CORTEZA

Nadie felicitó a Crat por haber salvado la vida de su compañero. Nadie habló mucho sobre el incidente. La filosofía era «son cosas que pasan». ¿Que ahora había unas cuantas viudas más en alguna de las ciudades flotantes? Mala suerte. La vida era corta, ¿qué otra cosa se podía decir?

Sin embargo, en apariencia Crat dejó de ser un «jodido novato yanqui». Ya no hubo más miradas agrias en el comedor, ni encontró objetos extraños en su plato. En silencio, sacaron su hamaca de la sofocante bodega y la subieron a la sala de anclas, con los demás.

Sólo un tipo comentó el incidente con la red de pesca.

—Vaya, Vato —le dijo a Crat—. ¡Nunca había visto a nadie aguantar la respiración tanto como tú!

Para Crat, que no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido bajo el agua, la observación le pareció una señal de la providencia. Una experiencia que podría haber apartado a muchos hombres del agua para siempre, en vez de señalarle un talento insospechado.

La historia de su vida había sido mediocre, como mucho, y a menudo menos que eso. La imagen que Crat tenía de sí mismo era lenta y gruesa como una piedra. La idea de tener alguna habilidad inusitada le sorprendía. Y así, en el mismo momento en que ganó la aceptación de la tripulación del Congo, renovó su voto para marcharse a la primera oportunidad, para actuar siguiendo su irreflexivo impulso de dedicarse a labores de salvamento.

No había gran cosa que echar de menos en esta vieja bañera. La vida en la frontera no ofrecía muchos lujos. Forzado a vivir allí durante una semana, el norteamericano medio nunca volvería a quejarse de su restringida ración de agua, que en algunos estados se elevaba a trescientos escasos litros por semana.

O aquella otra necesidad: los privilegios de la Red de Datos. Allí simplemente no existían.

En Indiana, Crat solía despreciar a los vejestorios por confiar en tantos aparatos electrónicos, acceso mundial a las noticias en todos los temas, a cada biblioteca, incluso a cualquier diario de investigación, traducido instantáneamente de cualquier lengua ignota por cuatro perras. Luego estaban las aficiones, los grupos de interés especial, las red-vistas y los programas tres-vé.

Hasta que emigró, Crat no se dio cuenta de cuánto dependía también él de todo aquello. Sin embargo, a bordo del Congo, tenían un extraño ritual que se realizaba una vez al día: la llamada del correo. Cada hombre respondía si gritaban su nombre, y cambiaba un cubo negro con el contramaestre. Se te permitía mandar dos mensajes de no más de cincuenta palabras cada uno, a través de la única antena del barco, gobernada dictatorialmente por el oficial de comunicaciones, víctima tuerta y coja de alguna catástrofe oceánica, y a quien todo el mundo, incluido el capitán, trataba con absoluta deferencia.

Permanecer en cola, esperando humildemente tus miserables blips, era casi tan humillante como la llamada de las vitaminas de cada tarde, cuando una aburrida enfermera de las Naciones Unidas entregaba a cada hombre su cápsula de «Ayuda Nutritiva», la suma total del sentido de la responsabilidad del mundo hacia aquel pobre estado de refugiados. No era de extrañar que las grandes potencias fueran aún menos generosas con la verdadera sangre vital del mundo: la información.

De vez en cuando, durante la llamada del correo, Crat se sorprendía al preguntarse por qué Remi y Roland no le escribían nunca. Entonces recordaba con un súbito estremecimiento. Han muerto. Soy el último. El último de los colonos del Instituto Quayle.

Extraño. Creyendo que estaba destinado a una corta existencia, Crat había decidido hacía mucho vivir sin compromisos. Siempre había sido el que se metía en líos, de los que sus amigos le sacaban sensatamente.

Ahora Remi y Roland habían muerto, mientras que él vivía todavía. ¿Quién habría podido imaginarlo?

Roland, por algún motivo, había legado a Crat su cuenta bancaria, aumentada por su bonificación como héroe. Se suponía que también había una medalla. Probablemente estaría en alguna parte, siguiéndole por todo el mundo en la maraña indescifrable del correo que realmente importaba. Y en cuanto al dinero de Roland, Crat se lo había pulido en juegos de cartas y en rondas a la memoria de sus amigos. Pero quería la medalla.

Después de la llamada del correo, el turno que no estaba de servicio se retiraba a la cubierta de popa, donde tres emprendedores anamitas vendían un fuerte mejunje casero en frascos de barro. Mientras la flotilla se dirigía al sur, tras la debacle con los incursores verdes, Crat descubrió que podía soportar la apestosa cerveza. Aquello demostraba que se estaba adaptando.

La noche era oscura y las densas nubes ocultaban la mayoría de las estrellas. Un brillo perlado al oeste se convertía en una llamarada cada vez que las nubes se separaban brevemente para vertir la luz de la luna sobre las tranquilas aguas.

En la popa, dos grupos de meditadores parecían competir por el silencio. Sufíes a babor y adeptos neozen a estribor. Los principiantes de ambos grupos estaban conectados a monitores de ondas cerebrales del tamaño de alfileres, con micrófonos adosados. Usando tecnoayudas idénticas y baratas, cada bando sostenía que era fiel a la tradición, mientras que el otro enseñaba meras formas de aturdirse. Daba lo mismo. Como la mayoría de la tripulación, Crat prefería formas más honestas y tradicionales de intoxicación.

—… el comodoro leyó mal sus jodidas cartas —dijo alguien en la oscuridad, tras la escotilla—. Ese asunto de El Niño. Se supone que tiene que traer a todos los peces al Pacífico, cada diez años o así. Pero el maldito comodoro seguro que las leyó mal.

—He oído decir que ahora vienen con más frecuencia —replicó alguien más. Crat se preguntó vagamente quiénes serían. Su inglés era mejor que el de la media.

—Seguro que han jodido la ecología —apuntó alguien con acento caribeño—. Todo va a cambiar. Y por eso digo que no escuchemos a esos bastardos de la UNEPA, no señor. No saben hacer nada mejor.

Alguien más estuvo de acuerdo.

—Ajj, UNEPA. Nos quieren muertos, igual que los verdes, porque revolvemos el apestoso planeta. Podríamos atrapar los peces equivocados. ¡Oh, qué lástima! Así que será mejor que nos muramos. Tal vez nos pongan algo en las vitaminas para acabar con nosotros de forma rápida y barata.

Ése era el chismorreo habitual, a pesar de que los químicos del Estado del Mar (hombres y mujeres con formación universitaria de tierras ahora hundidas bajo las crecientes mareas) iban de barco en barco para tranquilizar a las tripulaciones e instarlos a que tomaran las píldoras. Los rumores se extendían como virus. Crat dudaba algunas veces. Su cansancio se debía sobre todo al trabajo duro. Eso probablemente explicaba también el bajo ritmo de sus impulsos sexuales. Pero si alguna vez descubría que alguien les estaba echando algo en la comida…

La vieja furia destelló por un momento y él intentó saborearla. Pero desapareció al instante, por propio acuerdo. Crat alzó la cabeza para mirar por encima de la proa del Congo las luces de la ciudad flotante. El viejo Crat ya habría estado deambulando de un lado a otro, ansioso por recorrer el distrito de las luces rojas o meterse en una buena pelea. Ahora en lo único en lo que podía pensar era en las sábanas limpias de los barracones dedicados a las tripulaciones de paso y en la visita que haría al día siguiente al mercado de la carne.

—Ah, por fin te encuentro. Lo siento. Me perdí.

Crat alzó la mirada. Era su nuevo amigo, el viejo helvético, Peter Schultheiss. Era el único rostro que Crat echaría de menos cuando dejara atrás esta bañera. Sonrió y le tendió una jarra llena.

—Te conseguí otra cerveza, Peter.

—Bien. Gracias. Tardé algún tiempo en encontrar el cuaderno con el nombre de mi cantarada del mercado. Pero lo encontré. —Alzó un grueso volumen negro. ¡Para sorpresa de Crat, no era una placa barata de alquiler y escritura, como la que poseían incluso los más pobres, sino un tomo con páginas de papel! Schultheiss murmuró mientras pasaba las ajadas páginas—. Veamos. Está por alguna parte. Si mencionas mi nombre, este amigo debería poder conseguirte un trabajo en salvamento, tal vez trabajo en alta mar, como deseas. Ah, aquí está, déjame anotártelo.

Crat aceptó el trozo de papel. A medida que su encuentro con los reclutadores se iba acercando, se sentía menos seguro de querer dedicarse realmente al rescate de nódulos, bucear más allá del alcance de la luz en el interior de una débil burbuja, revolviendo lodo en busca de pedazos herrumbrosos. Aunque bien pagados, aquellos hombres solían tener una vida corta. La alternativa de dedicarse a dragar en ciudades sumergidas empezaba a parecer atractiva después de todo.

Schultheiss miró hacia las luces y suspiró.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Crat.

—Recordaba que, siendo yo niño, una vez mi padre me llevó a un viaje de negocios a Tokio. Nuestro avión llegó de noche y vimos un panorama sorprendente. ¡El océano alrededor de cada isla estaba encendido hasta donde alcanzaba la vista! Había tantas que no pudo contarlas. El agua parecía en llamas. Fuego blanco.

»El espectáculo era tal que pregunté a mi padre qué celebraban. Pero él me dijo que no se trataba de ninguna fiesta oriental. Es así cada noche, me dijo. Todas las noches en el mar alrededor de Japón.

La idea de tal extravagancia hizo parpadear a Crat.

—Pero ¿por qué?

—Luces de pesca —se limitó a responder Peter—. De noche los barcos ponían en marcha grandes generadores y atraían a los peces por millones. Muy efectivo, he oído decir. Eficiente, también, si cambias energía por comida y no te importa el futuro.

Schultheiss hizo una pausa. Su voz parecía remota.

—Mi padre y sus camaradas se enorgullecían de tener miras a largo plazo. Al contrario que los yanquis de aquellos días, y no pretendo ofenderte, creía que estaba pensando en el mañana. Mientras los yanquis compraban juguetes y despilfarraban, mi padre y sus colegas ahorraban. Invertía con prudencia los fondos de otras personas. Cogía su dinero sin hacer preguntas y lo hacía crecer como setas.

El viejo helvético suspiró.

—Eso tal vez sólo demuestre que hay muchos tipos de ceguera. Me pregunto si alguna vez se les ocurrió a los japoneses que la evolución cambiaría a las especies que atraían con sus grandes luces. Los peces fáciles y estúpidos morirían en las redes, claro. Pero mientras tanto, los que continuaban engendrarían a generaciones futuras. ¿Reflexionaron sobre esto? No, creo que no.

»Del mismo modo, a mi padre nunca se le ocurrió que el mundo podría un día cansarse de que todos sus hombres malos tuvieran sitios seguros donde almacenar su botín. Nunca soñó con que todas las naciones dejaran de lado sus pugnas, se unieran y dijeran: “Basta, queremos nuestro dinero. Queremos también los nombres de esos hombres malos, hombres que traicionaron nuestra confianza, que robaron nuestros tesoros, o que vendieron drogas a nuestros hijos”.

»¿Cómo podría imaginar mi pobre padre que las masas del mundo cargarían un día contra su puerta para retirar llenos de furia lo que él había invertido tan cuidadosamente, de forma tan eficiente?

Las luces de la ciudad flotante parecían destellar ahora en los húmedos ojos del viejo. Aturdido por la profundidad de esta confesión,Crat se preguntó: ¿Por qué yo? ¿Por qué me está contando todo esto?

Peter se volvió a mirarlo, pugnando con una sonrisa.

—¿Viste al Pikeman, cuando vino a rescatarnos de los verdes?

¿Viste lo hermoso que era? La gente solía hacer chistes sobre la marina suiza. ¡Pero ahora sólo los tontos se ríen! ¡Tonelada a tonelada, le da al Estado del Mar, nuestra nación adoptada, la mejor flota guerrera del mundo! Así nos adaptamos, de esa forma y de muchas otras. Los helvéticos encontramos nuevos roles en el mundo y los ejecutamos con orgullo.

Crat advirtió que el inglés del viejo había mejorado. Tal vez se debía a la pasión de los súbitos recuerdos. O tal vez se estaba quitando una máscara.

—Oh, nosotros y nuestros aliados éramos arrogantes antes de la guerra. Mea culpa, lo admitimos ahora. Y la historia demuestra que los arrogantes deben caer.

»Pero claro, caer puede ser un don, ¿no? ¿Qué es la diáspora, después de todo, sino una opción, una segunda oportunidad para que la gente aprenda, para que salga de su egoísmo y se vuelva justa, profunda y fuerte?

Schultheiss miró a Crat.

—Un pueblo se templa y se prepara para la grandeza con dolor. ¿No te parece, fils, que la sabiduría llega a través del sufrimiento?

Crat sólo pudo parpadear en respuesta, impresionado, pero sin saber qué decir. En verdad, no estaba seguro de comprender lo que decía Peter.

—Sí—acordó el viejo consigo mismo, asintiendo firmemente, la culpa y la dignidad evidentes en su voz—. Mi pueblo ha sido elegido para alguna tarea futura y desconocida. De eso estoy seguro. Una tarea mucho más importante que vivir a salvo en las montañas, aislados, viviendo a expensas del dinero de otra gente.

Peter contempló la noche, más allá de lo que Crat podía ver.

—La gente del mundo nos necesitará. Recuerda mis palabras. Y cuando llegue ese día, no los dejaremos esperando.

De noche no era más que un chisporroteo de luces que se mecían amablemente al ritmo de las olas. De día, sin embargo, la ciudad-balsa cobraba vida, llena de bullicio y comercio. Y rumores. Se decía que en ningún sitio, ni siquiera en la Red, se extendían los rumores de forma tan rápida y errática.

No obstante, Crat no era capaz de distinguir entre los rumores. Al contrario que los grupos de trabajo, donde la disciplina requería un lenguaje común, las ciudades flotantes eran un caos de lenguas y dialectos, susurrados, murmurados, gritados. Todas las ciudades marinas se parecían. Babeles en miniatura, extendidas horizontalmente por el nervioso océano.

Los recolectores de suelo nocturnos llamaban a voces mientras remaban entre los estrechos canales, entre las casas de cambio de muchos pisos, aceptando ropas que bajaban con cuerdas a cambio de unas cuantas piastras devaluadas. Compitiendo por entregar olorosos fertilizantes a los barcos-huerto, regularmente recorrían a toda velocidad los canales a riesgo de ser aplastados entre los bamboleantes cascos.

Las ropas, lavadas en agua de mar, colgaban de cordeles repletos junto con los estandartes que proclamaban ideologías, evangelios y anuncios en una docena de alfabetos. Cada barrio quedaba rematado con planas pantallas de células solares unidas a anchos colectores de agua de lluvia en forma de alas, todos atendidos por niños de corta edad que colgaban como monos de los oscilantes armazones. Las cuerdas de las cometas se perdían en el cielo, hacia los generadores aumentados por los altos vientos estratosféricos. Gracias a esta mezcla de ingenio y maquinaria, la ciudad balsa conseguía sobrevivir.

Crat inhaló ansioso los olores de los guisos hechos sobre hogueras de algas. Los aromas cambiaban de un barrio a otro. Sin embargo, mantuvo las manos fuera de los bolsillos. Podía necesitar su escaso dinero para sobornos antes de que acabara el día.

Otros aromas resultaban aún más difíciles de ignorar. Se podía ver a las mujeres (trabajadoras, madres, hijas y esposas) a través de las ventanas abiertas para coger un poco de brisa, vestidas con trajes nativos de países ya desaparecidos, a veces envueltas en demasiada ropa para este clima húmedo.

Crat sabía que no debía mirar: muchas tenían hombres celosos y orgullosos. Sin embargo, en un momento se detuvo para contemplar a una chica, cuyos frágiles dedos bailaban sobre un telar, mientras hacía holo-alfombras para exportación. Era una profesión valiosa y al parecer ella era maestra en su oficio. En comparación, Crat comprendió que sus propias manos eran instrumentos torpes que jamás podrían siquiera anudar bien una cuerda de cáñamo.

La joven lo miró, su pañuelo enmarcando un hermoso rostro ovalado. Cuando sonrió, Crat le habría entregado el corazón de buena gana. Sin embargo, retrocedió cuando otro rostro apareció súbitamente, una vieja que le gruñó en algún extraño dialecto. Crat se dio la vuelta y se apresuró de camino a la Torre del Gobernador y el Puente del Almirante, monolitos gemelos que destacaban en el centro de la ciudad.

En una ciudad repleta de olores, el bazar cubierto desprendía un olor especialmente maloliente, pues el pescado era generalmente fresco pero todo lo demás de segunda mano, incluyendo las putas que llamaban desde un balcón de madera provocativamente tallado en la zona de popa.

Del mismo modo, las religiones se situaban en el lado opuesto, donde una docena de templos enanos, iglesias y mezquitas llamaban la atención de los transeúntes. Aquí al menos se estaba a salvo del credo universal: la adoración a Gaia. Los pocos misioneros de la IgNor Ga que intentaron predicar en el Estado del Mar podían estar contentos de haber escapado con vida. La lección que llevaron con ellos a casa era simple: es necesario tener la barriga llena antes de que a nadie le importe un comino una cosa tan grande como un planeta.

Se toleraban otros tipo de reclutadores externos. El quiosco de los Fondos de Recolocación ofrecía una tercera forma de redención, equiparable al sexo y la fe. Allí guardaban cola hombres, mujeres, familias enteras que ya habían tenido bastante, y estaban dispuestos a firmar cualquier documento, sufrir cualquier operación, jurar cualquier voto con tal de volver a poner los pies en tierra, en Yukon, Yakutsk, Patagonia, en cualquier parte donde hubiera comida de verdad y un trozo de tierra que cultivar.

Para el Estado del Mar esto no era traición. Era una válvula de seguridad para la población, mucho menos perturbadora que otra de la que Crat había sido testigo un atardecer durante su primera estancia en la ciudad-isla vagabunda.

Deambulaba por uno de los canales, mordisqueando un pedazo de pulpo asado que había comprado con sus exiguos ahorros, cuando una oscura figura apareció escurriéndose tras una de las barcas de apartamentos más ruines. Pronto vio que era una mujer, vestida de negro de la cabeza a los pies. El ruido de los vecinos gritando y las ollas entrechocando apagaba sus movimientos mientras se dirigía al lugar donde la corriente era más fuerte.

Crat se deslizó en las sombras al ver que ella atisbaba a derecha e izquierda. Hubo un momentáneo destello de cadenas mientras ella unía dos artículos, uno pesado, el otro envuelto en tela. Crat no tenía ni idea de lo que sucedía, aunque por un momento le pareció oír un débil llanto.

El objeto más pesado se hundió con fuerza al golpear el agua, arrastrando instantáneamente consigo el otro bulto. Con todo, Crat seguía sin comprender. Sólo cuando vio el rostro cansado y triste de la mujer y la oyó sollozar se hizo la luz en su mente. Mientras ella se marchaba corriendo, comprendió lo que acababa de hacer. Pero sólo pudo permanecer sentado en silencio, aturdido, perdido el apetito.

Intentó comprender, asumir lo que la había impulsado a hacer semejante atrocidad. Crat recordó lo que el viejo profesor Jameson solía decir del Estado del Mar: la mayoría de las familias que huían allí procedían de sociedades donde todas las decisiones las tomaban los hombres. En principio, Crat no veía nada malo en eso. Odiaba la forma arrogante e independiente con que las chicas aprendían a actuar en las escuelas de Norteamérica, siempre juzgando y evaluando. Crat prefería lo que hacían un millar de culturas más antiguas y sabias, antes de que la decadencia occidental convirtiera a las mujeres en cualquier cosa menos mujeres.

Sin embargo durante semanas se sintió atormentado por la cara de aquella angustiada madre. La recordaba por las noches y en sus sueños se sentía dividido en dos tendencias: protegerla y tomarla para sí.

Por supuesto, nadie le pedía que hiciera nada de eso. Nadie le proponía exactamente para jefe.

En el cuarto barrio del bazar, más allá de los puestos de pescado y filas de chatarras y vendedores de pasta de enzimas, Crat llegó por fin al «Mercado de la Carne».

—¡Hay oportunidades en la Antártida! —gritaba un reclutador, junto a un holo que describía pozos de minas y puestos de trabajo al aire libre, donde se explotaban los ricos yacimientos de un terreno desolado. Al fondo se veían helados glaciares.

Las imágenes parecían honestas y completas: mostraban trabajo duro en un entorno difícil. Sin embargo, Crat sentía que la música subsónica del holo lo atraía para que viera algo más. Los hombres descritos en aquellas escenas sonreían alegremente junto a sus enormes máquinas. Parecían hombres valientes, de los que doman la naturaleza salvaje y se hacen ricos con ello.

—Los verdes tienen sus jodidos parques y sus zonas de reserva —maldijo el orador, haciendo que la multitud murmurara, de acuerdo—. ¡La mitad del continente de la Antártida quedó reservado para ellos! ¡Pero la buena noticia es que ahora el resto está abierto! ¡Abierto para que las almas valientes vayan y venzan con sus fuertes manos!

Parecía que el reclutador envidiaba de verdad a aquellos románticos héroes. Mientras tanto, los holos mostraban barracones sencillos pero cómodos, comida caliente, mineros felices contando sus créditos.

¡Ja! Tal vez los hombres de la compañía lleguen a vivir así. Pueden ofrecer esos trabajos en cualquier parte.

De hecho, Crat había solicitado puestos como aquellos antes de caer finalmente en el Estado del Mar. Y si no había llegado a los niveles exigidos por las compañías en Indiana, ¿por qué iban a aceptarlo aquí? No me engañáis. Me imagino qué tipo de trabajo ofreceréis a los voluntarios del Estado del Mar. Trabajo que rehusaría un robot.

Incluso los ciudadanos más pobres de las naciones más pobres estaban protegidos por la Carta de Río, excepto aquellos cuyos líderes nunca habían firmado, como Sudáfrica y el Estado del Mar. Eso les daba una extraña libertad: la de presentarse voluntarios para ser explotados en trabajos por los que los grupos a favor de los derechos de los animales pondrían el grito en el cielo si se los asignara a un cerdo. Pero claro, los miembros de la República Albatros habían decidido su destino en vez de aceptar los términos mundiales. En vez de renunciar a la, última, vida libre en la Tierra, pensó Crat con orgullo. Dejó atrás el puesto henchido de vanidad, prefiriendo los bandidos honrados a los mentirosos.

Junto al Panel Meteorológico, los transeúntes contemplaban las previsiones para los siguientes quince días, un dato de vida o muerte para las ciudades flotantes. Dos semanas bastaban para evitar las malas tormentas. El Panel Meteorológico era también el lugar donde se reunían los jugadores. Aunque otros juegos exóticos estaban también en boga, siempre se podían hacer apuestas con el tiempo.

Cerca, un pequeño grupo musical tocaba en el estilo conocido como Birmania Rag, una mezcla de sonidos caribeños y del sur de Asia que tenía un gran éxito en la Red, aunque pocos beneficios llegaban al Estado del Mar. Crat lanzó una piastra al platillo del grupo, para que le diera suerte. Las cabinas que buscaba estaban cerca de la escalerilla de un esbelto barquito, a todas luces nuevo y poderoso y preparado para sumergirse a buena profundidad. Delante del sumergible había una mesa llena de objetos rocosos con forma de huevo que brillaban con pomos metálicos parecidos a esponjas. Juntos, el barco y los nódulos valían probablemente la mitad de la ciudad, pero no muchos ciudadanos se congregaban junto a los bien vestidos representantes de la compañía. La multitud se apiñaba un poco más allá, donde hombres con turbantes tomaban notas en sus placas mientras doctores barbudos examinaban a los posibles voluntarios.

Ningún holo proclamaba las virtudes de vivir en las diversas cooperativas de salvamento del Estado del Mar. Pero todo el mundo sabía de qué iba la historia. Va de arrastrar detrás de ti un tubo de aire mientras recorres las calles hundidas de Galveston o Dacca o Miami, para rescatar alambre de cobre y tubos de aluminio de las ruinas.

Es trabajar en lodo apestoso para ayudar a rescatar bloques de Venecia sumergida, en la esperanza de pillar un trozo bien grande que pueda ser vendido igual que la plaza de San Marcos a algún parque temático ruso o canadiense.

Es dragar el maldito Ganges, contratado por el gobierno de Delhi, pero esquivando los disparos de las milicias locales de alguna provincia que en realidad y a no existe, excepto en lo alto de las montañas.

Crat acarició la nota que le había dado Peter Schultheiss. Bordeó una cola y tocó el hombro de uno de los hombres con turbante.

—¿Puede decirme dónde… —miró el papel—, dónde está Johann Freyers?

El hombre observó a Crat como si fuera algún tipo repugnante de gusano marino. Gritó algo incomprensible. Sin desanimarse, Crat se dirigió a otra estación. De nuevo, los que guardaban cola lo examinaron con recelo. Sin embargo, esta vez, el tipo flaco y de pecho hundido que estaba al cargo se mostró más amistoso. Bien afeitado, su cara mostraba los estigmas de muchas largas horas bajo el agua, ojos permanentemente inyectados en sangre y cicatrices donde las mascarillas de oxígeno habían arañado la piel.

—Freyers… en… —se detuvo a inspirar con un silbido desesperado—, en… —Con una alegría sorprendente en alguien que ni siquiera podía terminar una frase, sonrió. Tras chasquear los dedos, se acercó un muchachito—. Freyers —indicó con un silbido.

—Oh, gracias —dijo Crat, y para su sorpresa comprobó que lo apartaban de las cabinas de reclutamiento y lo llevaban hacia la pasarela del sumergible.

Allí, dos hombres ataviados con trajes de buen aspecto conversaban tranquilamente, cruzados de brazos.

—¿Estás seguro…? —empezó a preguntar Crat al muchacho.

—Sí, sí, Freyers. Lo sé.

Arrancó la nota de las manos de Crat y tiró de la manga de uno de los hombres, cuyo cabello arenoso y cara larga recordaron a Crat a un spaniel. El hombre pareció divertido al recibir una ofrenda similar, y manipuló el papel como si saboreara su cosecha. Lanzó una moneda al pequeño mensajero.

—¡Vaya! De modo que te envía Peter Schultheiss, ¿eh? —le dijo a Crat—. Lo conozco. Dice que tienes buenos pulmones y presencia de ánimo. —Freyers volvió a mirar la nota—. Y eres yanqui, además. ¿Tienes por casualidad una tarjeta de confianza plena?

Crat se ruborizó. Como si alguien con tarjeta fuera a emigrar a un lugar así.

—Mire, hay un error…

—Bueno, supongo que al menos habrás ido al instituto.

Crat se encogió de hombros.

—Eso no tiene ningún mérito. Sólo los tontos no terminan el instituto.

El hombre de la cara larga lo miró un instante, y luego dijo:

—La mayoría de tus compatriotas nunca ha visto un instituto, mi joven amigo.

—Por supuesto que sí… —empezó a decir Crat. Entonces se interrumpió, recordando que ya no era estadounidense—. Oh, sí. Bien.

Los dos hombres continuaron observándolo.

—Mm —murmuró el más bajo—. Podrá leer manuales simples, en común y en simglés. —Se volvió hacia Crat—. ¿Sabes algo de nihon o han escrito? ¿Algo de kanji?

Crat se encogió de hombros.

—Sólo los primeros cien signos. Nos hicieron aprender simples ideo…

—Ideogramas.

—Sí. Los primeros cien. Y yo me tomé la libertad de aprender unos cuantos más que probablemente no les interesarán.

—Mmm. Sin duda. ¿Y habla silenciosa? ¿Lenguaje de signos?

Crat no veía la lógica de todo esto.

—Supongo, a nivel de escuela secundaria.

—¿Habilidades técnicas? ¿Qué tipo de acceso a la Red usas en casa?

—Eh, ustedes y yo sabemos que cualquier conocimiento técnico que yo pueda tener es sólo mierda. Si quisieran a alguien con estudios no estarían aquí, por el amor de Ra. ¡Debe de haber tres mil millones de licenciados ahí fuera, allá en el mundo!

Freyers sonrió.

—Cierto. Pero pocos de esos licenciados han demostrado su valía en un flota pesquera del Estado del Mar. Pocos vienen tan bien recomendados. Y también diría que sólo unos pocos nos abordan con su, digamos, motivación.

Eso significa que sabe que no puedo rechazar un trabajo bien pagado. Y que no me quejaré a ningún sindicato si me dan tanques con válvulas oxidadas o un tubo de aire que pierda goma aquí y allá.

—Bien, ¿quieres subir a bordo y tomar un refresco con nosotros? Tenemos queso y bombones. Luego hablaremos de tus pruebas. No puedo prometerte nada, muchacho, pero éste podría ser tu día de suerte.

Crat suspiró. Hacía tiempo que se había lanzado a los vientos del destino. La gente lo miraba, lo oía hablar, y suponía que un tipo como él no podía tener una visión del mundo, una filosofía de la vida. Pero él la tenía. Podía resumirse en cuatro palabras.

Oh, bueno. Qué diablos.

Al final, dejó que el hambre lo guiara pasarela arriba detrás de los dos reclutadores, junto con la poderosa sensación de que, después de todo, tenía poco donde escoger.

■ Dadas sus escasas y menguantes reservas de petróleo, y los efectos colaterales de lanzar carbono a la atmósfera, ¿por qué recelaban tanto los norteamericanos del siglo XX de la energía nuclear? En pocas palabras, a la gente la preocupaba en gran medida la incompetencia.

Pongamos el caso de la Central Nuclear de Bodega Bay. Los constructores sabían perfectamente bien que sus cimientos se alzaban sobre la falla de San Andrés, pero lo mantuvieron en secreto hasta que alguien dio la voz de alarma. ¿Por qué?

No era sólo ansia de beneficios a corto plazo. Los entusiastas de un proyecto a menudo crean sus propias versiones mentales de la realidad, minimizando cualquier posibilidad de que las cosas puedan salir mal. Se convencen a sí mismos de que cualquier crítico potencial es un estúpido o un cretino.

Afortunadamente, la sociedad entraba en la «era de la crítica». Las investigaciones públicas provocaron todo un clamor, y el emplazamiento de Bodega Bay fue abandonado. Así, cuando sobrevino el gran terremoto del norte en el 98, la mitad del estado de California se salvó de la aniquilación.

La otra mitad fue preservada cuatro años más tarde durante el gran terremoto del sur. Sólo unos pocos de miles de personas murieron en aquella tragedia, en vez de los millones que habrían perecido si las instalaciones nucleares de Diablo Canyon y San Onofre no se hubieran reforzado de antemano, gracias de nuevo al libre toma y daca de la crítica. En vez de sumarse a la calamidad, esas centrales nucleares permanecieron en su puesto para ayudar a la gente en los momentos de necesidad.

Abundan otros ejemplos «nucleares». Sólo unas pocas bombas, instaladas para aplacar a los críticos, impidieron que la isla de las Tres Millas se convirtiera en otro Chernobyl, esa catástrofe cuyos ecos radiactivos sirvieron de puente en el intervalo de Nagasaki a Berna y provocaron las primeras plagas de cáncer.

Muchos pretenden todavía desterrar el uranio como fuente de energía, a pesar del actual récord de seguridad y la mejora en la situación de eliminación de vertidos. Advierten que somos complacientes y exigen que todos los diseños y modificaciones se difundan para ser comentados a través de la Red.

Como contrapunto, es precisamente este ejército de críticos lo que inspira confianza en el sistema actual, más el hecho de que diez mil millones de personas exigen compromiso. No buscan pureza ideológica. No cuando una consecuencia podría ser morir de hambre.

—De La mano transparente, Doubleday Books, edición 4.7 (2035). [Código de acceso hiper 1-tTRAN-777-97-99446-29A.]