élfica que les dan; no sé si es porque parecen ratoncillos curiosos y autosuficientes.

Durante unos minutos, la botella de cerveza en la mano, estuve buscando la manera de preguntar qué era lo que habíamos robado; porque era obvio que lo habíamos robado. Ahora bien, ¿qué eran todos aquellos medicamentos? De eso no tenía la menor idea. Bebí un trago largo, sorteando la bolsa que me oprimía el pecho, y esperé inútilmente a que alguien me lo contara. La cerveza de litro, por otra parte, me estaba congelando los dedos, así que se la pasé a Arturo Grima.

Sentí que debía decir algo. Sentí que debía tratar de comprender los temporales que me rodeaban y preguntar de una vez qué era lo que acabábamos de robar.

Pero miré a Elvira con la boca abierta y por la laringe no me salió nada. Mis pulmones estaban desiertos de letras, y todo mi cuerpo era uno de esos contenedores estériles vacíos que utilizan en los hospitales para los análisis.

«Contenedor estéril (sin cucharilla): Capacidad 100 ml.

Orina. Heces. Esputos. Pus. Saliva. Esperma.»

Todos los líquidos y fluidos biológicos allí dentro, pero ni una palabra que decir dentro del contenedor estéril de mi cuerpo.

«Mantener cerrado este contenedor con su tapón a rosca hasta el momento de tomar la muestra clínica: orina, heces, esputos, etc…»

El contenedor bien cerrado y ni un solo adverbio de tiempo o lugar que sacar de él. Sin palabras, como un chiste mudo, el chiste malo de mi cabello disparado por el viento de la ventanilla y mi rebeca de mujer y mi nombre.

Elvira me observaba curiosa con aquella mirada animal de pajarería antigua, triste y silenciosa como un teléfono olvidado, mientras yo me rascaba la cabeza.

Aún sin palabras.

Y sin embargo, allí, dentro de ese coche, sentí nostalgia por la amistad que empezaba. Como si junto a Elvira, Johnny Cactus y Arturo Grima recordara una amistad lejana y cálida, como si supiera por la experiencia de años que aquélla era mi gente, la gente en la que podía apoyarme, caerme y ser levantado, los que iban a bromear, llorar, perder el control, reír, correr conmigo para siempre.

Hasta que les conocí, nunca había echado de menos la amistad. Nunca había pensado en ella, no sabía que iba a formar una parte tan importante de mi vida. Pero al unirme a aquel Club de la Agitación, abrumado por una incipiente sensación de pertenecer, no pude comprender mi vida de otra manera. Me pregunté: ¿Qué hacía antes de conocer a los vorticistas? ¿Cómo era mi vida sin ellos? ¿Cómo pude vivir sin el poderoso impulso de formar parte de algo?

Los ingleses tienen una frase para eso: a sense of belonging.

El poderoso impulso de formar parte de algo. Pulsante, vivo, tierno, naciente.

Nadie volvió a hablar hasta que llegamos; no había necesidad. Yo sabía que éramos lo mismo.

Aparcamos el coche y subimos todas las bolsas a una casa de la calle Verdi. No me dejaron entrar en la casa aún.

Es demasiado pronto, me dijeron otra vez, y es por tu bien. Otra vez les creí. Cuando terminamos de descargarlo todo, se decidió que debíamos ir al bar y esperar a Marco Cara, que llegaría enseguida. Aunque no había comido nada en todo el día, les seguí. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Mientras nos sentábamos en el rincón de La Costa Brava atrapé un vistazo fugaz de mi cuerpo en el espejo de la barra. Hice una nota mental: debía comprarme ropa de inmediato, y cortarme el pelo ya. Debía proyectar un halo de dignidad como el de ellos. No podía continuar paseando esa pinta de trapo de cocina chamuscado.

Marco Cara llegó entonces, interrumpiendo mis pensamientos. Llevaba un jersey de cuello alto blanco y pantalones blancos y botines negros. Con él iba otro tipo que en lugar de sentarse con nosotros se aposentó en la barra, a cierta distancia. Me sorprendió ver que existía otra gente a su alrededor además de ellos cuatro, y al momento me sorprendió mi sorpresa. Me recordé a mí mismo que lo normal era conocer gente. Hice un segundo Post-It mental y me lo pegué en la frente.

Mientras nos servían los cinco orujos que había pedido Johnny Cactus, miré al hombre de la barra. Un tipo bajito, ratesco, con orejas retorcidas y cazadora de cuero con remaches en las solapas. Llevaba el cabello largo por detrás. Completamente no-vorticista en todos sus atributos.

Me interrumpió Marco Cara, que dejó su bloc granate abierto en línea recta de mi campo visual. Luego escribió: Tienes las manos azules.

Bajé ambos brazos y los puse entre mis rodillas.

—Es desinfectante de lavabos —le dije, como si eso lo explicara. Elvira se rió.

—¿Puedo preguntar una cosa? —le dije a Marco Cara, a botepronto. Él asintió—. ¿Qué eran esas cajas de medicamentos que acabamos de coger prestadas?

Marco Cara escribió en su bloc: Elvira.

—Lo que nos hemos llevado hoy —dijo ella casi de inmediato— eran las mejores marcas de anfetamina al alcance del hombre. Casi todas ellas se recetaban como complementos para dietas, pero hace unas semanas el gobierno ha prohibido su uso y las ha retirado del mercado. Todas esas cajas estaban en el almacén esperando a ser destruidas. Hemos evitado una catástrofe cultural y emocional histórica.

Dudé unos segundos, intentando decidir si hablaba en serio o no, antes de volver a preguntar.

—¿Todo eso eran anfetaminas? ¿Todas esas marcas distintas para una misma cosa?

—Es que no eran la misma cosa —respondió, buscando en sus bolsillos. Abriendo el puño, dejó caer sobre el mármol de la mesa unas cuantas pastillas. Parecían habichuelas pintadas, como si se hubiesen caído de un proyecto de Plástica de EGB.

—¿Ves ésta? —preguntó, señalando una cápsula rosa—. Es Finedal, una imitación débil de anfetamina, de las peores. Esta de aquí, sin embargo —dijo, señalando ahora una cápsula transparente con bolitas diminutas en el interior, como una maraca de estupefacientes—, es Dexedrina. La reina de las anfetaminas. Pura, limpia, potente, efectiva, incluso bonita, como ves.

Seguidamente levantó una pastilla blanca diminuta y de apariencia inofensiva.

—La otra reina es esta insignificante, aunque poderosa, pastillita: Centramina. Cien por cien puro sulfato de anfetamina. Mi recomendación personal. —Acto seguido, la puso ante mis narices. Negué con la cabeza, azorado, y bebí un sorbo de mi vaso de orujo.

Elvira no insistió; se encogió de hombros y se tragó una pastilla detrás de otra, ignorando lo que había dicho sobre la pastilla rosa. Con discreción, sacó unas cuantas más y las repartió por la mesa. Todos cogieron.

Luego, Marco Cara apuntó algo en su bloc y lo hizo llegar hasta donde se sentaba el Cactus, sin que yo pudiese distinguir lo que había escrito. El Cactus me miró.

—Ahora, Pànic —susurró—, he de pedirte que abandones la mesa durante un rato. Hay algo que tenemos que discutir y aún es un poco pronto para ti.

—Ah —respondí, pálido como una seta—. Muy bien. Me voy a la barra, entonces. —Me levanté, sacudí la cabeza a modo de despedida, y tomé asiento junto al hombre-rata.

—¿Qué tal? —le dije, forzando una sonrisa con pinzas de tender la ropa en los pómulos. Él me miró, sin abrir la boca, y volvió a su bebida.

Desde la barra, les observé un rato. Al cabo de poco, Grima se llevó al Cactus al lavabo, y luego fue Elvira, y la operación se repitió un par de veces, y todos volvieron a hablar con ganas. Como aún no conocía los efectos de la anfetamina me hizo gracia aquel súbito desembarco de verborrea. Veinte minutos se transformaron en una hora, y el orujo en cuatro. Fue un acto estúpido, pero me aburría, y los vorticistas parecían haberse olvidado de mí. Me tragué los sapos con orujo, sazonándolos con un poco de mi orgullo malherido. Sabían a tierra, a veneno y a desastres.

Elvira se acercó a mí cuando habían pasado casi dos horas. Me costaba enfocar la vista. Una de las dos cerillas de Fanta me preguntó si estaba bien, si necesitaba algo. La otra se disculpó, pero dijo que había temas urgentes que discutir. Su cabello se ruborizó ante mis ojos borrosos.

—Estoy bien —contesté con la boca pastosa, muy poco convincente. Las Elviras se marcharon.

Habían pasado tres horas cuando empezó a llover en la calle. Creo que se lo dije al tipo-rata, y él me miró con ojos múltiples de mosca. Me di cuenta de que estaba completamente borracho. Miré el reloj de pared del bar, entrecerrando los ojos para situarlo en el hemisferio correcto. Eran las once y cuarenta minutos. Llevaba cuatro horas y doce orujos en La Costa Brava. Cuatro horas ignorado por los miembros de mi propio gang, como un niño hiperactivo al que nadie puede aguantar.

Un segundo después estaba haciendo eses por la calle Bruniquer. No recuerdo haberme despedido. A mitad de camino me di cuenta de que seguía lloviendo, pero con mucha más fuerza. Estaba empapado. A pesar de que una neblina amarillenta y dulzona llenaba de vaho mis ojos, como una cortina alcohólica, conseguí orientarme lo suficiente para llegar a la puerta del edificio de Lola.

No sé cómo lo hice. Debí de coger el tranvía de borrachos que tiene parada allí.

Fue entonces cuando me caí por las escaleras.

Al incorporarme me sangraba la ceja, y la sangre caía, alarmante, sobre la rebeca de mi tía, resbalando sobre mis mejillas como si éstas fuesen toboganes acuáticos. De rodillas, pensé: Me he hecho daño. Aunque no doliese, aunque la anestesia de licor aún surtiese efecto, supe que me había hecho daño.

Subí las escaleras, me costaba ver, hasta que llegué al piso de Lola. Milagrosamente, metí la llave a la primera, y me sentí vagamente orgulloso de aquella puntería de borracho. Abrí muy lentamente, todo estaba oscuro y la sangre de la ceja se metía en uno de mis ojos.

El silencio era total, y sólo se oía el ruido de la lluvia en el techo. Me dije que Lola debía de estar durmiendo, o por ahí. Estaba empezando a temblar, así que me quité la ropa mojada de inmediato y, completamente desnudo y aún tiritando, fui hacia el lavabo para secarme y ponerme algo en la ceja.

Pero cuando pasaba por la puerta del comedor, que estaba entreabierta, oí un pequeño ruido, como el quejido lejano de gente con chaleco salvavidas extraviada en el mar. Me acerqué y saqué la cabeza todo lo silenciosamente que pude.

¡AAAAAAAAAAAH! ¡AAAAAAAAAAAAAH! —grité.

En el sofá había un hombre, inmóvil, con los ojos abiertos, muerto, sin respirar y sin ropa, pero con el pene erecto.

¡AAAAAAAAAAAAH! ¡AAAAAAAAAAAAAH!

La luz se encendió de repente, dándome otro susto de muerte.

¡AAAAAAAAAAAAH! ¡AAAAAAAAAAAAAH!

Delante de mí estaba Lola, medio desnuda con una camisa holgada abierta y sin pantalones, cogiéndome de los hombros.

Y entonces el muerto se incorporó.

¡AAAAAAAAAAAAH! ¡AAAAAAAAAAAAAH!

—Dios mío, Pànic —dijo Lola, sacudiéndome—. ¿Qué te pasa, hijo? Estás sangrando, por el amor de Dios. ¿Qué te ha pasado? Deja de chillar, joder.

—El muerto… —balbuceé, mirándola por un solo ojo y olvidando mi completa desnudez—. El muerto… —repetí.

—No es ningún muerto. Es mi amigo, el actor cataléptico. Me estaba haciendo una demostración.

¿El actor cataléptico? Intenté recordar. Su amigo me puso la mano en el hombro. Miré su entrepierna y estaba a media erección, como si acabara de eyacular, límpida de culebra atropellada.

—¿Estás bien? —me preguntó vigorosamente, y su pene mustio se balanceó de un lado a otro como diciendo No. Contestando por mí.

—Te dije que tenía una cena, Pànic —me dijo Lola, con disgusto—. ¿Se puede saber qué haces desnudo? Mira toda esta sangre, por Dios. Y tienes las manos azules, además. —Me cogió del brazo y me llevó al lavabo para curarme. Yo la seguí, como un Polifemo abatido a pedradas, mirándome las manos cyan con una sola retina.

Con el tiempo he rememorado muchas veces aquella noche. He rememorado muchas veces aquel instante y he encontrado el símil perfecto.

Desnudo, mojado, con la ceja hinchada, sangrando y chillando de aquella forma debí de parecer un recién nacido, recién salido del útero, recién salido al mundo real.

Pasaron cuatro días y llegó el sábado de la fiesta de Rebeca. Era el 18 de octubre. No recuerdo los días previos con demasiada tristeza, pese a que Lola me estaba haciendo el vacío, o basaba su comunicación en frases exclusivamente logísticas. Por supuesto, eso es mucho peor que no hablar; no hablar tiene ese pequeño punto de infantilidad que divierte, esa parte esencial de berrinche momentáneo.

Cuando alguien empieza a hablarte inmediatamente después de que le hayas dado un disgusto mortal, ya puedes irte preparando. La guerra ha empezado y las trincheras están cavadas. El mensaje es: Podemos aguantar el sitio mucho más que vosotros. Así me sentí yo durante los días en que Lola me ignoró. Sitiado. Aislado. Los 55 días en Pekín. Amanecer zulú, sólo que sin llegar al amanecer de la matanza. Un eterno esperar tras la primera línea de fuego junto a Michael Caine.

Me di cuenta de la situación a la mañana siguiente del martes del actor cataléptico. Me levanté con resaca y dolor de ceja y vergüenza, y lo primero que hice fue ir a la nevera en busca de la nota tranquilizadora de Lola. Pero no había nota. Ni amable ni brusca ni nada. Platanitos con imán y teléfonos de pizzerías sí, pero nota no.

Me sentí muy mal al no encontrar una. Los remordimientos me inundaron, y no eran masturbatorios. Qué cosa tan inútil, los remordimientos estériles. Deberíamos tener el botón de borrar en alguna parte. El botón rojo de Rec. Me la pegué una vez, voy a ir con ojo, no necesito arrastrar fotos, restos de escayola, imágenes amplificadas, lágrimas ajenas del día en que me estrellé encima.

Lágrimas ajenas, que parece que no pesan nada, pero que están hechas de plomo. Y ese plomo lo llevamos en los bolsillos el resto de nuestra vida.

En casa, delante de la puerta de la nevera, le pedí al cielo que Lola no hubiese llorado por el susto. No sé si puedo cargar con muchas más lágrimas ajenas.

Aquella mañana de miércoles me levanté tan arrepentido que no creía que pudiese sentirme peor, pero lo hice. Los remordimientos añadidos que trajo la falta de nota me hundieron del todo, y no podía dejar de pensar en la noche anterior. Y lo peor era que no recordaba la mitad.

Sí recordaba, sin embargo, que al ver el estado de mi ceja decidieron llevarme al ambulatorio para que me dieran un par de puntos. Ésa fue mi personal guinda en el pastel; los muñequitos en forma de novios que coloqué en la tarta de mi ridículo.

Me dije que lo hecho, hecho estaba, y me dispuse a congraciarme con Lola. Compré flores para el piso y, durante los días que siguieron, hice la cena todas las noches. Intenté sacar el tema para pedir más disculpas, pero no quiso escucharme. Así, pasé los cuatro días hasta la fiesta del sábado en una semisoledad que no experimentaba desde que había llegado a Barcelona. No vi a los vorticistas tampoco, aunque sí me llamaron, por segunda vez. Yo nunca les había dado mi teléfono.

Elvira me llamó y me dijo que se iban al monte a buscar algo y que volverían en unos días. No hice preguntas. No servían para nada. Lo acepté como una muestra de la normalidad de nuestra relación y colgué el teléfono deseándoles suerte en sus negocios, o lo que fueran. Todavía estaba resentido por el vacío de la noche anterior.

El jueves, cuando la resaca había desaparecido por completo, decidí ir a comprarme ropa. Empezaba a hacer frío, y además habían llegado lluvias persistentes, y estaba harto del pitorreo con la rebeca de Lola. El problema era que no sabía dónde encontrar camisas o chaquetas como las que llevaban los vorticistas. Al final, dando una vuelta por Gràcia, acabé encontrando una tienda de ropa para gente mayor en la que vendían jerseys de cuello alto estrechos. Entré, me probé uno y me compré cinco: verde botella, granate-burdeos, azul marino, azul eléctrico y negro.

—Tiene gracia —dijo con acento catalán el viejecito que me atendió, para añadir seguidamente—: Hace poco les vendí unos jerseys de ésos a unos chavales de tu edad. Un paio muy alto con gafas y uno rubio…

—¿Y una chica pelirroja, bajita y flaca? —exclamé con el corazón de hula-hop.

—Y una chica pelirroja, es verdad. ¿Son amigos tuyos? —preguntó.

—Son muy amigos míos, señor —dije con alegría, olvidando el resentimiento. Luego pregunté si podía ponerme uno en la tienda, a lo que el anciano dijo que sí.

Dejé el local con un jersey azul eléctrico brillante y galáctico, un jersey que casi parecía repeler las ocasionales gotas de lluvia, como un campo de fuerza de Star Trek. Miré al cielo nublado. Me miré en cada escaparate y me recordé con aquel otro jersey negro que llevé al instituto muerto de calor y me inundó una sensación que creo que era felicidad por ser yo. Hacía siglos que no la sentía, aunque la había experimentado algunas veces en Sant Boi. Luego la pobre se hizo picadillo de hamburguesas, con todo lo que pasó, y hasta aquel jueves del jersey azul no la había sentido regresar.

Antes de que llegara el sábado hice un par de cosas más. Me compré una trenka gris que encontré en una tienda de segunda mano. Tomé la decisión de vender mis libros de Filología Románica y abandonar la carrera. Había sido una idea estúpida e impulsiva; realmente, aquello no podía importarme menos. Los vendería o se los daría a Rebeca. Me sentía libre de hacer lo que me viniera en gana.

Me di cuenta también de que hacía días que no me masturbaba, y eso me hizo alegrarme aún más. Me conozco; sabía que mi dejar de masturbarme era un efecto secundario de haber conocido a un par de chicas interesantes. Rebeca y Elvira me rondaban por la cabeza a menudo, venían con curiosidades y frases y miradas nuevas, y de esa manera no podía concentrarme en el octavo grado.

Así, durante esos días del final de octubre tiré las pirámides, amontoné los libros para regalar, cambié mi vestuario y compré flores para Lola, que ella despreció hasta que murieron de sequía y desamor. Pero, incluso así, me sentía feliz y casi se me había olvidado el incidente del martes.

Aún hice una cosa más: me corté el pelo. El viernes fui a un barbero en la calle Alzina y pedí que me hicieran un corte a lo años treinta. Me acordé de mi sanctasanctórum de Sant Boi, aquella otra barbería adonde fui a ocultarme del mundo y rasurar mis penas: la navaja en el cogote, las cintas de Dvorák, el olor a tabaco y loción Floïd. Éste se le parecía bastante, sólo que escuchaba zarzuelas. No se puede tener todo.

En el momento en que me estaba terminando de repasar la nuca y parecía que se acercaba el final, le dije:

—Nada de colonia, por favor.

El barbero me miró, con el cigarro en la comisura de los labios y tres centímetros de ceniza aguantándose en él milagrosamente, y contestó:

—¿Entonces qué le pongo? —Realmente era de la vieja escuela; no concebía un peinado sin potingues.

—Nada —le contesté—. Tal cual.

Me miró y luego me echó la colonia igualmente por todo el cabello, de manera que cuando salí de allí parecía Fred Astaire. Un Fred Astaire sin pareja de baile, solitario, que buscara ansioso por la pista alguien a quien agarrar suavemente por la cintura y danzar un tango.

El sábado llegó al fin.

El sonido de expectativas haciéndose polvo contra el suelo, a mi lado, como caídas de pisos altos, me ha hecho darme cuenta de que dije que ya era el día de la fiesta de Rebeca, y luego me dediqué a ignorar esta afirmación hablando de los días inmediatamente anteriores.

Lo siento.

Supongo que quería regodearme en aquella felicidad primera, como hace todo el mundo. Revivirla como si aún estuviera allí. Tratar de atrapar el recuerdo y dejarlo aquí, en mi regazo, como si fuera un gato, calentito y reconfortante, ronroneando.

La fiesta era a las diez de la noche en una casa de La Bonanova; la amiga de Rebeca debía ser de buena familia. Pasé el día nervioso y sin poder concentrarme en nada. Comí poco, y a media tarde me fui a pasear y acabé sentado en un banco de la Plaça Revolució. Para que pasaran más rápido las horas me puse a leer Loot, de Joe Orton.

Cuando al fin llegó la hora me duché, me peiné a un lado con todo el flequillo cayendo sobre mi ceja izquierda —que ya había empezado a deshincharse—, me puse el jersey de cuello alto verde botella y la trenka y salí de casa. Lola estaba allí cuando lo hice, y torció la boca hacia arriba al decir adiós, como si tratara de suprimir una sonrisa. Tal vez era una señal de armisticio. O, mejor, tal vez era la bandera blanca que marcaba el fin definitivo de las hostilidades.

Con ese pensamiento, y algo más tranquilo, cogí el autobús a La Bonanova y llegué allí después de comprar una botella de ginebra Beefeater. Era una casa grande, con hiedra en las paredes, balcones opulentos y patios que prometen piscinas. Llamé al timbre y esperé, mientras oía desde fuera el vago retumbar de música aporreante, repeinándome cada treinta segundos. Cuando la puerta se abrió, el cabello se había quedado pegado a mi cráneo, como el de un pequeño Adolf Hitler.

—Hola, ¿está Rebeca? —le dije a un chico rubio con los pantalones caídos.

—Está por ahí. Pasa —contestó, sin presentarse. Yo tampoco lo hice.

Llegamos a un comedor lujoso atestado de gente y el chico de los pantalones caídos me abandonó. La media de edad de la gente parecía ser informe, y no tenía pinta de ser una fiesta universitaria. En el comedor había gente bailando un ritmo arrastrado, chicas con camisetas infantiles y zapatos de tacón, tipos altos con peinados ridículos hablando de sus editoriales y agencias de publicidad, alcohol por todas partes, nada de comida. Todo el mundo, o al menos una parte respetable, se movía y hablaba con esa confianza y alegría de vivir que da el ser guapo y rico en una ciudad hermosa como Barcelona.

Adiviné dónde estaba la cocina y fui a servirme una cerveza. Estaba sacando una de la nevera con cierta dificultad —allí también había gente— cuando alguien me tocó el hombro. Me volví, cerrando el frigorífico, y era Rebeca. Llevaba una camiseta con el dibujo de una flor y unas palabras en euskera, y pantalones grises muy anchos. Y dos trenzas. Dos escobillas negras, densas, como dos propulsores de travesuras espaciales.

—Hey, Pànic.

Me hizo feliz oírla decir mi nombre. Fue como si de golpe me diera cuenta de que yo existía físicamente. Que no era una nube o un gas, o una idea filosófica que flotaba por la galaxia.

—Hola —dije, admirando sus trenzas. Nos dimos dos besos. Luego nos quedamos el uno delante del otro, y nadie sabía cómo empezar a hablar. Toda aquella confianza de los días iniciales se había congelado, como si hubiese sido la suerte del principiante. Cuando Rebeca preguntó si había encontrado el sitio bien, yo dije sí.

La pérdida de costumbre del hablar con chicas hizo que me llevara la mano a la cabeza y me apartara el flequillo del ojo con un gesto copiado. Mis mimetismos vorticistas se iban acrecentando, pero en aquel momento no me di cuenta. Rebeca estaba aún delante de mí, alargando la mano hacia mi cara con gesto de preocupación.

—Oye —dijo alarmada—, llevas puntos en la ceja. ¿Te has peleado?

—No. —Esta vez no tuve que mentir—. Me he caído por las escaleras.

—Que te… Pero ¿cómo ha pasado eso? ¿Te duele? —Mientras hablaba me tocaba muy suavemente la ceja con las puntas de los dedos.

—No. No duele nada.

Nada debe ser la palabra que más veces he pronunciado a lo largo de mi vida.

—Pero ¿qué hiciste?

Ahí va otra:

—Nada.

Rebeca me miró con desconfianza. Antes de que empezara a hacer más preguntas, solté:

—Una buena fiesta.

Vaya pasmarote.

Pero ella dijo que sí, mirando a su alrededor, sin importarle mi torpeza. Eso me tranquilizó un poco. Nos quedamos allí, charlando. Pensé, me acuerdo, que las cosas marchaban viento en popa.

—Bueno, ¿no me invitas a beber algo? —dijo de golpe.

—Es la casa de tu amiga —dije yo, cada vez más suelto—. Por cierto, ¿a qué se dedica? Hacía tiempo que no veía a tantos pijos juntos.

Rebeca miró al suelo. Un resorte en la mente me dijo que no siguiera hablando, pero lo hice. Hay que ignorar las señales de cobardía del sistema pensativo-motriz.

—Algo ostentoso, claro, todo este despliegue de riquezas —continué—. Insultante para el lumpen. Dile a tu amiga narcotraficante que no hacía falta concentrar todo su dinero en una casa; que podía repartirlo por la costa, la montaña, otros planetas, el…

—Es mi casa —interrumpió Rebeca, mirándome de pronto con ojos minerales.

Tragué saliva. Se me humedecieron los ojos. Sonreí con la boca deforme, las comisuras cayendo sin que nadie pudiera levantarlas.

HA HA HA HA —reí, como un auténtico loco—. VIVA EL LUJO —grité, y luego, bajando la voz, añadí—: ¿Para qué está el dinero si no es para gastarlo, eh?

—No es mi casa —dijo, muy seria—. Es la casa de mis padres. No tengo la culpa de cómo se ganan la vida, ¿sabes? ¿Te haces tú responsable de cómo se gana la vida tu padre?

Aquello había empezado con muy mal pie. Es decir, había empezado con el pie correcto en la facultad y también con mi entrada en la fiesta, pero ahora aparecía el pie cojo, los pies planos, las deformaciones por talidomida, el muñón retorcido.

Dudé entre disculparme o dar pena. Opté por lo segundo, a la desesperada.

—Mis padres están muertos —murmuré, con cara de La dama y el vagabundo.

—Lo siento mucho —dijo con sinceridad, pero no mordió el anzuelo—. Pero si tus padres estuvieran vivos, ¿te harías responsable de cómo han vivido hasta tu llegada?

Mierda.

—No.

—No sé por qué te cuento esto, porque no te conozco de nada. Pero te diré una cosa: acepto la responsabilidad que conlleva haber nacido aquí, pero no estoy dispuesta a pedir perdón cada cinco minutos, ni a ti ni a nadie. Lo que hay es esto, pero eso no me hace distinta, te lo aseguro. Soy lo suficientemente lista para comprender que todo esto no significa nada, al contrario que muchos otros idiotas.

Bebí un trago de cerveza. Estaba fresca y rica, pero me supo a rayos agrios, a zumo de escarabajos, a combinados de cianuro.

Un tipo rubio y fornido se acercó a nosotros. Llevaba el cabello medio largo y jersey de rayas. Puso la mano en el hombro de Rebeca. Una mano-cepo que significaba: No tocar. Peligro de Muerte.

Tenía una nariz simétrica, perfecta, irritante, de catálogo de narices. Las aletas y el puente y el cartílago; medidas griegas, encajadas por orfebres clásicos.

—Éste es Ignacio Luna —me dijo, con rubor—. Ignacio, éste és Pànic.

Hice chin chin, mirando un momento a su nariz y luego a su botella. Lo hice demasiado fuerte, porque de la mía —mi botella, no mi nariz— empezó a salir espuma que cayó como una cascada de trigo directamente sobre sus bambas caras.

—Uy. —Metí el dedo en el cuello, tratando de parar el géiser. Él me miró, con esa manera magnánima de mirar que tiene la gente rica, y dijo—: No pasa nada, tranquilo. —Y lo dijo sinceramente, enseñando unos dientes nucleares, cegadores.

—Pànic va a clase conmigo —dijo ella, puro formalismo. Ella era ahora el pedazo de hielo del polo Sur y yo un remolcador incrustado en su base, a punto de hundirse.

—¿Cuántos años tienes, Pànic? —preguntó Nariz—. Pareces muy joven.

No me gustaba decir la edad porque —gracias a mi tía abuela— había entrado en el instituto un año tarde, y luego mi repetición añadió un año más al cómputo final. Ahora me encontraba con veinte años en primero de carrera, lo que a todas luces era un retraso considerable.

—Veinte —dije. ¿Qué podía hacer? ¿Mentir sobre mi edad, a mi edad?

—Vaya. La misma edad que la más joven de aquí. Rebeca, aunque no lo parezca, tiene también veinte. ¿Verdad, cariño?

¿Cariño?

Rebeca forzó una sonrisa y le dijo a Nariz que iba a buscar hielo. Los dos se fueron. Mientras se iban, vi una parte de la espalda de Rebeca entre los pantalones y la camiseta; una espalda tostada y lisa, en la que brillaba algo de vello rubio casi invisible. En mi mente lo acaricié con las yemas de los dedos, cerrando los ojos.

Cuando los abrí, Ignacio Luna volvía a poner su mano en el hombro de Rebeca.

Saqué el dedo de mi cerveza, lo chupé y me fui a emborrachar como un cerdo a toda prisa.

Una chica desconocida y fea de cabello rizado estaba hablando conmigo en la cocina, una hora y media después. Me recordaba a los seres medio anfibios de los cuentos de Lovecraft, los infrahumanos cabezudos-sin-barbilla del Arrecife del Diablo, los Profundos, aunque cubierta con ropa actual.

—El otro día se me antojó tener una cita con un completo desconocido, ¿sabes?, así que invité a un taxista a tomar algo —me decía. ¿Le había yo preguntado algo?—. Como lo oyes, hijo —añadió.

La miré como si acabara de vomitarme en los pies.

—Pero salió mal. Primero: el tipo conducía con cojines. Cuando salió del taxi medía metro cincuenta. Segundo: estábamos sentados y se quitó el chicle de la boca para beber. Lo pegó en la mesa, algo nervioso porque no sabía dónde dejarlo. Tercero: me preguntó si me gustaba la ropa de cuero. Cuarto: cuando me dijo eso, apoyando la cabeza en sus nudillos, llevaba el chicle pegado en la manga.

Empecé a reír pegando alaridos, echando la cabeza hacia atrás y balanceando el flequillo como si me poseyera el diablo. Me había bebido tres gin tonics, y sólo ahora empezaba a olvidárseme el ridículo con Rebeca. Había llegado el momento de salir fuera e intentar arreglarlo. Pero antes, antes me dio ese ataque de risa que era casi todo histeria y miedo. Risa vietnamita de combatiente demenciado por el horror.

—Puedo darte el número de la matrícula, si quieres —dijo ella, algo asustada por mi reacción, intentando acabar la gracia.

Le dije que no se preocupara y empecé a poner los pies uno detrás del otro, fuera de la cocina por primera vez en tres gin tonics. Revisé todas las caras y confirmé que Rebeca no estaba allí; un tirón de celos incipientes y odio, convenientemente revueltos con autopena y vergüenza, me enrojeció las orejas. La gente bailaba, las parejas se besaban y yo intentaba pasar entre todos ellos sin caerme ni derramarle el líquido a alguien sobre toda la ropa de marca.

Salí a la terraza y me apoyé en la barandilla. Me acordé del día en que subí al mirador de Collserola con el Cactus, porque desde allí también se veía toda Barcelona como una enorme macedonia luminosa. Empezaba a hacer bastante frío pero, como no me había quitado la trenka aún y me había bebido tres tubos de Beefeater con agua tónica, estaba bien. El viento había cesado y sólo una ligerísima brisa me acariciaba las mejillas. La ceja tampoco dolía ya.

En un mecanismo de autodefensa natural, empecé a pensar en Elvira para no pensar en Rebeca. Su pequeñez y lunares me bailaron por la cabeza un rato, mientras veía parpadear las luces del puerto a lo lejos. Hay gente que tiene misterio, supongo, que provoca intriga por todo lo que las rodea. Una forma malsana de quedarse en tu cabeza y reclamar espacio, de obligarte a recolectar más información sobre sus vidas.

Supongo que ser misterioso es eso. Mucha gente acumula secretos, pero muy poca los convierte en misterios. Y, claro, un secreto que no llega a misterio no es nada. Es un embrión abortado, una semilla borda, una intimidad que a nadie interesa, sólo algo embarazoso que ocultar. Convertirse en misterio, en cambio, es la más alta aspiración de un secreto; el misterio es el mariscal de campo de todos los secretos. El paso de embarazoso o ridículo a misterioso es el paso de oruga a crisálida para los secretos.

Pensaba en eso cuando de repente vi a un par de personas que sí me sonaban, charlando en la terraza a dos o tres metros de mí. Uno de ellos llevaba una gabardina blanca, tupé y zapatos puntiagudos; tenía las orejas grandes, como Elvira, y era bastante alto. El otro era más bajito, llevaba una bufanda universitaria inglesa, zapatos de ante y un par de chapas en el pecho de la chaqueta tejana de pana; sus orejas, en cambio, eran puntiagudas como las del Eddie de La familia Munster, y tenía la nariz larga, piramidal. Los dos conversaban animadamente y gesticulaban mucho.

De pronto me acordé. Iban a La Costa Brava, se sentaban cerca de donde nos sentábamos. Pensé en ir a decir algo, pero me dio vergüenza. Una vergüenza de niño, extraña, como de no estar a la altura de las circunstancias.

Los ingleses tienen una palabra para eso: self-conciousness.

La mujer anfibio de la cocina se me acercó, con un pedo mortal, y se apoyó en la barandilla, a mi lado.

—¿Gomo de llamash? —me preguntó.

Me esforcé por buscar un seudónimo chic, pero no se me ocurría nada.

—Juan. Juan Tirado —dije al final, por alguna razón extraña.

Lancé un par de centilitros de gin tonic dentro de mi garganta mientras la miraba de arriba abajo. Realmente era un auténtico callo.

—Yo be llamo Bercedes —dijo, dándome dos besos grasientos y medio cabezazo en la sien.

Entre la niebla ginebrosa comencé a calibrar la idea de tirarme a La Profunda. Era como un pez grotescamente deformado por mutaciones nucleares, pero yo andaba bastante necesitado después de tantos años, y pensé que así quizás se me quitaba la tristeza y mejoraba la noche. Dejé el vaso de gin tonic casi vacío en el suelo.

Como no sabía que decir, le dije:

—¿Me das tu teléfono?

Ella me miró como si le acabara de proponer una maratón de coprofagia. Sin embargo, agarró mi mano y lo apuntó en el dorso con lápiz de ojos. Un pringue.

Cuando terminó, se quedó con mi mano en la suya. Mirándome los dedos.

—Bonitos dedos. —Era la señal; mi momento había llegado.

Iba decidido a darle un beso cuando Bercedes se me tiró encima, agarrándome del trasero. Como una ventosa atrapó mi boca con la suya y me metió la lengua hasta el intestino. Yo deslicé mis manos por dentro de su jersey de lana y cerré los ojos. Apretujando sus pechos, traté de pensar en Veronica Lake. La lengua de Bercedes pasaba cerca de mi campanilla, explorando la tráquea, recorriendo mis muelas como una oruga mutante, como la cola de Jabba El Hutt.

Abrí los ojos a la vez que retorcía sus pezones por debajo del sostén. Separé mi boca y su lengua se fue a mi oreja, y su aliento me calentó los oídos y su voz dejó escapar un estertor de la muerte. Y de golpe, por encima de sus hombros, vi a Rebeca, tostada y mediterránea como una castaña de noviembre, Rebeca con dos cervezas en las manos, mirando hacia mí desde la puerta de la terraza. Su aparición duró sólo un segundo. Me vio, vio mis manos dentro del jersey de aquel atún humano, la lengua rechupeteándome el cartílago, y se fue a toda prisa. No pude ni gritar su nombre.

Estaba claro que había venido en son de paz, con cerveza reconciliatoria, y se había encontrado conmigo medio cubriendo a un pez. Muy bien, Pànic.

Estaba a punto de separar la lengua de Bercedes de mi oreja —de repente se me habían quitado las ganas de hacer el noveno u octavo grado— cuando por la terraza entró Johnny Cactus. Llevaba también bufanda universitaria, una chaqueta marrón de ante con las mangas de punto, tejanos nuevos y planchados, safaris en los pies.

Fue como una aparición.

Fue como el Retablo del Nacimiento: los pastores asombrados, la luz divina, María y José, el burro y la vaca, el niño Jesús, los dos ángeles. Fue el Retablo del Nacimiento y no sé muy bien cuál era su papel: podía ser el niño Jesús, pero también podía ser un ángel. Lo que estaba claro era que Bercedes era la vaca, y que yo podía ser cualquiera de las figurillas restantes. Sobre todo el caganer.

Los vorticistas, en aquel momento, estaban lejos de mis pensamientos, y restregándome borracho con la Profunda casi se me habían quitado de la cabeza. Pero, por supuesto, cuando Johnny Cactus entró, andando sobre las aguas, los pulmones se me enredaron como ovillos desordenados de lanas Katia. Aparté a Bercedes, que se puso bien el jersey y me miró con cara de sorpresa.

Antes de llegar, sin embargo, Johnny Cactus interrumpió un momento a los dos tipos que me sonaban y les dio la mano a ambos. También señaló a la fiesta, y los dos miraron hacia alguien; era el tipo feo de la otra noche, extrañamente popular a pesar de su feúra y mala conversación y chaqueta de cuero cruzada.

—¡Pànic! —dijo el Cactus al llegar a mí—. Qué alegría. Llego del monte y eres casi lo primero que me encuentro. Realmente, el mundo es un armario. ¿Nos permites? —Esto último lo dijo mirando a Bercedes, que oscilaba de un lado a otro indignándose por momentos, como un pequeño troll vejado.

—Soy amiga de la anfridriona, gapullo. ¿Quién goño eres zú?

—Yo soy el que trae las drogas; por tanto, mi importancia supera la tuya. Estoy seguro de que tus amigos prefieren drogas en la calle que no-drogas aquí. Yo gano. Pero no quiero ser maleducado, así que si la anfitriona me lo ordena, me marcharé.

Bercedes se lo pensó durante un segundo, mirándonos alternativamente al Cactus y a mí.

—¿Gué drogash? —dijo al final.

—Anfetamina pura, querida. Y cocaína de calidad. Pregúntale allí al Cansao; es el heavy contrahecho rodeado de amazonas. Tú estás invitada, eso no hace falta decirlo.

Bercedes se marchó haciendo meandros, después de gritar:

—¡Adiósh, Juan Tirado! —Yo me sequé la oreja con la manga de la trenka.

—¿Cómo te ha llamado? —dijo el Cactus.

—Ni preguntes. —Iba a borrarme el teléfono de la mano pero algún instinto precognitivo me hizo dejarlo ahí.

—Bueno, al fin solos —dijo, poniéndose bien el flequillo y echándome una mano al hombro—. Oye: ¿qué tienes ahí en la ceja? No me jodas que has vuelto a encontrarte con nuestros amigos de delante de la facultad.

—Nada que ver. Accidente doméstico.

—Ja. Accidente doméstico. Eso es lo que suelen apuntar en los partes médicos cuando alguien va a urgencias con algo incrustado en la zona rectal. Una botella de coca-cola o un martillo. No te creerías las cosas que la gente se introduce por ahí.

—Lo mío es un accidente doméstico de verdad —contesté, algo molesto y medio borracho aún. Aunque la lengua de Bercedes, la verdad sea dicha, me había refrescado la mente.

—Una berenjena en el anus también —bromeó él. Decidí cambiar de tema, antes de que se me escapara la verdad sobre mi ceja.

—¿Quiénes son esos dos que has saludado? ¿Y quién es el tipo que estaba en la barra el otro día conmigo, ese de ahí? —señalé con el dedo.

—Baja el dedo —ordenó, y yo obedecí—. Ése es el Cansao, un colaborador nuestro. Los otros dos son sólo un par de conocidos y clientes ocasionales.

—¿Cómo se llaman? —pregunté curioso mientras recogía el gin tonic del suelo.

El Cactus dudó un instante si decírmelo o no.

—Uno se llama Julián —respondió al fin—, y trabaja en una librería de segunda mano. El otro es un amigo suyo, se llama… ¿Cómo se llama? Kiko Amat, eso.

—No imaginaba que tuvieses un círculo de amistades tan amplio —le dije, a la vez que me terminaba la bebida de un sorbo sonoro. Creo que estaba sintiendo un extraño acceso de celos. Los celos se agarraron de mis piernas como niños hambrientos. Reclamando atención, reclamando alimento.

—Bueno, Arturo y yo somos menos reclusivos que Elvira y Marco. Al contrario que ellos, nosotros dos necesitamos algo de contacto con el mundo real. Aparte de que alguien tiene que acompañar al Cansao de vez en cuando en sus viajes de negocios; no queremos que empiece a actuar con demasiada independencia.

—Entonces, ¿vendéis anfetaminas? —pregunté al fin—. Tanto misterio para eso.

—Pànic, querido, ése es sólo un medio para conseguir dinero. Y, además, damos una droga que está en consonancia con los tiempos que corren. El éxtasis arrasa, pero no se corresponde con la realidad: son tiempos de pocos heroicismos, de valentía entre cojines de satén que no quiere levantarse. Tenemos a un partido de extrema derecha en el gobierno y a nadie le importa. Vivimos tiempos violentos; no es el momento para la droga del amor. Son tiempos que requieren agresividad y nervio, y estamos repartiendo drogas agresivas y nerviosas.

Le miré un instante. Tenía los ojos muy abiertos y las mandíbulas tensas; creo que ya se había tomado sus anfetaminas.

—Mira —le dije al fin, sacando coraje de los bolsillos—. Necesito que me digas qué pasa. No puedo ayudaros sin saber quiénes sois y qué queréis. Y no me digas que es demasiado pronto.

—Esa curiosidad te salvará la vida algún día —dijo, apuntándome con el dedo índice—. O te la arruinará, claro. La teoría funciona de las dos maneras. Desgraciadamente, como bien has apuntado, no puedo contártelo aún porque es demasiado pronto para ti. Es una simple medida de protección: hacia nosotros y hacia ti mismo.

Se me hizo un diminuto nudo en la garganta. El nudo complicado de la exclusión, el doble nudo del sentirse separado del núcleo por vallas y muros.

Los ingleses tienen una palabra para eso, que ya dije: rejection.

Me miré los zapatos en un nuevo ataque imparable de hipotermia emocional. Cuando Johnny Cactus volvió a ponerme la mano en el hombro, levanté la mirada.

—No desesperes. Ya te llegará el momento; eres demasiado impaciente. Mientras tanto, vamos al lavabo, podemos charlar mientras nos estimulamos artificialmente. ¿Has tomado speed alguna vez?

Dije que no.

—Te encantará.

Pensé que lo de Rebeca se había hundido como un plomo, así que daba igual lo que hiciera, que me pillara borracho, drogado o sodomizando a su padre en el lavabo. Abandoné toda esperanza con Rebeca y decidí quitármela de la cabeza para siempre, borrándola de mis recuerdos con Tippex y aguarrás.

—¿Y el Cansao? —pregunté, siguiéndole.

—El Cansao no es uno de los nuestros, Pànic —me dijo sin volverse—. Tan sólo mira esa chaqueta de cuero. Es prescindible. Hoy le utilizamos, mañana no. Es sólo una herramienta que necesitamos para mover un determinado engranaje.

Asentí con la cabeza, aunque Johnny Cactus no me vio. Pensé en mi débil posición en el engranaje. Pensé si yo era un nuevo Cansao. Pensé si yo era de los suyos.

—Es un destornillador barato —añadió. Y cuando hubo hablado me di cuenta de que un escalofrío de expectativas y miedo me estaba recorriendo el cuerpo, de los pies a la cabeza, como un baile de San Vito que nadie pudiese parar.

Cuatro horas después, cuatro horas que me parecieron quince minutos, estábamos sentados en el mismo mirador de Collserola que el primer día. El sol era aún un sputnik flotando en el mar con medio caparazón fuera.

Cuatro horas antes, el Cactus estaba en el lavabo de Rebeca arreglando un par de gordas líneas de polvo blanco sobre su cartera. Las líneas habían salido de un montón de algo parecido al yeso que llevaba en una bolsita de plástico. Con un carnet seleccionó un par de cantidades, y las cantidades se volvieron filas indias de polvos.

Hizo un tubo con un billete y me lo dio. Me agaché y aspiré por una parte de la nariz y creo que no lo hice mal. El polvo picaba algo, pero sin doler.

—¿Es esto cocaína? —Johnny hizo lo suyo y luego levantó la cabeza.

—No. Es speed, ya te lo dije. La cocaína no está mal, pero no deja de ser una droga de sobremesa. Si lo que quieres es resistencia, nervio, filo y gran subida, el speed es para ti. Limpio y duradero, sobre todo.

El polvo ya en el interior de mi nariz, sorbí, tapándome el orificio opuesto con un dedo. Una bola de polvo me rodó por la garganta, deshaciéndose. Era un sabor amargo, de aspirina masticada.

—¿Tarda mucho en hacer efecto?

—Unos veinte minutos. Exactamente lo que la cocaína tarda en subir, bajar y desaparecer para siempre; ése es el trampolín que el speed requiere para entrar en tu organismo y quedarse allí durante unas cuantas horas. Pero no te preocupes por el tiempo. Ya verás que, de speed, el tiempo deja de tener importancia.

Cuatro horas después estábamos en Collserola, y el Cactus se las había arreglado para hablar todo el rato y no contar nada preciso. De su boca salían sólo vaguedades, destellos, códigos a medias, jeroglíficos borrados por la erosión de la arena.

De lo que me dijo extraje algunas pobres conclusiones. Me pareció que hablaba de algo grande, algo que iba a ser provocado por ellos. Me pareció que no estaban solos, aunque nada concreto reforzaba esta impresión. Que eran legales e ilegales a la vez, como la sociedad secreta que aventuré al verles por primera vez. Mi posición, por otra parte, oscilaba dependiendo del momento: a ratos me sentía incluido, a ratos fuera.

Intenté leer entre líneas, pero al momento me di cuenta de que, para hacerlo, primero hay que haber encontrado esas líneas.

El nervio de la anfetamina hacía que la mandíbula me rechinara, un reflejo que traté de tapar masticando chicle furiosamente, y los dedos de las manos se retorcían y los puños se cerraban con independencia de mis pensamientos. Era una sensación gloriosa, difícil de describir, de adrenalina y velocidad y emoción. Todo cobraba sentido, pese a que en realidad no tenía la menor idea de en qué me estaba metiendo.

—¿No tiene nombre, esta sociedad secreta? —pregunté mordiéndome el labio, recordando de repente lo que no había preguntado aún.

—Ni la sociedad ni el grupo —dijo, apoyado en su Vespa amarilla.

El grupo sí, pensé. Los vorticistas.

—Aunque a veces, medio en broma, la llamamos IIMM.

—¿IIMM? —pregunté, mascando chicle con estrépito.

—La Insurrección Invisible de un Millón de Mentes.

Yo le miré en silencio.

—Como el libro de Alexander Trocchi —añadió mirando directamente al sol—. Pero no es oficial. Nada lo es.

Elvira era la mujer que desaparecía; ése era uno de sus talentos. Sentada en una mesa, mientras los demás hablaban, tenía un truco para no estar. Generalmente, la gente deja el cuerpo en la mesa y manda la mente a paseo. La imaginación es un vapor, es una pluma sin peso que puede soplarse lejos.

Pero ¿un cuerpo?

Hecho de pesados huesos rellenos de buen calcio, pulmones con alvéolos a rebosar de sangre pastosa, cartílagos irrompibles como plástico de hacer juguetes. Un cuerpo no puede echarse a volar así de fácil. Un cuerpo empuja hacia abajo, porque su lugar natural es la tierra y, desconectado de la mente, quién sabe adónde iba a marcharse. Podría perderse, irse lejos y no saber regresar.

Pero Elvira era la Mujer Invisible. Para imaginarlo hay que pensar en términos de comic-book. La Mujer Invisible: esas líneas interrumpidas que forman un escudo gigante de invisibilidad, y detrás está Elvira. Allí, sin estar allí. Escuchándolo todo tras el escudo de la línea de puntos.

Elvira nació pelirroja en Bellvitge, la ciudad dormitorio de las afueras de Barcelona que parece un gran despliegue de dominó proletario. Allí comenzó a desarrollar su talento para desaparecer. Andando sin cuerpo, para que nadie le gritara has tomado el sol con un colador en la cabeza.

Después de una pelea con sus padres respecto a su nuevo novio, Elvira llenó una bolsa de ropa y se marchó. Había leído sobre Elvira Madigan, y que tuviesen el mismo nombre le pareció demasiada coincidencia.

Elvira Madigan era una equilibrista que se suicidó en 1889 junto a su amante, un desertor del ejército sueco. Su relación no era bien vista en Escandinavia en aquella época, así que huyeron a las montañas y fueron felices hasta que les encontraron. Cuando vieron que tenían que decidir entre volver a una sociedad que les rechazaba o ser fieles a lo que sentían, se suicidaron juntos.

Hay una película sueca que se titula Elvira Madigan. También hay una canción dedicada a ella. Está en el disco de un grupo de folk inglés llamado Mr. Fox. El estribillo de la canción dice:

Se diría al verlos que eran como niños de ojos dorados

Abandonaron la salud y la fama por lo que más querían

Que Dios ayude a Elvira y a su amante

Que Dios ayude a todos los que intentan realizar sus sueños.

Elvira y su novio también se fugaron a la montaña. Se escondieron allí y fueron felices hasta que les encontraron. Para entonces Elvira había cambiado de idea respecto a Elvira Madigan. Le encantaba la historia, pero el final le parecía estúpido.

¿Matarse porque la gente es gilipollas? No tiene ningún sentido. Si los idiotas mancillan a los puros (esto es una ecuación muy simple, pensaba Elvira), ¿quién merece morir? ¿Los idiotas o los puros? No le llevó mucho tiempo decidirlo.

Así, se resignó a las dos bofetadas que siguieron a su regresar, fue al hospital a ver al novio —los hermanos de Elvira lo habían desmantelado a golpes—, se despidió de él y luego envenenó a toda su familia con Domestos.

Después, al igual que el Cactus, Elvira se unió a los vorticistas. Nadie volvió a verla. Al contrario que el Cactus, Elvira no se cambió el nombre. No veía razón alguna por la que cambiarse un nombre tan bonito. Tan lleno de significados.

Desde entonces, si se dejaba, se la podía ver junto a los vorticistas, su pelo color butano hecho un surtidor de zanahorias en una cola de caballo.

Y, a veces, cuando mandaba a su cuerpo a pasear, aún recordaba la estrofa de la canción de Mr. Fox:

Se diría al verlos que eran como niños de ojos dorados

Abandonaron la salud y la fama por lo que más querían

Que Dios ayude a Elvira y a su amante

Que Dios ayude a todos los que intentan realizar sus sueños.