LOS VORTICISTAS
Mi otra tía estaba cocinando cuando me abrió la puerta de su piso de Gràcia. Su sonrisa salió acompañada de un suave olor a rape a la plancha.
—Qué temprano llegas, Pànic —dijo—. Perdona, estaba cocinando. Eres Pànic, ¿no? Sólo te he visto en fotos, y tenías siete años. Qué bien que hayas venido tan temprano. ¿Tienes hambre? Hay rape a la plancha.
—No, muy amable —contesté con timidez.
—Perdona, qué tonta —dijo, dándome dos besos—. Soy Lola. Supongo que ya te lo imaginabas, si no, no estarías aquí. Pero pasa, hombre, no te quedes en la puerta. ¿Seguro que no quieres comer nada? Estás en los huesos, hijo.
—No, en serio. No como mucho.
Entré en el piso, algo confuso. Era un piso espacioso y lleno de luz, con tapices en las paredes, cabezas africanas y un vago —aunque no del todo molesto— resquicio de incienso en el aire. Señalando la maleta, añadí:
—¿Dónde dejo esto?
—Te enseño la habitación donde dormirás de momento. Es un poco pequeña pero veo que tampoco llevas mucho equipaje —dijo con una sonrisa reluciente. Decidí no decirle nada por el momento de los 900 libros que llegarían en unos días, ni de los cientos de discos que iban a acompañarles—. ¿Has tenido un buen viaje? —añadió desde el umbral. Llevaba un sari indio y babuchas puntiagudas a juego con la decoración.
Decidí no decirle nada tampoco de lo que había hecho durante el trayecto. Mi idea era que debía inmortalizar el viaje, así que me llevé una pequeña grabadora a pilas. Se me había metido en la cabeza registrar mis primeras impresiones de Barcelona, el sonido de la ciudad, el ruido del aire, los coches y las personas. Sentado en los transportes grabé tren y metro, los frenos y la voz que anunciaba las paradas. Era una voz dulce de chica.
Paré la grabadora justo después de tocar el timbre de casa de mi tía. Decidí no decirle nada de esto para que no me tomara por un tío raro cuando acabábamos de conocernos. Los 900 libros (en camino), los discos que iban a su lado y la grabadora fueron las tres primeras cosas que tuve que ocultar en esa casa.
—El viaje ha ido muy bien. Hacía un día magnífico. —Ésa era mi idea de una conversación civilizada y, sobre todo, normal. Doce años con Àngels me habían dejado dolorosamente consciente de que mi educación no había sido la habitual.
Puse la maleta sobre la cama y la abrí. Saqué una foto y la senté sobre la mesa de escritorio que había contra la pared, como si fuese una bandera de conquistador. Era la foto de mi padre y mi madre en su casa de Crouch End, sentados en la mesa del patio con un par de cervezas, tomada en 1981.
—Consol era tan guapa. —Mi tía miraba la foto.
—Mucho —contesté. Después de dejar la fotografía me senté en la cama y la golpeé un par de veces para comprobar su mullidez. Luego asentí con la cabeza indicando aprobación.
Los ingleses tienen una palabra minúscula para eso: nod.
—Lo de tus padres fue una tragedia —suspiró ella acercándose, y luego dejó una mano morena y caliente en mi mejilla. La mano se quedó allí pegada, esperando, como una araña desorientada que no supiera adónde ir.
Lola era una tía de mentira. Había estado casada con el hermano de mi padre, pero se separaron por un asunto de cuernos. El hermano de mi padre se había marchado de la casa, y mi tía se había quedado, y luego el hombre había muerto en un extraño accidente de jardinería. La parca acompañaba a mi familia de manera especialmente obstinada; era un auténtico milagro que aún quedáramos algunos supervivientes. En fin, no sé por qué insisto en llamarla tía. Una vez separada del difunto cuernero, no nos unía ningún lazo sanguíneo. Supongo que es la costumbre, que se pega como Letraset en las acciones de uno.
Lola era una mujer de treinta y cinco años, guapa a la manera sioux, como Joan Baez. Larga cabellera negra de regaliz, dientes relucientes, nariz recta, piel bruñida, ojos redondos.
Lola trabajaba haciendo cortos educativos. Mi tía abuela Àngels me había contado que uno se llamaba Operación Pantalones Secos, para niños con síndrome de Down que se mean encima. Era un spot en el que actores inmundos hacían de profesores o padres, y niños con síndrome de Down se meaban encima, y el actor les indicaba cuáles eran los pasos adecuados para evitarlo.
A lo mejor el actor principal también tenía síndrome de Down. No lo sé, la verdad. Nunca llegué a ver Operación Pantalones Secos.
Àngels me dijo también que, por encargo de una clínica estética, Lola había filmado una operación de alargamiento de pene. Había ganado algún dinero extra porque luego un grupo lo había utilizado en un vídeo musical. La gente se desmayaba, me dijo Àngels; ver un pene partido en dos no es cosa apta para estómagos débiles.
Por alguna razón, Àngels y Lola se pusieron de acuerdo para que yo me instalara en casa de la segunda un tiempo mientras empezaba la carrera en Barcelona. Llegué a su piso de la calle Joan Blanques en septiembre de 1996. Ni siquiera sabía que mis tías mantenían contacto.
Había decidido estudiar Filología Románica por eliminación. Ninguna de las otras carreras me interesaba lo más mínimo, así que imaginé que, puestos a estudiar algo inútil, me salía más a cuenta estudiar la carrera más inútil de todas. Lo que más deseaba del mundo era largarme de aquel pueblo sofocante y alejarme del recuerdo de Eleonor. Filología Románica parecía la excusa perfecta para irme a vivir a Barcelona y dilapidar alegremente el dinero que había heredado de mis padres al cumplir los dieciocho. No es que necesitara ninguna excusa, siendo mayor de edad y todo eso, pero me pareció moralmente adecuado dar una explicación a mi huida.
Así que me planté en casa de mi tía de mentira en septiembre de 1996 mientras ella se cocinaba un rape a la plancha. Su mano aún estaba en mi mejilla como una tarántula de paso, y yo sólo pensaba en si en algún momento había tenido que manipular aquel pene partido en dos del cortometraje.
Mi tía sonrió con un ejército de dientes y, apartando de una vez la mano ardiendo de mi cara ardiendo, se volvió para marcharse.
—Bueno. Estás en tu casa, Pànic —añadió desde la puerta—. Avísame si necesitas algo.
Cuando me volví para mirar la foto de mis padres, los dos sonreían como si acabaran de contarse un chiste en clave. Uno que tuviera gracia.
Pasé los siguientes días en un estado de excitación constante. La anonimidad es una cosa extraña; después de mi adolescencia en aquel pueblo donde todos me conocían, en Barcelona me sentía invisible, sobrehumano.
Como las clases no empezaban hasta la semana siguiente, dediqué mi tiempo a esperar a que llegaran mis libros y a pasear por el barrio. El septiembre de aquel año fue fresco y dulce, y por las noches el viento traía en brazos a un invierno aún niño, débil, que crecía poco a poco, desnutrido. Cada mañana me levantaba con frío en los pies, abría la ventana y miraba a mi nueva calle con curiosidad. Antes que nada me bebía un café (mi tía postiza ya se había marchado), y luego me ponía mi uniforme perpetuo de aquella época: una camiseta, que podía ser de rayas o con algún logo anticuado (mi favorita era una de Disneylandia), tejanos negros rotos, estrechos de tubería, y unas bambas de baloncesto. El pelo lo llevaba despeinado y con las ondas de la almohada marcadas, ardientes como tostaduras de bikini, en los lados y la nuca. Me gustaba esa manifestación de «todo me da igual, acabo de levantarme». Luego me iba a dar vueltas con mi grabadora en la mano.
Un día bajaba por Joan Blanques hasta Travessera de Gràcia y la recorría hasta que llegaba a Escorial; allí subía hacia arriba hasta toparme con la Ronda de Dalt. Desde aquel puesto de control privilegiado escogía una calle por la que bajar, volviendo a cortar el barrio de Gràcia por la mitad. A veces era Verdi, otras Torrent de l’Olla.
Otro día empezaba en Via Augusta y cruzaba Gràcia en diagonal parándome en todas las plazas: desde la Plaça de la Llibertat hasta la Plaça de Joanic.
Cada vez que encontraba un sonido particular, una conversación, un timbre, una campanada, un insulto en catalán, sacaba la grabadora y registraba Barcelona, el ruido crujiente de sus tripas, el ronroneo de su estómago despertando. El murmullo de la ciudad me parecía único, o al menos distinto de las moreras amortiguadas, las fronteras cercanas y palpables que delimitaban el pueblo de mi adolescencia y que cruzabas casi sin querer, encontrándote de repente en medio del campo o al lado del río Llobregat.
Grabé y grabé y aquel eco era lo que quería oír. Por la noche, en mi habitación adoptiva, vacía aún, ponía la cinta tumbado en la cama y escuchaba los cláxones entre colchones, asustados bajo el ruido de fondo. Un clac y se oía la lluvia constante sobre las baldosas de una plaza. Otro clac y aparecía una charla anónima entre dos señoras en el mercado de Gràcia. Un clac y ahí estaba el chap-chap-chap acolchado de mis bambas de baloncesto, sus puntas redondas doblándose por calles nuevas como si pertenecieran a un personaje de Harvey Kurtzman.
A veces grababa el silencio nocturno desde la terraza del piso de Joan Blanques. Cuando volvía a la habitación para escucharlo, el silencio real de la ventana y el registrado en cinta se unían en un extraño efecto de silencio en estéreo y crepitar lejano. Con el doble silencio me dormía.
Aquellos primeros días no salí de Gràcia. No tenía prisa por ver la ciudad y decidí concentrarme en mi barrio hasta conocerlo bien.
En mi cuarta noche allí entré en un bar de la Plaça Revolució. Se llamaba La Costa Brava, y lo llevaban un par de gemelas fumadoras de mediana edad. Por entre las mesas paseaba siempre un perro pachón, y la clientela estaba formada por una amalgama que luego descubrí era la clásica de la tundra de Gràcia: jóvenes independentistas, clientes del cine Verdi (un par de calles más arriba), algún extranjero despistado, parejas jóvenes, trabajadores, vecinos y borrachos comunes. De fondo sonaban siempre canciones famosas de Tamla Motown, seguramente alguno de esos recopilatorios de Lo Mejor De: «My Girl», «I heard it through the grapevine», «You can’t hurry love», «Please Mr. Postman», «Uptight». Lo interpreté como un signo de que La Costa Brava era el sitio perfecto para establecer mi base de operaciones y alquimias. Mi laboratorio de psicogeografía.
Tenía columnas de madera y mesas de mármol. Espejo tras la barra, techo alto y luego bajo en un rincón, y friso en las paredes y una de las peores acústicas de toda la ciudad; dos minutos allí, y todo el mundo estaba soltando alaridos, sin querer, aplastados por un ruido sólido que parecía fluir de las paredes. Era un sitio que parecía no haber cambiado en ochenta años, aunque es posible que antes hubiese sido un Ateneu de barrio, con dominós y cafés cortos que se alargan horas.
Aquella noche pedí una cerveza, y decidí contrastar mis cambios desde entonces con la inmovilidad eterna de La Costa Brava. Si yo comenzaba a mutar en otra cosa aquel año, crecer en algo desconocido, sólo podría saberlo mirando al espejo tras la barra.
Ése sería mi recuerdo y mi seguro.
—¿Te pongo algo más, rey? —dijo una de las dos gemelas fumadoras. Llevaba media hora mirándome en el espejo y debió de parecer que buscaba nuevas bebidas.
—No, sólo estoy mirando —le dije. Y era la verdad.
Hacia la segunda semana de acercarme regularmente a La Costa Brava, un grupo de gente que se sentaba al lado de la máquina de tabaco empezó a concentrar gran parte de mi atención. Toda mi atención.
Las clases habían empezado hacía unos días. En la facultad, recogí la bibliografía, fotocopié los dossiers, deambulé por los pasillos sin conocer a nadie. Los universitarios siempre me habían aburrido; escuchaba una conversación de estudiantes en el metro y me acercaba al borde de un agujero negro de banalidades informes, sufrimientos imaginados, frases que no significaban nada para mí.
Así, cada noche me acerqué a La Costa Brava a beber cerveza y mirar a mi alrededor. No quería pensar en la miseria del medio estudiantil.
En el rincón de techo bajo, al lado de la máquina de tabaco, se sentaba un grupo particular. Llegaban cada día a las ocho y media, y nunca escogían ninguna de las mesas de la sala principal con el techo alto. Los cuatro llegaban escalonadamente y se situaban en su habitáculo regular, aquella mesa medio oculta por columnas.
Por alguna razón, yo también empecé a sentarme cerca de la máquina de tabaco. Su presencia era algo habitual, rutinario, a lo que aferrarme en aquellos primeros días en la ciudad, un cinturón de seguridad que me sujetaba en las curvas de lo nuevo. Al poco tiempo de observarles diariamente empecé a reparar en sus rasgos individuales. Formaban un grupo homogéneo y dispar a la vez, como animales de la misma familia y distinta especie. Como una jauría de depredadores distintos.
Había un chico alto, muy alto y flaco, que rozaba el techo con la coronilla. Llevaba gafas de Buddy Holly, que bajaba hasta la punta de la nariz para demostrar atención; las gafas eran un saltador de trampolín acobardado, siempre a punto de lanzarse pero sin ser capaz de dar el paso definitivo. Llevaba un peinado años treinta a lo Juventudes Hitlerianas, con un flequillo moreno ladeado que bailaba sobre sus cejas y que él devolvía a su lugar con una caricia amanerada. Se movía constantemente, como una anguila eléctrica.
Los ingleses tienen una palabra para eso: shaky.
Cerca de él solía estar otro chico con el mismo peinado, pero cabello rubio inmaculado, ojos azules y frente amplia. Se movía menos y era menos alto, y nunca le vi hablar; tan sólo parecía tomar notas en un pequeño bloc granate, notas que luego dejaba o no ver a sus acompañantes. Miraba a menudo a su alrededor, con seguridad, y un día se cruzaron nuestros ojos. Él mantuvo la vista firme en mí hasta que yo tuve que girar la cabeza y mirar al suelo. Con todo, no pareció registrarme. Mi mirada habían sido sólo ojos que derrotar; ojos sin cuerpo en combate desigual.
También había una chica pelirroja, con el pelo largo y un flequillo recto a tres dedos de las cejas, muy pequeña y flaca. Sonriente y minúscula, lo que más se distinguía desde lejos era el calabaza de aquella crin pelirroja, como un río de nísperos cayendo por su nuca. Verla me hacía pensar en el verso de Breton que copié en mi adolescencia.
Mi mujer de cabellera de fuego de madera
De pensamientos de relámpagos de calor
De cintura de reloj de arena
Mi mujer de cintura de nutria entre los dientes del tigre.
Aquella pelirroja movía los dedos al hablar, manchados de pecas como un mapamundi de pecas, y en su cara había motas, manchas y lunares de colores. A veces miraba al suelo, con la barbilla pegada a su pecho, y su cabello se esparcía sobre la nuca y las orejas como fideos de azafrán. Tenía ojos asustados de liebre y fumaba con prisas.
Por último había un chico sensiblemente más corpulento que los demás, moreno, y que se parecía al Malcolm McDowell de If… Era guapo-feo, anfibio, con piernas de equitación y ojos de rana extrañamente atrayentes. Llevaba el pelo rapado muy corto y algo que parecía una raya, casi imperceptible, afeitada en un lado de su cabeza; como una brújula que señalase siempre al norte.
El grupo se sentaba cada noche al lado de la máquina de tabaco y susurraba cosas que yo no acertaba a oír.
También bebían gin tonic y cerveza como si un enviado secreto les hubiese avisado que se avecinaba una plaga de langostas, una sequía mortal o una transformación de los ríos en sangre.
Mientras bebía cerveza un día, pensé en cómo se parecían a una sociedad secreta de principios de siglo. La Liga de los Justos, o la Liga de los Forajidos, la «banda sulfurosa» (como se conocía entonces a la facción de Marx), el Club de la Agitación del radical alemán Arnold Ruge, algún grupo socialista utópico de los que existían en el Londres victoriano del siglo XIX. Así que decidí llamarles los vorticistas.
Mis 900 libros llegaron al cabo de unos días en treinta cajas. A su lado, llegaron también mis discos, que empezaba a echar de menos. El silencio está muy bien, pero en grandes cantidades puede enloquecerle a uno. Por supuesto, llegó también el pequeño tocadiscos portátil de mis padres.
Cuando los de la compañía de mudanzas lo entraron todo en mi habitación vimos que no quedaba sitio para nada más. Los libros y los discos ocupaban casi toda la superficie cúbica de la habitación. Llenaron los vacíos como una inundación, como agua. Aparte de ellos, cabía una cama, una persona, una grabadora, algo de ropa y el tocadiscos portátil. Una suerte.
—Dios mío —dijo Lola con la cabeza ladeada, peinándose con un cepillo de madera—. No sé si el suelo aguantará. —Había estado filmando un documental sobre un concurso de romper sandías con la cabeza que se celebraba anualmente en un pueblo catalán, y tenía alguna pepita pegada al pelo.
—¿Quién hay debajo? —le pregunté, ignorando el olor a sandía en el aire.
—Cinco estudiantes mexicanos que trabajan de mariachis en el restaurante mexicano de la esquina.
—Mal asunto. Si cae esto no habrá sitio para todos, con lo que ocupan esos sombreros y guitarras enormes.
Mi tía de mentira me miró con una mezcla de pena, risa y hambre, como a un cochinillo al horno. Luego, agarrando un libro al azar y mostrándome la portada, preguntó:
—¿Está bien?
Era Lluvia de sombreros, de Richard Brautigan. En la portada aparecía una foto del autor, como era su costumbre. Tenía bigotes largos y ojos californianos, como mi padre.
Richard Brautigan escribió varias novelas. Un detective en Babilonia es una. Otra se llama El aborto, y va de muchas cosas aparte de un aborto, sobre todo de una biblioteca donde se guardan los libros nunca publicados. Siempre pasan cosas así en los libros de Brautigan.
En Lluvia de sombreros, un escritor escribe una historia sobre un sombrero mexicano congelado que cae del cielo en medio de un pueblo. Después de que el escritor la tire a la papelera, la historia continúa allí.
En la papelera.
—Pinta bien —contestó—. Me lo llevo. Cuantos menos libros haya en esta habitación, menos posibilidades habrá de que vayas a parar al piso de abajo con los mariachis.
Se puso el libro bajo el brazo y en un minuto había salido de la habitación, satisfecha de haber evitado la muerte por aplastamiento de los cinco mexicanos. La suya fue una satisfacción minúscula, como la de subirse unos calcetines caídos y de golpe notarlos tiesos y firmes en la pantorrilla.
Ese tipo de satisfacción.
Las satisfacciones pequeñas son, desde luego, las mejores.
Los avistamientos vorticistas empezaron a multiplicarse fuera de La Costa Brava. Un día estaba apoyado en una pared de la calle Encarnació cuando, zigzagueando como un proyectil, pasó por delante de mí el chico anfibio, la mirada fija en algún punto indeterminado del futuro. Zapatos y pupilas brillando como nuevos.
Una mañana me topé con el rubio gélido en Rius i Taulet. Todo vestido de blanco, sentado en un banco de la plaza, boca hermética, bloc en la mano. Le observé durante diez minutos que fueron diez caracoles arrastrándose viscosos por el tiempo; en todo ese rato no movió ni un músculo, ni un cabello, nada. Como si fuese una estatua a un dios pagano del norte.
Otro día miraba libros en una tienda de segunda mano y, dos estanterías más allá, distinguí a la pelirroja. Estaba de puntillas, tratando de coger un volumen fuera de su alcance, y las manoletinas negras se despegaban de sus talones de cera moteada, cogidas al suelo, sin querer abandonarlo. Su cabello, suelto esta vez, parecía crecer sobre sus hombros en piras de San Juan, de noche de Guy Fawkes. Al cabo de unos minutos lo tiró todo al suelo con estrépito, y tuvo que venir un encargado a ayudarla.
Divertido, observé que, mientras se disculpaba y el empleado recogía el desorden, algunos libros acabaron en su bolso mediante un rápido movimiento de muñeca. Con una sonrisa mínima se despidió, el bolso gordo como un pavo navideño, y pasó por mi lado sin verme. Una antorcha olímpica y ladrona.
Al chico alto del peinado hitleriano pude verle en varias ocasiones, murmurando al oído de tipos insalubres, o andando a gran velocidad, o susurrando cerca de chicas pequeñas de hombros estrechos y miradas tristes, que asentían llenas de pena y expectación y tortícolis.
Una tarde, sin poder contenerme, le seguí durante varias calles, a distancia, cuando empezaba a oscurecer.
Andaba como un avestruz, el cuello estirado, las zancadas largas, mirando en todas direcciones. Le seguí casi hasta el Passeig de Sant Joan hasta que, de repente, no estaba. Me paré en seco, oteando en busca de todas las vías posibles. ¿Dónde se había metido? Al cabo de unos minutos desistí. Quizás había entrado en un portal.
Durante varios días les seguí viendo, confundido por sus prisas, preguntándome por sus quehaceres. Verles así, desde fuera, era como observar a alguien moviendo las piezas de un juego de mesa desconocido, de otra cultura, un pasatiempo chino o árabe. Te dabas cuenta de que esta y aquella figura iban a un lado y a otro, pero no entendías las reglas ni los motivos.
Rubia. Morena. Flaca. Gorda. Lista. Tonta. Rica. Pobre. Desgraciada. Feliz.
En el patio de la facultad, en mi primer día de clases, me entretenía clasificando a las chicas que pasaban ante mí. Chicas raras, sonrientes, desesperadas, locas, chicas de ojos llorosos que nunca iba a conocer.
Aquejado de hipotermia emocional, con el peso de la soledad de años, me enamoraba de todas, fueran como fueran. Todas eran fascinantes, a su manera. Todas tenían nidos en la cabeza, y dedos ágiles, y piernas de tijera que pasaban ante mí cortando el espacio. Sentado allí, metido en la camiseta de una compañía de mudanzas, tejanos negros y bambas de baloncesto, me enamoraba de todas.
A media mañana, el día era ya un funeral de verano; de cosas que están a punto de acabarse. Sentado allí, en el claustro de columnas, las moreras y el agosto de mi pueblo adoptivo parecían empezar a alejarse poco a poco, y Sant Boi se despedía decididamente de mí con un pañuelo de seda. Era el 25 de septiembre de 1996, un jueves. Hacía un viento frágil que empezaba a enfriarse.
Y entonces: Enfadada. Anoréxica. Fea. Punk. Borde. Chivata. Brillante. Traidora. Las chicas seguían pasando con sus carpetas, sin fijarse en mí.
No me importaba saber que su salvajismo y desparpajo estaban, en algunos casos, condenados a muerte. Que era su único tubo de escape, y estaba a punto de atascarse; como universitarios que sólo se emborrachan al terminar los exámenes, heavys a punto de cortarse el pelo y casarse con grandes gordas. Rebeldes a media jornada, nihilistas de colonia de verano que, cuando vuelven a casa, retornan a la rutina diaria. Y su insurrección pequeñita queda como un souvenir, como un burrito de paja que se trajeron de sus vacaciones en el desmadre de otros.
La desobediencia como crucero por el Caribe. El inconformismo como intermedio, como tiempo muerto, como actividad extraescolar, como apuntarse a cursos de ballet o guitarra o alemán. Como algo que hacer hasta que el verdadero deber llama. Hasta que llega la hora de madurar y hacerse adulto y retour à la normale, olvidarlo todo, ¿qué fue sino una locura de juventud? Esa turbulencia ociosa de temporada, que tanto me había irritado siempre, aquella mañana me parecía graciosa.
Todas esas chicas extrañas y apesadumbradas y rompibles, a punto de rendirse. Todas esas chicas a punto de empezar a barrer sus corazones y sueños desintegrados. Cerré los ojos un segundo.
Y de pronto los abrí, como si una premonición hubiese activado el resorte. A unos cinco metros en línea recta delante de mí estaban dos de los vorticistas.
Eran el chico alto con gafas y flequillo a lo Hitlerjugend y la chica de cabello de hilo de cobre, de cable pelado. Él llevaba una camisa amarilla perfectamente planchada, con botones en el cuello; ella camiseta negra con los hombros al descubierto, la cabellera zanahoria recogida en una cola de caballo, mallas y manoletinas negras. Discutían sin alzar la voz.
Abrí las orejas, inclinándome un poco hacia donde estaban.
—¿Cómo puedes haberlo perdido, Johnny? —decía ella mirando hacia arriba, hacia él—. Te lo dejé hace dos días, por Dios. —Tenía una voz profunda pero modulada, como una cuerda de contrabajo afinada perfectamente.
—No sé cómo puedo haberlo perdido —decía él—. No me preguntes cómo puedo haberlo perdido porque no sé cómo puedo haberlo perdido. Es una pregunta sin sentido. Si lo supiera, no lo habría perdido.
—No estoy de humor para guerras semánticas. ¿Dónde lo viste por última vez?
—Mientras te esperaba, me senté por aquí. Luego me entró sed y me levanté para ir al bar. No sé si lo llevaba en el bar. Por eso lo he perdido. Ésa es la razón: mi incapacidad para recordar paso a paso qué hice con tu libro.
—Te he dicho que no estoy de humor para tus bromas. —Sacó un cigarrillo del bolso negro y miró hacia donde yo estaba sin verme.
En ese momento, sin razón, miré a mi lado para esquivar sus ojos. Y vi que a un metro de mí había un libro abandonado. Me incliné para cogerlo, miré la portada: El único y su propiedad, de Max Stirner. Sonreí. Era la primera vez que veía un ejemplar que no fuera el mío; el que sostenía ahora en las manos era un pariente cercano, misma portada, igual destrozo, las puntas dobladas como las orejas de un perro salchicha, notas al margen.
Grité:
—EH. Aquí. —Pero al principio no me vieron—. EL LIBRO —exclamé levantándolo, como si fuese la prueba definitiva de mi existencia. Los dos me miraron a la vez.
Él atravesó el patio en tres zancadas metidas en pantalones azul eléctrico, y lo último que vi antes de tener sus dos metros delante fue un destello de amarillo brillante en los calcetines.
Los ingleses tienen una palabra para eso: revelation.
Cogió el libro con ambas manos y una sonrisa se dibujó en su cara. Cuando ella llegó a su lado, él la miró.
—¿Ves como no lo había perdido? —le dijo—. Estaba aquí.
—Déjate de tonterías y dale las gracias. —Me señaló con el dedo. Luego él me miró, y pareció reparar en mí por vez primera, como si antes de que ella hablara El único hubiese estado sujeto al cielo con un hilo invisible.
—Tienes razón. Gracias. Perdí mi ejemplar y he estado a punto de perder el de ella. No me llegaba la camisa al suelo. Me has salvado la vida.
—No exagera con lo de vida —dijo ella fingiendo lanzarle una mirada de odio. Como todas las pelirrojas, casi no tenía pestañas. Sus pupilas de castaña tostada brillaban sin biombos ni intermediarios.
—M-me gusta mucho el libro —dije, como un auténtico pasmarote y tartamudeando por primera vez en la vida. Los dos me miraron con sorpresa, como si hubiese aparecido una persona diferente de la que les había sostenido el libro hasta entonces.
—¿Lo conoces? —dijo ella, después de dar una calada a su Gitanes—. Qué raro. Nadie conoce a Stirner. —Una nube redonda de humo blanco se alejó lateralmente de su boca.
—Mi tía abuela me obligó a leerlo a los once años —murmuré, un poco avergonzado. Los dos se rieron un segundo, antes de ver que decía la verdad.
—No jodas —dijo ella.
—Vaya —dijo él.
Entonces pasaron un par de segundos y doce ángeles. No de los chamuscados, sino de otra división; los que se pasean tranquilos por las conversaciones paralizadas.
—Me llamo Pànic —dije, ahuyentando al último, un ángel rezagado de alas alevines—. ¿Estudiáis aquí?
Los dos rieron.
—¿Estudiar? —dijo ella, dándome dos besos secos—. No, no. Estamos de… visita. Yo me llamo Elvira, y él es Johnny Cactus.
Él me estrechó la mano.
—Pànic es un nombre inusual, la verdad. Supongo que te lo habrán dicho muchas veces.
—Soy mitad inglés.
—Es un nombre inusual para un medio inglés también —añadió Elvira.
Tenía razón. ¿Por qué dije esa estupidez?
—Ya. Mis padres eran un poco raros.
Elvira levantó una ceja.
—¿Hippies?
—No, por Dios —exclamé, casi ofendido—. Raros-raros. Raros-comportamiento-excéntrico-raros.
—Sí, claro —dijo el Cactus—. Si hubiesen sido hippies te llamarías Cielo, Libertad, Termidor, Ola, Golondrina, Woodstock…
—Supongo que les hizo gracia el nombre. A mis padres les hacían gracia muchas cosas. Murieron los dos. Quizás eso también les dio risa.
—Lo siento —dijo Johnny Cactus. Elvira lo repitió. Los doce ángeles volvieron de la ronda y nadie dijo nada durante unos segundos más. Ella le dio un pequeño codazo, diminuto, que por su altura se estrelló en la muñeca de él; su esclava de plata se sacudió como una serpiente de cascabel a la que acabasen de disparar. Johnny Cactus la miró, y dijo de repente—: Vaya, el tiempo planea, ¿verdad? Me parece que tenemos que irnos. Muchas gracias por recuperar el libro.
Se volvían para marcharse cuando Elvira paró y, girando sobre sí misma, añadió mirándome:
—Piensa que has tenido suerte. Podrían haberte llamado cualquier cosa: Compresa. Morcilla. Abrebotellas. Reactor Nuclear. Desatascador de Váter.
Sí, supongo que aún he tenido suerte. Llamarte Desatascador de Váter no es precisamente una garantía de glamour.
—Es verdad —contesté.
—Bueno —añadió ella—. Muchas gracias, Pànic. —Los dos desaparecieron en unos segundos por una de las puertas del claustro.
Amarillo brillante. Azul eléctrico. Negro y calabaza. Humo blanco. Como dos coches deportivos que hubiesen pasado a toda velocidad.
El primer detalle que aprendí de Johnny Cactus era que hablaba raro.
—El mundo es un zapato —decía.
—Estás elegante como un tiralíneas —decía.
—Tenía el corazón en un cajón —decía.
—Tengo la cabeza como un biombo —decía.
—No voy a ir, por si las muescas —decía.
La tradición de las frases hechas le traía sin cuidado. La teoría que desarrollé, con el tiempo, era que lo hacía por miedo a lo ordinario, a cualquier tipo de rutina. Era escritura automática. Refranero surrealista.
El resto del mundo repetimos las frases hechas y los juegos de palabras sin firmarlos. Los manoseamos y guardamos bien envueltos, por eso cuando llega el momento de prestárselos a alguien tienen la misma forma aburrida de siempre.
Johnny Cactus quería que incluso sus frases hechas fuesen exclusivas. Únicas. Nuevas, estrenadas en aquel momento, como un juguete acabado de comprar.
—Es más pesado que una casa en brazos —decía.
Aquella noche decidí quedarme en casa y beber cerveza a solas mientras escuchaba discos y hojeaba libros viejos y nuevos. Estos últimos eran los que me había comprado para las asignaturas de Literatura Románica I y II. El primero que quería leerme era El caballero de la carreta de Chrétien de Troyes.
Me quedaba solo en casa porque Lola tenía una cena en casa de un amigo. Me había dejado un mensaje pegado con celo en la puerta de la habitación, que vi nada más llegar. Lo arranqué de la puerta y lo leí en la mano.
Pànic:
Tengo una cena en casa de un amigo, el actor cataléptico del que te hablé. Su teléfono, por si pasara algo extremadamente importante, es el 200 01 20. Extremadamente importante quiere decir hundimiento de piso y derrumbe en cabeza mexicana, no fundición de bombilla o cambio de temperatura exterior. Hay cerveza y champán en la nevera.
Lola
P. S. No me olvido de que querías conocer al actor cataléptico. La próxima vez le traigo a casa.
El actor cataléptico era un amigo de mi tía que estudiaba arte dramático y que se había especializado en hacer de muerto en series, películas y obras de teatro. Según me contó Lola, su amigo era muy conocido en esos círculos, y tenía fama de hacer de muerto espléndidamente. Decían que casi ni se le notaba respirar, ni las aletas de la nariz temblando, ni el pecho ensanchándose y, por supuesto, conseguía rigidez total en todos sus miembros. Como la estatua de un santo.
Por alguna razón me moría de ganas de conocerle. No sabía de nadie más que muriera sin morir de esa manera.
Aquella noche sonaba «Nowhere to run» de Martha & The Vandellas, con el ritmo fijo de las canciones de Motown, un trote sincopado que parece llevarte a otras partes sin esfuerzo. Yo estaba tumbado en la cama sin bambas, ponderando las primeras frases de El caballero de la carreta («Ya que mi señora de Champaña quiere que emprenda una narración novelesca, lo intentaré con mucho gusto») y bebiendo champán. Empezaba a pensar que aquel tipo de literatura quizás no era para mí cuando sonó el teléfono. Era Àngels.
—¿PÀNIC? —gritó sobre un estruendo aterrador de fondo—. ¿ERES TÚ, HIJO?
—SOY YO —aullé—. ¿QUÉ ES ESE RUIDO? CASI NO TE OIGO.
—¿QUÉ? NO TE OIGO.
Respiré hondo, luego grité con más fuerza:
—NO TE OIGO, ÀNGELS. ¿NO PUEDES PARAR ESE RUIDO?
—ESPERA UN MOMENTO, HIJO. NO TE OIGO NADA CON ESTE RUIDO. —Apartándome del auricular, la oí chillar más débilmente—: ¿QUERÉIS PARAR DE DAR GOLPES, POR FAVOR? ESTOY INTENTANDO HABLAR CON MI SOBRINO. —El estruendo cesó al instante—. Dime, hijo. No te oía nada con todo el ruido de fondo.
—¿Qué era esa hecatombe, Àngels? —le pregunté, ambos recobrando un tono normal—. ¿Desde dónde me llamas?
—Desde casa. Las chicas y yo estábamos intentando desmontar los restos de una grúa municipal que nos llevamos ayer del depósito. No sabes lo que pesan esas cosas, hijo. Es una pesadilla. ¿Qué tal va todo?
—Bien, bien. —Le di un sorbo al champán—. Hoy ha sido mi primer día de clase.
—Ten cuidado, Pànic. Ya te he dicho mil veces lo que intentarán hacerte. Tratarán de convertirte en una hormiga peón. En un zángano de colmena, sin voluntad propia, supeditado a los deseos de la abeja reina. No debes permitir que eso te pase.
—No te preocupes. Eso no me pasará.
—Pues dilo.
—Acabo de hacerlo.
—No. Di la frase entera, leches.
—No me convertirán en una hormiga peón —contesté, dejando el vaso sobre el mueble del teléfono—. ¿Qué tal va todo por ahí?
—Bien. Los cristales ya no están tan limpios desde que te fuiste, hijo mío. —Una de las manías de mi tía abuela Àngels era la limpieza de cristales. Si hubiese encontrado a seis ratas practicando un aquelarre caníbal en la encimera no le hubiese importado tanto como la más leve de las huellas dactilares en su cristalera. Cuando le pregunté a qué venía tanta limpieza me dijo que no hiciera tantas preguntas, que había que tener estándares éticos y morales de algún tipo y que, además, limpiar cristales fortalecía el carácter. Desde entonces yo fui el único encargado de pasarles el paño una y mil veces; mi carácter se endureció como el pan de seis días.
—Vaya, lo siento. Prometo darles una pasada cuando vaya a visitarte. —El estruendo de desguace volvió a empezar de repente al otro lado de la línea.
—AHORA TENGO QUE IRME, HIJO —exclamó Àngels entre ruido de golpes—. ACUÉRDATE DE LO QUE TE HE DICHO.
—Me acuerdo.
—¿QUÉ?
—QUE ME ACUERDO, TÍA.
—DILO.
—NO ME CONVERTIRÁN EN UNA HORMIGA PEÓN —grité con toda la fuerza que pude. Por la otra oreja entró el ruido de alguien llamando a la puerta de mi casa con bastante insistencia. ¡R! ¡I! ¡N! ¡G!
—BIEN. CUÍDATE MUCHO —aún pudo añadir mientras yo colgaba el auricular. Recorrí la distancia hasta la puerta en tres o cuatro pasos. Cuando abrí me encontré delante a un mariachi no muy alto que agarraba una guitarra por el mástil a un lado de su cuerpo. Llevaba el uniforme completo, con luces y fanfarrias. Parecía una seta cruzada con un árbol de Navidad.
—Perdóneme las molestias —dijo con acento de mexicano mariachi—. Pero estamos intentando ensayar y no oímos nada por culpa de sus gritos.
—Oh. Lo siento mucho —balbuceé—. No volverá a suceder.
—Grasias —dijo, a punto de marcharse—. Y por cierto… —añadió volviéndose.
—¿Sí?
—No debe usted preocuparse, güey. No se parece usted en nada a una hormiga peón.
Me quedé en silencio, mirando su guitarra de colores.
—No tiene ni el mismo abdomen, ni las mismas seis patas —añadió satisfecho—. Y, por supuesto, no tiene usted antenas.
Por el hueco de la escalera llegaron las primeras notas de «La de la mochila azul». El sonido febril de las bandas mariachis.
—Ahora me perdonará, pero tengo que irme. Están empezando sin mí. —Y después de decirlo se esfumó escaleras abajo.
Algo más tarde, aburrido y encajonado, salí a la terraza y me puse a grabar la noche de la calle Joan Blanques. En la oscuridad, apreté el botón del aparato y dejé que se registrara un ladrido de perro, lejano. Una alarma que saltó un par de calles más arriba. La conversación de una pareja que andaba justo por delante de mi puerta. De golpe, me entró una necesidad delirante de fisgar y recordé que en un cajón de mi habitación tenía un micrófono con cable que se podía conectar a la grabadora.
Cuando volví a salir con él y lo inserté en el orificio adecuado, la pareja aún estaba parada bajo mi terraza. Su murmullo calmado sonaba a motores distantes, a barcos alejándose.
Sacando una buena parte de mi cuerpo, doblado sobre la barandilla, hice que descendieran unos cuantos metros de micrófono. Inexplicablemente, necesitaba saber de qué banalidad hablaban aquellas dos personas. Así apoyado, grabé unos minutos de su conversación hasta que el chasquido de un encendedor decapitó el silencio.
Después de varios intentos, apareció una llama diminuta que iluminó vagamente sus caras; uno de los dos encendió un cigarro, y al momento ambos miraron hacia donde yo estaba. Me lancé hacia atrás, dejando caer la grabadora al suelo. Las pilas salieron disparadas como dos píldoras intragables.
Eran la pelirroja y el alto. Elvira y Johnny Cactus. Me quedé inmóvil, paralizado por la coincidencia. Dos de los vorticistas debajo de mi terraza, sus voces espitas de gas silbando en la oscuridad. Mi estruendo les había enmudecido.
Esperé unos minutos hasta que sus voces volvieron a empezar, y el ritmo decreciente de sus pasos me confirmó que se estaban marchando.
Esperé unos minutos hasta que todo volvió a quedar en silencio. Tras confirmar que no había nadie ante la puerta, recogí la grabadora y las pilas y lo ensamblé todo en mi habitación, expectante. Cuando hube rebobinado lo que me pareció suficiente, pulsé el Play.
Su conversación era ininteligible, agua que caía a borbotones, tambores apagados por la distancia. Al cabo de unos minutos, cuando estaba a punto de abandonar, escuché algo y empalidecí, y al momento enrojecí, y al segundo volví a empalidecer, y rebobiné y volví a pulsar Play para asegurarme, y los colores, todos, blanco y rojo, se marcharon de mi cara, y me quedé sentado en medio de la habitación, translúcido, como un trozo de papel cebolla humano.
No había duda. De entre el gruñido monótono que grabé surgía con claridad una palabra formada, una palabra familiar, una palabra que nunca hubiese podido confundir.
«Pànic.»
Pasaron un par de días antes de que me decidiera a volver a La Costa Brava. El suceso de aquella noche me había dejado algo trastornado, y no estaba seguro de lo que significaba. Durante esos días mi tía de plástico entró y salió varias veces, y la oí en el teléfono planeando comidas y bailes con sus amigos. Los ratos que pasaba en casa ponía un disco, que yo oía débilmente a través de la puerta de mi habitación, y el sonido de su disco y el mío se mezclaban en un susurro dadaísta. Al final, el sábado por la tarde, saqué la cabeza y le pregunté qué era eso, ocultando mi creciente irritación. Lola estaba tumbada en el sofá en sari y babuchas, fumando un cigarrillo y mirando al techo.
—Johnnie Ray —me dijo, volviéndose.
Me acerqué en calcetines al estéreo y agarré la funda para echarle un vistazo. Era un hombre blanco de cara cansada, con orejas grandes y un pequeño tupé y traje de gala, medio arrodillado en el suelo. Me intrigó su expresión, contorsionada de dolor, y el puño cerrado que no sostenía el micrófono. Y el sonotone que llevaba en una oreja.
—¿Era sordo?
—No del todo —contestó Lola después de echar el humo—. Pero oía mal. A los diez años le estaban manteando y cayó con la oreja contra el suelo. Perdió un cincuenta por ciento de audición en ese oído. Pero lo interesante de Johnnie Ray es que, a pesar de que era un tipo bastante aburrido, él fue el que empezó todo el rollo de las fans y la histeria colectiva. Las mujeres se volvían locas en sus conciertos, no sé si por un sentimiento maternal o porque les daba pena que fuera medio sordo.
Lola se incorporó y sacó los pies de las babuchas para sentarse con las piernas cruzadas.
—Otro de sus rasgos inconfundibles era que se emocionaba tanto con sus propias canciones que a veces rompía a llorar de verdad en medio de una interpretación. Le llamaban «el Nabab del Sollozo».
—¿Nabab?
—Significa persona importante. Los nababs eran los empresarios ingleses del siglo XIX que volvían enriquecidos de sus negocios en la India. ¿Te gusta?
—¿El mote o la música?
—Las dos cosas, listo.
—El mote no está mal —contesté. El Nabab del Sollozo, el Visir de la Lágrima, el Comendador del Lamento, el Conde del Plañido… Las posibilidades eran infinitas.
De fondo se oía una balada sentimental sobre una chica que se iba, o algo así. Pensé en el pobre Johnnie Ray y su Sonotone, abandonados mil veces.
Apagando el cigarrillo, Lola hizo una pausa teatral, sonrió y luego dijo:
—¿Te importa que te haga una pregunta?
Negué con la cabeza.
—La señora de la limpieza me ha dicho que te pregunte si quieres que tire todas las pirámides de papel que tienes en el suelo de la habitación.
Me puse rojo como una cereza.
—Dile que no tire nada. Ya las recogeré yo mismo.
—¿Qué son todas esa pirámides, Pànic?
—Papiroflexia.
Lola me miró con curiosidad.
—Origami —añadí.
Silencio. El silencio vergonzoso de las mentiras increíbles, que caen como eructos en entierros. Como pedos en minutos de silencio por las víctimas del terrorismo.
Los ingleses tienen una palabra para eso: embarrassment.
—De hecho, voy a recogerlas ahora mismo. Hasta luego.
En mi habitación me puse las bambas de baloncesto y la camiseta de Disneylandia y me peiné hacia un lado desordenadamente. Grité SALGO camino de la puerta, y llegué a La Costa Brava al cabo de unos minutos. Empezaba a hacerse de noche y el aire se había enfriado; tenía la piel de los brazos como un muslito de pollo hervido.
Me senté en el rincón con el techo bajo y pedí una cerveza. Sobre mi cabeza, confusa entre la estática y las conversaciones, sonaba «Baby I need your loving». Cuando una de las dos gemelas fumadoras me trajo la bebida, le dije mi nombre.
—Me llamo Pànic. —Me gusta que los camareros y dueños sepan cómo me llamo en los bares a los que voy.
—Encantada, rey —dijo, y me observaba como si de pronto me hubiese salido un pene en medio de la frente. Como si alguien fumando hubiese manipulado napalm al lado de mi cara.
Me volví para examinar a la clientela y, casi instintivamente, dirigí la mirada hacia la máquina de tabaco. Los vorticistas estaban allí. El Club de la Agitación en pleno: la pelirroja diminuta y magra, Elvira, fumando Gitanes y sosteniendo su propio codo; el hermoso-anfibio riendo en voz alta; el rubio glacial observando a los demás; el alto con gafas, Johnny Cactus, declamando con seriedad. Como siempre, hablaban profundo y rápido, sin que un solo soplo de mutismo pudiera colarse tras alguna palabra entreabierta, ni un solo silencio curioso metiera la punta del pie en el resquicio de sus voces.
Esta vez, sin embargo, hubo una novedad respecto a los días anteriores.
Estaba observando cómo se interrumpían, cómo se levantaban para volver a sentarse, cómo bebían con prisas. Intentaba dilucidar, leyendo sus labios, si volvían a pronunciar mi nombre.
De golpe, después de ladear la cabeza para pensar y devolverse el largo flequillo lacio al lugar que le correspondía, los ojos de Johnny Cactus cayeron sobre los míos.
Fue un solo segundo en el que nos observamos, reconociéndonos. Entonces Johnny Cactus levantó la mano derecha con la palma extendida hacia mí, como un jefe sioux, y con la otra mano tocó suavemente el hombro de Elvira. Ella también me miró y levantó las cejas sonrientes. Unas cejas dibujadas, casi invisibles, la sombra vespertina de una mandarina solitaria.
Sacudí la cabeza como respuesta y sonreí también. Luego volví a mi cerveza. Sin embargo, por el rabillo del ojo distinguí cómo Elvira decía algo y, de repente, todos los demás se volvieron para mirarme. Fueron unos minutos incómodos. Las cuatro miradas rozaron mi espalda como si buscaran suerte en la lotería.
Las miradas se quedaron allí un rato, en mi espalda. Cómodas. Cambiando de posición, desvié la mirada hacia el espejo de detrás de la barra. Eso fue peor. A través del reflejo, las cuatro miradas se clavaron en mi cara. Elvira y Johnny Cactus aún sonreían.
Ahora sé lo que sienten las cobayas, desnudas en sus jaulas de metal, copulando y defecando a la vista de todos. Ahora sé lo que sienten los hámsters.
Bajé la cabeza y esperé, nervioso, a que alguno de ellos se acercara. Esperé unos minutos en el cadalso, mirándome las bambas, como si fuese una ocupación que iba a durarme toda la vida. Como esperando a que el verdugo apartara el taburete de debajo de mis pies.
Pero nadie hizo nada.
Cuando levanté la cabeza para beber, me atreví a mirar hacia el espejo. Los cuatro volvían a estar concentrados en su conversación, aunque ahora sonreían todos. Pedí otra cerveza a uno de los camareros que no era una de las dos gemelas fumadoras. Mientras esperaba, notaba mi propia respiración a intervalos regulares, como el tilt de un sónar submarino. Por el espejo del bar, Elvira volvía a mirarme.
—La cerveza, Miedo —dijo el camarero poniéndola en la barra.
—Pànic. Es Pànic.
—Eso, Pànic.
Por el espejo de la barra miré el cabello mal cortado, naranja como una botella de Coppertone, de la pelirroja menuda. Aquella noche no llevaba cola de caballo y un peinado de Françoise Hardy asimétrica, cortado con instrumentos romos y cartabones doblados, se tumbaba en sus hombros. Cerré los ojos, aspiré con fuerza, e imaginé que era ella la que decía mi nombre aquella noche, ante mi portal.
«Pànic.»
Dos días después, regresé al bar y me senté una vez más ante el espejo. Aquel día no estaban.
Observé mi reflejo durante unos segundos. Mi pinta no estaba mal si pertenecías al género de los octópodos terrestres, pero para un humano no era el envoltorio mejor diseñado. Ese pelo, erizado y explosivo de puerco espín carbonizado. Esos ojos verdosos de moribundo reptil mortífero. Esa piel pálida, marmórea, de mesa de morgue. Lleno de disgusto, aparté la vista y me concentré en mi cerveza.
Me acordé de los vorticistas con envidia. El brillo de nuevo, de limpieza, de pulcritud divina que emanaba de sus camisas y pantalones siempre que les había visto. Ropa que era como la demostración final de nobleza de un condenado a muerte. Ropa de vencedores para gente condenada a perder; majestuosa, llena de color, como las últimas palabras en un campo de batalla. El saludo de despedida en el palio. La mirada altiva.
Eso me hizo pensar en aquel disco de los Temptations que tanto escuché en mi infancia. Temptin’ Temptations, con sus cinco dandis negros en trajes blancos y zapatos brillantes. El decoro, la caballerosidad que transmitía. Haber asociado a los vorticistas con aquel disco me hizo feliz, me llenó de repentina confianza.
Levanté la vista y miré hacia fuera. Volvían a estar todos allí, tras los cristales de la puerta, mirándome.
Aquello empezaba a no sorprenderme. Elvira, su coloreado de remolacha más visible que el de los demás, era la única que hablaba. El rubio celestial levantaba una ceja, como ponderando lo que ella decía.
Durante un segundo, antes de apartar la mirada, me pregunté si era el único que los veía. Quizás eran fantasmas. Quizás eran no-muertos, los espíritus de cuatro dandis catalanes que permanecían en la zona en la que vivieron un par de siglos antes.
Llamé a una de las gemelas fumadoras, que se acercó a mí envuelta en humo.
—Dime, rey.
—¿Conoces a esos cuatro de la puerta? —Y señalé hacia la cristalera. Por supuesto, como en un mal capítulo de Embrujada, ya no estaban. En su lugar quedaba sólo un rastro de color, una pincelada elusiva de sus brillos y camisas y calcetines fugados. Las estrellas parpadeantes que se te quedan en los ojos después de haber mirado fijamente una luz.
Era el martes de la siguiente semana cuando conseguí presentarme en la universidad.
Me había levantado de pésimo humor, los pantalones bajados, rodeado de pirámides usadas y la copia de El caballero de la carreta doblada debajo de una pierna. Un disco de Alice Clark dormía inmóvil en el tocadiscos, sin sonido, la aguja apoyada en su muleta como un inválido. Despeinado y reseco, sentí una oleada de remordimientos que me invadía.
El remordimiento por las cosas es, al fin y al cabo, una lupa. Un microscopio de lentes deformes que magnifica los pecados y contamina los actos, o el recuerdo de los mismos. Los remordimientos son como un biombo pintado con monstruos, como una pared con una ventana pintada en trompe l’œil. No puedes creerlos, porque si lo haces te darás de morros contra la pared; la ventana era falsa. Era un efecto óptico.
En total, desde que Eleonor me dejó había pasado un año y poco. ¿Es eso mucho tiempo? Desde un punto de vista estelar, no; dentro del esquema del cosmos, un año y medio era una millonésima de segundo. Nada.
Quizás por eso, desde que me dejó, seguía masturbándome con el recuerdo dulce de su boca y peca y cabello negro y pies diminutos. En mi mente no había pasado tiempo suficiente para eliminar los restos de su olor y tacto blando. A veces conseguía terminar sin desperfectos, imaginando el sexo tal y como era entonces. Otras… Otras veces me asaltaba la imagen de Eleonor con otra persona, y me inundaba la rabia como un río de lava. Rémora asquerosa, mosquito de la malaria. No debería estar masturbándome con Eleonor aún; de ahí venían los remordimientos.
Así, estaba sentado al sol en la puerta de la facultad, y era temprano porque me había despertado a horas intempestivas con el culo al aire y no conseguí volver a dormirme. Al final me levanté y pensé: iré a la puerta de la facultad y grabaré las primeras horas del día, cuando empiezan a llenarse las calles.
En el bolsillo llevaba una nota que Lola me había dejado. Le encantaba dejar notas, empezaba a darme cuenta. La saqué y la volví a leer. Decía:
Pànic:
Hoy llegaré tarde por la noche, porque salimos al campo a filmar cerdos. Sí, CERDOS. Es un anuncio por el que me pagan muy bien, y tienen que salir cerdos porque es un anuncio de fuets.
Personalmente, no me gustan los cerdos. Demasiado inteligentes para ser animales, o al menos eso dicen en Rebelión en la granja de Orwell. Napoleón, Bola de Nieve y los otros. Cerdos listos. Mantendré mi distancia con esos cerdos, porque además me acuerdo de noticias en que esos putos animales se comían a niños de granjeros. He aquí la justificación que les voy a dar a los gilipollas de mis amigos vegetarianos de por qué comemos cerdos: porque si no nos los comemos nosotros a ellos, ellos se nos comerán a nosotros. Selección natural.
Pero ya está bien de cerdos. Sólo quería decirte que llegaré tarde por la noche, pues tengo una cita con unos cuantos de ellos.
Hay cerveza en la nevera, pero no champán porque te lo bebiste todo el otro día y no compraste más. Hazlo hoy. Esta noche, después de un día entero con Porky y sus amigos, me apetecerá beber un poco.
Un beso.
Lola
P. S. Mañana vuelve la señora de la limpieza y aún me encuentro papiroflexia piramidal por los rincones. Límpialo, por Dios.
Estaba sonriendo al sol, y pensaba: hay gente que escribe buenas notas. Las mías en cambio eran ilegibles, llenas de siglas para ahorrar tiempo. Mi humor estaba mejorando. Me acordé de una vez que le dejé una nota a mi tía abuela Àngels que empezaba con la palabra Mimp. En realidad era «M. Imp», Muy Importante, pero Àngels no la leyó porque creyó que iba dirigida a otra persona. Aquel día nos cortaron el agua. No a Mimp, a nosotros.
En cualquier caso, guardé la nota de Lola y saqué un libro de Henry Thoreau, De la desobediencia civil. Estaba leyendo esto: «La mayoría de los hombres sirven así al Estado no como hombres, sino como máquinas, con sus cuerpos», cuando un alboroto en la calle me hizo apartar la vista de la página. Un pequeño grupo de personas se congregaba, ávida de información, tumultuosamente.
Fue un parpadeo, pero fue suficiente. Miraba hacia allí cuando de entre la multitud surgieron dos tipos a toda prisa. En sus manos, como si sostuvieran un ánfora romana, estaban los brazos de Elvira y el cuerpo de Elvira y la cabeza de Elvira, convulsionándose y tratando de soltarse y dando patadas al aire. Sus pies no tocaban al suelo. Era como si dos hombres trataran de transportar un gato ardiendo.
Oí los insultos inacabados de Elvira, las referencias entrecortadas a la sexualidad y la inteligencia de los dos hombres, y eché a correr hacia allí.
Cuando llegué, los dos hombres trataban de introducirla en un coche celular. Deduje que eran policías de paisano. De la puerta del coche parecían salir cien patas, tentáculos de animal marino, y Elvira gritaba Soltadme, cabrones, y ellos empujaban su cuerpo hacia dentro como podían, tratando de contener a aquel pulpo hirviendo.
Me acerqué a ellos a toda prisa.
—Un momento. ¿Qué pasa aquí? —creo que dije, con voz de hilo de pescar. Hilo invisible de reparar camisas.
Cerraron la puerta del coche de un golpe y Elvira se quedó dentro, golpeando el cristal con los puños. Su boca dijo un h-i-j-o-s-d-e-p-u-t-a-a-a apagado.
—¿Qué coño quiere? —me dijo uno de los dos, volviéndose hacia mí—. ¿No ve que estamos efectuando una detención? —Llevaba ropa de los ochenta, tejanos nevados, calcetines blancos, mocasines de plástico. No era el mejor disfraz de calle de la historia policial.
Carraspeé.
—Es amiga mía —dije, como si eso fuera a solucionar algo.
—Pues está detenida, joder —dijo Calcetines levantando la voz y luego dirigiéndose hacia la puerta del volante.
El otro me miraba con repugnancia, como si fuese un plato de entrañas de pájaro.
—Decídase —dijo—. Si quiere acompañarla, hay sitio para otro. Si no quiere, mejor que se vaya antes de que nos lo llevemos a usted también.
—Yo no he hecho nada, y ella tampoco —me oí balbucear. Parvulario de protesta. En dos minutos, patio. Para dar más vehemencia a mis pobres palabras, me dirigí a abrir la puerta de Elvira.
El que se había quedado me empujó con violencia, y el empujón me hizo perder pie y caer de culo al pavimento.
—¿No me ha oído? Nos la llevamos.
Me puse en pie. Por alguna razón, pensé en cerdos durante un segundo. Miles de cerdos. Me acordé de la nota de Lola: si no nos los comemos nosotros a ellos, ellos se nos comerán a nosotros.
Me acerqué al que me había empujado, respiré hondo y abrí la boca para decir:
—¿Pero qué se ha creído? Suéltenla ahora…
Pero no me dio tiempo a decir mismo.
La ambulancia llegó al cabo de veinte minutos. Un par de bomberos estaban aún intentando apagar el fuego con extintores. Yo estaba de pie, sosteniendo un pañuelo apretado contra la nariz. La hemorragia estaba disminuyendo.
—¿Has hecho tú todo esto? —me preguntó uno de los enfermeros.
A mi alrededor yacían varios cuerpos inertes. Calcetines tenía la camisa 80’s rota y estaba tendido boca arriba, con un ojo horriblemente hinchado y gran cantidad de sangre alrededor de la nariz. A su lado estaba el otro, hipando como un niño; no soy médico, pero su pierna no estaba en la posición que están normalmente las piernas. Estaba doblada en un ángulo raro. Dos tipos más yacían en distintos sitios, sin sentido y sangrando también.
El coche humeaba a unos metros. El fuego había sido apagado, pero del metal y el plástico y las ruedas quedaba sólo una sombra chamuscada, un esqueleto de carbón. Los curiosos se habían multiplicado. El enfermero seguía delante de mi cara, echando alcohol en un pedazo de algodón.
—Do —contesté al cabo de unos minutos, recordando la pregunta.
—Ponte esto, te cortará la hemorragia —dijo, alcanzándome el algodón mojado.
Llegó la policía en un par de coches, y nadie sonreía. Estaba claro que no venían de una fiesta de graduación, o de un cumpleaños.
—Será mejor que alguien me cuente lo que ha pasado aquí, y rápido —dijo un policía bigotudo cuando llegó a mi lado.
Pensé en veintitrés minutos antes. Lo primero que vi, casi no lo vi. Fue la porra del segundo policía golpeando contra mi nariz, poniendo el punto final a mi frase inacabada. La porra impactó con fuerza pero sin ansia de completa destrucción, seguramente un aviso. Las aceitunas antes del plato fuerte.
El entremés de hostias.
Caí hacia atrás y me quedé de nuevo sentado en el suelo, y un cometa amarillo pasó cerca de mi oreja izquierda, esquivándome por un centímetro, y al instante otro cometa rosa pasó al lado de mi otra oreja, sin tocarme, en dirección a mis atacantes.
Lo siguiente sucedió tan rápido que casi no puedo ordenarlo: los cometas amarillos no eran cometas. Eran los calcetines de Johnny Cactus, que había saltado por encima de mí. No me miró. Sólo vi cómo un bate de béisbol que sostenía con las dos manos surcaba el aire y golpeaba la pierna del policía que me había pegado, y a la vez oí un sonido de madera y rotura. A su lado estaba el vorticista anfibio que llevaba la raya al lado afeitada en la cabeza. Reconocí su perfil mientras lanzaba un puño como un ladrillo en la nariz del conductor, que había salido del vehículo. Ése no fue un aviso. Se oyó otro crac, que significaba tabique quebrado.
Nadie dijo nada.
Lo demás fue metódico, breve, limpio como ellos eran. Raya Afeitada golpeó dos veces más al conductor con puños distintos, ambidextro de galletas. BANG. BANG y una ceja se hizo ojo y se abrió, y el tipo cayó al suelo como un montón de platos rotos. Dos de sus compañeros, debían de haber estado observando a distancia, se acercaron para socorrer a los suyos y sufrieron una suerte parecida: en un revés, Johnny Cactus eliminó la dentadura frontal de uno con el bate, Raya Afeitada le pegó una patada en la cara al otro, luego un puñetazo zurdo. En el aire quedó la estela rosa que habían dejado sus calcetines de nailon.
Cuando terminaron, Johnny Cactus se acercó a mí, me miró y me levantó la barbilla con una mano, diciendo:
—No tienes nada roto. Estás sano como una piedra. —Me dio un pañuelo azul cielo que sacó de su bolsillo, y que yo apreté contra mi nariz. Olía a lirios de agua. Luego me dejó, pasando a mi lado, y al cabo de un minuto volvió con una lata pequeña de gasolina. Le abrió la puerta a Elvira, que salió con el ceño fruncido y, agarrándole por la camisa para que se agachara, le besó en la mejilla.
Le llevó un minuto rociar el coche y encenderlo. Una llama anaranjada se expandió por el chasis y el interior. Los tres vorticistas sonreían ahora, y Raya Afeitada se llevó las manos a la cintura, observando el fuego en jarras. En un instante, se acercaron a mí. Respiraban fuerte, pero de una manera casi imperceptible, como si hubiesen acabado de trasladar una cómoda no muy pesada.
—Nos encontramos otra vez, señor —dijo Johnny Cactus dejando en el suelo la lata de gasolina vacía y poniéndose las gafas. Volvía a ser suave y escurridizo y andrógino, como si lo que había sucedido fuera obra de otra persona.
—¿Duele? —preguntó Elvira, acariciando con sus dedos puntiagudos mi muñeca.
—Un poco —le dije, feliz de verla a pesar del daño en las narices.
—Así que es éste —dijo enigmáticamente Raya Afeitada, burlón, señalándome y mirando a Johnny Cactus—. Sitio equivocado y momento erróneo, ¿eh, tío? Vaya buena suerte.
Los ingleses tienen una palabra para ese tono: scorn.
—Este de aquí es Arturo Grima —me dijo el Cactus. Y luego, hacia Raya Afeitada—: Nuestro amigo encontró el libro de Stirner que Elvira me había prestado y que yo había perdido. ¿Recuerdas? Se llama…
—Bàdig —interrumpí yo por debajo del pañuelo—. Engandado. —Extendí la mano derecha hacia Arturo Grima. Él la ignoró.
—Así que le perdiste un libro a Elvira —exclamó, sin mirarme, echando el brazo por encima de los hombros de Johnny Cactus—. Amigo, tus huevos reposaban en un plato. Para cosas así, este pingajo no tiene el menor sentido del humor, tío. Considérate afortunado de no ser Farinelli. —Al instante se puso a cantar, afectando voz de castrato—: Oh, dulce misterio de la vi-ii-i-da. —Elvira le pegó un puñetazo en el nervio del bíceps. Perfectamente colocado para que doliese, y dolió. Arturo Grima deformó la cara en una mueca de Auch.
—Idiota —dijo ella, aguantándose la risa.
Johnny Cactus se puso a reír y yo, sin quererlo, también. Mi mano derecha había dejado de esperar encontrarse con la mano derecha de Arturo Grima, así que la bajé. No servía de nada tener cinco dedos extendidos sin propósito alguno, como una antena de saludos que no captara señal. De repente, él me miró.
—No sé de qué cojones te ríes, como-te-llames —dijo, empujándome un poco en el pecho con el dedo índice—. Tienes suerte de que todos los huesos de tu cuerpo estén enteros. ¿Te crees que esto es una broma? No lo es, te lo aseguro.
—Déjale en paz, Arturo —intervino Johnny Cactus, apartándole la mano—. Es de confianza. Y es admirador de Stirner.
—Bah. Los libros están muy bien, pero sabes de sobra que a la hora de la verdad no hay nada mejor que esto. —Cogió el bate del suelo y se lo enseñó. Luego añadió—: Es el único lenguaje que entienden, te lo dice uno que sabe. —Luego sonrió sarcásticamente y afectó un golpe de bate—. Primera base. O como se llame.
—Lo que tú digas, querido —dijo Elvira, recolocándose el pelo—. No leas; léete sólo Teo va al Zoo. A mí qué. No seré yo la que termine siendo un mandril primario.
—Me sobreestimas, Elvira, mi amor —respondió Arturo, todos ya ignorándome por completo—. Ya soy un mandril primario. Ni tú ni Stirner vais a cambiar ese hecho, panocha. —Johnny Cactus y yo volvimos a sonreír.
De repente empezó a sonar una sirena de bomberos, a lo lejos. Cada vez más transeúntes empezaban a aglomerarse cerca del coche en llamas. Y los vorticistas, los vorticistas sin inmutarse. Como si fuese una representación de los Pastorets en la que les hubiese tocado hacer de pastorcillos extras, sin papel ni frases.
—Vámonos, señores —dijo Arturo secamente. Luego se sacudió el polvo imaginario de los pantalones y se alisó la parte delantera de la camisa verde. Se aseguró de que el cuello estuviera recto y se subió ambos calcetines.
—Sí, será lo mejor —respondió Johnny Cactus. Y, mirándome, añadió—: La próxima vez que nos veamos en La Costa Brava, ven a saludar. Te presentaremos a alguien. —Luego repitió los gestos de su compañero: pantalones, camisa, cuello, calcetines. Se subió las gafas (estaban en la punta de su nariz) y carraspeó.
—Ya está —dijo al final, hablando consigo mismo—. Limpio como una bañera.
—Y de esto ni una palabra, listo —espetó Arturo Grima señalándome.
—Do de preogubes —dije, aún con el pañuelo en la nariz.
Elvira se acercó y, poniéndose de puntillas, me dio el segundo beso desde que la había visto por primera vez.
—Gracias por defenderme —dijo, con pose de Marian, ambas manos cogidas tras la espalda.
Al momento se dieron la vuelta, rodearon el fuego y en un segundo ya no estaban.
—Me he caído por las escaleras —le dije a Lola.
Estaba sentado en mi cama, mirando al suelo, descalzo. En medio de mi cara había una patata, tan grande que podía verla bizqueando, en el sitio donde antes estaba mi nariz. Unas horas antes había contestado lo mismo cuando el policía me preguntó.
—Me he caído por las escaleras. —Él me miró con insolencia, sin hablar. En un instante, otro policía nacional llegó a su lado. Me pidió la documentación, y yo se la di; qué otra cosa podía hacer. El segundo policía se marchó a investigar mi carnet al coche celular, yo me quedé en compañía del primer policía.
—Cuando les pillemos, esta vez lo tienen claro —amenazó. Yo repetí lo de las escaleras. Mi tía abuela Àngels siempre me había dicho: Pase lo que pase, niégalo todo. Incluso si llevas un arma en la mano, o tienes los pantalones bajados, o hay tinta en tus manos y al lado un gran graffiti. Niégalo todo, decía Àngels. El ser humano es crédulo por naturaleza. Las palabras, por falsas que sean, tienden a quedarse grabadas en la mente. La duda nace de esas palabras; la duda se fertiliza con esas palabras, me decía. Cuando al fin brota una coartada, las palabras pesan más que los actos.
Tus mentiras son el abono de tu salvación.
—Di lo que quieras —dijo el policía. Era un hombre regordete y ridículo, de dedos amarillentos—. Pero esta vez hay testigos. De ésta no se escapan.
Que nadie me considerara capaz de haber provocado aquello empezaba a irritarme. Estuve a punto de autoinculparme, aunque sólo fuese para recobrar algo de amor propio. ¿Por qué se asumía que yo era un mero curioso, un damnificado por el fuego amigo? ¿Por mi pinta de araña resacosa? Esa condescendencia me sacaba de quicio.
—Lo que usted diga —murmuré.
Al cabo de unos minutos regresó el segundo policía. Me dijo gruñendo que les acompañara a la comisaría, que tenían unas cuantas preguntas que hacerme. No podían detenerme, ya que los propios testigos habían visto que mi única participación fue en el papel de puchingbol.
Me escabullí de sus preguntas con pértigas mentirosas y hombros encogidos. Al final no tuvieron más remedio que dejarme ir. Como antiguos amigos que no quieren quedar, prometieron llamarme.
—¿Cómo eran las escaleras? —preguntó Lola un par de horas después, levantando un puño cerrado—. ¿Así?
—Ja-ja —respondí con sarcasmo, sin sonreír. Ella se acercó con alcohol y algodón en rama y empezó a acariciarme la nariz, arrodillándose delante de mí. Le dije que ya me habían puesto alcohol pero ella se empeñó en hacerlo por segunda vez. Mientras me curaba pude ver, por la apertura del sari, el diapasón que dividía sus pechos. Una U invertida, bronceada. Me fijé con atención, intentando adivinar el resto.
Lola me miró de repente a los ojos y adivinó el trazado de mi mirada. Sonrió con un pasillo de dientes brillantes y se abrochó un botón del escote, levantándose.
—¿Sabes? Tu tía abuela me habló de ti antes de mandarte a vivir aquí.
—Ah. ¿Y qué te dijo?
—Que te la pelabas como un mono. Que tenías tendencia a emborracharte como una rata y vomitar. Que eras satanista, o algo así.
—Todo eso quedó atrás —dije, con firmeza pero ruborizándome al tiempo.
—Ya. Entonces, ¿qué son las pirámides?
—Son para la maqueta de una ciudad del antiguo Egipto. Planos. Como en En busca del arca perdida. Cuando Indiana Jones pone el báculo y la luz señala la…
—Sí, sí, ya la he visto. Da igual. Sólo te estoy diciendo que, aunque me advirtió aquello, no imaginaba que fueses del tipo de persona que se mete en peleas.
—Y no lo soy. Pero parezco atraerlas. Soy un imán de puños ajenos.
—Bueno, pues ten cuidado. Concéntrate en tocarte los genitales, si eso es lo que deseas, pero no te metas en líos. Y, aún más importante, no me metas a mí.
Cerró la puerta tras ella. Una canción de Johnnie Ray, que estaba lloriqueando en el comedor, quedó interrumpida a la mitad. Llorar, llorar, ll…
—¡Cada uno tiene los hobbies que tiene! —grité.
Después de poner uno de mis discos («So in love with you» de Al Green) me tumbé en la cama y miré al techo. Por la ventana abierta entraba un sol de mediodía, de octubre empezando, que me calentaba las piernas. Llegaba ruido de la calle, y el aire era ya el telegrama de despedida de los meses calurosos, pero mis piernas aún estaban calientes. Todo estaba muy quieto, como si el aire fuera gelatina y nos hubiese atrapado a todos; recogidos en ámbar, como insectos. Y de fondo, Al Green.
De repente tuve una gran sensación de impulso. Recordando aquellos calcetines que pasaron a mi lado como lanzas de colores que llevara un caballero acorazado, recordando las palabras y los gestos de unas horas antes.
Los ingleses tienen una palabra para eso: momentum.
Tuve esa sensación de impulso, como el vacío en el estómago que uno tiene al lanzarse de un trampolín alto. Ese aire helado que se acumula en la tripa, y que avisa de lo que se está acercando. Tuve esa sensación de impulso, tan grande y palpable, que supe que había terminado algo y algo estaba a punto de empezar. Algo importante.
Me palpé la nariz y ya no me dolía.