LIBRO UNO

PÀNIC

La obsesión es una fiebre. Una rabia loca, enfocada hacia un solo punto, que empieza a acelerar sin que nadie pueda detenerla. La obsesión es un deseo multiplicado, y ese deseo me ha llevado hasta aquí.

Estoy volando a 111 km por hora en dirección a un árbol del camping La Ballena Alegre, en la autovía de Castelldefels. Cuando impacte contra él, mi cuello se partirá como un barquillo mojado en champán, pero de momento estoy paralizado en el aire en la postura de volar. Soy una pieza de taxidermista, suspendida del cielo por hilos de oxígeno.

Los ingleses tienen una expresión para eso: in mid-air.

Espero que esta parálisis pasajera me dé el tiempo suficiente para contar lo que tengo que contar; es una historia bastante larga. Estoy volando a 111 km por hora porque hace un segundo estaba subido a una Vespa 160, conduciendo sin manos. Me subí a la Vespa porque antes intenté realizar el Último Vals Salvaje, y falló. Mi Último Vals Salvaje era la única manera que encontré para extirpar la obsesión. Ésta es una historia de obsesiones.

Supongo que, si realmente queremos ir al principio de todo esto, si queremos ganar en el socatira que lleva al presente, tenemos que hablar de mi obsesión y de los vorticistas. A veces las dos cosas son la misma. La obsesión es el gemelo maligno de la pasión; van juntos de la mano hasta que uno asesina al otro, y al final sólo queda el beso solitario y frío de la obsesión.

Supongo que, si tengo que ser honesto, sólo hay un lugar desde donde empezar a contarlo todo.

Mi tía abuela Àngels.

Conocí a mi tía abuela Àngels al poco de que mis padres murieran en el accidente de avión. El representante del consulado español me vino a buscar al colegio, en Crouch End, y me comunicó con suavidad que mis padres se habían ido a dormir. Yo tenía ocho años.

—¿A dormir? —le pregunté.

—A dormir con los ángeles —respondió el funcionario.

—¿Ángeles? —Mis padres eran ateos militantes. Nadie comentó nunca nada de ángeles. Tal vez por eso añadí—: ¿Dónde?

El funcionario levantó un dedo y señaló hacia arriba. Recuerdo haber mirado hacia su dedo, y luego hacia el techo, y no entender nada.

Los ingleses tienen una palabra para eso: puzzled.

Sin embargo, acompañé al señor del consulado hasta donde me dijo, y allí me esperaban unos amigos de mis padres, que me dijeron que mis padres habían ido a un lugar mejor. Luego añadieron que yo también iría a un lugar mejor.

Las primeras horas en este mundo sin mis padres están llenas de confusión. Un poco de ese caos debió de sentirse bien a mi lado, porque me acompañaría toda la vida. La confusión sabe reconocer a los recipientes mullidos, dispuestos, que la acogerán siempre. Sabe seleccionar los huecos de árbol más cálidos donde hibernar.

Aquella noche dormí en casa de los amigos de mis padres, donde por culpa de sus explicaciones pésimas no pegué ojo pensando que yo también iba a morir. A la mañana siguiente me llevaron a Heathrow y me metieron en un avión camino del Prat. Mi madre era catalana, y mi abuela también. Mi abuela había fallecido unos años atrás, así que los dos únicos supervivientes de la familia éramos su hermana y yo. El consulado español me devolvía a mis raíces magras y secas, arrancadas del suelo antes de tiempo como flores cojas.

Para dar una idea de cómo era mi tía abuela voy a transcribir la primera conversación que tuvimos, cinco minutos después de que yo bajara del avión en El Prat en 1984 y nos saludáramos inventando afectos nuevos.

—Y bien, ¿qué querrás hacer a partir de ahora? —preguntó mi tía abuela, sin pasar por el Cuánto has crecido ni Qué mayor estás. Era una mujer pequeña y rechoncha, de piernas arqueadas y mirada roedora. Era la primera vez en mi vida que la veía; supongo que mis padres no eran muy familiares.

—¿Ir al colegio? —dije. Preguntando, por lo que pudiese pasar.

—¿Estás loco? —contestó—. Los maestros son los primeros fascistas que vas a encontrarte en tu vida. Su labor principal es empezar a doblegar a las almas jóvenes para que, al hacerse mayores, acepten las órdenes sin rechistar.

Yo la miré sin hablar, intrigado.

—Hazme caso, Pànic, hijo, todo lo que le enseñaron a tu tía abuela en la escuela tuvo que desaprenderlo luego.

Asentí.

—Escucha: no irás a la escuela. No irás a ninguna cárcel del intelecto para que te allanen los clavos. Las escuelas son cementerios del pensamiento libre, mausoleos de la autosuficiencia y hornos crematorios de la insurrección.

Asentí con la cabeza otra vez, pero no entendía nada. Tenía sólo ocho años, aunque nadie pareciese comprenderlo.

—Todo lo que has de saber está en mis libros y en los de tus padres. Haz el favor de leerte todos esos libros y tu tía abuela te enseñará lo demás, números y cosas prácticas, así como trucos para que no puedan acceder nunca a tu mente. ¿De acuerdo?

—Sí —mentí.

—¿Sabes quién es Max Stirner?

—No.

—Lo sabrás.

—Vale.

Vale parecía ser el machete que iba a sacarme de la jungla de nuestra primera conversación. Decidí utilizarlo cuantas veces hiciera falta, blandiendo su hoja cegadora.

—Lo que más desea el sistema es completo control sobre ti, sobre tus actos y pensamientos; quieren llegar a un punto en que la coacción no sea necesaria. Un punto en que estés deseando hacer motu proprio lo que ellos quieren que hagas. Que seas feliz siendo una parte de su engranaje.

—Vale.

—Quieren aplastar el libre albedrío. La voluntad inalienable de ser uno mismo. De ser libre. Pero no les dejaremos, ¿verdad, Pànic?

—Hmmm —dudé. Al ver su cara de sorpresa rectifiqué a toda prisa—: Ni hablar. No.

—Todo lo que necesitas saber está en los libros. Léete todos esos libros y libera tu mente. Libera tu mente y tu culo la seguirá. ¿Queda claro?

—Vale; digo, sí.

—Libera tu mente y tu culo la seguirá.

Una vez hubo dicho esas palabras se calló y me dio la mano durante todo el trayecto en tren hacia su casa.

Aunque sacudido por el traqueteo del vagón, mi culo se mantuvo firme en su lugar gracias a la presión que hice en dirección al centro de la tierra. No quería que mi culo huyera persiguiendo a mi mente liberada.

Cuando media hora después me levanté del incómodo asiento de madera tenía las nalgas planas y frías como el acero de los barcos.

De mis padres recuerdo pocas cosas, y la mayoría las aprendí con el tiempo y la investigación. Mi padre era inglés, llevaba bigote cosaco y melena hippie; se llamaba Richard Malone, y era el doble de Richard Brautigan, el escritor americano.

Mi madre era catalana. Se llamaba Consol Orfila. Tenía ojos verdes y hombros de nadadora, era hermosa y flaca y morena, y llevaba el cabello corto, metido tras las orejas. Tenía un vestido de noche verde, largo, que le dejaba los hombros al descubierto. Unos hombros de ballesta tensada, huesudos y anchos, hechos para conquistar castillos.

Mi padre era sociólogo y mi madre era editora. Se fueron a vivir a Londres antes de que yo naciera, en 1975. Mi padre publicaba libros y daba conferencias, y mi madre le quería bastante. En las fotos en las que le está mirando, sus ojos verdes son mis ojos verdes.

Los amigos de mis padres, aquellos señores que me tuvieron una noche en vela imaginando mi propia muerte, también me contaron que mis padres se querían bastante. Sé que eso es bueno, pero mi memoria no lo registró. Los restos de sus vidas naufragadas que flotan sobre mí son sólo fragmentos con el recuerdo de haber pertenecido a algo coherente en el pasado; estoy seguro de que unidos significarían algo, pero para mí no son más que pedazos. Flotadores, trozos de la cubierta, mástiles quebrados, todos a la deriva después del hundimiento.

Recuerdo los discos de mi madre: Debussy, Stravinsky, Ravel y el «Segundo concierto para piano» de Rachmaninoff. Recuerdo los de mi padre: Coltrane, Wayne Shorter, Miles, Hank Mobley. También algo de soul: Otis, Jackie Wilson y Sam Cooke, sobre todo.

Recuerdo sus libros, que heredé. 900 libros. Y una foto de los dos que conservo enmarcada: en ella se les ve muy sonrientes, bigote cosaco y ojos verdes. Intento conectar los restos del naufragio, pero los bordes no encajan. Como si alguien hubiese mezclado dos puzzles distintos, uno de la sabana africana con un castillo bávaro.

Mis padres murieron en un accidente de aviación en el año 1984, mientras yo estaba en la escuela. La avioneta de un millonario inglés se estrelló contra el patio de nuestra casa de Crouch End, en Londres, y les redujo a ambos a cenizas.

Los ingleses tienen una palabra para eso: charred.

Tengo una pesadilla a menudo: un bigote cosaco, flotando en la inmensidad, en llamas, se consume con olor a pollo frito.

No puedo olerlo, pero así son los sueños. Sólo veo la imagen: un bigote cosaco flambé.

Tengo muchas otras pesadillas protagonizadas por mis padres. Mis padres son las celebridades de mi periodo REM. El Robert Redford y la Faye Dunaway de mi Hollywood onírico de los setenta. Salen en casi todos los sueños, acaparando subconsciente.

Así, como decía, mis padres murieron en 1984, incinerados en su patio por la avioneta de un ricacho idiota sin carnet de vuelo.

Una estúpida manera de morir. Sin embargo, imagino que mis padres le habrían encontrado la gracia. A mí no me hace ninguna.

Por poco se me olvida: Pànic. Me llamo Pànic.

Pànic Orfila. Llevo el apellido de mi madre porque me da la gana.

Mucho antes de que pasara el asunto de los vorticistas en el año 1996, alguien me puso nombre. Era julio del 1976, y yo acababa de nacer. Mucho antes de que hubiese rotura de corazones y cosas y miembros, estaban mis padres. Antes de ellos no hay nada, y después de ellos está mi tía abuela Àngels. Ése es el orden de las cosas.

Y a pesar de que voy a hablar de las cosas que pasaron en 1996, pensé que quizás debería explicar el orden. Desde la carbonilla hasta el volar hacia el árbol, hay piezas más importantes que otras. Deben ser explicadas.

Como en un vórtice, las cosas pasan a toda velocidad. Como en un tarot, las figuras van apareciendo en lo que aparentemente es completo azar. Un nefasto jugador de ajedrez está lanzando al tablero sus reyes, peones, alfiles y torres sin orden ni concierto.

Pero hay un orden: nací un día de julio del año 1976 en Londres. En 1984 murieron mis padres. El mismo año mi tía abuela Àngels me llevó a vivir con ella a Sant Boi, un pueblo del extrarradio barcelonés. Tenía ocho años. Mis verdaderos recuerdos empiezan allí. Y llevan a un único sitio.

Pero de momento sólo quería recordar que me llamo Pànic. Los nombres son importantes. Me llamo Pànic y soy un vorticista, o lo he sido durante bastante tiempo.

Luego lo contaré.

—¡No me interesa nada que esté por encima de mí! —gritó mi tía abuela un día en que me vió leyendo a Max Stirner. Habían pasado seis años desde que llegué a su casa.

Max Stirner era el hombre más aburrido de la galaxia. Cuando el poeta anarquista John Mackay quiso escribir su biografía, se encontró con un tipo anodino, mediocre, hecho de colores mezclados como el gris de las témperas sobreusadas y la plastilina vieja. Mackay no daba crédito. ¿Era aquel chupatintas el mismo que había escrito El único y su propiedad, la más fascinante obra del pensamiento anarquista-individualista?

Max Stirner nunca se doctoró, aunque trabajó como maestro en un colegio de niñas bien. Se casó para guardar las formas con una mujer a la que nunca quiso. En 1837 se unió a «Los libres», un grupo de jóvenes hegelianos que contaba entre sus filas con Marx y Engels y que se reunía para discutir de filosofía y teología. Ésta parece ser la parte más interesante de su vida, así que mejor no esperar nada extravagante a partir de aquí.

Max Stirner perdió el dinero abriendo una lechería primero y jugando a la bolsa después. Llegó hasta el extremo de pedir un préstamo público y cambiar de casa para evadir a los acreedores. Cuando su situación parecía a punto de recibir un inesperado golpe de suerte —un adelanto por la herencia de su madre enferma—, Stirner se puso enfermo también y murió. Era el 25 de junio de 1856.

Sin duda, Stirner era un gran cenizo.

Sin embargo, escribió El único y su propiedad. Un libro que sienta las bases del pensamiento anarquista, que se adelanta a Nietzsche en el asesinato de Dios, un libro en el que se expone que el individuo es el único ser supremo, liberado del yugo de la religión y del humanismo. Para Stirner, el hombre es El Único, El Egoísta, y sólo puede ser feliz asumiendo ese egoísmo puro, natural, primigenio. La sociedad es una asociación forzosa y represiva de seres alienados controlada por el Estado. La única organización posible ha de ser una asociación libre de individuos autónomos con fines comunes, con egoísmos comunes.

El libro de Max Stirner fue uno de los muchos que leí en aquellos años que pasé junto a mi tía abuela, pero me obsesionó de forma especial. Mucho más tarde iba a conocer a gente igualmente obsesionada con El único y su propiedad.

Cuando mi abuela me gritó: «¡No me interesa nada que esté por encima de mí!», parafraseando al anarquista soso, la miré sorprendido. Ella se doblaba de risa.

—Por cierto —dijo en el umbral de la puerta, volviéndose—. He decidido que el año que viene irás al instituto. No quiero que te conviertas en un monstruo solitario, aislado de tus semejantes. Ahora ya tienes suficientes conocimientos para no dejarte embaucar por los engranajes relucientes del sistema.

—¿Monstruo? —balbuceé, algo ofendido.

—El año que viene vas al instituto, y no se hable más. —Mi tía abuela cerró la puerta.

Yo me levanté, excitado de repente, y empecé a dar vueltas por la habitación; como si mi nerviosismo hubiese activado el programa de centrifugado de mi cuerpo. Di doce vueltas y cuando ya me mareé tuve que parar y sentarme.

Descubrí con el tiempo que mi tía abuela era en realidad una mujer muy sensata. Se llamaba Àngels, y había formado parte de las Joventuts Llibertàries. Le daba asco el mundo moderno, un asco que yo heredé. Era anarquista y nunca se arrepintió, al contrario que muchos otros gallinas mojadas.

Durante aquellos años a su lado tuve tiempo para dar rienda suelta a mis primeras obsesiones. El Subbuteo estuvo bien durante una época. Las cartas de coches llegaron luego. En medio leí filosofía, política e historia de la biblioteca de 900 libros que heredé de mis padres. También leí, al azar y basándome en lo simpáticos que me parecían los nombres, libros insurreccionistas de la biblioteca de mi tía abuela.

Por ello, en la época en que tendría que haber hecho séptimo de EGB fui futurista, y me obsesioné con Marinetti, la maquinaria, el movimiento y la fuerza. Pinté cuadros con hombres ligeramente cúbicos, flechas y lanzas, mecanismos en funcionamiento, dinamismo. Fantaseé con invadir Etiopía, pero mi tía abuela me dijo que eso era ya fascismo, y que a veces la línea era muy delgada.

Desde entonces nunca perdí de vista la línea. Nunca me pilló desprevenido, creyéndome surrealista cuando ya era más bien comunista. Supe bien dónde estaba la línea en cada momento e ismo.

Al cabo de un tiempo me cansé de ser futurista y fui dadaísta.

—¿Cómo te llamas? —me preguntaban otros niños.

POLU POLU EKKZA TERRRINU SAPA CADO —les gritaba yo. Invariablemente, luego me perseguían con piedras afiladas y gomas elásticas con hierros en los extremos.

También escribí manifiestos e hice exposiciones de collages que visitó mi tía abuela. Leí a Picabia y a Max Ernst. Me hubiese peleado con otros movimientos pero mi vida social era todavía un poco limitada. Eran todavía los años previos al instituto y no conocía a nadie.

En mi supuesto octavo de EGB compaginé el Risk y los juegos de estrategia de Nike & Cooper —combatía contra Àngels, un adversario vengativo e implacable— con el surrealismo. Leí Los campos magnéticos de André Breton, hice derivas oníricas por las calles de Sant Boi e imaginé unicornios, intestinos y martillos vivientes colgados de las ramas de las moreras. Experimenté con la poesía automática:

Mi mujer de cabellera de fuego de madera

De pensamientos de relámpagos de calor

De cintura de reloj de arena

Mi mujer de cintura de nutria entre los dientes del tigre.

—Qué bonito —me dijo Àngels después de leerlo—. ¿Es tuyo?

No lo era. Lo copié de André Breton, porque mi poesía automática era inmunda y me daba vergüenza enseñarla.

—Sí —le dije, aprendiendo a mentir.

Más tarde leí la poesía de Louis Aragon y mi tía abuela me compró libros con imágenes de las construcciones de Joseph Cornell. Eran cajas de madera con diferentes compartimentos y, en cada uno de ellos, muñecas, canicas, fotos arrugadas, pájaros disecados, cuerda y espejos. Aquellos intentos de reconstrucción física de un universo cerebral en estado de caos total me fascinaban, estaba convencido de que aquellas piezas eran la obra de una urraca humana en pleno proceso de armonización del laberinto. Eso empezó lo que llamé mi Periodo Cornell.

Pasé largas tardes de aquel mojado otoño del 1989 recogiendo objetos pulidos cerca del río Llobregat, rompiendo lápices, dando forma a bolas de barro, dejándolas al lado de fotos en blanco y negro de mis padres. Luego lo colocaba todo en una caja vertical de madera y le daba nombre al conjunto; estaba convencido de que cada una de aquellas construcciones era un mapa de vuelo a mi mente.

Los ingleses tienen una palabra para eso: flightpaths.

Finalmente me cansé también de aquella obsesión. Había sido futurista, dadaísta y surrealista antes de cumplir los catorce. Era agotador. Había releído El único y su propiedad dos veces. Estaba solo, y estaba bien. La soledad suele subestimarse.

El día de mi decimocuarto cumpleaños descubrí la masturbación mientras me duchaba. Me estaba aplicando agua a la entrepierna cuando noté unos calambres y unas durezas. Me frotaba con jabón cuando llegaron los estertores y la flaqueza de piernas. Un líquido blanquecino y resbaladizo salió por el orificio de mear, expulsado en unos cuantos golpes. Hubo un hormigueo en la columna vertebral, un calor en las mejillas, como si alguien las estuviera preparando a la brasa. Al final, mientras el agua seguía cayendo en cascada por toda la piel, quedó sólo el líquido deshilachándose en el suelo de la bañera. Lo miré desaparecer por el desagüe a la vez que notaba las durezas transformándose en blanduras.

Hum.

Esperé unos minutos y volví a probar, por si había sido un hecho aislado. La operación se repitió con las mismas etapas: calambres y durezas. Estertores y flaqueza y catapultas. Hormigueo y carrilleras a la parrilla.

Bien.

Desde entonces me dediqué a masturbarme con todas mis fuerzas. La masturbación fue mi nueva obsesión, y experimenté con todas las posibilidades al alcance de un joven solitario encerrado en un lavabo. Ése fue mi nuevo secreto de urraca, y dejé atrás el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo para dedicarme a él, voluntarioso. Las cajas de mi Periodo Cornell se llenaron de polvo y telarañas desde aquel día de mi decimocuarto cumpleaños en que descubrí la masturbación.

No era un movimiento cultural rebelde de principios de siglo, eso es cierto, pero era muy agradable.

Una mañana, mi tía abuela estaba encajada en la puerta, intentando entrar a golpes de cadera.

—¿Me puedes ayudar con esto, por Dios? —me dijo.

Me levanté, abrí la puerta y le eché una mano con lo que llevaba. Era un parquímetro.

Le pregunté para qué necesitábamos una máquina que esencialmente servía para controlar el aparcamiento.

—Alguna utilidad le encontraremos, hijo.

Es curioso, pero aquella mañana me di cuenta de que la casa estaba llena de objetos urbanos. En el patio teníamos bancos de parque y farolas de autopista. Tirábamos la basura en papeleras de calle metálicas. La bandeja del café era una señal de STOP.

Aprendí con el tiempo que, como casi todos los antiguos combatientes de izquierdas de la guerra civil, mi tía abuela consideraba la transición a la democracia una tomadura de pelo. Careciendo de otros medios para protestar contra lo que les parecía una farsa que continuaba con la dictadura franquista de manera encubierta, mi tía abuela y sus amigas jubiladas fundaron el Instituto de Vandalismo Público. Su núcleo lo formaban siete u ocho personas mayores que habían pertenecido a la Unió de Pagesos, la FAI, las Joventuts Llibertàries y el POUM.

En lugar de reunirse para tricotar, mi tía abuela y las otras señoras salían al oscurecer para romper cristales de bancos, robar señales de tráfico y farolas, tumbar contenedores de basura y hacer pintadas anarquistas.

A veces incluso lo hacían a plena luz del día. Nadie sospechaba de un puñado de señoras de sesenta años. Era la mejor operación encubierta que he visto en la vida.

Luego llegaban a casa para tomar carajillos, armando escándalo y riendo, mientras yo trataba de imaginar formas femeninas bajo la sábana. Era un incordio para mi concentración onanista.

El Instituto de Vandalismo Público se fundó en 1978 y continuó actuando durante toda mi estancia en Sant Boi. En aquellos doce años nunca vi un semáforo que durara intacto más de dos semanas. Circular por el pueblo era una auténtica aventura. Las farolas caían como moscas. Era Beirut.

No sé si el Instituto de Vandalismo Público arrojó algo de luz en la historia, pero sí sé que hizo descender la oscuridad sobre el pueblo a bastonazos.

Al cabo de un año llegó el momento de empezar el instituto de verdad. Fue un fastidio tener que abandonar el lavabo y la Nivea, pero lo tomé como un nuevo reto para mi personalidad obsesiva.

Mi curiosidad hacia las cosas se ensombrecía a menudo al lado de mi curiosidad por la propia curiosidad. Me encontraba obsesionándome por algo, una frase, un escritor, una persona, y a veces era la intensidad de mi propia obsesión lo que me sorprendía. Nunca llegué a entender cómo funcionaba la alquimia de esa obcecación imparable.

El inicio del curso escolar fue amenizado por tres hechos de la mayor importancia, que se solaparon como el despliegue desorganizado de una baraja de cartas. En los últimos meses de mi último verano libre, y en los primeros meses del curso, fui situacionista primero y satanista después. Luego me puse a buscar a mi «mujer escarlata».

En julio leí La sociedad del espectáculo de Guy Debord y el Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones de Raoul Vaneigem. Entendí que no sólo vivíamos en la sociedad del espectáculo, sino que además el espectáculo que daban era de pésima calidad. Entendí que la finalidad de toda vida debía ser el evitar trabajar a cualquier precio y no cesar de cuestionarlo todo. Y entendí que todo lo que nos rodeaba era cartón piedra y que uno tenía que quemar y derribar para llegar al meollo de las cosas, a la vida sin horas muertas. Sin términos medios.

No entendí mucho más; eran libros algo complejos y yo tenía tan sólo catorce años.

Pero ser situacionista me proporcionó una nueva excusa para mi obsesión. La trenka y el jersey de cuello alto negro que llevaba Debord en algunas fotos, combinados con un peinado de emperador romano que también copié de él, se convirtieron en mi uniforme para aquel septiembre que empezaba.

Por supuesto, me asé de calor. Mi entrada por las puertas del instituto, que yo había imaginado triunfal, se convirtió en el penoso arrastrarse de un guiñapo negruzco y sudoroso.

—¿No tienes calor? —me preguntó uno de los seres con los que compartía clase.

—Soy situacionista —contesté, levantando una ceja.

Su cara, sin palabras, indicaba que no había entendido. Encima de su mesa yacía una carpeta forrada con fotos de motos japonesas.

—Soy situacionista —repetí, secándome la frente con un pañuelo. Le dije que los situacionistas queríamos que la vida estuviera regida por el deseo subjetivo, lejos de los conforts mediocres de la vida moderna. Le dije que los situacionistas queríamos una participación inmediata en la apasionada abundancia de la vida.

Le dije algo más, pero estaba ya hablando con su nuca. El ser se había vuelto para discutir Yamahas con otro ser.

Fue otro indicativo de que mis pasiones no eran compartidas por el resto de los seres. Como había hecho antes en la etapa de dadaísmo perseguido con cantos rodados, decidí solemnemente mantenerlas secretas, como hacen las urracas; esconderlas por ahí, bajo la hojarasca, tras los árboles, en los cajones.

El intento de conciliar mi sistema hormonal con algún tipo de código ético me llevó a Alesteir Crowley, el satanista de principios de siglo. Su forma de vida consistía en fundar sociedades secretas, fornicar y tomar drogas. Había en medio un montón de palabrería interesante: Lucifer es el dador de luz, no Dios. Haz lo que quieras será la única ley. El niño en tu interior debe ser coronado rey y conquistarlo todo. El amor es la más poderosa de las emociones. La magia es el arte de causar cambios a voluntad.

Alesteir Crowley se unió primero a la sociedad secreta La Orden Hermética del Amanecer Dorado, y luego a la OTO, u Ordo Templi Orientis. Con los últimos desarrolló el concepto de una religión solar-fálica que adoraría durante el resto de su vida; ésta se basaba en la analogía entre el sol, la luna y la tierra por un lado con el pene, la vagina y el ano, respectivamente, por el otro. Esta religión tenía varios grados de conocimiento, de los cuales el octavo era la masturbación vista como un recargador espiritual y talismánico. El noveno grado consistía en magia a partir de relaciones heterosexuales.

En el libro De arte magica, Crowley recomendaba masturbarse dentro de pirámides de papel. Me pareció extraño, pero me apliqué a ello con una nueva dedicación. Debía recargarme.

Una tarde se me olvidó cerrar el pestillo del lavabo mientras practicaba el octavo grado, y mi tía abuela me descubrió sentado en el váter con una pirámide de papel en el pene. Lo que vio se parecía a un piloto de helicópteros con los ojos semicerrados, firmemente agarrado a una seta triangular.

Los ingleses tienen una frase para eso: turning japanese.

Los dos nos sonrojamos, y yo intenté volverme mientras ella cerraba la puerta. Su última visión antes de desaparecer fue la de mi culo adolescente, rayado por la toalla en la que había estado sentado.

Unos minutos más tarde, en la cocina, traté de disculparme.

—Estaba recargando —murmuré estúpidamente mirando al suelo.

—¿Recargando? —preguntó ella, mientras dejaba encima de la mesa un cono de tráfico. El Instituto de Vandalismo Público debía haber hecho una incursión de media tarde.

—Así nos recargamos los miembros de la Orden Hermética del Amanecer Dorado —contesté con algo de orgullo, recordando mi condición de miembro de sociedad secreta.

—Haz el favor de recargarte en privado, si eso es posible, Pànic.

—Haz lo que quieras será la única ley —protesté, recobrando la dignidad poco a poco.

—No. En mi casa, la única ley es que se hace lo que yo digo, hijo. Así que, hala, arreando.

Encerrado en mi habitación, releí a Crowley. Aquel hombre había vivido exclusivamente para la autoexploración y el placer. ¿Me estaban negadas aquellas nuevas fronteras? Crowley disfrutaba de las mujeres que él denominaba «mujeres escarlata»; mujeres curiosas e inteligentes, sofisticadas, que vivían al límite, diosas del amor carnal. Mi nueva obsesión no llegaría a ninguna parte si no encontraba con urgencia a una «mujer escarlata». Me puse manos a la obra sin perder un minuto, soñando con alcanzar el noveno grado cuanto antes.

Los años del instituto trajeron una novedad importante en mi vida en forma de hembra: Eleonor.

Era el año 1992. En casa de mi tía abuela no había televisión, y no me interesaban ni las motos de carreras ni el fútbol ni la música horrible. Eso me eliminaba automáticamente del noventa y nueve por ciento de las conversaciones del instituto.

Mis intereses prioritarios en aquel segundo de BUP eran aún los satanistas y los situacionistas. La primera persona con la que hablé de todo aquello fue, aparte de mi tía abuela Àngels, una chica llamada Eleonor.

Se sentaba delante de mí en clase y tenía una larga cabellera rizada, negra como las aceitunas andaluzas. Era mayor que yo, y había repetido curso dos veces. Era guapa, también; recuerdo que tenía la típica peca sexy junto al labio superior. Desgraciadamente, al ser el año 1992, la ropa que llevaba no insinuaba demasiado. Pero lo poco que se adivinaba prometía grandes cosas.

La única parte de su cuerpo que enseñaba impúdicamente eran los pies. Los sacaba de los zapatos y jugueteaba con ellos durante toda la clase, y yo observaba con ojos hambrientos. A falta de otra cosa, guardaba el recuerdo y me masturbaba después. Era el principio de los años noventa y menos daba una piedra.

Eleonor, por alguna razón incomprensible, me miraba mucho y me prestaba atención siempre.

—¿Es verdad que eres medio inglés? —me preguntó volviéndose el primer día que me habló.

Respondí que sí.

—¿Por eso vas vestido de esa manera?

—Soy situacionista —contesté, olvidando por un momento mi periodo satanista.

—La gente te llama Conde Drácula —dijo, con su candor habitual.

—La gente es imbécil —le dije, con igual sinceridad.

—Y tú no.

—No. Soy situacionista, ya te lo he dicho.

—Ah. —Eleonor se quedó pensativa un momento y luego añadió—: ¿Te gustan Aerosmith?

—¿Quién? —respondí, mientras por dentro trataba de imaginar sus pezones diminutos.

—¿No sabes quién son Aerosmith? —Se llevó las manos a la cara con un gesto de horror irónico—. Pero ¿en qué mundo vives?

Mirando hacia otro lado, me aplasté el flequillo y sonreí microscópico, sin saber qué más añadir.

Tuve que ahorrar un poco para mi siguiente obsesión. Los discos de mi padre se me habían quedado cortos, así que finalmente dejé de desayunar durante unas semanas y reuní lo suficiente para una nueva adquisición.

Un disco.

Era Temptin’ Temptations, de los Temptations. En la portada aparecían cinco jóvenes negros vestidos de blanco inmaculado, con chaquetas cortas de un botón y zapatos negros.

Recuerdo la primera vez que lo puse en el tocadiscos. Primero un crujido. Y luego, BAM. Una música elegante, evocadora, romántica. Chirriando, algo lejana, tomando la habitación. La canción era «Since I lost my baby».

Mirándolo, comprendí. Esa foto pintaba un mundo superior en el que los hombres eran dandis y toda la música era gloriosa, sus trajes nítidos, blancos, sus caras de ébano, sus zapatos relucientes. Donde cada minuto de vida era así: refinado y pleno, hermoso. Sin manchas. Un mundo irreal en el que nadie envejecía y había códigos de honor, y todo era puro y bello. Un mundo que no se parecía en nada a mi pueblo, a mi instituto, a los jugadores de fútbol que me perseguían para mantearme.

Mi tía abuela me ha contado muchas veces cómo entraba en mi cuarto y me encontraba dormido al lado del tocadiscos, durmiendo plácidamente en el suelo. Aquellos discos eran mi medicina y mi vaso de leche caliente, mi primer compadre, mi escondite y refugio, mis armas.

Con el tiempo llegaron las Marvelettes y los Impressions, los Temptations y Betty Harris, Bobby Womack y Al Green, Sam Dees y los Miracles. También Gloria Jones, Kim Weston, Barbara Acklin, Esther Williams, Curtis Mayfield, los 4 Tops, las Supremes, Chuck Jackson, Z. Z. Hill, Tommy Hunt, Billy Stewart, Sly & The Family Stone, Nina Simone, Billy Butler, Gene Chandler, Shirley Ellis y J. J. Jackson.

Nunca volví a escuchar otra cosa.

Supongo que con eso tenía suficiente.

Tardé muy poco en darme cuenta de que las amigas de Eleonor no dejaban de señalarme.

Igual que el resto del instituto.

Era medio inglés, me llamaba Pànic y no hablaba con nadie. Llevaba siempre libros extraños debajo del brazo, los ojos verdes de reptil abiertos como ventanas, el cabello negro punzante y poliédrico, como cortado a mordiscos. Blasfemaba por los pasillos y llevaba cuellos altos negros y trenka. No era muy discreto con mis asuntos.

—Algún día tienes que venir a mi casa a escuchar mis discos —le dije a Eleonor un día a la hora del recreo, después de hablarle durante veinte minutos de Irma Thomas. Lo dije sin ninguna esperanza. Me había conformado con recordar sus pies, sentado en el váter de tía Àngels con el culo ovalado.

—Esta tarde, si quieres —contestó, a la vez que expulsaba el humo de su cigarrillo.

Juré entre dientes. Eleonor no había titubeado ni gritado socorro. Su respuesta fue instantánea, decidida, ansiosa.

Aquélla fue la vez que me di cuenta de que Eleonor me encontraba atractivo en el plano físico. A pesar de todos los demás planos que no lo eran.

—¿Qué son todas estas pirámides de papel? —preguntó cuando le enseñaba mi habitación.

—Nada —dije, empujándolas tras la mesa de un manotazo—. Siéntate, por favor.

Eleonor se sentó y se quitó los zapatos.

Yup.

Le empezaba a hablar otra vez de Irma Thomas (de fondo sonaba su «It’s rainin’», que me encantaba) cuando Eleonor puso su mano en mi entrepierna, abriéndome la bragueta. Ventajas de relacionarse con repetidores de curso experimentados, supongo. Nos besamos y, al cabo de unos minutos, Eleonor bajó su cabeza hacia mi cintura y me rodeó el sexo con los labios. El noveno grado llegó antes de lo esperado. El noveno grado se esparció sobre sus mejillas mientras una legión de ángeles caía de los cielos con las alas en llamas.

—¿Te ha gustado? —preguntó limpiándose con un Kleenex.

—Dios santo —sólo pude murmurar yo. Aún veía querubines ardiendo en las esquinas de mis ojos.

—Ahora me lo haces tú a mí —ordenó bajándose los pantalones.

Así descubrí que Eleonor era mi Mujer Escarlata.

—¿Qué son todas esas pirámides de papel? —preguntó la segunda vez que la invité a casa. Era testaruda, Eleonor.

—Nada —contesté metiéndolas en un cajón—. ¿Quieres beber algo?

—Claro. ¿Qué hay?

—Leche, sifón y zumo de naranja.

Eleonor empezó a reírse.

—¿Se puede saber qué te pasa? —pregunté sonriendo—. ¿Qué he dicho?

—Me refería a algo de alcohol, tonto —contestó cogiéndome de la mano—. Venga, vamos a ver qué encontramos.

Dicho esto empezó a abrir armarios y cajones por toda la casa, astuta como un perro de caza, hasta que se topó con el mueble bar.

—Mira —exclamó levantando las cejas y una botella de Tía María—. Ve a buscar hielo y un par de vasos, anda.

Aquel día descubrí un nuevo talento. Agitado por la calefacción interior de los primeros tragos, hablé con excitación mientras el líquido oscuro fluía hacia mi barriga. La temperatura en las orejas aumentando como si estuvieran hechas de mercurio, la lengua que rodaba abriéndose como una alfombra roja, las ideas que se amontonaban imparables en el vestíbulo de la cabeza, dispuestas a salir a pasear con sus ropas flamantes.

Puse un disco de Edwin Starr, 25 miles, y bailé ante Eleonor. Estaba bastante orgulloso de mis torpes pasos de baile. Ahora puedo ver que no eran gran cosa, es verdad, pero al menos mis brazos y piernas se movían en orden. Eleonor me miraba, y vi horror en sus ojos; horror a lo que estaba aún en el montón por clasificar de su pequeño cerebro.

Aquel día bebí un vaso tras otro. Hablé sin parar. Ningún plan era imposible. Debía abandonar aquel pueblo, reunirme con otros heréticos.

—No te entiendo, cuando hablas así —balbuceó ella. Luego soltó un pequeño eructo—. Me estoy mareando.

—Me refiero a mí. A los que nacimos en la era incorrecta, en la parte mala de la ciudad, con la habilidad de hacerlo todo y sin encontrar nada que hacer —declamé, poniéndome en pie. El disco de Edwin Starr había terminado, y el brazo de la aguja se retiraba automáticamente camino de su lecho.

Eleonor no dijo nada. Se levantó con dificultad y vomitó durante unos minutos en el lavabo; luego se quedó dormida en mi cama, vestida aún.

Cuando un par de horas más tarde llegó mi tía abuela Àngels, yo estaba haciendo la maleta. El cerebro me ardía con el fulgor de una antorcha. Cuando me preguntó qué narices estaba haciendo y quién rayos era la chica que dormía en mi cama, levanté la mirada. Ella llevaba una señal de prohibido aparcar bajo el brazo, que dejó en el suelo lentamente, y un serrucho en la mano.

—La chica de mi cama es mi Mujer Escarlata —dije con un zapato de clown en la lengua. Me había bebido media botella de Tía María—. Y yo me marcho a buscar mi destino. He de realizar el Gran Gesto. —Cerré la maleta con un golpe—. Hala, hasta luego.

—Estás borracho. Y no te vas a ninguna parte. Vas a acabar BUP y COU como acordamos, ése es el único Gran Gesto que te espera de momento.

—Me estás reprimiendo, Àngels —farfullé, dando un traspié—. Eso es fascismo.

—Pues es fascismo. Soy el führer de la casa hasta que termines COU como tus padres hubiesen querido.

—Hum. Vale. —Empecé a deshacer la maleta. Mi tía abuela tenía la habilidad de convencerme rápidamente y, además, llevaba un serrucho gigantesco en la mano.

—Y cuando acabes COU y seas mayor de edad, te unes a los Tupamaros si te da la gana. Tomas capitales de repúblicas bananeras junto a un pequeño ejército de insurgentes. Mandas en Cuba, si te apetece.

—¿Tenemos más Tía María por ahí?

—A dormir, borrachuzo.

—Vale, vale. —Eché a un lado a Eleonor y comencé a roncar.

Por supuesto, Eleonor no era mi Mujer Escarlata. Me equivoqué. Eleonor era una adolescente medio analfabeta, y me dejó por primera vez al cabo de un año. Yo la había imaginado como una mezcla de Cleopatra, Emma Goldman, Lucrecia Borgia y Veronica Lake. A pesar de su cabello negro se parecía un poco a la última, pero lo demás… Bien, me equivoqué.

Una noche en que sus padres no estaban fui a su casa con una botella de vodka Wistoka, el más barato que encontré. Fue la noche en que me dejó por primera vez, pasando por la batidora la mitad de mi corazón. Ya habíamos pasado la primera fase de lamernos los órganos, y estábamos en la fase avanzada de ensamblarlos con movimientos pélvicos. Mi idea era bebernos la primera mitad de la botella y pasar de inmediato a las guarradas. Después, ya saciados, bebernos la otra mitad.

Eso no pasó.

Eleonor se emborrachó del todo a mitad de la botella, y hacia el final empezó a llorar y a hablarme de un antiguo novio que tenía en Salou, donde veraneaba. Lloraba desconsoladamente y los mocos descendían en slalom, esquiando veloces cerca de aquella hermosa peca que tenía en el labio. Sin darme tiempo a reaccionar, en un instante cogió la botella y se encerró en el cuarto de sus padres. Desde fuera la escuché marcar un número de teléfono.

Sentado en la mesa vacía, esperé mientras Eleonor sollozaba y le pedía perdón y le decía Te Quiero a su antiguo novio de Salou. Que Eleonor demostrara aquel afecto súbito por un chimpancé de origen incierto era una señal clara de que no era mi Mujer Escarlata.

—¿Eleonor? —le dije, dando un par de toc-tocs a la puerta—. ¿Te pasa algo?

—Déjame en paz, Conde Drácula. Déjame.

Los ingleses tienen una palabra para esto: rejection.

Esperé un rato allí, sin alcohol y sintiéndome como un auténtico imbécil. Esperé lo que le correspondía esperar a un antiguo maestro de la Orden Hermética del Amanecer Dorado. No perdía la esperanza de que Eleonor despidiera nuestra relación con un noveno grado final. Cuando vi que no tenía la menor intención de abrir la puerta (al contrario, seguía llorando y pidiendo perdones telefónicos), me levanté y me fui.

Pasé la semana siguiente evitando sus miradas, ahogado en dudas, dando tumbos como una ballena arponeada. Mientras ella hablaba con sus amigas, que seguían mirándome, me sobrepuse a la pérdida de Eleonor de las tres únicas maneras que había aprendido hasta entonces: masturbándome como un simio, escuchando discos de soul y leyendo. Suena pésimo y triste, pero qué le voy a hacer.

Finalmente la olvidé, como pasa con todas las cosas. Eleonor fue mi primera traición (si no contamos a mis padres, que no fueron culpables de su propia muerte) y por eso la he mencionado.

Pero ahora estoy casi seguro de que no vuelve a salir. Ya podemos archivarla.

Tercero de BUP fue un curso fácil de recordar. Incluso más que el anterior, porque en tercero de BUP fue cuando Eleonor accedió a rodearme de nuevo el sexo con los labios y yo volví a ver querubines flamígeros. Habían pasado seis meses y supongo que habían cambiado las tornas y el tipo de Salou estaba ahora hundiéndose en algún lodazal. Supongo que se habían invertido los lugares y el Conde Drácula volvía a estar en el número uno, gracias a su sofisticación transilvana.

Cualquier persona con un mínimo de dignidad hubiese mandado a Eleonor a paseo. Pero no yo. Eleonor vino a hablar conmigo una tarde y aquella misma noche me rodeó el sexo con los labios. San Rafael y San Gabriel cayeron hacia los infiernos con las plumas de volar chamuscadas, dejando detrás de ellos dos columnas de humo santo que parecían una doble elección papal.

Sé que dije que Eleonor no volvería a salir, pero veo que me equivoqué. El pasado no es algo que uno pueda cerrar como un cofre con el candado oxidado.

Al final, lo que pasa es que vas por la vida como si arrastraras una red de pesca, y la red cada vez pesa más porque está más llena de recuerdos, y no hay manera de parar en algún lado y soltar algunos de ellos. Estás condenado a arrastrar para siempre todo lo que atrapa la red de tus movimientos. ¿Qué hay dentro? De todo, como en las redes de verdad. Hay tiburones y sardinas, hay salmonetes deliciosos, pulpos, medusas venenosas y erizos punzantes. Y también hay rémoras. Sobre todo rémoras.

Tercero de BUP fue especialmente fácil de recordar porque volví a salir con Eleonor, que en mi mente volvió a transformarse en mi Mujer Escarlata.

Íbamos a un bar con reservados y nos besábamos hasta que teníamos los labios hinchados y a punto de despelleje, como tomates hervidos. Poníamos manos en sitios, e incluso alguna vez nos masturbamos el uno al otro. Creo que nunca llegué a beberme las bebidas que pedí allí. No me daba tiempo. Tenía cosas que hacer y las manos debían ponerse a prestidigitar en el escenario oscuro de su entrepierna.

Eso duró un año más, y eso, para los estándares de la edad, era un montón de tiempo; los noviazgos de un año (dos, si no contamos la primera vez que me dejó) no suelen abundar en los institutos. Durante aquel tiempo no volví a intentar hablar de Guy Debord ni de Alesteir Crowley, ni de Garland Green o Martha & The Vandellas. Quedó claro que no le interesaba a nadie. Quedó claro que, si continuaba por esos caminos, los mandriles de mi instituto iban a quemarme en una gran pira en mitad de la pista de básquet.

Así que me guardé mis reflexiones sobre el tema para mí mientras intentaba que Eleonor siguiera rodeándome el sexo con los labios. No hizo falta esperar mucho, la verdad.

Una tarde, cuando ya habíamos hecho muchas cosas, fuimos a una minimontaña que había a un lado del pueblo. Íbamos allí a menudo, porque había un límite de cosas que se podían hacer en el bar de las bebidas sin acabar, y no queríamos que nos echaran. Así que fuimos a la montaña y nos metimos manos que eran culebras reptantes y, como antes había pasado, llegó el momento en el que Eleonor me desabrochaba los pantalones y se metía mi sexo en la boca.

Y lo hizo. Y tuvo el sexo confortable en su boca y sus labios mullidos, bailando entre sus dientes, hasta que llegó el instante en que debía apartarse y dejarme descargar. Pero aquel día no lo hizo. Como había hecho el primer día, Eleonor dejó que el líquido cayera sobre sus mejillas. Mirando hacia el cielo, creí ver a Luzbel el Bello entre los ángeles, cayendo en desgracia y cayendo a mil por hora. El ángel caído. No me di cuenta de que era una premonición hasta hoy, que lo estoy recordando.

Cuando todo terminó, Eleonor se limpió con un Kleenex y me dijo:

—Tengo que hablar contigo, Pànic.

Esa frase, que nunca ha traído nada bueno a nadie, augurio de catástrofes por venir. Que es como oír tu nombre en Dachau, cuando intentas pasar desapercibido entre los otros prisioneros. Como recibir una carta con el sello del ejército cuando tienes un hijo en la guerra.

—Qué pasa —dije. Sin preguntar casi, porque sabía que tenían que pasar cosas horribles. Sin preguntar, porque alguien había pronunciado la frase fatídica.

—Tenemos que dejarlo, Pànic —dijo con un cliché.

—¿Por qué? ¿Ya no te gusta? —Tenía un pequeño sollozo atrancado en la nuez.

Eleonor se seguía limpiando las mejillas. Había un montón de líquido, porque aquella semana no nos habíamos visto y yo había decidido no practicar el octavo grado. Finalmente dijo:

—Prefiero que sigamos siendo amigos. —Otro cliché.

—No quieres estropear nuestra amistad —dije, tratando de emular sus clichés formidables—. ¿Es eso? —Eleonor pareció iluminarse. Seguramente creyó que aquello sería un hueso duro de roer, y en realidad había sido pan comido.

—Sí. Sabía que lo entenderías —murmuró, aún limpiándose con el Kleenex.

—Nuestra amistad es lo más importante —asentí yo, con cara grave. Había llegado el momento en que no podía parar de decir tonterías, como me pasa a menudo. Es un punto de no retorno, que generalmente distingo porque la gente cierra los puños y pone cara de matarme a puntapiés en la boca.

—Más adelante nos arrepentiríamos —dijo.

—Estábamos yendo demasiado rápido —dije.

—Con el tiempo verás que es lo mejor —dijo.

—Siempre serás mi mejor amiga —dije. Ahí me pasé un poco, creo, porque ella puso cara de susto.

—Tú también, Pànic —dijo levantándose. Pero no se resignaba a haber dicho un cliché menor, así que añadió—: Nunca te olvidaré.

Mierda. ¿Qué se supone que tenía que contestar a eso?

Imagino que sólo había una manera de terminar aquella conversación. Además, se me estaba congelando el culo.

—Ni yo a ti —dije, subiéndome los pantalones.

—Adiós, Pànic —dijo ella. Pensé durante unos segundos, sin apartar la mirada del Kleenex que sostenía entre los dedos. Un pañuelo de papel lleno de mi líquido, quizás la última vez que mi esperma estaba tan cerca de su piel morena.

Miré aquel Kleenex hasta que al final dije sólo dos palabras, las únicas que se podían decir en aquella situación. Las dije con una albóndiga de serrín en la tráquea.

—Bueno, adiós —dije.

Las rémoras son un pez de la familia de las Echeneidae. El nombre Rémora viene del latín remorare, que significa demorarse o tardar. Es un pez que se pega a otro pez más grande para protegerse y obtener alimento. Para pegarse utilizan una ventosa hecha de discos laminados, o algo así, una mutación de su antigua primera aleta dorsal. En un libro de historia natural ponía claramente: «Son comedoras oportunistas que se alimentan de los sobrantes de la presa que consume su huésped.»

La rémora es un pez indigno y asqueroso. Las rémoras, además, abandonan a su anfitrión cuando los pescadores pretenden sacarlo del agua. Eso ya es lo último. No sólo es un pez parasitario y mezquino, sino que además es cobarde. Sería más capaz de entender a las rémoras si al menos compartieran el final de su anfitrión, en un último gesto de agradecimiento y dignidad. Pero no lo hacen. Cuando te hundes, te abandonan. Gracias por el viaje y que vaya bien, pardillo.

Una vez vi una foto de otro libro de historia natural en la que salían ocho rémoras sacando la cabeza del conducto anal de un tiburón ballena. Viajando en su culo, comiéndose sus sobras, chupándole la sangre y esperando a que le pescaran para marcharse a otro ano. El pez más rastrero del mundo.

Y su equivalente humano es aún peor.

La semana en que Eleonor me dejó definitivamente, en tercero de BUP, no me sentí demasiado feliz. Creo que estaba enamorándome de ella, y no sé muy bien por qué, aparte del hecho de que le gustaba rodearme el sexo con los labios y se parecía un poco a Veronica Lake. Supongo que a esa edad acabas siguiendo a lo primero que se cruza en tu camino, como un pato desamparado, perdido, que se confunde de madre. No es la más romántica de las explicaciones, lo sé.

Una semana después de que Eleonor me dejara, una tarde que era triste y húmeda de esa manera que sólo es posible en el extrarradio de Barcelona, anduve solo y amargado durante varias horas por las calles de Sant Boi. Cuando llegué a casa, mi tía Àngels estaba limpiando un contenedor de basura por dentro. El Instituto de Vandalismo Público los utilizaba para hacer carreras en domingo. Hasta les ponían números a los lados. Nuestra calle era la única del pueblo en que la gente dejaba las bolsas de basura amontonadas de cualquier manera, como si fuera un suburbio de Calcuta.

—Eres un hijodeputa —dijo Àngels sacando la cabeza del contenedor. Llevaba unas gafas de bucear en la cara y un cepillo de cerdas duras en la mano.

—¿Cómo? —dije, perplejo. Mi abuela nunca decía palabrotas.

—El mensaje. Ha llamado una chica hace una hora y me ha pedido que te diera este mensaje: «Eres un hijodeputa.» No ha querido añadir nada más. Ha dicho que tú ya sabías por qué.

Recordé que durante toda aquella semana me había dedicado a fotocopiar y pegar por todas partes carteles anónimos en los que explicaba que a Eleonor le faltaba un pecho. En otros explicaba que los padres de Eleonor eran alcohólicos, y que ella era adicta a la heroína. Y un tercer ejemplo de pasquín se centraba en sus ladillas, y en cómo Eleonor las distribuía generosamente acostándose con toda la comarca. La rabia, que contuve sin saber cómo en nuestro último encuentro con las nalgas congeladas a la intemperie, brotó de mis dedos en un géiser tibio de habladurías y cotilleos amargos.

Recordé todas las barbaridades que había escrito sobre ella y no me dio ninguna satisfacción.

—¿Lloraba? —pregunté, por si acaso algo de dramatismo ajeno me alegraba un poco.

—No. Pero sí que sonaba enfadada. ¿Se puede saber qué le has hecho a esa chica?

Miré al suelo, sin saber qué decir. No sabía cómo exponer con palabras que, por mi culpa, medio instituto pensaba ahora que a Eleonor le faltaba un pecho, que se inyectaba caballo, que sus padres empinaban el codo y que tenía molestos parásitos vivos en el pubis. Decidí no hablar y mirar al suelo, que a veces es la mejor opción.

—Bueno, da igual —añadió mi tía abuela al darse cuenta de que no iba a arrancarme una confesión—. No me lo cuentes si no quieres, pero empuja.

—¿Empuja?

—Empuja el contenedor, empújalo. Quiero ver si se desliza suave. Quiero ver si tenemos un caballo ganador. —Yo empujé el contenedor por el patio, mientras mi tía abuela Àngels gritaba: «¡Más rápido! ¡Más rápido!» Durante una hora.

Mirando hacia atrás, me doy cuenta ahora de que ésa fue una manera de castigarme por lo que le había hecho a Eleonor. Àngels no lo sabía, pero lo intuyó. En la adolescencia, las cosas más inmundas se les ocurren a los chicos.

Pero luego pienso que mi rencor contra Eleonor fue una rebelión contra la naturaleza. Sé que yo era un tiburón ballena, y que Eleonor era una rémora que se acercó a mí por el calor y el noveno grado y esas cosas, y sé que debería aceptar eso como el curso natural de la vida.

Sin embargo no lo hice. La rémora es el más indigno de los animales, y lo pienso incluso hoy.

Mi último año en Sant Boi pasó muy deprisa. Cuando hube curado la tristeza y el dolor de brazos, continué con mi vida. Me sentaba en la puerta del instituto con algún libro raro para dejar constancia de que no me interesaba ir a clase. Dejé de ir a clase durante una época. Las faltas se acumularon como una gran herida roja en el libro de asistencia de mi tutor. Había zarpazos rojos en cada asignatura, unos cortos, los otros largos, haciendo carreras hacia la expulsión. Al final, lógicamente, repetí curso también.

En aquella época solía apostarme en la puerta del instituto con libros esotéricos y a la vista de todos los profesores y alumnos. Cuando sonaba el último timbre, levantaba la cabeza del libro y observaba cómo salían todos. Miraba a las chicas y las despreciaba, aprendiendo misoginia avanzada. Cuando salía Eleonor nos mirábamos con el odio de enemigos antiguos, de jefes guerreros en clanes rivales, como si lleváramos el recuerdo cercano de carnicerías, violaciones y matanzas encima. Como si lo hubiésemos acumulado durante generaciones de tierra quemada.

Que todo el mundo me mirase con creciente asco y rabia me hizo darme cuenta de que Eleonor había contado lo que en realidad había pasado entre nosotros y la historia de los carteles. No es que me importara mucho, porque a fin de cuentas eso significaba que también sabían que ya había practicado el noveno grado, y eso era algo vital en COU a efectos propagandísticos. Pero hubiera preferido que no supieran la parte de mis mentiras, la verdad.

A veces, me cansaba de odiar a Eleonor y me iba al barbero. Ése era el único lugar en que encontraba la paz. Me sentaba a esperar a que acabaran de arreglar al señor mayor que iba delante de mí (siempre eran señores mayores, y siempre había alguien delante de mí), y observaba al barbero fumar y cortar el cabello. También había música. Ponía cintas de Dvrorák, de Schubert, de Satie; ninguno de ellos me interesaba demasiado, pero parecían formar parte del ambiente de la barbería. Primero cortaba con una tijera el cabello más largo, luego con otra el más corto. Luego echaba agua y pasaba la navaja para igualar. Con la misma navaja recortaba patillas y cuello. Para terminar pasaba la máquina en la nuca y los lados.

Era el proceso más relajante del mundo. El olor a tabaco, las Variaciones Goldberg, la navaja en mi nuca. Aquella barbería era mi sanctasanctórum. Aparte de mis discos de soul, aquél era el único lugar de paz en una galaxia de confusión y tías putas y traidoras y bocazas.

Aquel último año bebí vodka Wistoka con naranja, ginebra con tónica, ron con coca-cola y cerveza sola. Casi siempre vomité todos los licores, pero me curtí.

Los ingleses tienen una frase para eso: building character.

En aquella época mi locura no era aún un Coloso de Rodas ni un Faro de Alejandría que fuera imposible de esconder, un gran monumento a la demencia que podía verse en la distancia. Mi locura era entonces un busto de mí mismo, pequeñito y cuco, que podía guardar en el trastero cuando me hartaba de verlo. Que podía incluso dejar a la vista, en la cómoda, porque de tan pequeño no molestaba a nadie.

Mi locura en aquella época era una semilla. Era un cachorro de doberman. Aún tenía que alimentarse y crecer mucho para ser fiera y peligrosa, mi locura.

Aquel último año anduve entre el mobiliario urbano que mi tía abuela traía a casa con cada vez mayor regularidad. Vallas, señales de dirección única, vados permanentes, más contenedores vacíos y nuevas farolas. Cumplí veinte años y, cuando los hube cumplido, me largué a Barcelona.

Siento haberme demorado tanto contando mi adolescencia, pero creo que habrá valido la pena. Ya se verá que, al final, todo encaja. Al contrario que en el puzzle que recuerdo de mis padres, en mi vida todo encaja al final.