Teresa contempló la pantalla, la vivida simulación de hechos que se desarrollaba a medio mundo de distancia. Los números brillantes le indicaban cuánta masa había abandonado súbitamente el planeta. Tuvo que tragar saliva antes de hablar.
—¿Có-cómo has hecho eso?
Alex la miró desde los controles.
—¿Cómo toca un músico? —Hizo crujir los nudillos—. Práctica, práctica.
Teresa sabía que no se trataba de eso. Alex sonrió, pero le temblaba el párpado izquierdo y estaba pálido. Está terriblemente asustado. ¿Y quién no lo estaría, después de lo que acababa de hacer?
—Llega telemetría —anunció un técnico—. Nuestro rayo emergió en el blanco; no alcanzó el asentamiento por seis con dos kilómetros, con una impedancia de acoplamiento en la superficie de dieciocho kilogiros, en cero con nueve Hawkings. Encaja en un noventa y ocho por ciento con el agua helada de la superficie.
Otra voz interrumpió.
—Frecuencias de choque en armonía sexta, novena y duodécima, dominantes. Muy suave. La carga dinámica máxima durante cada pulsación nunca excedió seis ges…
—Trayectoria del blanco calculada —anunció un tercer trabajador—. Ahora aparece en la pantalla.
Una mancha brillaba en el mapa del globo, cerca de la costa oeste de Groenlandia. A partir de ahí, un hilo de luz se extendía radicalmente al espacio. Recto como una flecha al principio, finalmente se curvaba a medida que el campo gravitostático de la Tierra se apoderaba de la pequeña montaña que su rayo había arrancado del antiguo glaciar. No obstante, el punto que representaba el iceberg aún se movía con gran rapidez, y la esfera planetaria tuvo que encogerse en compensación. Como si estuviera impaciente con este ritmo desmesurado, una línea discontinua corría por delante del punto, trazando el sendero previsto del misil helado. La Tierra menguó en la esquina izquierda del tanque y en la zona superior derecha un globo perlado apareció a la vista.
Teresa dejó escapar un grito.
—¡No puedes pretender eso en serio!
Alex ladeó la cabeza.
—¿Te opones?
—¿Para qué? No hay nadie en la Luna. —Teresa dio una palmada—. ¡Hazlo, Alex! ¡Da en el blanco!
Él le sonrió y entonces se volvió a contemplar su proyectil, que recorría la mitad de la distancia y se abalanzaba hacia su punto de encuentro. Teresa colocó una mano sobre el hombro de Alex.
Nadie había intentado nunca manipular el gázer a tan gran escala. Cierto, la gente de Glenn Spivey había emplazado instrumentos donde se esperaba que emergieran los rayos. Pero nadie había creado jamás un rayo que se acoplara tan poderosamente y a propósito con los objetos de la superficie. Los demás se aseguraron de anotar por qué distancia no había alcanzado el rayo uno de los resonadores de Spivey. También registraron con cuánta precisión había lanzado Alex su bola de nieve.
—¡Llamada telefónica desde Auckland! —anunció el oficial de comunicaciones.
No muy lejos, Pedro Manella organizó todo un espectáculo al consultar su reloj.
—El coronel llega tarde. Deben de haberlo sacado de la cama.
—Que espere entonces unos minutos más —masculló Alex—. Prefiero hablar con él después de que haya reflexionado un poco.
En aquel instante, Spivey debía de estar observando una pantalla como ésta. Lo mismo, hacían sus jefes. La línea discontinua fue desapareciendo a medida que el punto brillante convergía hacia la superficie cubierta de cráteres de la hermana enana de la Tierra. Nadie respiró cuando aceleró y golpeó el cuadrante norte de la Luna, para desvanecerse en un repentino y deslumbrante destello pulverizado.
Manella, por supuesto, fue el primero en recuperar el habla, aunque incluso a él le costó algún tiempo hacerlo.
—Bien, Lustig. Eso debería de darles una pausa de uno o dos días.
Bajo sus manos, Teresa sintió la tensión de los músculos de Alex. Pero por fuera, para los demás, él mantuvo su aire de confiada calma.
—Eso espero. Uno o dos días.
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… Madre nuestra, que estás bajo nosotros, sea cual sea tu nombre.
Nos apoyas, nos nutres, nos das el don de la vida.
Oye las plegarias de tus hijos y perdónanos nuestras ofensas.
Intervén en nuestro beneficio, y en de las otras vidas, grandes y pequeñas, que sufren cuando nosotros fallamos.
Oh, Madre, te rezamos. Ayúdanos a enfrentarnos al peligro y a ser sabios…