Sola en el interior de su nave espacial cerrada, no esperaba a nadie. Sin embargo, llamaron a la puerta.
Teresa había estado trabajando en un espacio reducido, usando un tornillo para tensar una nueva tubería de aluminio. Se detuvo y escuchó. Se repitió: un roce en la escotilla de acceso a la lanzadera.
—¡Un momento! —su voz sonó apagada por el tubo acolchado que la rodeaba.
Teresa salió de espaldas del lugar donde había estado sustituyendo el arcaico sistema de células de combustible de la Atlantis por una más reducida y eficiente sacada de un coche usado. Mientras se limpiaba las manos en un trapo, se detuvo a mirar por la solitaria ventanilla circular de la cubierta media.
—¡Oh, eres tú, Alex! Espera un momento.
No estaba segura de que él pudiera oírle a través de la escotilla, pero sólo tardó unos instantes en soltar el cerrojo y descorrer la pesada puerta. Reparar y limpiar la escotilla había sido su primera tarea autoimpuesta, poco después de llegar exiliada a esta pequeña isla.
Alex esperaba en lo alto de las escaleras que se alzaban al pie del monumento a la Atlantis. O el patíbulo de la lanzadera, como Teresa lo consideraba a veces, pues la máquina parecía colgar como un pájaro capturado eternamente en el momento de emprender el vuelo.
—Hola —saludó Alex, y sonrió.
—Hola.
La leve tensión provocada por la visita de June Morgan se había disuelto ya. Naturalmente, ella no tenía por qué molestarse si la amante de su amigo iba a visitarlo de vez en cuando. Alex llevaba sobre sus hombros una carga muy pesada, y era bueno saber que podía relajarse de vez en cuando. Sin embargo, Teresa sentía momentáneos retortijones de celos que no se debían a ninguna razón concreta.
—Me pareció que ya era hora de que me pasara a ver cómo te va. —Alex alzó una bolsa de tela donde se apreciaba el contorno de una botella—. Te he traído un regalo para caldear el ambiente. Espero no molestarte, ¿eh?
—No, por supuesto que no, tonto. Pero ten cuidado por dónde pisas. He quitado los tornillos de la plataforma para llegar a las conexiones refrigerantes. Me temo que habrá que reemplazar un montón de ellas.
—Mm —comentó Alex mientras pasaba por encima de una de las aberturas y contemplaba la maraña de cables y tubos—. Así que los catalizadores que te trajo June te han ido bien, ¿eh?
—Por supuesto que sí. Y esos pequeños robots que me prestaste. Lograron localizar los cables detrás de las mamparas, y no tuve que quitar ningún panel grande. Gracias.
Alex depositó el saco junto al caos de materiales viejos y nuevos.
—¿Te importa si te hago una pregunta bastante tonta?
—¿Como por qué estoy haciendo esto? —rió Teresa—. Sinceramente, no lo sé, de verdad. Supongo que por matar el rato. Desde luego, no me engaño pensando que volverá a volar. Su armazón no podría soportar la tensión del más suave de los lanzamientos.
»Tal vez soy una enderezadora de cuadros nata. No puedo dejar que una buena máquina se quede varada y oxidándose.
Alex contempló el amasijo de cables y tubos y silbó.
—Parece complicado.
—Tú lo has dicho. Las lanzaderas tipo Columbia fueron las máquinas más complejas jamás construidas. Los modelos posteriores perfeccionaron las técnicas que ellas exploraron.
»En realidad, esto es lo más triste. Eran naves espaciales en desarrollo. Fue estúpido, incluso criminal, pretender que fueran “vehículos de rutina orbital”, o como lo llamaran los malditos idiotas en su momento. Pero ven. Déjame que te la enseñe.
Le mostró los sitios donde los carroñeros de la NASA habían despojado a la Atlantis, cuando se tomó la decisión de abandonarla donde se encontraba.
—Se llevaron todo lo que pudieron rapiñar para las dos lanzaderas restantes. Con todo, dejaron una enorme cantidad de material. Los ordenadores de vuelo, por ejemplo. Totalmente obsoletos, incluso para la época. La mitad de los hogares de Estados Unidos tenía ordenadores caseros más rápidos e inteligentes ya en aquellos tiempos. Tu reloj de pulsera podría hacerles trampa al póquer y luego convencerlos de que votaran republicano.
Alex se maravilló.
—Sorprendente.
Teresa lo condujo escaleras arriba hasta la cubierta principal, donde el sol del sur del Pacífico entraba a través de las ventanas delanteras, manchadas y sucias por las deposiciones de las gaviotas. La mitad de los instrumentos de la cabina había desaparecido, arrancadas de forma idéntica hacía tiempo, dejando cables que asomaban sobre pantallas oscuras y cubiertas de polvo. Ella apoyó los brazos sobre el sillón de mando y suspiró.
—Dedicaron mucho amor y dedicación a estas máquinas. Y demasiada ineptitud burocrática. A veces me pregunto cómo llegamos tan lejos.
—Dime, Teresa. ¿Se puede llegar a la bodega de carga?
Ella se volvió a mirarlo y vio que Alex se asomaba a las estrechas ventanillas de la parte trasera de la cabina de control. La bodega estaba completamente a oscuras, por supuesto, ya que no tenía portillas al exterior. Ella misma sólo había bajado allí una vez, para descubrir con dolor que hormigas y arañas habían encontrado allí su hogar y cubrían la vasta cavidad de telas. Probablemente entraron por las grietas que sufrió la Atlantis cuando cayó sobre aquel 747, con el consiguiente destrozo irreparable de ambos aparatos. El Boeing había sido desguazado. Pero la Atlantis se quedó donde estaba, la bodega de carga convertida ahora solamente en hogar para los insectos.
—Claro. A través de la escotilla de la cubierta media. Pero…
Él se volvió.
—Rip. Tengo que pedirte un favor.
Ella parpadeó.
—Adelante.
—Ven afuera. Tengo una cosa en el camión.
Tuvieron que subir la caja con un torno. Tras franquear los escalones, resultó difícil introducirla por la escotilla para la tripulación.
—No podemos dejarla aquí —jadeó Teresa mientras se secaba la frente—. Bloquea mi espacio de trabajo.
—Por eso te pregunté por la bodega. ¿Crees que podremos hacerla pasar?
A la izquierda del cubículo del baño se encontraba la cámara de descompresión de la lanzadera, ahora la única vía de acceso a la bodega de carga. Teresa miró y sacudió la cabeza, dubitativa.
—Tal vez si lo sacamos de la caja, sea lo que sea.
—Muy bien. Pero con cuidado.
Teresa comprendió por qué Alex estaba tan nervioso cuando retiraron la cobertura. Allí, acoplada en un cardán, se encontraba la esfera más hermosa que había visto nunca. Resplandecía de una manera casi líquida, de forma que los ojos resbalaban por sus flancos. De algún modo, la visión seguía más allá, pasaba de largo.
—Tendremos que cogerla por el armazón —indicó Alex.
Teresa se inclinó para agarrar bien el borde mientras él se encargaba del otro lado. Pesaba mucho. Como un giroscopio, la bola plateada parecía permanecer orientada siempre en la misma dirección, por mucho que la sacudieran y la menearan. Pero claro, eso podría ser una ilusión. Por lo que Teresa sabía, giraba locamente delante de ella. Ninguna onda en el reflejo convexo proporcionaba pista alguna.
—¿Qué es esta cosa? —preguntó cuando se detuvieron a recuperar el aliento dentro de la cámara de descompresión. Apenas había espacio para el globo y su armazón, lo que los obligaba a estar apretados costado con costado para llegar a la escotilla opuesta. La cercana presión del hombro de Alex, mientras avanzaban juntos, le parecía a la vez familiar y cálida, recuerdo de tiempos no muy lejanos de peligro compartido y aventura.
—Un resonador gravitatorio —respondió él, acariciando la esfera con la mirada—. Un diseño completamente nuevo.
—Pero es tan pequeño. Creía que tenían que ser grandes cilindros.
—Así es, para generar un gran espectro de ondas de búsqueda. Pero éste está especializado. Está sintonizado con Beta.
—Ah —comentó Teresa, impresionada.
Volvieron a cargar el brillante globo hacia la bodega, ahora iluminada por tres pequeñas bombillas.
—¿Y por qué quieres guardar un resonador gravitatorio sintonizado en una lanzadera espacial abandonada?
—Yo… ya sabía que lo preguntarías. De hecho, no quiero tanto guardarlo como ocultarlo.
Mientras descansaban un momento, Teresa se secó la frente.
—¿Ocultarlo? ¿De Spivey?
Alex asintió.
—O de los de su ralea. ¿Conoces a esos guardias maoríes que Tía Kapur insistió en enviarnos? Bueno, pues ya han capturado espías que intentaban infiltrarse en el complejo. Un nihonés, y un par de hans. Y estoy seguro de que la gente de Spivey ya está en la isla. Tía Kapur enviará refuerzos, pero aun así prefiero tener bien oculto mi as en la manga.
Se frotó las palmas de las manos en los pantalones y agarró de nuevo el armazón.
Juntos, volvieron a levantar el aparato.
—Lo ocultas… —gruñó ella mientras aupaban el resonador sobre un saliente para obtener una posición estable en uno de los puntos de atraque—, lo ocultas en mi manga. —Teresa se enderezó—. No, no importa, Alex. Lo apruebo. No es sólo Spivey. No me fío de ninguno de ellos.
»Por cierto —continuó, mientras Alex soltaba la máquina—: ¿Lo que antes vi en tu mano era una botella?
Todavía sin aliento, Alex le sonrió, los ojos resplandeciendo por las luces y sus reflejos en la perfecta esfera superconductora.
—Sí. Sé que a los yanquis os gusta tomar la cerveza fría. Pero cuando hayas probado ésta, seguro que renuncias a esa costumbre bárbara.
—Bueno. Ya veremos. —Teresa se apartó de los ojos una hilacha de telaraña. Mientras Alex se daba la vuelta para marcharse, se detuvo a observar el aleteo de la diminuta telaraña que bajaba para tocar el globo y desaparecer al instante.
Era, en efecto, una cerveza potente y amarga, y a Teresa le gustó bastante. Sin embargo, por guardar las apariencias, dijo que el brebaje explicaba muchas cosas sobre los ingleses. Sin duda bloqueaba el crecimiento emocional. Él se limitó a reír y volvió a llenarle el vaso.
Teresa estaba sentada en el sillón de mando de la lanzadera mientras Alex ocupaba el asiento del copiloto, cruzado de piernas. Ninguno de ellos sentía ninguna necesidad especial de llenar los largos silencios. En la experiencia de Teresa, era algo que sucedía con frecuencia entre personas que se habían enfrentado juntas a la muerte.
—Estás preocupado —resumió ella por fin, después de una larga pausa—. No crees que el trato aguante.
Alex negó con la cabeza.
—No abrigaba ninguna esperanza desde el principio. En retrospectiva, no alcanzo a comprender por qué Spivey tardó tanto en encontrarnos. Pero al menos éramos una pequeña conspiración que operaba a nivel mínimo. ¿Ahora? Nuestros rayos están produciendo fenómenos detectables por todo el globo. Las alianzas no pueden mantener oculta una cosa como ésta, no con todo el mundo en la Tierra intentando averiguar qué está ocurriendo.
—Entonces, ¿por qué accedieron Spivey y Hutton a intentarlo?
Él se encogió de hombros.
—Oh, pareció una buena idea en su momento. Se encargarían de Beta, estabilizarían la situación y luego presentarían al mundo el caso resuelto. Por supuesto nos daría la oportunidad de caracterizar la singularidad, de demostrar su origen. Nuestro informe técnico haría que los tribunales científicos ampliaran sus investigaciones del núcleo de la Tierra, para impedir una nueva carrera de armas con respecto a los gázers y similares. Luego, en un debate abierto, podrían decidir conservar a Beta, como una posible arma defensiva planetaria, o intentar expulsarla para siempre.
—Parece razonable —asintió Teresa, a regañadientes.
—¡El único problema es que ya ha llegado el momento! Beta es relativamente estable, tengo datos para un informe completo, y estoy seguro de que las otras grandes potencias han iniciado ya por su cuenta programas clandestinos de graviscán. Hubo un intento de presión por parte de Nihon ayer. —Sacudió la cabeza—. Ojalá supiera a qué espera Spivey.
—¿Te has enterado de la reunión en la ONU? —preguntó Teresa—. Todo el mundo, todos los delegados, hablaban en parábolas y dobles sentidos. Moralizando y postulando, y sin decir nada a lo que los periodistas pudieran hincarle el diente.
—Ya. —Alex frunció el ceño.
Ella notó que él empezaba a decir algo, se callaba, y luego volvía a empezar.
—He empezado a luchar contra él, ¿sabes?
—¿A luchar contra quién? —Teresa dio un respingo—. ¿Contra Spivey? ¿Pero cómo?
—Estoy retorciendo los rayos de Sudáfrica a Rapa Nui, los que aún controlo. Los uso para llevar a Beta a una órbita más alta, donde perderá masa más rápidamente. Y también donde esa maldita cosa no deje esas extrañas huellas en el manto inferior.
Ella lo interrumpió.
—¿Ha reaccionado? ¿Se ha dado cuenta Spivey?
Alex se echó a reír.
—¡Oh, claro que sí! Hizo que George me enviara un télex. Aquí tienes una copia. —Sacó la fina hoja de un bolsillo de su pecho—. Los dos me instan a que continúe, a que no los deje. Ya sabes. Que permanezcamos todos unidos antes de acabar ahorcados por separado.
»De repente, esta mañana, Nueva Guinea disparó tres microsegundos tarde en una tanda de rutina.
—¿Qué provocó eso?
Él sacudió la cabeza.
—Sacó energía de la órbita de Beta, Rip, para hacerla caer un poco más. Parece que nuestro coronel no está dispuesto a permitir que su espejo pierda masa. No mientras haya más experimentos que ejecutar.
El silencio se extendió durante varios latidos, su única forma de medir el paso del tiempo.
—¿Qué andará tramando Glenn? —preguntó Teresa—. ¡No pretenderá usarla como arma! ¡Sus superiores no pueden estar tan locos!
Alex miró a través del parabrisas manchado, más allá de la negra pista de aterrizaje hasta un acantilado de hierbas que crecían dispersas en el fino suelo volcánico. Detrás se encontraban las espumosas olas del ceniciento Pacífico.
—Ojalá lo supiera. Pero persiga lo que persiga, me temo que tú y yo no somos más que meros peones.
■ ¿Qué temperatura hace? ¿De verdad queréis saber qué temperatura hace? Veo al granjero Izzy Langhorne sentado bajo un álamo ahora mismo, almorzando mientras ve el programa. Eh, Izzy, ¿qué temperatura crees que hace?
¡Oh, no, Izzy, dame eutanasia! ¡No con la boca llena! Volveremos con Izzy después de que se haya lavado. Veamos ahora, tenemos comunicación con Jase Kramer, en Sioux Falls. Parece que tienes problemas con tu tractor, Jase.
—No, Larry. Es que hay que meterse bajo la suspensión de estos Chulalongkorn Sic y quitar a mano los hierbajos. Verás, se quedan aquí atascados por…
Bueno, eso es magnífico, Jase. Muy amable por llevarte el holo contigo para que todos podamos echar un vistazo. Ahora dime, ¿qué temperatura hace?
—Demonios, Larry. Ayer mis gallinas pusieron huevos cocidos…
Gracias, Jase Kramer. ¡Enviad a ese abonado algo refrescante!
Esperad un momento, aquí hay un avance para los que seguís la actualidad. Parece que la última ronda de esas conversaciones supersecretas, perdonad el taco, han parado a almorzar en Nueva York. Nuestros afiliados de allí se han unido a la multitud de hurones cazadores de noticias que persiguen a los delegados al restaurante. Para verlo en directo, enlazar con Noticias-Línea 82. Para las repeticiones en color, llamar a Rap-250. O podéis saborearlo a punto de nieve. Quedaos con nosotros mientras nuestra unidad prepara un resumen para más tarde.
Mientras hablamos de la crisis de los duendecillos, ¿alguno de vosotros ha visto algo nuevo hoy? ¿Algo que pudiera ser un duende? Ayer, Betty Remington de St. Low nos mostró un cultivo perfectamente circular de amaranto donde las pepitas habían sido vueltas de forma misteriosa de dentro a fuera. ¡Y desde Barstow, Sam Chu nos dice que una de sus carpas premiadas explotó delante de sus narices! ¡Como lo oís!
Así pues, ¿quién tiene una opinión por ahí? Ya sabéis el código, veamos los ánimos…