EXOSFERA

Teresa comenzó su viaje de regreso a casa tal como había llegado, en compañía de Pedro Manella. Probablemente por última vez, subió a un pequeño bote para ser transportada a lo largo de la Cueva de los Gusanos Brillantes, cuyas constelaciones vivientes todavía titilaban en una imitación subterránea de la noche. Entonces Pedro y ella se aprovecharon de la oscuridad para desaparecer tras un grupo de turistas, recorrer caminos bien conocidos más allá de los carteles fosforescentes escritos en una docena de idiomas. Por fin emergieron a las laderas de un bosque montañoso, en Nueva Zelanda.

Es como si hubiéramos entrado por primera vez hace apenas una hora, pensó Teresa, acariciando la ilusión. Nada de lo ocurrido en estas semanas pasadas ha sido real. Lo he inventado todo, Beta, el viaje a Groenlandia, el láser de gravedad…

Cuando Pedro se adelantó por el sendero flanqueado de árboles, su sombra se hizo a un lado para dejar que el centelleante sol de la tarde le iluminara la cara. Teresa buscó sus gafas.

Sólo una fantasía, nada más, continuó deseando, incluyendo todo ese asunto de los enemigos interestelares que envían monstruos para que devoren nuestro mundo.

Fue un buen esfuerzo, pero tuvo que suspirar. Carecía de talento suficiente para que el autoengaño funcionase.

Ya que estás en ello, podrías pretender que vuelves a tener diecinueve años, con todas las aventuras de tu vida todavía por delante: el primer vuelo, el primer amor, aquella ilusión de inmortalidad.

El otoño se desvanecía rápidamente para convertirse en gélido invierno. Una brisa le alborotó el cabello, que ahora había recuperado su tono castaño pero era más largo de lo que lo había llevado desde que era una adolescente. Era algo al mismo tiempo sensual, femenino y molesto cada vez que le rozaba el cuello.

Distraída, chocó de repente contra la enorme espalda de Manella.

—¡Eh! —se quejó Teresa, frotándose la nariz.

Pedro se volvió y consultó su reloj con una expresión agitada en el rostro.

—Ve al coche —ordenó—. He olvidado una cosa. Ahora vengo.

—Claro. Pero recuerda que tengo que coger un avión a las catorce horas. Nosotros… —Su voz se perdió mientras él corría colina arriba y desaparecía tras una bifurcación a la derecha del sendero. Qué extraño, pensó. ¿No vinimos por la parte izquierda?

Tal vez Pedro tuviera que ir al lavabo antes del largo viaje. Teresa volvió a echar a andar, con una mano sobre la barandilla que asomaba a las empinadas pendientes del bosque. Los helechos empapados por la lluvia se agitaban con el viento. El grupo de turistas se había adelantado y probablemente buscaban ya sus autobuses o coches alquilados en el aparcamiento. Tal vez el atasco se hubiera despejado para cuando Pedro la alcanzara.

El equipaje de Teresa estaba ya en el coche. Allí tenía un grupo de fotos trucadas que la mostraban en una instalación australiana parecida a una ermita. Pasarían cualquier inspección rutinaria. Y había repasado la historia inventada innumerables veces. Pronto, en la sala de espera del aeropuerto de Auckland, cambiaría de lugar con la mujer que había estado disfrutando de aquellas vacaciones bajo su nombre. Tras el cambio, por fin, volvería a ser Teresa Tikhana. No había ningún motivo para que la NASA sospechara que no había hecho lo que le habían pedido: tomarse un descanso largamente aplazado.

Un nuevo grupo de turistas apareció ante ella, un grupo numeroso e intimidatorio de decididos buscadores de paisajes que escalaba rápidamente, mirando alrededor con sus gafas de grabación total, bien sujetos a sus mochilas. El guía turístico gritaba, describiendo las maravillas de las montañas, los ríos ocultos y pasadizos secretos. Teresa se hizo a un lado para dejarlos pasar. Varios hombres la miraron de arriba abajo, el tipo de mirada apreciativa al que estaba acostumbrada. Sin embargo, aunque la probabilidad de ser reconocida era insignificante, Teresa volvió la cara. ¿Por qué correr riesgos?

Me pregunto qué estará, retrasando a Pedro. Se mordió una uña mientras contemplaba el bosque. ¿Por qué siento que algo va mal?

Si ahora mismo estuviera en una cabina, habría instrumentos que verificar, un torrente de información. Aquí sólo tenía sus sentidos. Incluso su placa de datos estaba abajo, con su equipaje.

Tras mirar a su alrededor, advirtió que había algo extraño en el grupo de turistas. Sí que tienen prisa por ver las cuevas. ¿Su autobús va retrasado, o qué? Todos ellos llevaban mochilas color pastel a juego con sus brillantes ropas. Cuatro de cada cinco eran hombres, y no había ningún niño. ¿Pertenecerán a una convención?

Casi detuvo a uno para preguntárselo, pero se reprimió. Había algo demasiado familiar en aquella gente. Sus movimientos eran demasiado medidos para tratarse de personas de vacaciones. Bajo sus gafas, sus mandíbulas tenían aquella firme expresión que hizo pensar a Teresa en…

Jadeó.

—¡Mirones! ¡Oh… maldición!

Indefensa, advirtió lo que podría costarle su falta de atención. Sin la placa, sólo podría utilizar su pequeña cartera para avisar a los que había debajo. Teresa la sacó del bolsillo de su cadera y la abrió, sólo para descubrir que no transmitía. El pequeño emisor-receptor había sido interceptado.

Había un teléfono en la tienda de regalos a la entrada del parque. Teresa retrocedió colina abajo hasta que el último «turista» desapareció tras una curva, y entonces se volvió para echar a correr…

… y chocó con varios hombres más que cubrían la retaguardia. Uno de ellos la aferró por la muñeca con una tenaza de un kilo.

—Vaya, capitana Tikhana. Pero si me habían dicho que estaba en Queensland. ¿Qué la trae a Nueva Zelanda tan inesperadamente?

El hombre que la sujetaba parecía cualquier cosa menos sorprendido. A pesar de la tez cubierta de cicatrices de Glenn Spivey, su sonrisa parecía casi auténtica, carente de malicia. Junto a Spivey, inutilizando cualquier intento de debatirse, había un hombretón negro y un asiático. A pesar de la diversidad étnica, todos parecían extraídos del mismo molde, con los ojos penetrantes de los espías entrenados.

Un cuarto hombre, situado detrás de los demás, parecía completamente fuera de lugar. También sus rasgos eran vagamente orientales. Pero su pose anunciaba a gritos que era un civil. Y no muy satisfecho por cierto.

—¡Usted! —dijo Teresa al coronel.

—Espero que no planeara marcharse enseguida, capitana —replicó Spivey, al parecer decidido a emplear un tópico de película antigua tras otro—. Me gustaría que se quedara. Las cosas están a punto de ponerse interesantes.

—… una advertencia, George. ¡El lugar está infestado de soldados! Ya han apresado el resonador y a mi equipo. Será mejor que Alex, tú y los demás os marchéis…

Una mano se acercó para desconectar el sonido. La unidad holográmica siguió mostrando la imagen de un hombre mayor ataviado con una gruesa parka, obviamente preocupado, pero diciendo ahora palabras ininteligibles a un transmisor portátil. Tras Stan Goldman se alzaba una titánica empalizada de hielo.

—Me temo que la advertencia no habría servido de nada, aunque hubiera llegado antes —le dijo el coronel Spivey a George Hutton y al resto de los conspiradores reunidos—. Espiamos todos sus archivos, naturalmente, antes de llevar a cabo la operación. No podemos permitirnos cometer ningún fallo, ya saben.

Teresa estaba sentada en su antigua silla, frente a Alex Lustig y a dos asientos de la salida, ahora custodiada por los comandos ANZAC de Spivey. Esta vez, la sala de reuniones subterránea estaba atestada de gente, incluido el cocinero. Todos menos Pedro Manella, claro.

¿Cómo lo supo?, se preguntó. ¿Cómo parece saberlo siempre?

Se sentía aturdida. Unas cuantas horas más y habría estado de camino a Houston, de vuelta a su cómodo apartamento y su leal trabajo de publicidad para la NASA.

¿Y ahora qué?

Ahora estoy acabada. Los pensamientos de Teresa se esparcían como hojas al viento. Era algo natural, por supuesto, cuando se contemplaba el futuro en una prisión federal.

Miró a Alex, al otro lado de la mesa, y se sintió avergonzada. Él no estaba preocupado por salvar su cuello. Este asunto tendría efectos en más de una vida. Muy bien. Todos estamos acabados. Sintió poco alivio al recordarlo.

—¿Cuánto tiempo hace?

—¿Perdone, señor Hutton? —preguntó Spivey.

George se sentó en la cabecera de la mesa.

—¿Cuánto tiempo hace que espían nuestros archivos, coronel?

Teresa advirtió que no preguntaba cómo había roto el equipo de Spivey la pantalla de seguridad de Tangoparu. Sin duda, las grandes alianzas de poder tenían mejor infotecnología que los mejores hackers de la Red. Con los abultados bolsillos de los gobiernos y muchas viejas lealtades a las que recurrir, podían encontrarse a dos, tres e incluso cuatro años por delante de los usuarios individuales. Por eso, la admisión de Spivey la cogió por sorpresa.

—Verá, es curioso —respondió el coronel abiertamente—. Los buscamos mucho tiempo. Demasiado. Tienen a alguien muy hábil í colocando interferencias para ustedes, Hutton. Llegamos a sus archivos hace tan sólo tres días, y eso gracias a algunos soplos anónimos y la ayuda de consultores civiles como el señor Eng, aquí presente.

Spivey hizo un gesto hacia el hombre de aspecto vagamente oriental que Teresa había visto en la baranda, quien parpadeó nervioso cuando su nombre fue mencionado. Obviamente, no era un mirón. Uno de los técnicos de Tangoparu se levantó para protestar en voz alta por la ilegalidad de esta invasión. Tras sacar un cubo de su chaqueta, Spivey lo interrumpió.

—Tengo aquí un documento, firmado por los jefes de la OTAN, J ANSA, y ANZAC, así como las autoridades de seguridad nacional de Nueva Zelanda, donde se especifica que esto es una emergencia absoluta bajo las secciones de seguridad de los tres pactos y el Tratado de Río. ¿Qué han hecho ustedes para justificar esa etiqueta? Si hay algo en la historia humana que precise una «emergencia», no cabe duda de que es un agujero negro que devora la Tierra.

»¡Y se lo guardan ustedes para sí! Lo ocultan a la prensa, a la Red, y a los gobiernos electos y soberanos. Por favor, ahórreme su espontánea indignación.

En el holotanque, la silenciosa imagen de Stan Goldman se volvió cuando vio que alguien se acercaba. Suspirando con muda resignación, extendió la mano hacia un interruptor y la imagen se cortó bruscamente. En su lugar el globo familiar empezó a rotar de nuevo: la Tierra, descrita como una bola con muchas capas de helado napolitano.

Ah, ojalá fuera cierto. Un planeta de helado. Qué mundo tan maravilloso sería.

Descartando el vértigo, Teresa añadió mentalmente: Buena suerte, Stan. Dios le bendiga.

—¡Hasta hace muy poco creíamos que habían sido ustedes quienes habían creado al maldito monstruo! -—le gritó June Morgan a Spivey—. Ustedes y sus laboratorios cavitrónicos secretos y sus cómodos acuerdos de grandes potencias. ¡Pensamos que teníamos que trabajar escondidos o intervendrían para salvar su propio pellejo!

—Una defensa interesante, quizás incluso plausible —reconoció Spivey—. Pero ahora saben que no fuimos los desagradables brutos del gobierno quienes creamos la… —Hizo una pausa.

—La singularidad Beta —apuntó Alex Lustig, en su primer comentario de la tarde.

—Gracias.

—No hay de qué —asintió Alex, enigmáticamente.

—Sí, bien. Hace unos días por lo visto dedujeron que el monstruo fue enviado por alienígenas hostiles. —Se encogió de hombros—. Todavía no me convence este pintoresco escenario. Pero sea como fuere, en cuanto lo decidieron así, y supieron que nosotros no éramos los creadores de Beta, ¿no debieron comunicárnoslo? Después de todo, ¿no se supone que somos los expertos en lo referente a tratar con agresores externos? Somos los que tenemos los recursos y las habilidades organizativas para encargarnos de su operación y…

—Estábamos discutiendo sobre eso cuando sus hombres irrumpieron aquí —intervino bruscamente George—. En retrospectiva, tal vez me equivoqué al mantenerme firme en la necesidad de mantener el secreto.

—Porque ahora permanecerá en secreto —asintió Spivey—. Tiene razón en su implicación, señor Hutton. Las alianzas que represento ven un gran peligro en esta situación, un peligro que va mucho más allá de la cuestión inmediata de deshacernos de Beta. El último siglo ha demostrado lo peligrosas que pueden ser las nuevas tecnologías cuando se emplean mal. Pero cuando se sabe que algo es posible, nunca hay una segunda oportunidad de volver a meter al genio en la botella. ¿Dudan de que sea diferente cuando la gente oiga hablar de los láseres de gravedad?

Miró alrededor.

—Sean sinceros, ¿les gustaría ver al Imperio Han o a la Esfera de Coprosperidad del Este de Asia aprendiendo a crear esas singularidades? ¿O al Estado del Mar, por el amor de Dios?

—Hay tribunales científicos —sugirió June Morgan—. Y equipos de inspección destacados…

—Sí —admitió Spivey—. Una combinación que funcionará bien mientras la creación de esas cosas requiera grandes instalaciones industriales. Pero ¿no será mejor que nos aseguremos primero de que esas cosas puedan ser controladas por agencias pacificadoras? Después de todo, el doctor Lustig ya ha demostrado que es posible usar cavitrones muy pequeños para crear singularidades impresionantes.

—No tan impresionantes —cortó Alex, mostrando su primer signo de irritación mientras dirigía un gesto a la representación de Beta.

—¿No? —Spivey se volvió hacia él—. Con el debido respeto a su admitida inteligencia, profesor, también es usted famoso por haber cometido grandes meteduras de pata. ¿Puede estar tan seguro de eso? ¿Puede garantizar que un ciudadano cualquiera no podrá crear algún día asesinos de planetas en su sótano cada vez que se enfade con el mundo?

Alex frunció el ceño, la boca cerrada. De repente, Teresa pensó en sus conversaciones con Stan Goldman acerca del misterio de un universo aparentemente vacío de vida inteligente. Dejando a un lado la teoría de Lustig sobre los extraterrestres asesinos, había otra terrorífica posibilidad.

Tal vez es trivial poder crear agujeros negros capaces de destruir mundos. Tal vez es inevitable, y el motivo de que no hayamos visto ninguna civilización extraterrestre es simple, porque cuando llegan a esta etapa, crean singularidades imposibles de detener, y son absorbidos por las fauces de sus propios demonios artificiales.

Pero no. Lo sabía por la expresión de los ojos de Alex Lustig. No se equivoca en esto. Duplicar a Beta está más allá de nuestras habilidades, ahora y durante mucho tiempo. Por extraño que parezca, alguien envió esa cosa aquí.

—Mmm —gruñó George Hutton. El geofísico maorí sin duda consideraba absurdo discutir cosas que ya estaban bajo control—. ¿Le importa si consulto mi base de datos, coronel?

Spivey hizo un gesto despreocupado.

—En absoluto.

George cogió un micro y susurró algo en él, mientras contemplaba las corrientes de datos que aparecían sobre la pantalla de su mesa. Un rato después, alzó la cabeza.

—Tienen nuestras estaciones de Groenlandia y Nueva Guinea, pero los otros emplazamientos… —Hizo una pausa.

Spivey miró a su izquierda.

—Dígaselo, por favor, Logan.

El consultor civil se encogió de hombros. Habló con un leve pero incongruente acento cajún.

—Mi modelo de los recientes, ejem, temblores de tierra indica que el tercer emplazamiento debe de estar en la isla de Pascua. El último está en el interior de un círculo de cincuenta kilómetros en la parte septentrional de la Federación de África del Sur.

George se encogió de hombros.

—Sólo quería asegurarme. De todas formas, veo que todo es normal en esos sitios. No hay soldados. No hay policías. No los tiene, coronel.

—Ni los tendremos, probablemente. —Spivey se cruzó de brazos, con aspecto bastante relajado—. Ninguna de las alianzas a las que represento tiene jurisdicción en esos territorios.

»Oh, supongo que podríamos sabotear los emplazamientos. Pero si tienen ustedes razón, si no están todos locos o delirantes, entonces la Tierra necesita esos resonadores. Así que imagino que eliminarlos sería un poco como autodestruirse, ¿no?

Aquello provocó unas débiles risitas de algunos de los congregados ante la mesa. Spivey continuó hablando con una sonrisa insinuante.

—De cualquier forma, nuestro objetivo no es meterlos entre rejas. Es cierto que se han preparado acusaciones formales sólo contra una única persona de esta sala, e incluso en ese caso podríamos encontrar espacio para maniobrar.

Teresa sintió que todas las miradas se volvían brevemente hacia ella. Todos sabían lo que quería decir Spivey. La lista de cargos en su contra era deprimente: apropiación indebida de propiedades del gobierno, perjurio, abandono del deber, traición.

Se miró las manos.

—No —continuó el coronel Spivey con una sonrisa—. No hemos venido a ser sus enemigos, sino a negociar con ustedes. A ver si podemos llegar a un acuerdo sobre un programa común. Y lo primero en nuestra agenda es continuar con el trabajo que han empezado, poniendo en funcionamiento todos los recursos posibles para salvar al mundo.

Todo lo que el hombre decía parecía muy razonable. Teresa lo encontró enfurecedor, frustrante, al tiempo que comprendía su propio papel en el juego de Spivey. Mientras los otros se zambullían en la subsiguiente discusión, ella permaneció sentada allí, resignada a su papel de peón mudo e indefenso.

Sin duda, con las autoridades de Nueva Zelanda fieles a su alianza, los procedimientos de extradición se cumplirían a rajatabla. Spivey podría encerrarla y arrojar la llave. Peor, nunca volvería a volar. Ninguna filtración a la Red, ningún clamor público, ni siquiera subterfugios legales a cargo de los mejores abogados vivos o de software la devolverían jamás al espacio.

Los otros también estaban en peligro, aunque sus casos no estaban tan claros. Teresa vio que la maquinaria mental de George Hutton funcionaba a toda marcha. Con astucia, el empresario kiwi empujaba la jaula de Spivey, tanteando sus paredes.

Las acusaciones implicarían revelación, ¿no? Nadie sabía hasta dónde llegaba realmente la aversión de Spivey a la publicidad. ¿Pretendía conservar el secreto durante meses? ¿Años tal vez? ¿O sólo lo suficiente para asegurar la delantera a su bando?

El grupo de Tangoparu también se guardaba cartas en la manga. Como su experiencia, que nadie más podría duplicar a tiempo. George enfatizó el argumento, aunque era un farol débil y todo el mundo lo sabía. ¿Podrían declararse en huelga y negarse a utilizar esas habilidades, cuando el mundo entero estaba en juego?

Spivey contraatacó adoptando un tono excelso, apelando al trabajo en equipo. Hizo alguna alusión a que los cargos se olvidarían. Y en cuestión de horas, tras llegar a un acuerdo, la época de escasez de suministros y noches en vela acabaría. Llegarían hombres de reemplazo, equipos nuevos de expertos para trabajar las veinticuatro horas del día, y relevar a los cansados técnicos, ayudándoles a guiar lentamente la órbita de Beta mientras se aseguraban de que las peores sacudidas tectónicas no alcanzaran zonas pobladas.

Teresa comprendió que Hutton y Lustig estaban atrapados. Los beneficios eran demasiado grandes, las alternativas demasiado duras. Sólo quedaban los detalles.

Por supuesto, nadie le preguntó qué pensaba ella. Pero, en justicia, probablemente parecía que ahora mismo no contaba lo más mínimo.

—Nos interesa particularmente ese efecto suyo de amplificación coherente de gravedad, doctor Lustig. —Quien hablaba era uno de los ayudantes de Spivey, un negro vestido de turista pero con el porte de un soldado profesional y el vocabulario de un físico—. Seguro que no se le habrán escapado las implicaciones del gázer, ¿verdad?

—¿Sus implicaciones como arma? Oh, se me han ocurrido —asintió Alex, receloso—. ¿Cómo no? ¿Quiere destruir a nuestros enemigos con terremotos? ¿Reducir sus ciudades a escombros…?

El oficial pareció dolorido.

—No me refiero a eso, señor. Ya se han estudiado antes otros medios de provocar terremotos. Le sorprendería saber cuántos hay. Todos fueron descartados por su torpeza, su falta de precisión o su predictabilidad, inútiles en el actual panorama geopolítico.

—Y, por favor, advierta —intercaló el coronel Spivey— que el propio hecho de que mantuviéramos a esos técnicos ocultos, completamente en secreto, nos permitió descartar esas horribles armas y al mismo tiempo mantenerlas apartadas de manos enemigas. Los secretos no son siempre obscenos.

El oficial negro asintió y continuó:

—No, profesor Lustig, no estoy hablando de licuar el suelo bajo la Ciudad Prohibida ni nada por el estilo. Pensaba en cambio en el rayo gázer en sí mismo, propagándose por el espacio.

»Considere su teoría de que Beta debe de haber sido construida por seres extraterrestres, alienígenas que al parecer pretenden causarnos daño. ¿No ha pensado cómo podría apuntarse el gázer? —Se inclinó hacia delante—. No puedo dejar de preguntarme si nuestros enemigos extraterrestres no nos han subestimado enormemente, al darnos inadvertidamente el medio que necesitamos para defendernos.

Alex parpadeó. Una débil sonrisa apareció en su rostro mientras se enderezaba en su asiento.

—Un arma defensiva: usar el rayo contra los constructores de Beta. Sí —asintió—. Ahora veo lo que quiere decir.

—¡Maldita sea, tiene razón! —George Hutton asestó un golpe sobre la mesa. El entusiasmo chispeó en sus ojos—. ¿No sería de justicia volver su propio taniwha contra ellos?

—Ejem. ¿No significaría eso dejar la singularidad Beta aquí abajo, dentro de la Tierra, para que siga sirviendo como espejo para el láser de gravedad? —señaló Logan Eng, vacilante, haciendo gestos con las dos manos—. De otro modo, no habría ningún rayo coherente.

—Oh, cierto. —George pareció abatido—. No es posible.

—¿Están seguros? —preguntó el físico militar—. Dicen ustedes que incluso ahora la órbita de Beta la lleva brevemente a regiones donde la densidad de roca es tan baja que pierde masa. Muy bien, pues, ¿y si la colocáramos en la trayectoria adecuada, para que se quedara dentro de la Tierra, pero equilibrada para no crecer ni reducirse?

George miró a Alex.

—¿Es posible?

Mientras Alex reflexionaba sobre la pregunta, consultando fuentes mentales que Teresa ni siquiera alcanzaba a imaginar, June Morgan comentó:

—Eso nos ahorraría todas las preocupaciones referentes a cómo manejar una bola de fuego de un millón de grados cuando finalmente la expulsemos de la Tierra. ¿Qué te parece, Teresa? —le preguntó la mujer rubia tras volverse, por alguna razón.

Teresa echó hacia atrás su silla.

—Me siento muy cansada —dijo a Glenn Spivey mientras se levantaba—. Creo que voy a acostarme un rato.

El coronel la miró durante un instante y luego dirigió un ademán a un guardia para que la acompañara. Teresa miró desde la puerta y vio a Alex Lustig haciendo cálculos matemáticos en el holotanque, rodeado de excitados científicos de ambos bandos. Suspiró y se marchó.

El guardia era un comando de la ANZAC, un patriota australiano de Perth que, sin embargo, se mostró solícito y bastante agradable. Cuando ella le preguntó si era posible que le enviaran un poco de comida, él le dijo que lo intentaría.

Sus maletas estaban en su antigua habitación, recogidas del coche y sin duda inspeccionadas a conciencia. Teresa se derrumbó en el mismo colchón donde se había despertado aquella mañana y murmuró una orden para apagar las luces. Enroscada en una pelota, mientras se cubría con una manta, no se sintió en absoluto «en casa».

Soñó con la muerte de las estrellas.

Sus viejas amigas. Sus luces de guía. Se apagaron una a una, con un grito de angustia y desesperación. Cada suspiro se repetía en su almohada con un gemido.

Algo las estaba matando. A las estrellas.

Pobre Jason, pensó con la extraña ilógica mezclada de los sueños. Para cuando llegue a Spica habrá desaparecido. Nada más que agujeros vacíos y negros. A él, que le gusta tanto la luz.

Los sueños continuaron. Ahora miraba a través de los barrotes de un calabozo, frente a un mar oscuro y vidrioso, carente de reflejos. Mientras observaba, el agua adquirió una débil luminosidad, un brillo perlado que surgía no de arriba, sino de dentro. El resplandor aumentó a medida que el vapor aumentaba; entonces un bulto protuberante hizo surgir burbujas en la superficie.

El Sol salió del océano.

No del horizonte, sino del océano mismo. Demasiado brillante para poder mirarlo, emitió su fiera luz sobre su mano estirada, dibujando los contornos de sus dedos. El ardiente orbe se abalanzó hacia arriba sobre una columna de vapor supercalentado. En su estela, olas monstruosas se alzaron sobre el plácido mar.

Aquellas montañas de agua eran más altas que su prisión y se dirigían hacia ella. Sin embargo, no le importaba. Incluso medio ciega, pudo seguir la trayectoria de la bola de fuego con temible certeza. No se va, después de todo. Vuelve. Vuelve para quedarse.

Tal vez fue aquel terrible pensamiento lo que la arrancó de la pesadilla. O quizá la sensación de que alguien se acercaba a ella. Abrió los ojos, aunque todavía estaba aturdida por el sueño y por las palabras tranquilizadoras de su madre.

—Sssh, sólo lo has imaginado. No hay ningún monstruo. Nunca hay nadie.

Un pie chocó con la bandeja de la cena que había dejado el amable comando. Teresa oyó una maldición sofocada. Mamá, pensó, mientras el corazón se le aceleraba y formaba un puño, con la mano derecha, no tenías ni idea de lo que estabas diciendo.

—Sssh —murmuró alguien, a menos de un metro de distancia—. No hable.

Ella miró dos manchas blancas, unos ojos, posiblemente. Tragó saliva e intentó que la adrenalina no la traicionase.

—¿Quién…, quién es?

Una mano se posó amablemente sobre su boca, silenciándola sin esfuerzo.

—Soy Alex Lustig. ¿Quiere salir de aquí?

¿Cómo es que tus ojos nunca se adaptan por completo a la oscuridad cuando duermes?, se preguntó Teresa. Sólo ahora, al contemplar la oscuridad, empezó a distinguir los rasgos del hombre.

—Pero… ¿cómo?

Él sonrió. La sonrisa del gato de Cheshire.

—George me dio un mapa. Está con los otros. Intenta cooperar con Spivey. Usted y yo tenemos que marcharnos.

—¿Por qué usted? —preguntó ella roncamente—. La última vez que le vi parecía estar en el cielo.

Él se encogió de hombros.

—Ya se lo explicaré más tarde, si lo conseguimos. Ahora mismo hay una pausa para tomar café, y disponemos de unos veinte minutos hasta que me echen de menos. ¿Viene?

Teresa respondió con la acción: apartó las mantas y empezó a buscar los zapatos.

El australiano ya no estaba de guardia ante la puerta. En cambio, un alto y poderoso maorí, con tatuajes en las mejillas y lazos de batalla en el uniforme, permanecía de pie con la espalda apoyada contra la pared, la boca medio abierta en una sonrisa de placer. Al principio Teresa se preguntó si el soldado se habría pasado a su bando. Entonces vio su mirada vidriosa, como un aturdido, colocado con una subida autoinducida de encefalina. Sólo que un aturdido no podía ser comando. De algún modo, Lustig debía de haberlo drogado.

—Inhibidores de colina. No recordará nada —explicó Alex.

La condujo por los silenciosos corredores de roca. Cada vez que se acercaban a una puerta, él consultaba con una cajita antes de dar el visto bueno a su avance. Por fin llegaron a la bahía secreta, donde dos barquitas se mecían en las aguas tranquilas y frías del lago subterráneo de Waitomo.

—¿No estarán vigilando las salidas? —preguntó Teresa. No serían necesarios guardias humanos, sólo aparatos diminutos del tamaño de una mosca.

—Esta zona fue barrida hace unos minutos. De todas formas, sólo George conoce la ruta que estamos siguiendo.

Teresa no estaba segura de que le gustara cómo sonaba aquello. Pero no había mucha elección. Subió al primer bote y zarparon en cuanto Alex empezó a tirar del entramado de cuerdas que colgaban del techo. Mientras se acercaban a las grandes puertas, las luces del atracadero se apagaron, sumiéndolos en la oscuridad. Las puertas se hicieron a un lado con un murmullo bajo. Alex gruñó, guiándose a tientas de un cable guía al siguiente. Ella le oyó contar en voz baja, quizá recitando una letanía.

—¿Está seguro de que sabe lo que…?

Él la interrumpió.

—Si quiere volver, ya sabe el camino.

Teresa se calló. De todas formas, pronto estuvieron bajo las falsas constelaciones, aquellas parodias de luz usadas por los gusanos fosforescentes para atraer a sus indefensas presas. Cada panorama parecía mostrar grupos estelares inexplorados, galaxias, una promesa del infinito.

Tal vez toda, nuestra astronomía moderna está equivocada, reflexionó ella, contemplando los falsos campos estelares. Tal vez las constelaciones «reales» son como esos puntos verdes. Sólo cebos para atraer a los incautos.

Sacudió la cabeza mientras el techo se deslizaba lentamente sobre ellos, llevándose consigo universos completos. Éste era el problema de las pesadillas, afectaban tu estado de ánimo durante horas. Teresa no podía permitirse eso ahora. Ni siquiera adoptar una actitud de «pasajera». El antídoto adecuado era la acción.

—¿Puedo ayudar? —susurró.

El bote se deslizaba rápidamente sobre el agua.

—Todavía no… —jadeó Alex mientras agarraba algo y casi los volcaba en el proceso. Teresa se aferró a la oscilante borda—. Ah, aquí está. La cuerda especial de George. Desde aquí podemos dejar la cueva principal.

Su barca dio un brusco giro, rozando torres de negrura para internarse luego en nuevos paisajes desconocidos. Alex volvió a hablar poco después, sin aliento.

—Muy bien. Si me coge la mano, la ayudaré a ponerse en pie. ¡Con cuidado! Déjeme guiarla hasta el cable. ¿Lo tiene? Ahora que no hay otras cuerdas que puedan confundirla, puede ayudarme. Ponga un codo sobre mi hombro para sentir mi ritmo. Hágalo suavemente al principio. En el momento en que sienta mareo, hágamelo saber.

Teresa evitó decirle que toda su vida había sido una batalla contra el vértigo.

—Adelante, Macduff—susurró, esforzándose por parecer alegre.

—Y maldito el primero que grite «¡Basta!» —terminó Alex la cita—. Allá vamos.

Tratar de permanecer de pie en un bote oscilante mientras tiraba de un cable en medio de una oscuridad absoluta no era exactamente la cosa más fácil que Teresa había intentado hacer. Casi se cayó las primeras veces. Pero apoyarse contra él le facilitó la labor. Podían ayudarse a gatas. Pronto estuvieron respirando con la misma cadencia, deslizándose por la laguna sin emitir un sonido y con sólo el verde fulgor del techo para hacerles distinguir los contornos de las paredes de la cueva.

Ella se dio cuenta de que aquellas paredes se cerrarían pronto. La oscuridad y el silencio parecían acentuar sus otros sentidos, y era plenamente consciente de cada débil gota de condensación, cada aroma que brotaba de sus ropas y las de Lustig.

El bote chocó una vez, dos, y encalló en un banco rocoso.

—Muy bien —dijo él—. Con cuidado, agáchese y ayúdeme a buscar la bolsa de suministros.

Al soltar la cuerda, estuvieron a punto de volcar. Teresa jadeó, abrazándose a él. Cayeron juntos en un amasijo de brazos y piernas, resollando, y también riéndose con la tensión liberada. Mientras intentaban zafarse, él gruñó:

—¡Ay! Su rodilla está en mi…, ah, gracias —su voz se convirtió en un falsete—. Muchísimas gracias. —Los dos volvieron a reírse, en doloroso alivio.

—¿Es esto lo que estaba buscando? —preguntó ella, mientras una mano tropezaba con una bolsa de nailon. La empujó hacia él.

—Sí. ¿Dónde está la cremallera? ¡No responda! Aquí.

Había algo extraño y bastante divertido en todos aquellos toqueteos en la oscuridad. Hacía que las manos se volvieran gruesas y descoordinadas, como entorpecidas por unos guantes. Sin embargo, era mucho mejor que languidecer en una habitación diminuta, compadeciéndose de sí misma.

—Tenga, coja esto —indicó él, al parecer mientras intentaba tenderle algo. Pero al extender la mano, ella acabó dándole un golpe en la garganta. Alex hizo exagerados sonidos de asfixia y ella se rió, nerviosa.

—Oh, basta. Vamos a hacerlo de otra forma —sugirió, y le pasó los dedos por el cuello hasta el hombro derecho. Sintió que su mano izquierda se movía hacia la suya. Juntos siguieron su manga hacia la otra mano.

Qué curioso, pensó ella. Lo imaginaba blando, fofo. Pero es sólido. ¿Son así de corpulentos todos los catedráticos de Cambridge?

Con las dos manos, él presionó en las suyas un objeto, un par de -f gafas. Pero no la soltó todavía.

—Teníamos que sacarla —le dijo él con tono más serio—. No 4 podíamos permitir que Spivey la metiera en la cárcel.

Teresa sintió un escalofrío de emoción al darse cuenta de que había subestimado a sus amigos.

—Habría utilizado su situación para proponer una amenaza más, para coaccionar a George y los otros —terminó Alex—. Y decidimos que no podíamos permitirlo.

Teresa retiró la mano. Por supuesto. Es completamente lógico. Tengo que ser práctica en todo esto.

—Entonces, ¿va a dejarme y volver? —preguntó mientras se ajustaba la tira elástica.

—Por supuesto que no. Para empezar, todavía no la hemos sacado. ¡Y de todas formas, no voy a quedarme para ser la herramienta del coronel Spivey!

—Pero…, pero sin usted, el gázer…

—Oh, supongo que se las arreglarán sin mí. Si lo que quieren hacer es conservar esa maldita cosa ahí abajo. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Pero no estoy dispuesto a rendirme. Hay un método para esta locura, capitana Tikhana.

—Teresa…, por favor.

Hubo otra pausa.

—Muy bien. Teresa. Mm, ¿has ajustado ya tus gafas?

—Un momento. —Tiró de la cinta y pulsó el interruptor de una lente. De repente fue como si alguien hubiera encendido las luces.

Al contrario de las simples gafas pasivas de infrarrojos, que habrían detectado muy pocas cosas, éstas monitorizaban en todas las direcciones en que volvía los ojos y enviaban un diminuto rayo iluminador en esa dirección, mientras estuviera mirando. La única excepción era donde detectaban otro par de gafas. Para no cegar a otro usuario, las gafas estaban programadas para no iluminar directamente a otras, así que cuando Teresa miró alrededor por primera vez, distinguió las paredes de roca, la negra línea del agua, el bote, pero la cara de Alex Lustig continuó oculta en el interior de un óvalo de oscuridad.

—No podíamos utilizarlas antes porque Spivey tenía sensores espías.

Teresa descartó su explicación. Tenía sentido.

—Y ahora, ¿adónde? —preguntó.

Él señalo hacia abajo y Teresa comprendió por qué ni siquiera los pequeños robots espías del coronel podrían seguirlos.

—Muy bien —asintió. Y juntos sacaron el equipo de la bolsa de nailon.

La claustrofobia era el menor de sus temores mientras avanzaban por un largo y retorcido túnel, llevados por la corriente de un arroyo subterráneo. Tampoco el amargo frío la molestaba mucho, aunque Teresa vigilaba de vez en cuando el pequeño cronómetro para calcular el tiempo que faltaba antes de que la hipotermina se convirtiera en un problema.

Las aletas de Alex revolvían el agua por delante de ella, creando motas chispeantes en el rayo de sus gafas. La conversión del espectro siempre volvía las cosas extrañas, pero aquí el efecto era de otro mundo, de otra dimensión. Sus piernas parecían estirarse durante interminables metros, kilómetros por delante de ella, como este borboteante torrente subterráneo.

Sus vidas dependían ahora del río y no podrían regresar si el mapa de George Hutton resultaba estar equivocado o si se confundían al hacer un giro fatal.

Teresa imaginó que, como en una vieja película, podrían ser barridos eternamente hacia abajo, hacia las retorcidas entrañas de la Tierra, hacia alguna especie de Tierra Olvidada por el Tiempo. De hecho, llegar a las orillas de un neblinoso refugio subterráneo de dinosaurios era más fácil de considerar que otras posibilidades similares, como encontrar su fin clavados a una pared porosa porque la corriente que los impulsaba pasaba por grietas demasiado pequeñas para que los humanos las franquearan.

¿Pretendía Alex llevarla hasta la desembocadura del río, en algún lugar del mar de Tasmania? En ese caso, tendrían el tiempo justo. Sus cápsulas de aire no durarían más de dos horas.

Tal vez era el frío, pero los pensamientos de Teresa se calmaron pronto. Se encontró preocupándose por las formas esculpidas del retorcido tubo de agua, por el modo en que la distinta dureza de las rocas se superponía suavemente y cómo los pacientes remolinos habían tallado cavidades en la antigua montaña, trazando finos y delicados diseños.

Aquellos remolinos eran peligrosos. Incluso con guantes y rodilleras resultaba difícil resistir todos los súbitos empujones invisibles, todos los golpes y sacudidas. Teresa estaba segura de que habría insensatos entre las minorías aburridas y bien alimentadas del mundo que estarían dispuestos a pagar bien a George Hutton por esta experiencia, sin comprender siquiera dónde estaban ni lo que veían.

En un momento dado, el río se abrió a una larga cámara con una bolsa de aire. Los dos se reunieron en la superficie, escupiendo sus mascarillas mientras chapoteaban en el agua.

—¡Sorprendente! —jadeó ella. Y el negro óvalo que cubría la cara de Alex pareció asentir.

—Sí, es increíble.

—Y ahora, ¿adónde?

—Yo…, me parece que debemos coger el camino de la izquierda —respondió él después de una pausa.

Teresa se impulsó con las piernas para dar la vuelta. Sí, el río se bifurcaba allí en dos senderos desiguales. Alex se refería a la rama más estrecha, donde el agua corría más rápida.

—¿Estás seguro?

Por respuesta, él alzó la miniplaca que colgaba de un cordón en su cuello.

—¿Has visto alguna otra cámara mientras veníamos? ¿Se me pasó alguna por alto?

Ella miró el boceto. Los gráficos de ordenador sólo podían reproducir lo que se les daba, y el dibujo de George Hutton al parecer había sido hecho a toda prisa.

—Debería decir que estás en lo cierto. Es el de la izquierda.

Volvieron a ponerse las gafas y las mascarillas y se dirigieron hacia aquella abertura, en medio de un siniestro rugido. Teresa advirtió la nota que Hutton había escrito en este punto del mapa, con letras rojas. ¡Cuidado aquí!, rezaba la inscripción.

A sólo unos metros de la abertura, Teresa advirtió lo débil que era la advertencia. No podía perder tiempo ni energías en contemplar el paisaje ni en filosofar. Las curvas aparecieron súbitamente de entre la espuma, confundiendo sus gafas inteligentes. Confundiéndola a ella. Incluso con la ayuda de la tendencia natural a dirigirse al centro de la corriente, tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para impedir que el retorcido intestino de piedra la aplastara.

Ya no puede quedar mucho, supuso, recordando su breve vistazo al boceto, insegura de estar calculando o simplemente rezando. La última laguna debe de estar ahí delante mismo.

En cuanto terminó de pensarlo, quedó atrapada en una maraña con las piernas de Alex Lustig. Con el río golpeándolos desde atrás, la colisión provocó una serie de golpes que hicieron resonar su cabeza, produciendo manchas deslumbrantes ante sus ojos. Las gafas sólo empeoraron las cosas al oscurecerse súbitamente en respuesta a la sorprendida dilatación de sus pupilas.

Un brusco roce en una pierna hizo que Teresa se diera cuenta de la existencia de piedras irregulares, demasiado nuevas y afiladas para llevar mucho tiempo en la corriente. Un desprendimiento de piedras debía de haber bloqueado parcialmente esa parte del río. Se retorció hacia un lado con el tiempo justo para evitar la acometida de un afilado monolito, y luego tuvo que agarrarse a la pierna de Alex cuando la corriente la empujó hacia otro saliente irregular justo delante.

Agarrándose el tobillo, Teresa no tuvo tiempo de preguntarse cómo se había detenido él tan súbitamente. Se aferró con las dos manos. Sus aletas chocaron con la barricada e instintivamente la empujó con las piernas.

Milagrosamente, cedió. Al mirar rápidamente corriente abajo, Teresa vio que el agua se llevaba lo que quedaba de la precaria barrera. Sólo había sido necesario un empujón suplementario para que el impedimento desapareciera. ¡Qué suerte!

Casi se soltó para continuar el viaje. Pero entonces se detuvo. ¿Cómo aguanta él?, insistió una voz. ¿Y por qué no se suelta ahora que el camino está despejado?

Algo andaba mal. Unos temblores involuntarios corrían por las piernas del hombre. Tiene problemas, advirtió ella.

Luchando con la corriente, estirando los brazos poco a poco, Teresa subió por sus piernas centímetro a centímetro, agarrándose por fin a su cinturón. Alzó la cabeza para ver lo que hacía Alex.

¡Dios mío! De la boca de Teresa escaparon burbujas cuando trató de no gritar. Las gafas le impedían mirar dentro del círculo de oscuridad que envolvía la cara del hombre. Pero no necesitaba mirarlo a los ojos para reconocer el pánico y la desesperación. Con debilidad creciente, Alex tiraba de una correa que le atenazaba la garganta, liberando finos hilillos de sangre cada vez que la corriente aflojaba un poco. Esa misma corriente casi le arrancó a Teresa las gafas mientras se volvía para mirar alrededor del círculo negro, a lo que fuera que lo tenía atrapado.

Era la placa del mapa. De algún modo se había introducido en una grieta abierta por el deslizamiento. Esto había impedido que los dos chocaran contra las rocas afiladas como cuchillas hacía tan sólo unos instantes. Devuelta a su lugar por los esfuerzos de Alex, era también lo que anclaba el lazo corredizo que lo estrangulaba.

No había tiempo para pensar. Teresa tenía su cuchillo en el tobillo, mientras que Lustig guardaba el suyo en el muslo. Tendría que ser el suyo, entonces. ¡Pero cogerlo significaría tener que soltar un brazo! Y Teresa sabía que no podría aguantar, a menos que…

Inspiró profundamente tres veces, escupió la mascarilla y mordió con fuerza el cinturón de Alex, apretando los dientes cuanto pudo.

Agarrándose con fuerza con el brazo izquierdo, soltó el derecho y pugnó por coger el cuchillo. El río los agitaba como si fueran banderas. Pero a pesar del dolor, su mandíbula y su hombro no cedieron mientras con la mano tanteaba la vaina. Por fin sacó la brillante hoja. Teresa volvió a rodear a Alex con ambos brazos y escupió el agrio cinturón de su boca. Ahora venía lo más difícil: contener la respiración mientras avanzaba centímetro a centímetro por el cuerpo de Alex. Él tenía la camisa hecha jirones, y los hilos de sangre manchaban el agua helada cuando ella advirtió que el pecho del hombre era aún más velludo que el de Jason… ¡Y que tenía nada menos que una erección!

¿Ahora? Los hombres son tan extraños…

Entonces se acordó de los viejos chismes de las comadres: los hombres a veces se hinchan cuando están cerca de la muerte. Teresa se apresuró.

Sus brazos estaban a punto de ceder y los pulmones le ardían cuando envolvió las piernas alrededor de sus muslos, se agarró fuertemente con un brazo y alzó el cuchillo. Intentó no apuñalarle la cara o la garganta mientras el río agitado y traicionero retorcía su tenaza con súbitos empujones, forzando su mano a un lado y otro.

Alex tenía que estar todavía vivo y consciente. ¿O fue sólo un reflejo lo que hizo que pasara una mano por su brazo extendido, afianzando su puntería? De inmediato, a través de la hoja de metal, ella sintió la tensión de la correa que entonaba un tamborileo de muerte.

¡Ahora! Descarga el golpe, estúpida. ¡Hazlo!

Con toda la fuerza de su voluntad, Teresa dirigió el brazo. La correa se resistió y de repente se rompió con un brusco tañido que reverberó en las estrechas paredes.

Súbitamente los dos se encontraron dando tumbos corriente abajo, rebotando contra el suelo y el techo. Teresa tuvo que elegir entre proteger las gafas de la corriente y volver a meterse en la boca el tubo respirador. Escogió la respiración antes que la vista y agarró el tubo, hinchando sus agónicos pulmones mientras las gafas de alta tecnología eran arrancadas de su cabeza y todo se sumía en la negrura.

La salvaje cabalgada terminó apenas unos caóticos instantes después. De repente, el fondo pareció acabarse mientras ella salía volando a lo que parecía aire libre. El bronco y redoblante bramido se redujo a un claro rugido. La gravedad la reclamó y la caída duró una eternidad, para acabar en un chapuzón al pie de una ruidosa catarata.

La laguna era profunda, fría y absolutamente negra. Teresa se dirigió hacia lo que esperaba fuera la superficie. Cuando asomó por fin la cabeza, chapoteó agua, escupió su mascarilla y bebió la dulzura del aire no embotellado. Arriba y abajo otra vez. Por un momento no importaba que nada, ni siquiera el verde resplandor de los gusanos, iluminara su existencia. Otras personas se habían quedado ciegas y sobrevivían. Pero nadie había durado mucho tiempo sin aire.

—¡Alex! —gritó de repente, antes incluso de pensar en él conscientemente. Podría haber sido arrojado a cualquier lugar de este negro lago, inconsciente, perdido en las aguas, ¡y ella no tenía visión para buscarlo!

Teresa se apartó nadando de la cascada hasta que el clamor y la espuma se difuminaron lo suficiente para permitirle oír sus propios pensamientos.

—¡Alex! —volvió a llamar. Oh, Dios, si estaba allí sola, si él moría porque ella pasaba cerca de donde se hallaba, sin saberlo…

¿Era aquello un sonido? Se volvió. ¿Había tosido alguien? Parecía una tos. Giró, buscando la fuente.

—Por… aquí… —Más toses interrumpieron la voz débil y cascada—. ¡Aquí!

Ella se debatió en el agua, frustrada.

—He perdido las gafas, maldición.

La corriente parecía acercarlos, al menos. La siguiente vez su voz pareció más clara.

—Ah, debe de ser por eso… —él tosió una última vez— que ahora puedo verte la cara. Tienes un aspecto terrible, por cierto.

Su voz sonaba cerca. Alex siguió hablando para guiarla.

—Un poco a la izquierda, mmm, y gracias por salvarme la vida. Sí, eso es. La orilla está por allí, un poco más a la izquierda.

Teresa sintió el fondo arenoso bajo los pies y suspiró mientras sacaba su cuerpo, pesado y tembloroso, de las negras aguas.

—Por aquí —le oyó decir, y una mano le agarró el brazo.

Se aferró a él con fuerza y gimió de repente con una emoción de la que no había sido consciente hasta entonces. Ahora que toda la furiosa acción había acabado, una súbita oleada de ligofobia la barrió y tiritó, intimidada por la oscuridad.

—Tranquila. De momento estamos a salvo. —Él la ayudó a sentarse a su lado y la abrazó para compartir el calor—. Eres impresionante, capitana, mmm, Teresa.

—Mis amigos… —dijo recuperando el aliento mientras le abrazaba con fuerza—. A veces, mis amigos me llaman Rip.

Supo que él estaba sonriendo, aunque no podía ver siquiera la mano que le apartaba el pelo empapado de los ojos.

—Bien —murmuró desde muy cerca—. Gracias otra vez, Rip.

Y la abrazó hasta que dejó de temblar.

Poco después, Teresa le cogió las gafas para echar un vistazo alrededor. El lago del infierno se extendía más allá del alcance del diminuto rayo y el techo bien podría ser ilimitado. Sólo los ecos confirmaban que estaban bajo tierra, además de su sentido de la orientación, que le hablaba de los incontables metros de roca situados entre ella y cualquier salida de este lugar.

Jadeó cuando vio la extensión de las magulladuras y heridas del pobre Alex.

—Vaya —suspiró, tocando la marca del lazo alrededor de su garganta. Era algo permanente.

—Un escocés antepasado mío murió de esta forma —comentó él, pasándose la yema de los dedos por la marca rojiza—. El pobre diablo fue sorprendido en la cama con la amante de un príncipe Estuardo. No fue una acción inteligente, pero sirvió para hacer buenos chistes siglos más tarde. Mi famosa abuela afirma que siempre esperó acabar también colgada. La idea le parece romántica. Tal vez sea cosa de familia.

—Sé un par de cosas sobre cuerdas y nudos corredizos —le dijo ella mientras atendía sus peores cortes—. Pero me da la impresión de que cuando te mueras, será de forma más espectacular que colgado.

Él le dio la razón con un suspiro.

—Oh, imagino que en eso tienes razón.

Sus suministros eran escasos, ya que habían empaquetado sus mochilas a toda prisa y la de ella se había abierto con las sacudidas. Además del botiquín de primeros auxilios y una cápsula que contenía un mono comprimido, había dos barras de proteínas, una brújula, y un par de cubos de datos. Tras estudiar cuidadosamente la laguna, Teresa no consiguió encontrar sus gafas perdidas ni nada que tuviera valor.

—¿Hasta qué punto recuerdas el mapa de George? —preguntó cuando los dos se recuperaron un poco.

Alex se encogió de hombros en medio de lo que, para él, era la más completa oscuridad.

—No demasiado bien —respondió sinceramente—. Si tuviera que empezar de nuevo, haría una copia para ti. O tendríamos que habernos tomado tiempo para memorizarlo.

—Mmm.

Teresa entendía de lamentos a posteriori. Toda su carrera se había basado en evitar los planes apresurados, en planificar por adelantado cualquier contingencia posible. Sin embargo, también había sido entrenada para lo inesperado. Siempre estaba preparada para improvisar.

—No tuviste tiempo —replicó—. Y Glenn Spivey no es ningún estúpido.

Alex sacudió la cabeza.

—En la sala de conferencias trazó un escenario tan razonable que casi me convenció.

—Parecías seguirle la corriente cuando me marché. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Él se encogió de hombros.

—No fue tanto un cambio de opinión como la decisión de no querer formar parte de eso. Todos habíamos trabajado demasiado. Empezaba a parecer que podríamos manejar a Beta nosotros solos. Aunque la forma de expulsarla sin problemas al final, eso era algo que todavía no había calculado.

Teresa recordó su sueño sobre la bola de fuego, saltando al cielo desde un mar hirviente, alzándose para volver.

—Así que tal vez el plan de Spivey sea bueno. ¿Mantenerla dentro de la Tierra, pero a una altura suficiente para que pierda masa lentamente?

—Tal vez, si pierde masa mientras esté en el manto lo bastante rápido para reducir sus ganancias. Si no hay variables que no hemos calculado. Si el constante pulso del gázer no destroza demasiadas granjas o ciudades o cambia de algún modo el interior de la Tierra…

—¿Podría hacerlo?

La cara de Alex adquirió una expresión de perplejidad.

—No lo sé. La última vez que examiné mi modelo en Rapa Nui… —Sacudió la cabeza.—. De todas formas, ahora tenemos que ir allí. Entonces podremos responder a la proposición de Spivey con una propia.

Qué optimista, advirtió Teresa, y se preguntó por qué siempre le había considerado amargado o letárgico.

—¿Y cómo se supone que llegaremos allí?

—Oh, George dice que eso será sorprendentemente fácil. Tía Kapur puede hacernos subir a bordo de un zep Hine-marama que vaya a Fiji, país que no forma parte de ANZAC y tiene un aeropuerto internacional. A partir de ahí, viajaremos bajo nuestro propio nombre. Spivey no se atreverá a detenernos si no quiere revelarlo todo, ya que, naturalmente, dejaremos diarios completos con la Tía antes de que nos marchemos.

—Naturalmente —asintió ella—. Conociendo a Spivey, se limitará a esperar para hablar con nosotros cuando lleguemos. Todavía tiene una buena mano. Y no podemos tratar con nadie más.

Por supuesto, Teresa sabía lo que Alex y ella estaban haciendo. Hablaban como si sus destinos estuvieran aún bajo control. Como si pudieran llegar a aquel zepelín clandestino que los conduciría a través del Pacífico a la tierra de las estatuas encantadas. Olvidando su situación, aunque fuera durante unos minutos, se daban tiempo para calmarse, para equilibrarse. Tiempo para negar que después de todo ya estaban condenados.

Alex recordaba que George había dicho algo sobre salir de la cueva de la Cascada a través de un túnel seco, cortado a mitad del camino en una pendiente a un cuarto de las cataratas. Por desgracia, no podía recordar si ese cuarto del camino era en sentido de las agujas del reloj o al contrario. Intentaron lo primero, utilizando por turnos las gafas en busca de algún indicio que indicara una salida, antes de dedicarse al segundo. Afortunadamente, encontraron por fin la abertura, no demasiado oculta tras una pared sobresaliente.

Por desgracia, uno de ellos tendría que estar ciego en todo momento. Como Alex estaba aún algo tembloroso por su experiencia en el río, Teresa insistió en que llevara las gafas. Le aseguró que podía seguirlo mientras él la guiara hablando y le echara una mano cuando las cosas se complicaran.

La experiencia de escalar aquellos peñascos lisos como el cristal en medio de una total oscuridad fue algo único para Teresa. En algunos momentos tenía la sensación de que no se trataba de una cueva, sino de la superficie de alguna luna helada. El cielo quedaba oculto no por la piedra, sino por una nebulosa negra, a cientos de pársecs de distancia. Pero en cualquier momento, la rotación de la luna revelaría las resplandecientes estrellas, brillando a través de una abertura en la gran nube espacial, o quizás incluso algún planeta o sol alienígena.

Eran momentos de fantasía, por supuesto. Y siempre se cortaban en seco, refutados por sus otros sentidos, por los ecos que recibía de la cascada y la extraña sensación de presión de las rocas de encima, cuya presencia le recordaba que se encontraba en las profundidades de un mundo. Un mundo dinámico, acostumbrado a cambiar, moverse, agitarse en su espasmódico sueño.

Nueva Zelanda, en especial, era una zona de terremotos y volcanes. Y aunque toda aquella actividad se producía lentamente en comparación con las vidas humanas, Teresa experimentaba una especie de peligro más allá de la posibilidad de perderse y morir de hambre.

En cualquier momento, simplemente, la montaña podría decidir aplastarlos.

De algún modo, aquella pátina añadida a todos sus otros riesgos parecía compensar un poco. En cierto sentido, resultaba excitante. En ese aspecto somos iguales Alex Lustig y yo. Ninguno quiere morir de forma aburrida.

Pensaba en todo esto mientras, con otras partes de su mente, prestaba atención a cada piedra y cada asidero peligroso. Alex la ayudó a pasar por una estrecha abertura que conducía a un pasadizo por donde corría una fría brisa. Teresa rozó con los dedos la pared a su izquierda, captando la humedad. Alex la detuvo entonces y le colocó las gafas en la mano.

Las lentes interactivas leyeron la dilatación de sus pupilas y suministraron la energía necesaria. Sin embargo, el regreso de la visión la dejó momentáneamente deslumbrada. Piritas y otras formas cristalinas engañosas brillaban por todas partes, acentuando su resplandor con la humedad, de forma que daban la impresión de ser el tesoro profundamente enterrado de algún eremita. Por un momento ella recordó los holos que había visto de las cuevas de Lascaux y Altamira, donde sus antepasados Cromagnon habían entrado arrastrándose, con la ayuda de antorchas encendidas, para pintar las paredes con asombrosas imágenes de bestias y espíritus, esparciéndose polvo ocre sobre las manos para dejar huellas sobre la fría piedra, marcas que denotaban lo único que Teresa y ellos compartían: la mortalidad.

Teresa consultó su brújula, aunque esos aparatos no eran de fiar bajo tierra. Entonces cogió la mano de Alex para guiarlo a lo que parecía la única dirección posible, lejos del rugiente río, hacia el corazón de la montaña.

Así fueron alternándose, deteniéndose con frecuencia para descansar, cada uno turnándose en ser el líder y luego el ciego e indefenso. Ella llegó a conocer bastante bien los contornos de la mano de Alex, y los pasos de ambos se unieron lentamente casi en el mismo ritmo subconsciente.

Durante el camino, por pasar el rato, Alex le pidió que hablara de su vida. Así, ella le habló de los años escolares, y luego de sus experiencias y de Jason. De algún modo, aquello parecía ahora más fácil. Podía hablar en pasado de su marido con pena, pero sin vergüenza. Teresa también supo unas cuantas cosas acerca de Alex Lustig cuando le llegó el turno. Tal vez una o dos quedaron dichas entre líneas mientras él le hablaba de su vida como científico solterón. De hecho, Teresa se maravilló de lo buen narrador que era. Hacía que su trabajo, delante de pizarras o pantallas holográmicas, pareciera mucho más romántico que la profesión de astronauta.

Por supuesto, la conversación avanzaba a trompicones. Cada tres frases había una interrupción: «Levanta el pie derecho», o «agacha la cabeza medio metro», o «ponte de lado ahora, y palpa en busca de una abertura a la derecha». Cada uno se turnaba para guiar al otro verbalmente y a menudo controlaba físicamente al otro. Era una responsabilidad pesada, que exigía confianza mutua. Resultó difícil al principio, pero no había otra alternativa.

Durante uno de sus turnos como guiada, Teresa sintió de pronto el paso de una brisa mientras se arrastraban por un estrecho pasadizo. Volvió la cabeza y, aunque el tenue céfiro había desaparecido, olisqueó y frunció el ceño.

—… y entonces fue cuando Stan me dijo que sería mejor que confrontara mi…

Ella lo interrumpió plantando los pies y apretándole la mano.

—¿Qué pasa, Teresa? —Ella sintió que Alex se daba la vuelta—. ¿Estás cansada? Podemos…

Ella alzó la mano libre para pedir silencio, y él obedeció.

¿Había sentido realmente algo? ¿Era porque estaba ciega y prestaba atención a los otros sentidos? ¿Habría pasado de largo si hubiera sido la guía y tuviera vista?

—Alex. ¿A qué lado del corredor estaba la siguiente bifurcación en el mapa de George?

—Mmm, como te dije, no estoy muy seguro. Creo que a la izquierda, quizás a unos cuatro kilómetros después del lago. Pero no hemos llegado tan lejos todavía, ¿o sí? —Hizo una pausa—. ¿Crees que nos hemos pasado?

Teresa sacudió la cabeza. Era una corazonada, pero la brisa había venido de la izquierda.

Sin embargo, siempre había brisas, pequeñas ráfagas que recorrían la caverna desde quién sabía dónde, con destino a lugares imposibles de adivinar. Sin embargo, algo en su sistema de orientación interno parecía haber gritado esta última vez.

—¿Escribió George una nota junto al giro?

Ella le oyó respirar hondo y lo imaginó cerrando los ojos mientras se concentraba.

—Sí, creo que vi algo escrito. ¿Crees que sería algo como «cuidado con las tibias y la calavera»?

Ella le lanzó un puñetazo y lo alcanzó en el hombro.

—¡Ay! —gruñó Alex, satisfactoriamente.

—No —replicó Teresa—. Pero el giro no tiene por qué estar a la vista. Después de todo, no es obligatorio que haya bifurcaciones claras en el camino. Normalmente no lo son.

—Supongo que no. Tal vez eso es lo que escribió, cómo localizarlas. ¿Te…?

Ella le tiró de la muñeca.

—¡Vamos!

—Espera. ¿No debería darte las ga…?

Se calló para seguirla mientras ella lo guiaba en la completa oscuridad puramente de memoria, agitando un brazo por delante, intentando encontrar de nuevo aquel elusivo susurro.

—¡Alex! —Se detuvo tan bruscamente que Lustig chocó con ella—. ¡Mira hacia arriba! A la derecha. ¿Qué ves?

—Veo… Sí. Hay una abertura, sí. ¿Pero cómo supones…?

Ella no hizo caso a sus objeciones. Parecía adecuado. Su brújula interna, su siempre nervioso y nunca satisfecho sentido de la orientación, la llamaba hacia ese camino. Reprimió una voz de duda, que le advertía que se estaba agarrando a un hilo sin ovillo.

—Vamos a intentarlo, ¿de acuerdo? ¿Te empujo? ¿O quieres que yo vaya primero?

Alex suspiró, como diciendo: ¿Qué tenemos que perder?

—Será mejor que vaya yo, Teresa. De esa forma, si parece un pasadizo auténtico, podré extender la mano y auparte.

Ella asintió y se agachó, entrelazando las manos para formar un escalón. Con cuidado, él la cogió por la cintura e hizo que se volviera.

—Así está mejor. ¿Estás preparada? —Plantó un pie en sus manos.

—¿Preparada? ¿Estás de broma? —preguntó mientras aceptaba su peso—. Estoy preparada para cualquier cosa.

Aunque habían recorrido una buena distancia a lo largo del empinado y retorcido sendero, medio arrastrándose, medio escalando túneles inclinados y estrechas grietas, Teresa siguió rehusando su ofrecimiento de compartir las gafas. Alex desempeñaba bien su función de líder, y ella se escudaba en la excusa de que no podían arriesgarse a pasarse las gafas en medio de aquel caos. Dejarlas caer sería una catástrofe: podrían deslizarse o perderse de vista y nunca volverían a encontrarlas.

Pero, en realidad, Teresa sentía un extraño anhelo de ceguera ahora mismo. Era extraño, difícil de explicar incluso para ella misma. ¿Por qué iba a preferir nadie avanzar a trompicones, tanteando, tropezando en la oscuridad, dependiendo por completo de otra persona que le advirtiera que un saliente colgaba a sólo escasos centímetros de su frente, o que el precipicio se abría bajo sus pies?

Sin embargo, por dos veces impidió que Alex siguiera por una ruta que habría parecido razonable a la vista, el sendero más ancho, más llano o más fácil, instándole a tomar una ruta secundaria. Ascendían la mayor parte del tiempo, y aunque Teresa sabía que no tenía ninguna garantía de no encontrar un callejón sin salida en la siguiente esquina, al menos de esta forma sólo tenían una montaña con la que lidiar, no un planeta entero de doce mil kilómetros de diámetro.

Ésta no puede ser la ruta de George Hutton, advirtió después de un rato. No podía haber tantas desviaciones, tantos estrechos vericuetos retorcidos en el mapa que habían perdido. Estaba claro que también Alex se había dado cuenta, pero no dijo absolutamente nada. Los dos sabían que nunca podrían recordar lo suficiente para rehacer sus pasos. La cómoda conversación de una hora antes (¿o habían sido cuatro horas?, ¿seis?, ¿catorce?), dio paso a susurros roncos y entrecortados mientras ahorraban fuerzas y trataban de no pensar en su creciente sed.

Ahora recorrían su propio sendero, yendo a lugares que nadie había visto antes. Teresa tampoco los veía ahora, naturalmente, pero eso no importaba. Las texturas eran nuevas a cada giro. Se familiarizó al tacto con muchos tipos distintos de roca, sin nombres asociados o imágenes que echaran a perder la perfecta realidad. Era sustancia no entorpecida por la metáfora.

Alex tomaba las decisiones tácticas, paso a paso, metro a metro, elecciones a pequeña escala acerca de cómo mover cada pie, cada mano y rodilla.

—Cuidado con la cabeza —le indicaba—. Agáchate un poco más. Ahora gira a la izquierda. Extiende la mano hacia la izquierda. Más alto. Eso es.

Ni una sola vez hubo en su voz el menor tono de reproche por la forma en que ella los guiaba: una mujer ciega señalando vagamente al cielo en un instante, al otro lado al siguiente, posiblemente haciéndolos avanzar en círculos. Se supone que soy una científica. Una ingeniera cualificada. ¿Qué estoy haciendo entonces, confiando nuestras vidas a simples corazonadas?

Teresa rechazó los resquemores. Desde luego, la lógica y la razón eran importantes. Eran sistemas mucho más inteligentes que la vieja brujería y los impulsos que antaño guiaban los asuntos humanos. Pero la razón y la lógica también tenían sus límites, por ejemplo, cuando no tenían datos suficientes para seguir adelante. O cuando los datos eran del tipo que ningún ingeniero podía entender.

Tenemos muchas habilidades, pensó durante un período de descanso, mientras Alex compartía las últimas migajas de la barra de proteínas y luego le dejaba lamer el envoltorio con su lengua seca. Algunas de ellas apenas las usamos nunca.

Si encontrar agua fuera una de las suyas. De vez en cuando oían lo que sólo podía ser el goteo del líquido, más allá del rayo de las gafas de Alex, a menudo resonando tortuosamente tras alguna pared rocosa. Si pegaba el oído a una superficie lisa, a veces podía distinguir el distante rugido y el bramar del río, o tal vez otro de aquellos caminos ocultos y ya surcados.

Durante el siguiente tramo, oyó que Alex jadeaba y retrocedía ante lo que describió como un «pozo sin fondo». Teresa permaneció tranquila mientras él la guiaba alrededor de una trampa invisible que habría sido su tumba si no la hubiera visto a tiempo.

Descansaron de nuevo al otro lado. El hambre y la sed se habían agudizado hacía tiempo, y luego empezaron a convertirse en dolores oscuros y familiares. Pero esto no preocupaba tanto a Teresa como su creciente debilidad. Tal vez, al cabo de unas cuantas paradas de descanso, simplemente no volverían a levantarse. ¿Se resecarían entonces sus cuerpos hasta momificarse? ¿O acaso la sequedad era ocasional? Tal vez en unos cuantos meses una lenta filtración, rica en minerales, regresaría a estos pasadizos y pegaría gradualmente sus cuerpos a las rocas donde se sentaban, para sellar su cripta y lapidar sus huesos. O algún torrente primaveral vendría a abrirse paso por allí, aplastando y disolviendo sus restos para llevar luego los trozos a los mares distantes.

Tal vez no habría tiempo para que sucediera ninguna de aquellas cosas. Todavía era posible que Spivey y Hutton perdieran el control sobre la singularidad Beta, en cuyo caso incluso la tumba en la montaña que la rodeaba ahora resultaría tan poco sólida como una casa construida con papel de seda. La distancia entre Teresa y sus amigos en el mundo exterior parecía infinita ahora mismo, pero se volvería académica cuando el taniwha alcanzara su ansiosa madurez final, cuando todos sus átomos se encontraran en una súbita e íntima unión topológica.

Teresa se preguntó cómo sería. Casi parecía atractivo en cierto sentido, mientras contemplaba la perspectiva inmediata de morir de inanición. ¿Se volvían tan filosóficos los otros exploradores perdidos cuando se acercaba su final?

Se preguntó si Wegener en Groenlandia o Amundsen en el Ártico reflexionaron acerca de las extravagancias del destino humano mientras se hundían también más allá de toda esperanza realista. Quizás eso, más que la inteligencia, ha sido nuestro poder secreto, pensó Teresa mientras volvían a ponerse en marcha y elegían otro camino. Aunque te quedes sin respuestas, hay todavía posibilidades que considerar.

Después de un rato, incluso aquella línea de pensamiento dejó de ofrecer ningún consuelo. El cansancio se apoderó de ella como un peso aturdidor, ensombreciendo afortunadamente el dolor de los incontables porrazos, cortes y magulladuras. Debía de haber perdido las rodilleras en algún momento, o no, porque apenas notaba nada en aquella zona mientras se arrastraba o se agachaba o pasaba de lado a través de desfiladeros desmoronados o inclinados. El único recurso que le quedaba para centrar la atención era el ritmo. Y una obstinación que no la dejaba detenerse.

No tuvo ninguna premonición cuando Alex se detuvo de repente. A través de la mano que tenía posada sobre su brazo, ella sintió un temblor que le recorría todo el cuerpo.

—Ven aquí, Rip —instó en un ronco susurro, atrayéndola hacia sí y luego hacia un saliente inclinado. Cuando ella se sentó en la fría roca, sintió que le cogía la cabeza con las manos y la giraba a la izquierda, luego un poco hacia abajo—. No noto nada —dijo con voz seca—. ¿Hay algo ahí?

Teresa parpadeó. Ya se había acostumbrado a las motas y destellos entópicos que la retina parece «ver» incluso en la oscuridad total, las mentiras que fingen nuestros ojos para pretender que aún tienen algo que hacer. Así que tardó un poco en reconocer que uno de aquellos destellos mantenía el mismo contorno vago, medio imaginado y difuso, y que conservaba su posición a pesar de que ladeaba la cabeza. Teresa se mordió torpemente el labio inferior para que el dolor la despertara un poco. Con voz reseca y rasposa, preguntó:

—Mmm…, ¿quieres comprobarlo?

—No, por supuesto que no —respondió él con triste y afectuoso sarcasmo, y le apretó la mano antes de comenzar a guiarla hacia el nuevo canal, éste cubierto por una especie de polvo que desprendía un aroma fuerte y rancio.

Teresa inhaló y por fin advirtió lo que tenía el olor de atractivo. Era un tono rico, y sólo pudo esperar que sus esperanzas fueran ciertas, que la fragancia que detectaba se debiera a las deposiciones dejadas por incontables generaciones de mamíferos voladores, animales que vivían bajo tierra, pero que se ganaban la vida volando y revoloteando en el exterior, bajo el cielo abierto.

Siguieron el débil resplandor a través de giros y recodos, hasta que Teresa empezó a distinguir los tenues contornos de las paredes y las ásperas columnas. Al principio sólo contrastaban en débiles capas de negro, pero luego aparecieron atisbos de gris y sepia que permitían apreciar algún detalle aquí y allá. Pronto no necesitó tanta ayuda de Alex y pudo guiar sus propios pasos, detectando obstáculos milagrosamente a distancia, cuando aún se encontraban a vanos metros.

La visión, una sensación sorprendente.

Tuvieron que descender después de eso, con cuidado de no cometer ningún error fatal en su prisa, pero por fin llegaron a un lugar donde el suelo estaba nivelado y cubierto de una alfombra de huesecillos que crujieron bajo sus pies. Ahora, en lo alto, distinguieron millares de formas marrones y dobladas, colgando de cada grieta y rendija. Los habitantes de la cueva les prestaron muy poca atención, envueltos en la crisálida de sus alas, durmiendo durante el día.

El día. Teresa parpadeó ante la idea y tuvo que alzar una mano para protegerse del resplandor que se reflejaba directamente en una pared del fondo, una pared que daba a una fuente de luz más brillante que ninguna otra cosa que hubiera imaginado jamás. Siento haber dudado de ti, le dijo al Sol, recordando cómo en su sueño había supuesto que podría tener un rival.

Alex se quitó las gafas sucias y los dos se miraron mutuamente, hasta estallar en silenciosas sonrisas por la sucia, horrible, agotada y definitivamente maravillosa sensación de estar vivos.

Todavía estaban cogidos de la mano, por puro hábito, cuando por fin se abrieron paso entre los matorrales que cubrían la entrada de la cueva y salieron a una mañana llena de nubes y árboles y una infinidad de otras cosas demasiado hermosas que habían temido no volver a ver jamás.

■ ¡ATENCIÓN! Ha sido usted elegido por una rutina de investigación muy especial de la Red. ¡Por favor, no purgue este mensaje! Ha sido originado por la Asociación Mundial de Budismo Mahayana, una de las grandes órdenes religiosas de la historia, y usted no ha sido seleccionado aleatoriamente. Esto es un experimento, una fusión de ciencia moderna y costumbres ancestrales en nuestra continua búsqueda de unos individuos muy especiales.

Buscamos tolkus, seres reencarnados que en vidas pasadas fueron hombres y mujeres santos e iluminados, o bodishattvas. En el pasado, búsquedas como ésta quedaban restringidas a unos cuantos días de viaje de nuestros monasterios en el Himalaya. Pero últimamente se han encontrado tolkus por todo el mundo, renacidos en todas las razas, culturas y credos. Cuando descubrimos a uno, es causa de alegría y por tanto se le ayuda a tener una conciencia plena de sus auténticos poderes.

Aunque los tolkus viven sus vidas sin darse a conocer, olvidados de su pasado o incluso escépticos a nuestras palabras, sin embargo se convierten con frecuencia en maestros o médicos de gran mérito. Estos poderes pueden ser ampliados, a través del entrenamiento.

Negamos enfáticamente que las tradiciones orientales de meditación sean simples técnicas de biorretroalimentación glorificadas para inducir estados de excitación naturales. Las comparaciones químicas son burdas y enfatizan solamente lo superficial. Pierden el poder esencial que puede liberar la mente humana concentrada. Un poder que usted puede haber perfeccionado en vidas anteriores y que incluso ahora puede estar a su alcance.

Nuestra búsqueda es de gran importancia, ahora más que nunca. Recientes portentos extraños, observados por todo el globo, parecen indicar que se acercan tiempos de grandes penalidades. Como los miembros de otros muchos credos, los budistas mahayanas nos preparamos para enfrentarnos al peligro. Hemos enviado a la Red estos mensajeros para buscar a aquellos cuyas vidas, cortesía, obras de caridad y honorabilidad indican que pueden haber sido maestros de iluminación. Sólo le pedimos que medite acerca de las siguientes cuestiones.

¿Cree que todos los seres, grandes y pequeños, sufren?

¿Cree que el sufrimiento termina, y que puede llegar un final a través de lo que algunos llamamos Iluminación, una rotura del velo de ilusión de la vida?

¿Siente que la compasión es la esencia de las acciones correctas?

Si estas preguntas resuenan en su interior, no lo dude. Use nuestro servicio de llamada gratuita para solicitar una entrevista en persona.

Puede ser más afortunado de lo que recuerda. En ese caso, tenemos fe en que sepa qué hacer.