La cara en la pantalla del teléfono parecía cambiar día a día. Logan sintió un escalofrío al ver cómo crecía Claire.
—¡Ni siquiera se molesta en ocultármelo! —se quejaba su hija.
Tras ella, Logan vio los familiares cañizales y los cipreses del condado de Atchafalaya, con sus monumentales presas que daban sombra a las piscifactorías y los perezosos meandros. Claire parecía frustrada y furiosa.
—¡No soy una gran programadora, pero debe de pensar que soy una inútil incapaz de mirar siquiera a través de esas patéticas pantallas entre mi unidad y la suya!
Logan sacudió la cabeza.
—Cariño, Daisy sería capaz de ocultarle datos al mismo Dios —sonrió—. Demonios, incluso podría engañar a Santa Claus si se lo propusiera.
—¡Ya lo sé! —replicó Claire con el ceño fruncido, sin hacer caso a sus intentos por aliviar el tema—. Entre la casa y el mundo exterior tiene emplazados perros guardianes, grifos y los programas basilisco más terribles que nadie pueda imaginar. ¡Eso demuestra cuánto desdén debe de haber sentido hacia mí, al ponerme tan fácil el poder sondear su palacio de las maravillas desde mi pequeño ordenador al otro lado del pasillo!
Logan advirtió que esto era complicado. Parte de la agitación de Claire tenía poco que ver con los pecados reales de Daisy.
—Tu madre te quiere —dijo.
Pero Claire solamente se encogió de hombros, irritada, como diciendo que su observación era evidente, tendenciosa e irrelevante.
—Ya tengo programas psíquicos, papá, gracias. No he venido hasta aquí, más allá del alcance de sus sensores locales, sólo para lloriquear que mi mamá no me comprende.
Las apariencias decían lo contrario. Pero Logan alzó ambas manos, rindiéndose.
—Bien. Envíame lo que has encontrado. Le echaré un vistazo.
—¿Lo prometes?
—¡Eh! —Él hizo una pausa para colocarse una mano sobre el corazón—. ¿No te di el meteorito?
Eso, al menos, consiguió arrancarle una sonrisa. Claire se apartó un mechón de cabello que se le había caído entre los ojos en su agitación.
—Muy bien. Allá va. Lo he incrustado dentro de un parte meteorológico rutinario, por si alguno de sus hurones aparece de por medio.
Si uno de los hurones de Daisy McClennon encuentra el mensaje, una simple incrustación no servirá de nada. Pero Logan se guardó el pensamiento para sí. Casi en el momento en que ella pulsó el botón, a miles de kilómetros de distancia, su placa de datos se iluminó.
RECIBIENDO MENSAJE.
A Logan le pareció oír el sonido de los motores de un helicóptero. Alzó la cabeza para escrutar el bosque desde el leve promontorio, pero todavía no había ninguna señal del vehículo de recogida. Aún había tiempo para terminar la conversación.
—Quiero saber si has pensado en lo que te dije la última vez —le pidió a su hija.
Claire frunció el ceño.
—¿Te refieres a llevarme con Daisy a una especie de vacaciones? Papá, ¿tienes idea de cómo es mi consejero en Oregon? Ya he perdido un examen de acceso este mes por culpa de la tormenta. Dos más y puede que tenga que volver al instituto. ¿Sabes lo que es, el instituto?
Logan estuvo tentado de preguntar: ¿Qué tiene de malo el instituto? Yo me lo pasé muy bien en el mío.
Pero, naturalmente, la mente tenía sistemas para bloquear recuerdos de dolor y fastidio, y acordarse sólo de los buenos momentos. Prisión por el crimen de la pubertad, eso le había parecido la escuela secundaria cuando pensaba en ella seriamente.
¿Cómo le digo entonces que estoy preocupado? ¿Preocupado por cosas mucho peores que la eventualidad de que tenga que conseguir su diploma en cualquier escuela pública? ¿Qué son seis meses de aburrido purgatorio a cambio de salvar su vida?
Uno de los enviados de Daisy podría estar o no espiando en este momento la placa que utilizaba. Pero Logan sabía con seguridad que otra fuerza, aún más poderosa que su exesposa, escuchaba cada palabra suya. La organización de Glenn Spivey era fanática en lo referente a la seguridad, y sus programas de vigilancia detectarían hasta la más vaga advertencia que pudiera dar a Claire. Sin embargo, Logan tenía que correr el nesgo.
—Yo…, ¿recuerdas lo que espió Daisy la última vez? ¿Mi estudio? —Arrugó la frente hasta que sus cejas casi se tocaron.
—¿Te refieres al de…? —Entonces, milagrosamente, ella pareció interpretar su expresión. Abrió la boca, por un instante—. Mmm, sí. Recuerdo de qué iba.
—Bueno, pues ya sabes. —Logan fingió perder interés en el tema—. Oye, ¿has ido a Missouri últimamente? He oído decir que tienen una feria estatal muy concurrida cerca de Nuevo Madrid estos días. Podrías recoger algunos especímenes muy interesantes para tu colección.
Los ojos de Claire se redujeron a rendijas.
—Bueno, Tony tiene que encargarse él solo de la recogida de peces desde que su tío está en cama. Así que estoy ayudándolo incluso en los fines de semana. Probablemente no podré ir a ninguna feria este año.
Logan pudo ver la maquinaria que giraba tras aquellos ojos azules. Ni siquiera tiene diecisiete años y ya sabe leer entre líneas. ¿Es cosa de las nuevas escuelas? ¿Se vuelven de verdad los adolescentes más listos? ¿O simplemente soy afortunado?
Sin duda, la referencia a Nuevo Madrid disparaba campanas de alarma en la mente de Claire. Ahora él tenía que rezar fervientemente para que el software espía de Spivey no captara las mismas claves contextuales.
—Vaya, Tony es un buen chico. Pero recuerda de lo que hemos hablado acerca de los chicos, incluso de los agradables. Asegúrate de que tú llevas las riendas, nena. No dejes que nadie hunda el suelo bajo tus pies.
Con una muestra de indignación que él supo que era calculada, Claire arrugó la nariz.
—Sé dónde pongo los pies, papá.
Él gruñó con cicatería paternal. Por el momento, eso era todo lo que podía hacer. Que Claire evaluara su velada advertencia, como él consideraría la suya. ¡Qué equipo formaríamos! Si sobrevivimos al próximo año, claro.
A lo lejos, tras las colinas boscosas, Logan oyó ahora el gruñido del helicóptero que transportaba al resto del equipo de inspección. Se volvió hacia la imagen de su hija.
—Es hora de irme, cariño. Espero que sepas lo mucho que te quiero.
No había sido su intención que sonara tan siniestro de repente. Pero resultó ser exactamente lo adecuado. Los ojos de Claire se ensancharon momentáneamente, y él la vio tragar saliva al advertir, quizá por primera vez, con cuanta seriedad se tomaba todo esto.
—Cuídate, papá. Por favor. —Se inclinó hacia delante y susurró—. Yo también te quiero.
Entonces su imagen desapareció de la pequeña pantalla.
Agujas de pino caídas revolotearon sobre los tobillos de Logan. Alzó la cabeza mientras el híbrido aparato volador (mitad helicóptero, mitad turbopropulsor) rotaba los motores para descender verticalmente sobre un claro a cien metros de distancia. Asomado a la portezuela lateral estaba Joe Redpath, el sardónico ayudante amerindio de Logan, cuya expresión hosca y aburrida era su versión de un saludo amistoso. Sin duda Redpath traía noticias de las nuevas órdenes del coronel, ahora que su investigación aquí había terminado.
Entre Logan y el claro se encontraba el sitio de emergencia, una zona aproximadamente equivalente a una manzana de casas. Como de costumbre, el acople del rayo de gravedad con la materia de la superficie había sido peculiar, por decir algo. Esta vez una cuarta parte de los pinos dentro de la zona de salida se habían evaporado, junto con sus raíces. Los que quedaban (más altos o más pequeños que los árboles desaparecidos) se alzaban aparentemente ilesos entre los agujeros abiertos.
Por fortuna, no había nadie en este remoto lugar de las montañas, así que apenas parecía una calamidad. Sin embargo, Logan se reservaba su juicio hasta que el suelo y las rocas de debajo fueran estudiados por los siguientes equipos.
Pero, naturalmente, el coronel Spivey estaba menos interesado en la consistencia mineralógica que en las lecturas de sus instrumentos, que había esparcido por esta zona de la montaña justo antes de que pasara el rayo gázer. Tras regresar minutos después del suceso, Logan se dedicó a recoger los frascos manchados de lodo más cercanos al centro, mientras que Redpath y la tripulación del helicóptero recogía los más lejanos. Naturalmente, faltaban dos de los situados en el punto cero, junto con los árboles desaparecidos. Las predicciones de los equipos de Hutton eran más precisas cada vez. Pronto no tendremos que retirarnos tanto para estar seguros. Pronto seré testigo de uno quépase bien cerca.
La perspectiva era a la vez terrorífica y emocionante.
Esta capacidad mejorada de predicción ayudaba a reducir a un mínimo los daños colaterales, al menos en los territorios de la alianza. Donde el rayo no podía ser desviado a zonas completamente deshabitadas, se evacuaba a la gente bajo algún pretexto. Era diferente, por supuesto, cuando el punto de salida se encontraba en «territorio no amigo», donde una advertencia despertaría sospechas. En esos casos, los resonadores sólo podían hacer todo lo posible para no causar muchos daños.
A veces eso no bastaba. En China, un pueblo entero había desaparecido la semana anterior, cuando el terreno se convirtió en gelatina. Y si las vibraciones de un terremoto azerbaijaní hubieran sido unos pocos hertzios más cercanos a la resonancia normal de ciertos grandes edificios de apartamentos, los daños no habrían sido «menores», sino horrendos. Logan se estremeció al pensar en la siguiente catástrofe.
Tal vez Spivey tenga algo preparado para estas podas, reflexionó mientras se abría paso entre las aberturas del bosque. Después de todo, cuando se prueba un arma, un «casi blanco» intencionado es tan bueno como una diana.
¿Pero y si algún «casi blanco» disparara algo más? ¿Algo insospechado?
Nuevo Madrid, le había dicho a Claire. No había mucha gente conocedora de que esa ciudad de Missouri se distinguía por ser el foco de una sacudida sísmica particularmente intensa a principios del siglo XIX, el terremoto más poderoso que había sufrido el territorio de Estados Unidos en la historia conocida, que hizo salir al Missouri de su curso y sacudió el continente hasta la costa este. Sólo unas pocas personas habían muerto en esa ocasión, porque la población era escasa. Pero si algo similar se produjera hoy, haría que los dos «grandes» de finales del siglo XX en California parecerían simples sacudidas de atracciones en una feria.
Spivey y los otros creen que pueden «manejar» al monstruo. Pero Alex Lustig parecía dudoso, y era el único que tenía conocimientos reales.
A Logan le preocupaba que todavía no hubieran encontrado al físico británico. Tal vez Lustig y la mujer astronauta hubieran sido víctimas de un juego sucio. Pero ¿quién podría haberse beneficiado en ese caso?
Redpath cogió los instrumentos de medición que Logan lanzó al aparato.
—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Logan mientras subía a bordo. El oficial federal apenas se encogió de hombros.
—A algún lugar de Canadá. Ahora están intentando localizarlo. Mientras tanto, nosotros hacemos el viaje.
Logan asintió. Esto era lo atractivo, dirigirse a otro lugar más, en alguna parte de Norteamérica, saltando de un sitio al siguiente para ver qué nuevas y extrañas manifestaciones provocaba el gázer. La mayoría de las veces se reducía a entrevistar a algún testigo que informaba haber visto «desaparecer una nube» o «un millar de colores de locura». Pero en ocasiones, cuando los coeficientes del rayo se acoplaban, podía haber extrañas y retorcidas columnas de tierra fundida donde antes no había nada, o agujeros, o desapariciones.
Estamos salvando la Tierra, se recordaba Logan docenas de veces cada día. El gázer es nuestra única, esperanza.
Bastante cierto. Pero Glenn Spivey tenía también razón en otra cosa. Mientras «salvaban» al mundo, también iban a cambiar cosas.
El aparato despegó, ganó altura, luego hizo rotar sus reactores y se dirigió al nordeste. Logan se acomodó cuanto pudo y empezó a leer su correo.
Vaya, pensó, mientras revisaba lo que Claire le había enviado. Era un documento de acuerdo entre su exesposa y el Departamento de Defensa de Estados Unidos.
Siempre he sabido que Daisy sufría de moralidad selectiva. Pero parece que es capaz de hacer tratos con el mismo diablo, si sirve a una de sus causas.
En este caso, la recompensa era sustanciosa. Los fondos militares se usarían para construir un millar de hectáreas de pantanos y donarlas a la Conservación Mundial de la Naturaleza, a fin de protegerlos para siempre de cualquier tipo de desarrollo. Logan nunca había oído que ningún delator obtuviera tanto por un simple soplo. Pero, naturalmente, Daisy McClennon era una negociante dura. Me pregunto qué les habrá vendido.
Logan frunció el ceño cuando terminó de captar aquella parte del acuerdo. Fui yo. ¡Me vendió a mí!
Daisy había sido quien había hablado a Spivey de su estudio sobre el incidente en España, quien le había avisado de que estaba tras la pista de la causa de las anomalías. Al leer la fecha, Logan silbó. Su exesposa había advertido la importancia de su descubrimiento cuando él creía que sólo era una historia curiosa.
Logan siguió leyendo, con asombro creciente.
Demonios, no fueron los mirones de Spivey quienes rompieron la seguridad de Tangoparu. ¡Fue Daisy! Fue ella quien los localizó en Nueva Zelanda y le dio a Spivey el tiempo que necesitaba para que su triple alianza funcionara.
Logan suspiró, con asombro y no poca admiración.
Claro que siempre he sabido de dónde le viene la inteligencia a Claire. Con todo, Daisy…
Reafirmó lo que pensaba sobre su antigua esposa y amante, quien, al parecer, se sentía en libertad de dictar sus términos a gobiernos y espías. Por supuesto, era una estupidez por su parte pensar que podría manipular indefinidamente a aquellas fuerzas. Pero Daisy había crecido siendo una McClennon, de manera que estaba tan al margen de la realidad como una antigua princesa de Habsburgo. Eso no podía beneficiar al sentido de la proporción de una joven, ni le ayudaba a aprender a conocer sus propias limitaciones. Incluso después de rebelarse contra todo aquello, por lo visto Daisy había conservado un sentimiento residual de que las reglas son para las masas, y sólo opcionales para las personas especiales. Ese reflejo sólo podía quedar reforzado por los mundos simulados de la Red, donde los deseos en efecto cambiaban algunas cosas.
Logan recordó a la muchacha que había conocido en Tulane. Parecía perfectamente consciente de aquellos defectos, ansiosa por corregirlos.
Ah, bien. Algunas heridas cicatrizan, otras simplemente se infectan. De modo que ahora le había vendido a Glenn Spivey. Y a continuación, ¿qué?
Logan borró la pantalla y guardó la placa. Se dedicó a contemplar el paisaje mientras el aparato pasaba de los bosques a territorios más secos y finalmente dejaba atrás la cordillera Cascade. Pronto dibujó su huidiza sombra por un desierto elevado, todavía visiblemente marcado por las ingentes erupciones y riadas que tuvieron lugar en épocas pasadas. A Logan le resultaba tan fácil leer las historias de cataclismos pasados como enfrascarse con un periódico, y le parecía igual de relevante. El planeta respiraba y se desperezaba. Sin embargo, hasta hacía poco no se le había ocurrido que la humanidad también podría crear cambios a esta escala.
Lo curioso es que, para ser franco, no puedo decir que Daisy haya hecho bien o mal.
Una cosa es segura. Apuesto a que no se preocupó mucho en elegir entre George Hutton y Glenn Spivey. Los consideraría dos diablos y diría que son tal para cual. Ha conseguido sus mil hectáreas, ha salvado algunos pájaros carpinteros o algo por el estilo. Todo en un día de trabajo.
Logan tuvo que echarse a reír al encontrarlo deliciosamente ridículo y estúpido. De algún modo, aquella ironía compensaba el inevitable dolor que experimentaba al saber que ella lo había borrado de su vida hacía años, no por culpa de ningún pecado concreto o caída por su parte, sino simplemente porque prefería con mucho sus propias obsesiones a la perturbadora molestia de su amor.
■ Sondeo de forma libre palabra clave: «Ecología»/ «Cadenas alimenticias»./«Polar»./«Deterioro». Nivel técnico: Semiprofesional, discusión abierta.
Nos hemos dormido en los laureles al congratularnos del reciente incremento de los cachalotes y de las ballenas grises y corcovadas. Pocos de ustedes recuerdan otros tiempos difíciles, antes del cambio de siglo, cuando el número de las ballenas aumentó también porque la caza comercial había terminado.
Pero entonces llegaron las grandes mortandades de África y Amazonia, el colapso hindú y la Guerra Helvética. De repente el mundo estuvo demasiado ocupado para preocuparse por unas cuantas criaturas marinas. De todas formas, ¿cómo detener a los botes de harapientos refugiados con sus rudos arpones? ¿Disparándoles? Fue necesaria la creación de un estado propio para poner finalmente orden en aquel caos.
Décadas más tarde, todo pareció una pesadilla. Las ballenas azules y las de cabeza de arco han desaparecido para siempre, pero otros tipos de ballena parecen recuperarse por fin.
Sin embargo, echen un vistazo a la preocupante investigación llevada a cabo por Paige y Kasting [■ ref:aSp 4923-bE-eEI-4562331]. La capa de ozono antártica ha vuelto a deteriorarse. Introduje los datos en un modelo Wolling modificado y preveo malas noticias para el fitoplancton del fondo del mar, del que depende toda la cadena alimenticia antártica. Las cosechas de proteínas mundiales se reducirán. Pero aún peor será el efecto en esas ballenas que se alimentan de krill.
Nuestra única esperanza es la tasa de mutación, que florece con los ultravioleta-B. Puede que veamos emerger variantes más duras de plancton, aunque la esperanza de que la salvación provenga de esa fuente supera incluso mi optimismo.