NÚCLEO

—… y por tercera vez desataron a Cowboy Bob de la estaca y le dejaron hablar con Thunder, su caballo maravilloso.

Los ojos de June Morgan parecieron destellar mientras se inclinaba hacia Alex y Teresa.

—Sin embargo, esta vez Bob no susurró al oído izquierdo de Thunder. No le susurró en el derecho. Esta vez agarró la cara del caballo, lo miró directamente a los ojos y dijo: «Léeme los labios, tonto. ¡Te dije que trajeras un pelotón!»[7]

Mientras June se echaba hacia atrás con una sonrisa expectante, Alex tuvo que morderse el labio inferior para contenerse. Contempló a Teresa, sentada al otro lado de la habitación, mientras su confusión inicial daba paso a la comprensión.

—¡Oh! ¡Oh, es malísimo! —se rió mientras hacía aspavientos, como para espantar un mal olor.

June sonrió y recogió su vaso.

—¿No lo entiendes, Alex? Verás, las dos primeras veces, el caballo le trajo mujeres…

Él alzó las dos manos.

—Lo entiendo, claro. Teresa tiene razón. Es de lo más ofensivo.

June asintió afectadamente. Hasta el momento, era quien mejor se lo estaba pasando. Ninguno de los chistes que Teresa o Alex contaban era la mitad de bueno ni provocaba tales gruñidos aprobatorios de náusea fingida. Probablemente, su habilidad se debía a su naturaleza tejana. Para Alex, los únicos que los superaban en este extraño ritual eran los australianos.

Como era portadora de buenas noticias, apenas podían reprochar nada a June. Esta fiesta en el pequeño bungalow de Alex era para celebrar el fin a las semanas de tensión.

Al menos esperamos que se haya acabado. Todavía siento retortijones de miedo, y temo encontrar hombres con sombrero y gabardina cada vez que vuelvo la cabeza.

June había llegado esta mañana a Rapa Nui para comunicar la aceptación completa de sus términos por parte del coronel Spivey. A cambio de su cooperación (y sobre todo de la experiencia de Alex), ellos retirarían todos los cargos contra Teresa y dejarían en paz la isla de Pascua.

No cabe duda, Spivey nos colará un espía o dos. Pero al menos Teresa y yo no tendremos que seguir huyendo.

Seguía pendiente la pregunta de si había algún lugar adonde huir. La lucha contra Beta no había terminado todavía. Sin embargo, incluso los técnicos de Alex más fatalistas empezaban a actuar como si creyeran que podrían tener un planeta en el bolsillo el año siguiente por estas fechas.

Si pudieran convencerme a mí…

Las cosas habían cambiado desde que eran un diminuto grupo que luchaba a solas contra un monstruo subterráneo. Ahora formaban parte de una gran empresa oficial, aunque velada todavía bajo una capa «temporal» de seguridad. June estaba aquí para cimentar la sociedad, transmitiendo la determinación de Glenn Spivey y George Hutton para hacerla funcionar, por ahora. En su papel de mensajera, se marcharía de nuevo al día siguiente con la muestra de cooperación de Alex: un conjunto de cubos con los nuevos datos de los otros equipos. Su papel de emisario la haría volver cada semana a partir de ese momento.

Teresa, por su parte, había sufrido lo indecible para aclarar a June que su nueva e íntima amistad con Alex no tenía connotaciones sexuales.

Eso no significaba que ninguno de los dos no lo hubiera pensado. Al menos él sí lo había hecho. Pero al reflexionar acerca del tema se había dado cuenta de que cualquier relación íntima entre ellos exigiría una atención más intensa de la que podían dedicarle ahora mismo. Por el momento, bastaba con que tuvieran una silenciosa comprensión, un lazo que no se había roto desde que emergieron cogidos de la mano tras su odisea subterránea, como gemelos que han sido gestados juntos y comparten incluso el acto de renacer.

Por su parte, la postura relajada que June Morgan dejaba entrever y su sentido del humor anulaban la ansiedad. La relación que Alex había mantenido con ella había sido un asunto de guerra, un acuerdo mutuo sin complicaciones. Él no tenía ni idea de en qué punto se encontraban ahora y no tenía intención de presionar.

June asintió brevemente, pero Teresa se inclinó hacia delante, casi tocando el brazo de la otra mujer.

Al menos las dos mujeres parecían haber enterrado la tensión que antaño existía entre ambas. O al menos la mayor parte. Alex se alegraba. Para empezar, significaba que ahora podía levantarse y dejarlas juntas un rato.

—Si me disculpan, señoras —dijo mientras se dirigía a la puerta del pequeño bungalow—. Tengo que salir para atender mis necesidades fisiológicas.

—Muy bien —dijo—. Ahora voy a contarte otro, mientras él juega a los bomberos con los matorrales.

Alex salió antes de que ella empezara a contar el chiste. Un chiste largo lo habría atrapado y provocado una crisis en sus riñones.

Era una noche tranquila, aunque el invierno estaba durando mucho, de manera que esta isla desolada se estaba convirtiendo en un lugar todavía más marchito y arrasado por el viento. Al parecer, la primavera llegaría tarde y con furia. Incluso los árboles de la zona de reforestación experimental de Vaiteía parecían tintar y acobardarse cada vez que soplaban las galernas.

No se molestó en bajar la pendiente que conducía a los lavabos, compartidos por cinco bungalows prefabricados. En cambio, subió a una colina desde donde el panorama era mejor. Mientras orinaba sobre los matojos, Alex miró hacia el oeste, hacia las luces de la ciudad de Hanga Ra, justo al norte de los altos acantilados de Rano Kao. La solitaria pista de aterrizaje brillaba pálidamente junto a los cinco voluminosos hoteles turísticos y un zepelín de carga atracado. Casi al lado se encontraba el monumento a la Atlantis, iluminada desde abajo de forma que, de noche, la vieja e inservible lanzadera espacial parecía sorprendida noblemente en el momento del despegue.

Desde su accidentada huida de Nueva Zelanda, Teresa y él se habían dedicado a actividades diferentes. Por su parte, ella pasaba la mayor parte de los días con la vieja lanzadera modelo uno. Al parecer, sabía una forma de entrar, burlando las alarmas antivandalismo. O tal vez se limitaba a limpiar las pintadas y cagadas de golondrinas que daban a la nave varada un aspecto tan patético a la luz del día.

Posiblemente estuviera sólo sentada en el asiento del piloto de la Atlantis, reflexionando acerca de la débil esperanza que tenía de volver a ver el espacio, aunque consiguiera el perdón de los amos de Spivey.

De cualquier forma, Alex estaba ocupado por los dos. La estación de Rapa Nui era de nuevo el fulcro de varias docenas de rayos gázer diarios, sesiones que pulsaban a través del interior de la Tierra en una deslumbrante variedad de modos que se manifestaban en la superficie de incontables maneras. Ahora, al menos, Alex tenía enlaces de consulta seguros con Stan Goldman en Groenlandia, y también llegaban datos de los equipos de la OTAN que le ayudaban a perfeccionar sus modelos día a día.

(Incluso había tenido la oportunidad de ponerse en contacto con su abuela, en África. La buena dejen. Después de sermonearle durante varios minutos por haberse olvidado de ella, zanjó inmediatamente la cuestión y se zambulló en una larga y excitada explicación de su nueva investigación, que Alex entendió vagamente como algo relacionado con la esquizofrenia).

Alex se dedicaba buena parte del día a observar la singularidad en la gran pantalla, donde se veía a Beta pasando cada vez más tiempo en las zonas «claras» del manto inferior. El monstruo seguía ya una dieta forzosa y pronto alcanzarían el punto crítico, el momento en que el nudo letal empezara a perder masa y energía tan rápidamente como la absorbía. Ése sería el momento de hacer una verdadera celebración, sería un auténtico milagro, dadas sus expectativas hacía tan sólo unos meses.

Pero luego, ¿qué?

Tras él, oyó a las mujeres que se reían, el alto de Teresa mezclándose armoniosamente con el contralto de June. Fue un sonido que le complació. Cuando terminó de aliviarse, Alex advirtió que tiritaba con la helada brisa. Se subió la cremallera y avanzó un poco hacia la pendiente, aplastando la hierba reseca bajo sus pies.

Al parecer, un número sorprendente de superiores del coronel Spivey creían en la teoría de Alex: Beta era una bomba inteligente enviada por enemigos alienígenas para destruir a la humanidad. Si era así, entonces Spivey tenía un buen argumento. El gázer podría convertirse en el punto central de la única defensa factible de la Tierra. De hecho, al oír a Lustig expresarlo, el mundo podría erigir algún día estatuas en honor a Alex Lustig.

Salvador del planeta, forjador de nuestro escudo.

La imagen atraería la vanidad de cualquiera. Y Alex no estaba seguro de tener la voluntad necesaria para resistir. ¿Y si es cierto?, pensó, saboreando el dulzor de la fábula de Spivey.

El plan del coronel tenía una ventaja más. Significaba que pronto podrían reducir el número de pulsos a sólo un empujón de vez en cuando.

Rozó el suelo con los pies. Inhaló el dulce aire. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Muy bien. Conservarla allá abajo parece lógico. Tal vez. Sin embargo, Alex se notaba nervioso.

Por todas partes por donde pasa Beta, los minerales parecen cambiar, al menos momentáneamente.

Resultaba difícil decir exactamente cómo, ni siquiera con su maravillosa sensibilidad mejorada. Beta seguía siendo un objeto diminuto pero feroz, con una zona física de influencia de sólo unos milímetros de diámetro. La pista de perowskitas afectadas era por tanto extremadamente tenue. Sin embargo, con cada órbita, más finos tubos de mineral transformado resplandecían en la estela de la singularidad, fluctuando extrañamente.

¿Cómo podemos dejar esa, cosa, ahí abajo cuando no tenemos ni idea de cuáles serán los efectos a largo plazo?

Tal vez había hecho bien al no hablar a Hutton ni a Spivey de su nuevo resonador, el del diseño compacto y esférico. Más convendría esperar y asegurarse de que el plan del coronel hiciera… lo que fuera a hacer cuando la noticia, inevitablemente, se filtrase.

Pues no iban a poder mantener el secreto eternamente, eso estaba claro para todos. Los jefes de Spivey tenían que prepararse para convocar una reunión política pronto.

Tal vez sólo quieren presentarse al mundo con un hecho zanjado, pensó Alex, esperanzado. Miren, ¿ven lo que hemos hecho en occidente? ¡Salvamos al mundo! Ahora, naturalmente, dejaremos a los tribunales las llaves del gázer. Es demasiado peligroso para que lo controle ningún grupo.

Alex sonrió. Sí. Posiblemente eso era lo que pretendían.

Claro. Seguro.

Al regresar al bungalow, Alex pasó junto a una fila de esculturas moai, la contribución de esta extraña isla a la imaginería mundial. Torvas y casi idénticas, sin embargo le parecían distintas cada vez que las observaba. En esta ocasión, a pesar del viento y las chispeantes estrellas, parecían sólo grandes fragmentos de piedra, cinceladas patéticamente por gente desesperada para que tuvieran el aspecto de dioses inflexibles. La gente hacía cosas extrañas cuando tenía miedo, como había hecho la mayoría de los hombres y mujeres desde que la especie evolucionó.

Pero no creamos a Beta, se recordó Alex. Hemos sido estúpidos, temerosos, a veces incluso locos, pero tal vez no malditos.

Todavía no, al menos.

De vuelta al bungalow, Alex sacudió los pies antes de entrar.

—… sé que es lógico, y tal vez esté justificado —decía Teresa, asintiendo seriamente—. Pero después de Jason…, bueno. No puedo compartir otra vez. Creo que no podría.

—Pero eso fue diferente… —June se interrumpió y alzó rápidamente la cabeza al ver que Alex entraba.

—¿Compartir qué? —preguntó él—. ¿Qué es tan diferente?

Teresa desvió la mirada, pero June se levantó, sonriendo. Lo cogió por las solapas y lo introdujo en la habitación.

—Nada importante. Sólo charla de mujeres. De todas formas, habíamos decidido dar la velada por terminada. Tengo un día cargado mañana, así que…

—Así que tengo que irme —dijo Teresa, al tiempo que soltaba su vaso. Por algún motivo, no quiso mirar a Alex a los ojos, cosa que le preocupó. ¿Qué está pasando?, se preguntó él.

Teresa recogió la mochila que June había traído especialmente para ella. Alex había supuesto que contenía regalos de Spivey, en señal de que todo quedaba perdonado. Pero Teresa actuaba como si fuera algo estrictamente entre ella y la otra mujer, una ofrenda de paz de tipo completamente distinto.

—Gracias por todo, June —dijo, alzando el paquete.

—No es nada del otro mundo. Sólo trastos. ¿Qué vas a hacer con todos esos catalizadores y demás?

Teresa sonrió enigmáticamente.

—Oh, arreglaré unas cuantas cosas, nada más.

—Mm —comentó June.

—Sí. Mm. Bien. Buenas noches a los dos.

Tras un momento de vacilación, las mujeres se besaron en la mejilla. Teresa apretó el hombro de Alex, todavía sin mirarlo a los ojos, y salió a la noche. Él se quedó en la puerta, observándola mientras se marchaba.

Los brazos de June se deslizaron alrededor de su pecho. Apretó con fuerza y emitió un suspiro.

—Alex. Oh, Alex. ¿Qué vamos a hacer contigo?

Sorprendido, él se dio la vuelta, dejando que la puerta se cerrara sola.

—¿Qué quieres decir?

—Oh… —Ella pareció apunto de añadir algo más, pero finalmente sacudió la cabeza—. Vamos. A dormir. Los dos tenemos que trabajar duro mañana.