Jen recordaba lo que un hombre sabio le había dicho hacía mucho tiempo, cuando estaba también obsesionada con el problema de la consciencia. Se trataba de un astrónomo amigo de Thomas, una mente brillante, quien escuchó con paciencia durante horas mientras ella revelaba los conceptos completamente nuevos de conocimiento y percepción. Entonces, cuando se quedó por fin sin palabras, él comentó:
—No entiendo de psicología formal. Pero, en mi experiencia, la gente reacciona generalmente a cualquier situación con una de las cuatro siguientes formas: ¡ajá!, ejem, oh-oh, y ñam-ñam. Ilustran los cuatro estados básicos de la consciencia, querida Jennifer. Todo lo demás es mera elaboración.
Años después, Jen seguía encontrando deliciosa la pequeña alegoría. Era algo que te hacía detenerte a reflexionar. Pero ¿explicaban realmente aquellos cuatro «estados» el pensamiento humano? ¿Conducían a nuevas teorías que pudieran ser probadas por medio de experimentos? Recordó la sonrisa del astrónomo aquella tarde. Era evidente que conocía la profunda verdad: que todas las teorías son sólo metáforas, como muchos modelos válidos del mundo. Y ni siquiera su clara noción era más real que una mota en su propio ojo.
Hay cien maneras de ver el monte Fuji, como nos mostró Hokusai. Y cada una de ellas es correcta.
Jen deseó tener ahora a alguien como aquel viejo astrónomo con quien poder hablar.
Hoy soy yo la vieja profesora que no tiene a nadie con quien hablar más que un chico inteligente que dejó el instituto. ¿Quién conseguirá que me enfrente a la realidad? ¿Quién me avisará de que me he embarcado en una caza de patos salvajes?
Últimamente recorría un estrecho sendero, sorteando todos los abismos de la razón pura. Siendo el más seductor y engañoso de los pasatiempos humanos, Jen siempre había creído que había que golpear a los filósofos en la cabeza, para que no se quedaran atrapados en los ritmos de sus elucubraciones. Pero ahora ella no podía lanzar ninguna piedra. Mientras surgían crisis por todas partes, la brújula de su propia existencia se contraía, como si su antiguo alcance se replegara en preparación para una venidera contienda o batalla.
Pero ¿qué batalla? ¿Qué contienda?
Desde luego, no estaba equipada para participar en las luchas libradas por Kenda y su nieto. Del mismo modo, el fermento que surgía a través de la Red no se veía afectado por nada que ella ofreciera. Mil millones de ansiosos ciudadanos del mundo habían apartado ya su atención de sus múltiples empresas, aficiones y distracciones para centrarla en un único y extraño interés, un terrible brote de angustia. No se había visto nada similar desde la Guerra Helvética, y en aquellos días la Red era sólo un embrión.
Los mensajes se apilaban en su buzón de acceso libre a medida que innumerables corresponsales le pedían su opinión. Pero en vez de implicarse, Jen se retiraba cada vez más en el limitado mundo del pensamiento.
Oh, salía de las catacumbas con regularidad para hacer ejercicio y buscar el contacto humano. En el arca de Kuwenezi, tan parecida a una fortaleza, pasaba una hora y media al día con su único estudiante, respondiendo sus ansiosas preguntas con acertijos propios, maravillándose de su mente voraz y preguntándose si tendría alguna vez una oportunidad para desarrollarla.
Pero luego, cuando regresaba a casa bajo el sol implacable, pasaba cerca de los grandes termiteros, que se alzaban a intervalos regulares en las secas colinas por obra de criaturas pacientes y altamente sociales. Zumbaban con comentarios irrelevantes, un zumbido que parecía resonar en el interior de su cráneo, mientras el frágil ascensor bajaba al frío silencio de la mina abandonada, dejando atrás capa tras capa de sedimentos comprimidos, para devolverla a las cavernas donde los atareados hombres trabajaban como criaturas homéricas bajo la distante guía de su nieto, luchando por el destino del mundo.
Sus esfuerzos importaban a Jen, como es natural. Pero nadie parecía necesitarla en este momento. De todas formas, debía atender a algo aún más importante.
Su cadena de pensamientos. Era preciosa, tenue. Un hilo de concentración que debía ser preservado absolutamente, no por el mundo, sino por su propio bien. Era una actitud personal, casi egoísta, pero Jen sabía desde hacía tiempo que era solipsista. Excepto durante los años en que sus hijos estuvieron creciendo, lo que siempre le había importado más era la pista de la idea. Y ésta era una idea muy grande.
Sacó de la Red referencias que se extendían a Minsky y Ornstein, a Pastor y Jaynes, e incluso al pobre Jung, examinando la forma en que cada pensador había tratado esta idea peculiar: que uno podía de algún modo ser muchos, o muchos combinarse para crear uno.
Su joven estudiante Nelson Grayson había dado realmente en el clavo con su fijación de «la cooperación contra la competición». La dicotomía subrayaba cada sistema moral humano, cada ideología y teoría económica, desde el socialismo al libre mercado. Cada una intentaba resolverlo de formas diferentes. Y cada intento sólo sacaba a la luz más incongruencias.
¿Y si después de todo es una dicotomía falsa? ¿Y si hemos sido seducidos por esos pensadores, Platón, Kant y Hegel? ¿Por el si-y-sólo-si de la lógica lineal? Tal vez la vida misma vea menos contradicciones que nosotros.
El lema de la vieja moneda estadounidense la perseguía: «De muchos, uno».
Por lo general nuestras subpersonalidades no están diferenciadas, excepto en los desórdenes de personalidad múltiple. En cambio, los impulsos y tendencias de una persona normal se mezclan y se abren, se unen y se separan, formando alianzas temporales para hacernos sentir y actuar deformas determinadas.
Hasta ahí, bien. La evidencia para alguna forma de modelo multimental era abrumadora. Pero entonces llegaba el escollo.
Si yo estoy formada por una multiplicidad, ¿por qué insisto en percibir un yo central? ¿Qué es esta consciencia que incluso ahora, mientras desarrollo estos pensamientos, contempla su propia existencia?
Jen recordó que Thomas había intentado interesarla en la lectura de novelas. Le había prometido que las mejores serían considerables, que los personajes «parecían cobrar vida». Pero, para Jen, los protagonistas nunca cobraron realidad. Incluso cuando eran retratados como confusos o introspectivos, sus procesos de pensamiento parecían demasiado estrictos. Demasiado decisivos. Sólo Joyce se acercó a describir el huracán real de los conflictos y negociaciones internos, esas aguas turbias y vastas que rodeaban una isla de semicalma que se nombraba a sí misma «yo».
¿Por eso tengo que imaginar un yo unitario? ¿Para dar un centro a la tormenta? ¿Un «ojo» sobre el que girar? ¿Una ilusión de serenidad, para que la tormenta pueda ser ignorada la mayor parte del tiempo?
¿O es una forma de racionalizar una semblanza de lógica? ¿De presentar una cara coherente al mundo exterior?
Jen estaba segura de una cosa: el universo que existía dentro de una mente humana era sólo vagamente similar al exterior, con sus entidades discretas, sus especies, células, órganos, e individuos. ¡Sin embargo, la mente se servía de estas entidades externas como metáforas en los propios modelos que usaba para definirse!
Aquel mismo día Nelson había sacado a colación uno de esos modelos. El gobierno, dijo, consiste en los esfuerzos de una nación para zanjar las diferencias entre sus componentes, sus ciudadanos. En tiempos pasados, la resolución era una simple cuestión de la imposición de orden por parte de un rey o una clase dirigente.
Más tarde, la mayoría en el poder mejoró un poco las cosas. ¡Pero en la actualidad incluso las minorías pequeñas podían crear bombas e insectos mortales, si se enfadaban lo suficiente! (Los planos estaban todos en la Red, ¿y quién se atrevía a reclamar el papel de censor?).
Así, compromiso y consenso eran absolutamente esenciales, y los gobiernos sólo podían andar con cuidado, sin imponer nunca soluciones. Servían en cambio como foros para cuidadosas reconciliaciones.
¡En otras palabras, el gobierno ideal sería la mente consciente de una persona cuerda! Era una comparación fascinante. Casi tan interesante como la que había ofrecido Nelson.
La Red Mundial de Datos, había dicho, era la analogía definitiva.
Como una persona, también estaba formada de una infinidad de diminutas subpersonalidades (los ocho mil millones de suscriptores), todos discutiendo y negociando y cooperando casi aleatoriamente. Los grupos y alianzas de suscriptores se unían y se separaban, a veces por nacionalidades y regiones, pero con más frecuencia por grupos de interés especial que se saltaban todas las antiguas fronteras. Todos libraban minúsculas campañas para hacer tambalear la agenda mundial y afectar sus vidas en el mundo físico.
Sorprendente, pensó Jen. El muchacho había dado un gran salto metafórico.
Por supuesto, la analogía del gobierno era un poco forzada. Pero la idea de que la consciencia es nuestra manera de sacar todas nuestras personalidades secretas a la luz del día, para que puedan cooperar o competir, eso es lo importante. Explica por qué una neurosis pierde la mayor parte de su poder cuando se conoce, en cuanto la mente llega a vislumbrar esos oscuros secretos que una parte aislada ha mantenido ocultos del resto.
Tras caminar entre los atareados técnicos, Jen se sentó ante su pantalla y reemprendió el trabajo con su modelo, modificándolo de acuerdo con la reflexión de Nelson. El subvocálico era el único aparato lo bastante rápido para seguir su ritmo. Los dientes le rechinaban y su laringe se agitaba mientras casi pronunciaba las palabras en voz alta. La máquina detectaba aquellas frases con más rapidez de lo que ella podría haberlas pronunciado y las extrapolaba mientras extraía de su capaz memoria fragmentos de esto y aquello que encajaban en un todo creciente.
Estos fragmentos eran sobre todo bloques de objetos tomados de los mejores programas de modelado de inteligencia que ya existían. Eso costaba dinero, por supuesto, y en una esquina Jen vio que su cuenta personal parpadeaba de forma alarmante. Pero cada uno de los programas tenía algo especial. Cada uno había sido creado por equipos de brillantes investigadores con teorías propias que querían aprobar, cada una ostensiblemente contradictoria, incompatible con las demás.
Sin embargo, en ese momento, a Jen había dejado de importarle qué doctrina estaba más cerca de la verdad. De repente, mezclarlas todas, combinarlas, parecía muy lógico para intentar formar un todo más grande que la suma de las partes.
Por la Madre, ¿y si todas tienen razón? ¿Y si la autosimilitud y la repetición no pueden tipificar un sistema vivo sin un tercer atributo, la inclusión?
Había sin duda un precedente para esa mezcolanza: el cerebro humano como órgano físico estaba constituido en capas. Sus innovaciones evolutivas más nuevas no habían sustituido a las secciones anteriores. Cada una se había depositado sobre las zonas más antiguas, uniéndolas y modificándolas, no cancelándolas o superponiéndose.
Los más recientes eran los lóbulos prefrontales, pequeños nudos sobre los ojos que algunos consideraban el emplazamiento de la personalidad humana, la última planta añadida al rascacielos de la mente. Debajo se encontraba el córtex de los mamíferos, compartido por los primos más cercanos del hombre. Todavía más por debajo, pero aún útiles y funcionales, las porciones del cerebro correspondientes a los reptiles aún llevaban a cabo funciones necesarias, mientras que debajo de ellas latía un sistema básico de reflejos sustancialmente similar al de los cordados primitivos.
Lo mismo sucedería con su modelo. Poco a poco, las piezas del rompecabezas encajaron en su sitio. El Esquema Cognitive de Berkeley, por ejemplo, encajaba sorprendentemente bien con los modelos de «momento emocional» de los conductistas de la Universidad de Beijing. Al menos lo hacía si se retorcía un poco al principio, de la forma adecuada.
Por supuesto, cada vez que ella se adentraba en la Red para buscar éstos y otros programas, tenía que experimentar de primera mano lo que estaba sucediendo allí. ¡Era un caos total! Sus primeros hurones se perdieron en el maelstrom. Tuvo que crear programas más sofisticados sólo para que alcanzaran la gran biblioteca de psicología de Chicago. E incluso entonces fueron necesarios varios intentos antes de que los emisarios volvieran con lo que necesitaba. La última retirada había tardado siete segundos, lo que hizo que Jen golpeara la consola, irritada.
Jen advirtió, quizá con un atisbo de envidia, que su propio nieto había conseguido cotas inéditas en el arte de provocar a la gente, excediendo con mucho sus modestos logros. La Red hervía con el fermento que Alex Lustig había puesto en marcha. Jen supuso que en alguna parte, al cabo de poco, toda la creación de Rube Goldberg acabaría con los plomos fundidos.
Cuidado, chica. Tu propia metáfora revela tu edad.
Muy bien, intentemos unos cuantos símiles.
El caos en la Red era como olas que barrieran un pequeño bote. Todo tipo de material no deseado acompañaba a las subrutinas que traían sus hurones. Jen se alarmó y se divirtió a la vez cuando algunos fragmentos de escoria de software lucharon por permanecer. Se aferraban a la existencia en su ordenador como si fueran pequeñas formas de vida y debía localizarlos para que no se refugiaran en algún rincón y utilizaran porciones de memoria, o incluso se reprodujeran.
Por impulso, Jen contempló la pequeña pantalla donde había exiliado a las criaturas de dibujos animados suscitadas por su libre asociación de ideas. Al fondo, por ejemplo, brillaba un castillo de naipes y gastados y humeantes fusibles eléctricos, claramente extrapolados de sus recientes murmullos. Y allí estaba el símbolo del tigre, que llevaba semanas en el mismo sitio. El simulacro ronroneó en voz baja, acurrucado en lo que parecía un nido de papel hecho trizas.
Si insistes en quedarte, entonces es hora de que te ponga a trabajar, le dijo a su símbolo.
El tigre bostezó, pero respondió cuando ella frotó dos dientes con decisión para asegurar el dominio de su yo central sobre sus partes. Le dio instrucciones de forma subvocálica, para que fuera a cazar a aquellos residuos de software no deseado, todas las intrascendencias que se escabullían y chirriaban y seguían rebulléndose en su espacio de trabajo desde el caos de la Red, molestándola.
Hace mal tiempo, advirtió. En estas circunstancias, cualquier cosa móvil buscará refugio, en donde pueda.
Con este pensamiento, goterones de lluvia parecieron empapar la piel del tigre, pero no su estado de ánimo. Con otro bostezo y una mueca salvaje, el felino se dispuso a deshacerse de todos los intrusos, para dar a su modelo espacio donde asentarse y crecer.
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En otras islas polinésicas, la gente llevaba vidas muy similares a las nuestras. Sus jefes también eran seres de gran mana. Nuestros primos también creían que el camino del guerrero sólo estaba por debajo del de los dioses.
Pero diferíamos en otros aspectos. Pues cuando sus canoas llegaron de la antigua Hiva, nuestro antepasado, Hotu Matua, supo de inmediato qué lugar era aquél. Ésta es Je Pito o Te Henua, la isla en el centro del mundo.
Teníamos pollos y taro y bananas y batatas. Había obsidiana y dura piedra negra, pero ninguna bahía, y nuestras canoas se perdieron.
¿Qué necesidad teníamos de canoas? ¿Qué esperanza de marchar? Pues creíamos que lo más cercano a Rapa Nui era la brillante Luna, que pasaba baja por encima de nuestros tres cráteres, el paraíso en lo alto, apenas más allá de nuestro alcance. Creyendo que podríamos llegar allí con mana, construimos los ahu y tallamos los moa.
Pero tuvimos que matar al gran Tangaroa y fuimos condenados a fracasar, a sufrir, a vivir de la carne de nuestros hermanos y a ver que nuestros hijos heredaban el vacío.
Es difícil vivir en el ombligo del mundo.