BIOSFERA

—Dime, pues. ¿Qué piensas de Elspeth? —preguntó la doctora Wolling mientras terminaba de servir el té y le pasaba una taza.

Nelson agitó una cucharada de azúcar, concentrándose en las pautas giratorias más que en mirarla a los ojos.

—Es un programa interesante —respondió, escogiendo las palabras con cuidado.

Ella estaba sentada frente a él, haciendo sonar alegremente la taza y la cuchara. Sin embargo, Nelson suponía que esta sesión no iba a ser fácil, si es que alguna lo era con esta maestra.

—¿He de entender que no tienes mucha experiencia con programas autopsic?

Él sacudió la cabeza.

—Oh, en casa los hay. Los consejeros de la escuela no paraban de ofrecérnoslos. Pero ya sabe cómo es el Yukon.

—Una tierra de emigrantes, sí. Duros de mollera, confiados en sí mismos. —Ella adoptó fácilmente el acento de los canadienses del norte—. Del tipo que saben lo que son y al diablo si el programa de algún tipo listo va a decirles lo que están pensando, ¿eh?

Nelson no pudo evitar reírse. Sus ojos se encontraron, ella sonrió y sorbió su té, como cualquier abuela.

—¿Sabes hasta dónde se remontan los programas autopsic, Nelson? El primero fue introducido cuando yo era una niña pequeña, oh, antes de 1970. Eliza consistía tal vez de un centenar de líneas de código. Nada más.

—Está bromeando.

—No. Se limitaba a formular preguntas. Si escribías «Me siento deprimido», te contestaba «¿Así que te sientes deprimido?», o «¿Por qué crees que te sientes deprimido?». Buenas preguntas guía, de hecho, que te servían para empezar a analizar tus propios sentimientos, aunque el programa no entendiera el significado de la palabra «deprimido». Si hubieras escrito «Me siento… naranja», habría respondido «¿Por qué crees que te sientes naranja?».

»¡Lo curioso del caso es que Eliza era decididamente adictiva! La gente permanecía horas sentada delante de sus anticuadas pantallas, vaciando sus corazones en un oyente ficticio, programado simplemente para decir el equivalente de “¿Mmm? ¡Ya veo! ¡Venga, cuenta!”.

»Era el confidente perfecto, desde luego. No se aburría ni se irritaba, ni se marchaba, ni cotilleaba luego a tus espaldas, ni podía juzgar tus oscuros secretos profundos porque en realidad no estabas hablando con nadie. Sin embargo, al mismo tiempo, se mantenía el ritmo de una conversación auténtica. Eliza parecía sonsacarte las palabras, insistiendo en que intentaras sondear tus sentimientos hasta que descubrieras qué dolía. Algunas personas informaron de haber realizado logros importantes. Sostenían que Eliza cambió sus vidas.

Nelson sacudió la cabeza.

—Supongo que es lo mismo con Elspeth. Pero… —Volvió a sacudir la cabeza y guardó silencio.

—Pero Elspeth parecía bastante real, ¿no?

—Bruja entrometida —murmuró él.

—¿A quién te refieres, Nelson? —preguntó Jen suavemente—. ¿Al programa? ¿O a mí?

Nelson soltó rápidamente la taza.

—¡Oh, al programa! Quiero decir que ella…, eso…, venía una y otra vez a por mí, separando mis palabras. Y luego estaba, bueno, la parte de asociación libre que…

Recordó el rostro sonriente del holotanque. Parecía de lo más inocente, mientras le pedía que dijera la primera palabra o frase que se le ocurriera. Y luego la siguiente, y la siguiente. Continuó durante varios minutos, hasta que Nelson se sintió atrapado por el flujo, y las palabras brotaron más rápido de lo que era consciente. Entonces, cuando la sesión terminó, Elspeth le mostró aquellas cartas que trazaban las irrefutables pautas de sus pensamientos subliminales, describiendo una maraña de emociones y obsesiones en conflicto que sin embargo sólo empezaban a narrar su historia.

—Es la segunda técnica más antigua de la psicología moderna, después de la hipnosis —le informó Jen—. Algunos sostienen que la asociación de ideas fue el mayor descubrimiento de Freud, casi compensando sus peores errores. La técnica deja que hablen a todos los pequeños yo de nuestro interior, ¿ves? No importa lo concienzudamente que un trocho o un rincón esté apartado del resto, la asociación de ideas deja que aparezca en una palabra o pista ocasional.

»De hecho, también hacemos asociaciones libres en la vida cotidiana. Nuestras pequeñas subpersonalidades se manifiestan cuando se nos va la lengua o la mano al escribir, o en esas fantasías repentinas y aparentemente irrelevantes, o recuerdos que parecen asomar a nuestra mente como salidos de ninguna parte. O en fragmentos de canciones que no se han oído durante años.

Nelson asintió. Empezaba a ver adónde quería llevarlo Jen, y se sintió intensamente aliviado. De modo que todo esto tiene algo que ver con mis estudios, después de todo. Tenía miedo de que intentara enfrentarme a ese programa porque pensaba que estoy loco.

Ya no se sentía completamente seguro de su equilibrio mental. Aquella única sesión había dejado al descubierto demasiados nervios a flor de piel, muchos lugares que hacían daño, recuerdos de una infancia que había considerado normal, pero que le había llenado de heridas.

Sacudió la cabeza para reprimir aquellos sombríos pensamientos. Todo el mundo tiene que tratar con mierda de ese estilo. Ella no perdería el tiempo conmigo si creyera que estoy loco.

—Me está diciendo que esto tiene que ver con la cooperación y la competición —dijo, concentrándose en lo abstracto.

—Eso es. Todas las teorías actuales acerca de la consciencia están de acuerdo en una cosa: que cada uno de nosotros es a la vez muchos y uno, simultáneamente. En ese sentido, los humanos somos seres católicos.

A todas luces había empleado un cultismo que él no era capaz de comprender. Por fortuna, estaba grabando la sesión en su placa de notas y podría buscar más adelante la oscura referencia. Nelson decidió no quedarse atrás.

—De modo que en mi interior tengo… ¿qué? Un bárbaro y un criminal y un maníaco sexual…

—Y un erudito y un caballero y un héroe —coincidió ella—. Y un futuro marido y padre y líder, tal vez. Aunque ya quedan pocos psicólogos que afirmen que metáforas como ésas sean realmente adecuadas. El paisaje interno de la mente no encaja con exactitud en los roles formales del mundo externo. Al menos, no tan exactamente como solíamos pensar.

»Ni las fronteras entre nuestras subpersonas son tan nítidas. Sólo en casos especiales, como en los desórdenes de personalidad dividida, se convierten en lo que tú y yo llamaríamos personalidades o caracteres diferenciados.

Nelson reflexionó sobre aquello, la cacofonía en el interior de su cabeza. Hasta que llegó a Kuwenezi, apenas había sido consciente de ello. Siempre había creído que no había más que un Nelson Grayson. Ese Nelson central todavía existía. De hecho, lo sentía más fuerte que nunca. Sin embargo, al mismo tiempo, había aprendido a escuchar el fermento que se agitaba bajo la superficie. Se inclinó hacia delante.

—Antes hablamos de cómo las células de mi cuerpo compiten y cooperan para formar a una persona completa. Y he estado leyendo algunas de esas teorías acerca de cómo los individuos pueden ser considerados de esa forma, ya sabe, como órganos y células que cooperan y compiten para crear sociedades. Y que la misma metáfora…

—Que la misma metáfora ha sido aplicada al papel que desempeñan las especies en la ecosfera de la Tierra, sí. Son comparaciones útiles, mientras recordemos que sólo se trata de eso. Sólo comparaciones, símiles, modelos de una realidad mucho más compleja.

Él asintió.

—¿Pero ahora dice que incluso nuestras mentes son así?

—¿Y por qué no? —La doctora Wolling se echó a reír—. Los mismos procesos formaron la complejidad en la naturaleza, en nuestros cuerpos y en las culturas. ¿Por qué no deberían operar también en nuestras mentes?

Expresado de esta forma, sonaba bastante razonable.

—Pero entonces, ¿por qué pensamos que somos individuos? ¿Por qué nos ocultamos a nosotros mismos el hecho de que somos muchos interiormente? ¿Cuál es la personalidad que piensa esto ahora mismo?

Jen sonrió, y se arrellanó en su asiento.

—Muchacho, mi querido muchacho. ¿Te ha dicho alguien alguna vez que tienes un don raro y precioso?

Al principio Nelson pensó que se refería a su insospechado talento con los animales y el manejo de la ecología del arca cuatro. Pero ella corrigió esa impresión.

—Tienes la habilidad de hacer las preguntas adecuadas, Nelson.

¿Te sorprendería saber que lo que acabas de decir es posiblemente la pregunta más profunda e intrincada de la psicología? ¿De toda la filosofía, tal vez?

Nelson se encogió de hombros. Lo que experimentaba cada vez que Jen lo alababa era prueba suficiente de que tenía muchas personalidades. Mientras que una parte de él se avergonzaba cada vez que ella hacía esto, otra se relamía en lo que más quería, su aprobación.

—Grandes mentes han intentado explicar la consciencia durante \ siglos —continuó ella—. Julián Jaynes la llamó el «yo análogo». El poder de llamar «yo» a algún lugar central parece dar intensidad y enfoque a cada drama individual humano. ¿Es algo totalmente exclusivo de la humanidad? ¿O sólo una conveniencia? ¿Algo que sólo tenemos un poco más que los delfines o los chimpancés?

»¿Está imbuida la consciencia en lo que algunos llaman el “alma”? ¿Es una especie de monarca de la mente? ¿Una criatura de orden superior, puesta para legislar sobre todos los elementos “inferiores”?

»¿O no es más que otra ilusión, como algunos sugieren? ¿Como una ola en la superficie del océano, que parece lo bastante “real” pero nunca está formada de los mismos fragmentos de agua?

Nelson sabía reconocer un trabajo cuando lo tenía delante. Naturalmente, Jen metió la mano en su bolsa y sacó un par de objetos pequeños, que deslizó hacia él por encima de la mesa.

—Aquí tienes algunas cosas para estudiar. Uno contiene artículos de eruditos como Ornstein, Minsky y Bujorin. Creo que los encontrarás útiles cuando escribas tus propias especulaciones para la próxima vez.

Nelson extendió la mano para cogerlos, perplejo. Uno era una infocélula de gigavatios estándar. Pero el otro no era ni siquiera un chip. Reconoció el disco como una moneda de metal al estilo antiguo y leyó las palabras UNITED STATES OF AMERICA impresas en el borde.

—Echa un vistazo al lema —sugirió ella.

Nelson no sabía qué significaba, así que buscó lo más incomprensible.

¿E… pluribus… unum? —pronunció cuidadosamente.

—Mmm —confirmó ella, y no añadió más.

Nelson suspiró. Naturalmente, tendría que buscarlo por sí mismo.

Según todos los cálculos, tendría que haber sucedido hacía mucho tiempo.

Jen reflexionó sobre la consciencia, un tema que antaño le era querido, pero al que le había prestado poca atención desde hacía algún tiempo. Hasta que todas estas nuevas aventuras cambiaron su agradable e iconoclasta existencia y la obligaron a volver a contemplar lo básico. Ahora no podía dejar de darle vueltas al asunto mientras regresaba a las excavaciones de Tangoparu.

Hace casi un siglo que hablan de dar «inteligencia» a las máquinas. Y siguen topando con la barrera de la autoconciencia. Continúan diciendo: «Seguro que lo lograremos en los próximos veinte años». Como si realmente lo supieran.

Las estrellas titilaban sobre el polvoriento sendero mientras dejaba atrás la mole achaparrada del arca cuatro de Kuwenezi para internarse entre campos de trigo invernal recién brotado, en dirección a la entrada de la vieja mina de oro. La incertidumbre la acompañó mientras bajaba en el ascensor hasta las entrañas de la Tierra.

Los programas simuladores siguen mejorando. Ahora imitan caras, mantienen conversaciones, hacen pruebas de Turing. Algunos pueden engañarte si no te andas con cuidado.

Sin embargo siempre se nota, si prestas atención. Simulaciones, no son nada más.

Era curioso. Según los teóricos, los grandes ordenadores deberían de haber podido producir pensamientos de tipo humano hacía al menos dos décadas. Faltaba algo, y como sus conversaciones con Nelson la habían devuelto a lo básico, Jen pensó que sabía lo que era.

Ninguna entidad individual, por sí misma, puede estar completa.

Ésa era la paradoja. En cierto modo resultaba deliciosa, como el viejo axioma: «Esta frase es mentira». Sin embargo, ¿no había demostrado matemáticamente Kurt Gódel que ningún sistema cerrado de lógica puede «demostrar» siquiera todos sus propios teoremas implicados? ¿No había dicho Donne «Nadie es una isla»?

Necesitamos estímulos externos. La vida consiste en piezas que interactúan, libres para sacudirse y reagruparse ellas mismas. Así es como se crea un sistema que funcione, como un organismo, una cultura, una biosfera. O una mente.

Jen entró en la cámara bien iluminada donde el equipo de Tangoparu tenía el resonador. Se detuvo junto a la imagen principal para ver dónde estaba Beta en este momento. Una elipse púrpura señalaba su órbita actual y se alzaba ahora en su punto superior, más allá del núcleo externo del manto inferior, donde destellos de mercurio parecían chispear y destellar con cada lento apogeo. Beta perdía masa en cada cúspide, algo medito, aunque pasaría tiempo antes de que su equilibrio entrara en declive y pudieran suspirar aliviados.

Jen contempló los chisporroteos de electricidad superconductora del manto, aquellos almacenes de energía a los que la gente de Kenda recurría para dirigir el efecto del gázer. Un breve y titánico estallido se había producido mientras visitaba a Nelson, provocado al unísono por los resonadores de Groenlandia y Nueva Guinea. La siguiente tanda, prevista para dentro de diez minutos, uniría el aparato africano con el de Nueva Guinea en un esfuerzo conjunto para alterar levemente la línea orbital del ábside de Beta.

Al principio, todos tuvieron miedo ante la noticia llegada del cuartel general, que anunciaba que la alianza de la OTAN-ANZAC-ANSA se había apoderado de dos de los cuatro resonadores. A Kenda le preocupaba que todo su trabajo fuera en vano. Entonces llegaron noticias de George Hutton. Todo continuaría como antes. La única diferencia, al parecer, era que acudirían nuevos suministros y técnicos para contribuir al esfuerzo. A Jen, cínica como siempre, le pareció demasiado bueno para ser verdad.

Por supuesto, George añadió que habría límites a la cooperación con el coronel Spivey. La isla de Pascua y Sudáfrica continuarían siendo independientes. Fue inflexible en que ningún recién llegado fuera admitido en esos dos emplazamientos. El equipo de Kenda reaccionó con una mezcla de fatiga y alivio. Les habría encantado disponer de ayuda, pero comprendían los motivos de Hutton.

—George no ve clara esta asociación —comentó Kenda ante la reunión celebrada hacía varios días—. Y eso es suficiente para mí.

Jen se preguntó por qué no habría ninguna noticia de Alex. Ahora que se comunicaban a través de las frecuencias militares, que eran seguras, de forma completamente independiente a la Red Mundial de Datos, ¿no debería el muchacho sentirse libre para habla abiertamente? Presentía que ocurría algo malo. Algo que nadie comentaba.

Con un suspiro, se dirigió a su puesto para conectar el subvocálico. Ya le resultaba tan fácil calibrarlo como su unidad personal, aunque todavía tenía que hacer la mayor parte a mano.

Sólo que esta vez, después de la conversación con Nelson, prestó un poco más de atención a los mensajes e imágenes externas que entraban y salían de las pantallas periféricas.

Arriba, a la izquierda, aparecieron escritas varias líneas de partitura musical, la tonada de un anuncio que no oía desde hacía años. Por debajo, sobresaliendo desde una esquina, la cara tímida de un muchachito, Alex, tal como lo recordaba a los ocho años. No había ningún misterio sobre por qué había aparecido aquella imagen. Estaba preocupada por él, y por eso debía de haber subvocalizado palabras no habladas que el ordenador recogió para, a su vez, bucear en su archivo personal, sacar una vieja foto y entregarla a un programa ampliador adjunto para que la animara.

Para los no iniciados, podría parecer que el ordenador le había leído el pensamiento. De hecho, sólo destacaba la información superficial, la que casi se convertía en palabras. Era como rebuscar en el bolso y sacar un sobre lleno de fotos olvidadas. Sólo que ahora su «bolso» consistía en terabytes de memoria óptica, extrapoladas por un puñado de poderosas subrutinas. Y ni siquiera había que intentar rebuscar. La mente «subyacente» lo hacía constantemente.

Jen ajustó el nivel de sensibilidad, dando a sus asociaciones más espacio a cada lado, entonces advirtió que era una especie de asociación libre amplificada visualmente. Otro tipo de retroalimentación. Y las formas de vida aprendían y evitaban los errores por medio de la retroalimentación. Gaia usaba este recurso para mantener su delicado equilibrio. Otra palabra para retroalimentación era «crítica».

Un par de figuras animadas se dirigieron una hacia la otra desde pantallas opuestas. La primera era su familiar tigre tótem, una mascota que había sido omnipresente, por alguna razón, desde que esta aventura había dado comienzo. El otro símbolo parecía un sobre, el tipo de envoltorio anticuado donde se enviaban las cartas. Las dos figuras trazaron círculos: el tigre maullaba débilmente, el sobre agitaba su pestaña.

¿Por qué se habían manifestado cuando pensó en la palabra «crítica»? Mientras reflexionaba sobre el tema, se formaron palabras escritas en el tanque. El sobre le dijo al tigre: «¡TUS FRANJAS NARANJAS SON DEMASIADO BRILLANTES PARA CAMUFLARTE EN ESTA PANTALLA! ¡TE VEO FÁCILMENTE!».

«GRACIAS», reconoció el tigre, y adquirió de inmediato tonos grises que parecieron ajen confusos e indistinguibles. «¿QUÉ CONTIENES?», le preguntó el tigre al sobre. «NO ESTÁ BIEN QUE UNA PARTE GUARDE SECRETOS AL TODO». Y de un zarpazo abrió una esquina, de forma que se esparció algo chispeante. «¿QUÉ CONTIENES?», insistió el gran gato.

Aunque resultaba divertido, Jen decidió que todo esto no la llevaba a ninguna parte.

—Yo te diré lo que contiene —murmuró, haciendo oficiales las palabras al pronunciarlas en voz alta. Borró la pantalla simplemente rozando un diente contra otro—. Sólo más malditas metáforas.

Tras recuperarse, Jen se concentró en el asunto que tenía pendiente: prepararse para la siguiente ronda del láser de gravedad. Había llegado a disfrutar de cada andanada, pretendiendo que era ella misma quien enviaba rayos exploratorios al interior del mundo vivo.

Mientras tanto, una franja espectral, como una débil sonrisa, permaneció débilmente en un rincón de la pantalla, ronroneando suavemente para sí, observando.

■ La Autoridad Internacional de Tratados Espaciales ha hecho público hoy su censo anual de los peligros artificiales conocidos para los vehículos y satélites en el espacio exterior. A pesar de las limitaciones de los Acuerdos de Guyana del 2021, el número de desechos peligrosos superiores a un milímetro se ha incrementado en otro cinco por ciento, con el consiguiente aumento del volumen de baja órbita terrestre inutilizable por las naves espaciales de las clases dos a seis. Si esta tendencia continúa, obligará a recolocar los satélites meteorológicos, de comunicaciones y de control de armas, así como a aumentar el gasto de acorazar las estaciones de investigación tripuladas.

—La gente no considera esto contaminación —declaró Sanjay Vendrajadan, director de la AITE—. Pero la Tierra es algo más que una pelota de roca y aire. Sus verdaderos límites se extienden hasta la Luna. Todo lo que ocurre dentro de esa gran esfera afecta al resto. Pueden apostar su vida.