Daisy McClennon estaba satisfecha.
Para empezar, los negocios marchaban viento en popa. Acababa de terminar un lucrativo reprocesado tridimensional de los novecientos episodios de la saga de Star Trek y las tres películas de Rambo. ¡Todo un logro para un negocio que había comenzado como una empresa artesanal, la distracción de un ama de casa!
Daisy admitía que trabajaba tanto por orgullo como por dinero. Aquello le permitía ser independiente de la fortuna familiar, y podía desquitarse de sus malditos primos.
Ya vendrás arrastrándote, le habían dicho hacía mucho tiempo. Pero hoy eran ellos quienes iban a pedirle favores, buscando respuestas que sus mercenarios contratados no podían darles.
Pensaron que nunca lo conseguiría. Pero ahora hago y deshago.
De todas formas, últimamente pasaba menos tiempo con las películas, concentrada en conseguir información «especial». El reciente asunto de espionaje privado para mirones, por ejemplo. Desesperados, los federales accedieron finalmente a su precio. El golpe causó toda una conmoción en ciertos sectores del movimiento subterráneo Verde, y su reputación aumentó.
Por supuesto, algunos puristas argumentaban que no había que tratar nunca con cerdos de naturaleza asesina. Pero Daisy había crecido entre negociantes. El truco está en aprovecharse de su mentalidad a corto plazo, respondió a sus críticos. Su codicia puede volverse contra ellos si tienes lo que necesitan.
En este caso, los mirones querían datos acerca de una especie de tecnoconspiración pirata. Algo relacionado con aquellas excavadoras perdidas y los brotes de agua por los que Logan Eng estaba tan preocupado. Sus clientes no quisieron discutir los detalles, y a ella le pareció bien. De todas formas, carecían de importancia. Que jugaran a sus jueguecitos machistas y adolescentes. El trato que había hecho había salvado más tierra de la que podía cruzarse andando en un día de dura marcha. ¡Todo a cambio de un simple mapa que llevaba a la puerta de los conspiradores!
Es más, ya estaba recibiendo peticiones de otros clientes que solicitaban información sobre el mismo tema. Había formas de sortear su juramento de fidelidad confidencial a los federales. Este asunto podía dar mucho más jugo, a cambio de más hectáreas que proteger, más zonas acuáticas situadas fuera de los límites de la destrucción del hombre.
En resumen, había sido un mes muy beneficioso. De hecho, parecía un día de primavera tan agradable que Daisy se puso el sombrero, las gafas de sol y los guantes y salió a dar un paseo.
Por supuesto, en cuanto cruzó el puente, dejando detrás sus generadores cólicos, sus turbinas de detritos y las áreas de follaje nativo restaurado, tuvo que enfrentarse a toda la basura dejada por cuatro siglos de profanación, incluyendo, todavía visibles entre los bosquecillos de cipreses, las decadentes torres de las refinerías abandonadas de la orilla del río. Algunas todavía emanaban horrible mierda muchos años después de su abandono y supuesta limpieza. Sólo los locos bebían el agua sin filtrar de los pozos de Luisiana.
Eso no era todo. Antiguos cables eléctricos y ajados postes telefónicos cruzaban el paisaje como venas arterioscleróticas, al igual que las carreteras de asfalto y hormigón, muchas de las cuales ya no se utilizaban pero seguían extendiéndose como tensas líneas de cicatrices por los campos y prados. Incluso en la cercanía, en los patios de su tranquilo barrio verde, había montañitas cubiertas de óxido, que parecían promontorios repletos de viñedos hasta que se observaban de cerca y se reconocían los difusos contornos de automóviles largamente abandonados.
Todo recordaba a Daisy por qué, a medida que pasaban los años, dejaba cada vez con menos frecuencia su pedazo resucitado de naturaleza. Es una maravilla que tuviera el estómago de pasar tanto tiempo en esta zona cuando era joven, en vez de marearme cada vez que salía de casa.
De hecho, las posesiones de la familia estaban un poco al norte. Con todo, esta parte general de Luisiana era donde había echado profundamente sus raíces, para bien o para mal. Cuando sus hermanos y primos jugueteaban como locos, dando lecciones dejuku, esforzándose por cumplir las expectativas de sus padres y ser mejores jinetes, mejores deportistas, mejores cosmopolitas, siempre mejores que los hijos de la gente normal, Daisy había luchado con todas sus fuerzas por escapar de todo aquello. Su pasión era explorar el territorio, las texturas vivientes de la tierra, en todas direcciones.
Y explorar también la Red, por supuesto. Incluso entonces, la telaraña de datos se extendía ya por todo el globo, un dominio tan vasto como los húmedos condados que recorría en el mundo «real». Sólo que en la Red podías hacer que sucedieran cosas mágicas, como en los cuentos de hadas, por medio de encantamientos, por medio de persuasión, invocando espíritus y fantasmas y el software familiar para que hicieran las cosas por ti. ¡Vaya, incluso podías comprar aquellos pequeños demonios leales en brillantes cajas de colores en una tienda, como un par de zapatos o una nueva brida para tu caballo! Ningún mago de cuento de hadas lo había tenido tan fácil.
Y si cometías un error en la Red, no había más que borrarlo. Al contrario que en el exterior, donde un error te dejaba cortada y aislada, o donde un simple acto descuidado podía estropear un hábitat para siempre.
Y era una experiencia igualitaria, donde la habilidad contaba más que quiénes fueran tus padres. Podía ser amiga por correspondencia con una granjera de Karachi. O unirse a un club proderechos de los animales en Budapest. O ganarle a todo el mundo en las Simulaciones Exploradoras y hacer que todos los tahúres del planeta se pasaran la vida discutiendo si el infame hacker llamado «Capitán Terramor» era un chico o una chica.
Lo mejor de todo, cuando conocías a alguien en la Red, los ojos de la gente no se desorbitaban cuando preguntaban: «¿Sí? ¿Eres uno de esos McClennon?»
Era un tema desagradable que había avivado un mensaje recibido recientemente. Los intereses familiares habían formado parte de la negociación con los mirones. Por mucho que le molestara admitirlo, Daisy seguía todavía atrapada en una telaraña de favores y obligaciones hacia el clan. ¿Cómo si no, hoy en día, podía permitirse devolver tantas hectáreas agrícolas al bayou primitivo?
Malditos sean, protestó interiormente, al tiempo que lanzaba una piedra de una patada a uno de los turbios canales artificiales que transportaba residuos de unas cuantas piscifactorías gigantes.
Pero tal vez pueda utilizar esto, encontrar un medio de sortearlos. Si quieren los datos, esto podría liberarme de ellos para siempre.
Se preguntó, por primera vez, por la conspiración que había preocupado tanto a Logan y los mirones, el tema del que todo el mundo parecía querer saber algo ahora. Supongo que se trata de más física y asuntos de espías.
Las corporaciones, los institutos y los gobiernos estaban siempre parloteando acerca de algún que otro «logro» tecnológico, desde la energía de fusión y los superconductores a la nanotecnología o lo que fuese. Siempre era «el descubrimiento que cambiaría la situación, crearía la diferencia, impulsaría una nueva era». Siempre parecía imperativo ser el primero en capitalizarlo. Pero entonces, inevitablemente, la burbuja estallaba.
Oh, a veces los artilugios funcionaban. Algunos incluso contribuían a que la vida fuera mejor para miles de millones de personas, y ayudaban a retrasar la «gran mortandad» inminente desde hacía años. Pero ¿con qué fin? ¿De qué servía retrasar lo inevitable un poco más? ¿Qué conseguían Logan y su caterva, después de todo? Daisy había aprendido a no prestarle mucha atención a las tecnomodas. Sobre ella recaía la tarea de preservar cuanto fuera posible, para que cuando la humanidad finalmente cayera, no se llevara consigo a la tumba a todo lo demás.
Pero si este asunto pone tan nervioso a todo el mundo, tal vez convendría echarle un vistazo, pensó.
Se volvió mucho antes de llegar a la pequeña ciudad de White Castle. Daisy no quería que los zumbantes cables de la central nuclear estropearan lo que quedaba de su buen humor. Empezó a pensar en formas de aprovecharse de la situación.
Si el clan quiere un favor, tendrán que hacerme otro a, cambio. Quiero acceso a Light Bearer. Es el último ingrediente que necesito para crear mi dragón.
Al regresar entre los cañizales y las piscifactorías, Daisy reflexionó sobre los esbozos de su superprograma, uno que haría que sus «sabuesos» y «hurones» parecieran tan primitivos como aquellos antiguos «virus», que habían mostrado por primera vez hasta qué punto podía el software imitar a la vida. Examinó mentalmente la nueva estructura. Sí, creo que funcionará.
Al doblar un recodo, Daisy salió de su ensimismamiento al ver a dos adolescentes que reían y caminaban cogidos de la mano sobre una presa. El chico cogió a la muchacha por los hombros y ella se escabulló juguetonamente, riendo mientras evitaba los intentos que él hacía por besarla, hasta que de repente se abrazó a él por voluntad propia.
La sonrisa de Daisy se renovó. Siempre había algo dulce en los jóvenes enamorados, aunque esperaba que tuvieran cuidado con…
Se quitó las gafas y forzó la vista. La chica… ¡era su propia hija! Mientras los contemplaba, Claire empujó el pecho del muchacho y se giró para marcharse, de forma que el joven se vio obligado a correr tras ella.
Tengo que llamar a Logan, anotó Daisy para futuras referencias. Para que hable con la chica acerca de las responsabilidades sexuales. A mí ya no me hace caso.
La última vez que tuvieron una charla de madre a hija sobre el tema, fue un desastre. Claire se horrorizó, aunque Daisy sólo había sugerido la forma más simple y efectiva de control de natalidad.
—¡No lo haré! ¡Y es definitivo!
—Pero todos los demás métodos son falibles. Incluso la abstinencia. Quiero decir, ¿quién sabe? Podrían violarte. O calcular mal tu estado de ánimo y actuar por impulso. Las chicas de tu edad lo hacen a veces, ya sabes.
»De esa forma te quedarías feliz y libre durante el resto de tu vida. Podrías contemplar el sexo como lo hacen los hombres, como algo que buscar por las buenas, sin ninguna necesidad de, ya sabes, complicaciones.
La expresión de Claire fue desafiante. Incluso desdeñosa.
—Yo soy el resultado de esas complicaciones, como tú las llamas. ¿Lamentas el hecho de que tus anticuados métodos anticonceptivos fallaran, hace diecisiete años?
Daisy comprendió que Claire se lo estaba tomando de forma personal.
—Sólo quiero que seas feliz…
—¡Y un cuerno! Quieres recortar la población humana un poco más, haciendo que le liguen las trompas a tu propia hija. Pues entérate de esto, madre. Tengo la intención de experimentar esas «complicaciones» de las que hablas. Al menos una vez. Tal vez dos. ¡Y si pareciera que mis hijos pudieran ser auténticos solucionadores de problemas, y si su padre y yo pudiéramos permitírnoslo y mereciera la pena, tal vez incluso tuviéramos un tercero!
Sólo después de que Daisy quedara boquiabierta, advirtió que ésa era exactamente la reacción que Claire había pretendido. Desde aquel episodio, ninguna de las dos volvió a mencionar el tema.
Con todo, Daisy vaciló. ¿Merecería la pena enviar un hurón para buscar, bueno, agentes químicos? Algo indetectable, no molesto.
Pero no. Claire se encargaba ya de la cocina. Y probablemente había hecho que su ginecólogo estuviera atento a cualquier signo de intrusión. Daisy tenía por norma no intervenir en nada que pudiera provocar un desquite. Y así decidió no intervenir en el asunto.
La chica se marchará pronto, reflexionó mientras regresaba a casa. Automáticamente, una lista de las tareas que Claire hacía regularmente se desplegó ante su mente. Supongo que tendré que contratar a uno de esos refugiados bajo juramento. Algún pobre diablo que trabaje mucho más que mi perezosa hija, no importa cuánto haya intentado no mimarla. O tal vez busque uno de esos nuevos robots domésticos. Lo tendré que reprogramar yo misma, por supuesto.
De camino hacia la puerta trasera casi tropezó con dos promontorios desconocidos en la pendiente que daba al arroyo. Habían colocado tierra fresca sobre las excavaciones oblongas y luego las habían alineado con piedras.
¿Qué demonios es esto? ¡Parecen tumbas!
Entonces recordó. Claire había mencionado algo acerca de las cabras. Sus dos comedoras de hierbajos habían muerto la semana anterior debido a alguna estúpida plaga liberada en África por un puñado de verdes aficionados.
Esa condenada chica. Ya sabe qué hay que hacer para convertir los cuerpos en abono. ¿Por qué los enterró aquí?
Daisy tomó nota mentalmente para buscar a través de la Red otros medios de mantener limpia la corriente. De todas formas, era una tontería usar criaturas alteradas genéticamente para compensar los errores ecológicos del hombre. Como las «soluciones» propugnadas por aquella bruja de Jennifer Wolling, ojalá se pudriera.
Me pregunto en qué estará metida Wolling.
Pronto Daisy volvió a sentarse ante su gran pantalla. Por impulso, siguió su hilo mental más reciente.
Wolling.
Daisy repasó rápidamente sus programas de vigilancia. Mmm. No ha publicado nada desde que dejó su apartamento de Londres. ¿Estará enferma? ¿Muerta, tal vez?
No. Es demasiado dura para desaparecer tan fácilmente. Además, su buzón muestra una simple transrutina al sur de África. ¿Por qué me suena familiar?
Por supuesto, crear un programa de búsqueda asociador para averiguarlo sería un juego de niños, pero Daisy pensó en algo más ambicioso.
¡Vamos a utilizar esto como prueba para mi nuevo programa!
La semana pasada, una de sus búsquedas rutinarias había traído a casa un artículo de investigación realizado por un oscuro teórico finlandés. Era un concepto brillante, un modo hipotético de plegar los archivos informáticos para que varios depósitos pudieran ocupar el mismo espacio físico al mismo tiempo. Los «expertos» habían ignorado el estudio cuando fue publicado por primera vez. Por lo visto, se necesitarían las semanas de rigor, incluso meses, para que las ideas se abrieran paso hacia arriba a través de la Red. Mientras tanto, Daisy vio una oportunidad. ¡Sobre todo si podía también echarle la mano encima a Light Bearer!
Si esto funciona, podré seguir y grabar a cualquiera, en cualquier parte. Encontrar a quien se oculte. Abrir todo lo que escondan.
¿Y quién mejor para experimentar que Jen Wolling?
Daisy empezó a especificar los detalles, sacando trocitos de esto y aquello de su gran maleta de trucos. Era un trabajo que la complacía y se puso a tararear mientras el esqueleto de algo impresionante y hermoso iba tomando forma.
La puerta se abrió y luego se cerró. Daisy percibió que Claire le dejaba una bandeja junto al codo y recordó vagamente que le había dicho algo a su hija. Ejecutó los movimientos de comer y beber mientras trabajaba. Poco después, la bandeja desapareció de la misma forma.
¡Sí! Wolling es el sujeto adecuado. Aunque descubra esto, no se quejará a la ley. No es de ese tipo.
Luego, después de ella, todos los demás. Hay corporaciones, agencias del gobierno, hijos de puta tan importantes que podrían contratar armas de software lo bastante inteligentes para eliminarme. ¡Hasta ahora!
Naturalmente, el programa estaba estructurado en torno a un agujero donde encajaba la piedra angular, Light Bearer. ¡Si pudiera conseguírselo a sus primos vecinos a cambio de información!
¡Ya estaba! Daisy se echó atrás y examinó la entidad que había creado. Era algo nuevo en el software autónomo.
Tengo que ponerle un nombre, pensó, aunque ya había considerado las posibilidades.
Sí. Definitivamente, eres un dragón.
Se inclinó hacia delante para convocar una forma de su gran almacén de figuras fantásticas. Sin embargo, lo que apareció en su lugar la sorprendió incluso a ella.
Unos ojos esmeralda destellaron en una larga cara escamosa. Labios fruncidos sobre unos brillantes dientes blancos. En la punta de la cola recogida y enjoyada había un hueco donde encajaría Light Bearer. Pero incluso incompleto, el rostro era impresionante.
La cola restalló mientras la criatura sostenía su mirada y luego, lentamente, con obediencia, agachaba la cabeza.
Serás mi servidor más potente, pensó Daisy, saboreando el momento. Juntos, tú y yo salvaremos al mundo.
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Se cuenta que el valiente héroe maorí Matakauri rescató a su hermosa Matana, a quien el gigante Matau habla secuestrado.
Mientras buscaba por todo Otago, Matakauri encontró por fin a su amor atada a un cable muy largo, confeccionado con las pieles de los perros de dos cabezas de Matau. Los golpes descargados con su mere de piedra y su maipi de madera no sirvieron de nada a Matakauri contra la cuerda que estaba llena del mana mágico de Matau, hasta que la propia Matana se lanzó sobre la correa y sus lágrimas la suavizaron y pudo ser cortada.
Sin embargo, Matakauri sabía que su amada nunca volvería a estar a salvo hasta que el gigante muriera. Así que se armó y partió durante la estación seca, y encontró a Matau durmiendo sobre un jergón de helechos rodeado de grandes colinas.
Matakauri prendió fuego al jergón. Y aunque no se despertó, Matau apartó sus grandes piernas del calor. El gigante empezó a agitarse, pero entonces ya fue demasiado tarde.
Las llamas devoraron su grasa. Su cuerpo se fundió con la tierra y creó un inmenso abismo, hasta que en el fondo sólo quedó su corazón, que aún latía.
El calor de las llamas fundió la nieve, y la lluvia llenó el abismo, formando el lago Whakatipua, que aún hoy conserva la forma de un gigante con las rodillas encogidas. Y todavía a veces la gente asegura que oye los latidos del corazón de Matau bajo las nerviosas olas.
A veces, cuando las montañas tiemblan, la gente se pregunta qué puede haber dormido allá abajo. Y hasta cuándo.