Aproximándose rápidamente a la escena de la carnicería, un destacamento de la armada suiza llegó justo a tiempo. Mientras barrían el horizonte, la orgullosa flotilla desplegó brillantes insignias de batalla, lanzó disparos de aviso e hizo huir a los incursores.
¡Rescatados! La tripulación de los oxidados barcos de pesca los saludó cuando sus salvadores aparecieron a la vista, el brillante sol a las espaldas. Momentos antes, todo parecía perdido. ¡Ahora el desastre se había convertido en una victoria!
Sin embargo, Crat apenas lo advirtió. Entre el puñado de marinos cubiertos de sudor que se agarraban a las bordas y ondeaban sus camisas al aire, estaba demasiado ocupado vomitando para esforzarse mucho en vitorear. Por fortuna, en su estómago no quedaba mucho que verter al océano manchado ya de sangre. Sus puños seguían el ritmo cada vez más espaciado de las arcadas.
—Toma, fils —oyó que alguien decía muy cerca de él—. Coge este trapo. Límpiate.
La voz hablaba con un fuerte acento. Pero casi todo el mundo a bordo de aquel pobre remedo de barco hablaba mal el inglés estándar. Mientras agarraba la mancha difusa, Crat se sorprendió un poco al encontrar que el paño estaba relativamente limpio. Más que ninguna otra cosa que hubiera visto desde que subió a bordo del Congo, hacía ya algunas semanas. Se limpió la barbilla y entonces intentó levantar la cabeza, preguntándose tristemente quién se había molestado en interesarse por él.
—No. No me des las gracias. Ven. Déjame ofrecerte un remedio para las náuseas.
El hombre que hablaba tenía el cabello blanco y la piel arrugada por el sol. A pesar de su edad, estaba claro que sus brazos delgados y bronceados eran más fuertes que los de Crat. El buen samaritano agarró con fuerza la nuca de Crat y alzó un vaporizador.
—¿Estás preparado? ¡Bien! Inspira ahora.
Crat inhaló. Las moléculas preparadas le empaparon las membranas mucosas, apresurándose de camino a los receptores de su cerebro. El abrumador mareo se evaporó como la niebla bajo el sol tropical.
Se frotó los ojos y entonces devolvió el pañuelo sin pronunciar una palabra.
—Eres parco en palabras, ¿eh? ¿O es que te has atragantado con nuestro triunfo? —El viejo señaló el lugar donde todavía podía verse la retaguardia de los verdes incursores, que se dirigían hacia el oeste en sus botes ultrarrápidos. Por supuesto, nada que poseyera el Estado del Mar podía esperar alcanzarlo.
—Triunfo —dijo Crat, repitiendo la palabra con tono ausente.
—Sí, por supuesto. Repelidos por la única fuerza que más temen. Helvetia Rediviva. Los guerreros más feroces del mundo.
Crat se cubrió los ojos con la mano, preguntándose vagamente adónde habría ido a parar su sombrero. Por orden del capitán, todo el mundo a bordo del Congo tenía que llevar uno para protegerse de los fuertes ultravioleta, como si la media de vida en un barco de pesca del Estado del Mar diera ánimos como para preocuparse por los cánceres de piel latentes.
Lo primero que Crat vio al darse la vuelta fue el casco torcido del Dacca, el barco envasador de la flotilla y el blanco principal de los incursores verdes. Los marinos de cubierta corrían de un lado a otro, lavando maquinaria que había sido rociada con enzimas cáusticas. Otros lanzaban cabos a los barcos cercanos, mientras las bombas luchaban por achicar las vías de agua del Dacca.
La intención de los verdes no había sido hundir el barco, sino dejarlo inservible. Con todo, los incursores a veces subestimaban la pericia marinera de los barcos que surcaban los mares bajo la bandera del albatros. Crat era demasiado inexperto para calcular si la tripulación del Dacca sería capaz de salvar el navío. Y, desde luego, no iba a preguntarlo.
Cerca del barco factoría se encontraba una nave de observación de la UNEPA, azul y brillante como un objeto salido de un mundo alienígena, como en efecto era en cierto modo. Las jodidas Naciones Unidas no habían hecho nada por detener a los verdes. Pero si el Dacca se hundía, o vertía más de unas pocas cuartas de combustible para salvarse, la UNEPA se lanzaría contra el Estado del Mar con eco-multas.
—Allí —señaló el viejo, quien asestó a Crat un golpe en el hombro mientras señalaba con la otra mano—. Ahora puedes echar un buen vistazo a nuestros rescatadores. Hacia Japón.
¿Eso son esas islas? Las formas montañosas se alzaban bajas al noroeste, como nubes. Crat se preguntó cómo era nadie capaz de advertir la diferencia.
Vio un escuadrón de barcos planos que se acercaban rápidamente desde esa dirección, tan limpios y esbeltos que al principio supuso que no tenían nada que ver con el Estado del Mar.
Los barcos más pequeños se dispersaron, en busca de submarinos verdes, mientras por el centro se acercaba un esbelto e impresionante navío de guerra. La boca de su poderoso cañón brillaba como acero bruñido. Abultados tanques de alta presión contenían la munición, varios agentes químicos que empezaron a rociar sobre el pobre Dacca para neutralizar las enzimas de los verdes. Aunque ninguno de los productos afectaba al organismo humano, el nuevo baño hizo que la tripulación del Dacca se echara a reír y a saltar, refocilándose como si fuera un perfume exquisito.
—¡Ah! —exclamó el viejo—. Justo lo que pensaba. Es el Pikeman. ¡Un barco orgulloso! Dicen que nunca tiene que luchar, de temible que es su nombre.
Crat miró hacia los lados, súbitamente receloso. Los ojos del viejo brillaban con algo más que simple gratitud por ser salvado del sabotaje de los verdes. En su porte había un orgullo inconfundible. Por eso, y por el acento fuerte pero educado, Crat supuso que no se trataba de un simple refugiado de la pobreza, ni un alocado aprendiz de aventurero como él. No, debía de haberse unido a la nación de los desposeídos porque su lugar de nacimiento estaba aún ocupado oficialmente por las potencias mundiales: un país cuyo nombre había sido también confiscado.
Crat recordaba haber visto la misma expresión en los ojos de otro veterano, allá en Bloomington, uno de los vencedores en la campaña helvética. Qué extraño resultaba encontrarla en uno de los que lo habían perdido todo.
Mierda. Debió de ser una guerra terrible.
El viejo confirmó los recelos de Crat.
—¿Ves? Incluso en este estado deben tratarnos con respeto —señaló, y entonces añadió en voz baja—: ¡Pero maldición, más les vale!
La flotilla de rescate envió eficientemente unidades para reparar el Dacca, mientras el Pikeman viraba a favor del viento para que un zepelín de guardia pudiera despegar. Al observarlo con más atención, Crat descubrió que el barco no era nuevo ni mucho menos. Tenía los flancos cubiertos de parches, como todos los barcos de la armada que el Estado del Mar había esparcido por el mundo. Sin embargo, las reparaciones se unían a la perfección, y de algún modo parecían ofrecer una mejora sobre el diseño original.
Al contemplar la bandera del crucero ondeando al viento, Crat parpadeó súbitamente, sorprendido. Durante un brevísimo instante el gran pájaro en el centro del estandarte, en vez de volar entre las estilizadas olas del océano, pareció surcar una nube sólida, emplazada en un campo ensangrentado. Bizqueó. ¿Había sido una ilusión, provocada por su hambre constante?
¡No! ¡Allí! ¡Los colores volvieron a destellar! Advirtió que, por lo visto, el emblema del Estado del Mar había sido modificado. Intercalados en al agua azul y el cielo verde había hilos holográficos, visibles solamente lo suficiente para poder captar una imagen breve pero indeleble.
Una vez más, sólo durante un instante, el albatros aleteó sublimemente a través de una cruz cuadrada y blanca, centrada en un fondo de profundo escarlata.
Naturalmente, los delfines habían escapado durante la refriega. Incluso antes de que el destacamento helvético llegara para expulsarlos, los incursores verdes habían conseguido romper la gigantesca red de pesca que envolvía al banco. Crat gruñó al ver los daños. Ya tenía las manos magulladas de intentar complacer a un autoritario fabricante de redes, de atar nudos simples una y otra vez, y luego repetir la operación con la mitad de ellos cuando su amo y señor encontraba algún fallo indetectable al ojo humano.
La calamidad iba más allá de las redes dañadas, naturalmente. Podría significar que pasaran hambre otra vez esta noche, si las enzimas de los incursores habían alcanzado las bodegas del Dacca. Sin embargo, en el fondo de su corazón Crat se sentía extrañamente contento de que las pequeñas criaturas hubieran escapado.
Oh, claro. Allá en Indiana era un carnicero, un auténtico comedor de carne. A menudo ahorraba para devorar en público una rara hamburguesa, sólo para molestar a cualquier estúpido IgNor Ga que pasara por delante. De cualquier forma, la presa de hoy no era ninguno de los raros tipos de delfines inteligentes que figuraban en las listas protegidas, o de lo contrario la UNEPA habría intervenido mucho más rápidamente y de forma más letal que los incursores verdes.
Sin embargo, incluso las estúpidas marsopas se parecían demasiado a Tuesday Tursiops, el héroe con nariz de botella de los programas infantiles de los vídeos sabatinos. Gritaban quejumbrosamente cuando las izaban a bordo, debatiéndose, dando coletazos… El estómago de Crat ya estaba revuelto cuando los pájaros carroñeros llegaban al barco factoría para pelearse por las sobras de la cubierta.
Entonces, de repente, llegaron los verdes; entre ellos, probablemente, antiguos compatriotas de Crat. Recordó haber visto caras pálidas bien alimentadas, las mandíbulas apretadas en torva determinación mientras acosaban a los cosechadores del Estado del Mar hasta los mismos límites de las leyes internacionales, y luego más allá. Para Crat, el temor y la confusión de la breve batalla había sido solamente la gota que colmaba el vaso.
—¿Te sientes mejor ahora?
Crat alzó la cabeza desde su asiento improvisado, una de las cadenas del ancla. Tras esforzar la vista, comprobó que se trataba nuevamente del viejo helvético, que había vuelto a acercársele cualquiera sabía por qué razón. Crat respondió encogiéndose silenciosamente de hombros.
—Me llamo Schultheiss. Peter Schultheiss —se presentó el hombre mientras se sentaba en una maroma—. Aquí tienes. Te he traído un poco de sombra portátil.
Crat le dio vueltas al regalo, un sombrero de paja. Unas semanas antes podría haberlo rechazado, por considerarlo algo salido de un jardín de infancia. Ahora reconoció una buena pieza de artesanía utilitaria.
—Mm —respondió con un ligero ademán, y se lo puso. La sombra fue bienvenida.
—Ni es necesario que des las gracias —aseguró Schultheiss—. El Estado del Mar no puede permitirse cirugía ocular para todos sus jóvenes. No podemos contar con la jodida caridad de las Naciones Unidas.
Por primera vez, Crat sonrió levemente. Lo único que le gustaba de esta decepcionante aventura era que tanto jóvenes como viejos sufrían y maldecían por igual. Sólo aquí, en el mar, la fuerza de un joven contaba tanto como la experiencia de cualquier abuelete.
Espera y verás, pensó. Cuando me acostumbre a todo esto, seré más duro que nadie.
Pero eso no sería pronto. En la primera semana a bordo, imprudentemente había aceptado luchar con un marinero bantú muy pequeño que llevaba un pañuelo moteado en la cabeza. La velocidad de su humillación le mostró lo inútiles que eran los años de clases de judo en el mundo real. Aquí no había colchonetas, ni entrenadores para contar segundos fuera. Los temblores y el dolor que le siguieron a su hamaca demostraron que su sueño tardaría algún tiempo en hacerse real.
Crat recordó el Instituto Quayle y aquella piojosa clase de estudios tribales a la que Remi, Roland y él solían asistir. Casi nada de lo que decía el profesor se le había quedado en la memoria, excepto una cosita, lo que el viejo gilipollas de Jameson había dicho sobre los jefes.
—Eran hombres del clan que ganaron un status superior, respeto, la mejor comida, esposas. Casi todas las sociedades humanas tienen un lugar especial para quienes consiguen cosas grandes, incluso las tribus modernas como vuestras bandas adolescentes. La diferencia principal entre las culturas no ha sido la presencia o ausencia de jefes, sino cómo eran elegidos y con qué criterios.
»Hoy, ni el poder físico ni la virilidad son un criterio importante en la sociedad occidental. Pero la inteligencia y la rapidez todavía cuentan…
Crat recordó que Remi y Roland se habían sonreído mutuamente, y por un instante odió a sus compañeros con terrible pasión. Entonces, de un modo sorprendente, el profesor dejó caer también algunas palabras que parecían dedicadas sólo a él.
—Naturalmente, incluso hoy, hay algunas sociedades donde imperan las virtudes del macho. Donde la fuerza y la valentía parecen importar aún…
Cada uno de ellos se había volcado en el estilo colono por motivos distintos. Remi, por la aventura y la promesa de un orden nuevo. Roland, por el honor de la camaradería y el peligro compartido en una causa. Para Crat, sin embargo, el motivo había sido más simple. Sólo quería ser jefe.
Y así, hacía ya un mes, había comprado un billete sólo de ida para dar comienzo a lo que estaba seguro sería su gran aventura.
Menuda puñetera aventura.
—Me parece que ahora el almirante cederá esos territorios de pesca —comentó Schultheiss mientras miraba hacia el puente, donde los oficiales del Congo caminaban de un lado a otro y discutían con los otros capitanes por medio de holos.
Pronto oyeron los gritos de mando: todas las manos a las redes en cinco minutos, para izar y tirar. Crat suspiró, pensando en sus doloridos músculos.
—¿Crees que iremos a la ciudad? —preguntó.
Era su frase más larga hasta el momento. Schultheiss pareció impresionado.
—Es probable. He oído decir que una de nuestras ciudades flotantes viene para acá, desde Formosa.
—En cuanto atraquemos —dijo Crat de repente—, pediré el traslado.
Schultheiss alzó una ceja.
—Todas las flotas del Estado del Mar son iguales, amigo mío, excepto las unidades helvéticas, por supuesto. Y dudo que tú…
Crat lo interrumpió.
—Estoy harto de pescar. He pensado en irme a las dragas.
El viejo gruñó.
—Un trabajo peligroso, fils. Bajar buceando a las ciudades sumergidas, atar cuerdas a los muebles y los trozos de metal herrumbroso, desmantelando edificios de oficinas inundados en Miami…
—No. —Crat negó con la cabeza—. Dragados de profundidad. Ya sabes, lo que da dinero. Bucear en busca de nódulos.
Sabía que no lo había pronunciado bien. Schultheiss pareció aturdido por un instante y luego asintió vigorosamente.
—¡Ah! ¿Quieres decir nódulos?, ¿nódulos de manganeso? ¡Mi joven amigo, eres aún más valiente de lo que pensaba!
De aquella breve mirada de respeto, Crat extrajo cierta satisfacción. Pero entonces el viejo sonrió con indulgencia. Le palmeó el hombro.
—Y el Estado del Mar necesita ese tipo de héroes para arrancar riquezas de las profundidades y así poder ocupar nuestro lugar entre las naciones. Si tú eres uno de esos hombres, me enorgullezco de haberte conocido.
No me cree, advirtió Crat. Antaño, eso le habría hecho estallar de ira. Pero había cambiado, aunque fuera tan sólo porque ahora estaba demasiado cansado para enfurecerse. Crat se encogió de hombros. Tal vez yo tampoco lo creo.
El cabestrante principal estaba roto de nuevo, naturalmente. Eso significaba que la sección del Congo de la gran red de pesca tendría que ser izada a mano.
Crat recordó dónde había visto antes al viejo helvético. Peter Schultheiss era miembro del equipo de ingenieros que mantenían a flote la vieja bañera y sus barcos hermanos, el Jutlandia y el Indostán, a pesar de su edad y decrepitud. Ahora mismo Schultheiss estaba inmerso de cabeza en una maraña de negros aparejos, utilizando las herramientas que le proporcionaban rápidamente sus atentos ayudantes.
Cerca, la vela mayor se alzaba, como una chimenea ahusada. Ya no estaba ladeada para orientarse al viento, sino desplegada del todo, y así permanecería a menos que el viejo Peter tuviera éxito. Al parecer, esta vez no era sólo el cabestrante, sino toda la cadena de la cubierta la que dependía de que el milagro funcionara.
Eso sí que es habilidad, admitió Crat, mientras observaba a Schultheiss durante una breve pausa en su trabajo. No se aprenden este tipo de cosas en la jodida Red de Datos.
—¡Otra vez! —ordenó el contramaestre. El afrikaner, redondo como un barril, hacía tiempo que se había vuelto completamente moreno—. ¡Listos a la cuenta de tres, escoria! Uno, dos y… ¡tirad!
Crat gruñó mientras tiraba con los otros, marchando lentamente entre los barcos, arrastrando la cuerda empapada y su cadena de balizas flotantes por encima de la borda. Los tejedores de la red se encargaban de reparar los daños en cuanto llegaba a bordo. Era una cadencia llena de práctica y tradición en alta mar.
Cuando volvieron a detenerse antes de avanzar, Crat se masajeó el dolorido brazo izquierdo y olisqueó a izquierda y derecha, perplejo por el olor agrio y sucio. El brusco hedor de los hombres sin lavar, que casi le había abrumado hacía semanas, era ahora un mero contrapunto a otros olores que se mecían en la brisa.
Por fin encontró la fuente en el horizonte: una retorcida columna de humo más allá de los barcos del Estado del Mar, que se alzaba para manchar los estratos de nubes. Crat dio un codazo a uno de sus compañeros, un serio refugiado de la inundada Libia.
—¿Qué es eso? —preguntó.
El delgado tipo se reajustó el pañuelo mientras observaba.
—Un barco incinerador, creo. No le está permitido ponerse a sotavento de nadie, reglas de la UNEPA, ¿sabes? Pero nosotros somos nadie. Así que hacerlo con nosotros está bien. —Escupió sobre la cubierta para causar más efecto, y luego otra vez sobre sus manos mientras el contramaestre les ordenaba que cogieran la cuerda para otra ronda.
Al mirar la columna de humo, Crat supo lo que habría dicho Remi: «Eh, tú tienes tus prioridades, yo tengo mis prioridades. Todo el mundo las tiene». Deshacerse de residuos tóxicos almacenados en tierra contaba más para la mayoría que preocuparse por una fuente más de carbono. Proteger los suministros de agua en tierra era más importante que unas cuantas moléculas que escaparan de las ardientes llamas de los incineradores, sobre todo cuando esas moléculas no caerían sobre zonas pobladas.
Eh, pensó Crat mientras izaba al compás de los demás. ¿Es que yo no formo parte de la población? Sin embargo, pronto sus pensamientos estuvieron exclusivamente dedicados a su trabajo, en mantener a un mínimo las pullas sobre los torpes yanquis de culo gordo, y evitar que los otros lo pisotearan.
Como estaba concentrado en su trabajo, no se dio cuenta de que el capitán salía a cubierta a comprobar el viento, el ceño fruncido de preocupación. Aunque era pobre, el Estado del Mar debía su existencia a los ordenadores y a los satélites climatológicos de otras naciones. Los partes meteorológicos regulares significaban la vida o la muerte, y permitían a las mohosas flotillas y las ciudades flotantes buscar la seguridad antes de la llegada de las tormentas.
Sin embargo, los modelos climatológicos no podían predecir las variaciones pequeñas, brumas y chubascos, microestallidos y súbitos cambios del tiempo. Mientras Crat se esforzaba con la cuerda, cansado y consciente de que sólo habían hecho la mitad del trabajo, los ojos del capitán se entornaron, adviniendo sutiles pistas. Se volvió a llamar a su oficial de comunicaciones.
Mientras volvía la espalda, una diminuta turbulencia de aire descendió sobre la flotilla. La zona de micropresión dio pocas pistas. A doscientos metros al este, alisó el mar convirtiéndolo en una breve perfección cristalina. Los hombres del Dacca notaron que los tímpanos les reventaban y los rubios marinos del Pikeman tuvieron que apartarse para esquivar la intensa rociada de espuma salada.
La tangente de la zona rozó entonces al Congo, haciendo girar el anemómetro. Ráfagas de viento golpearon la vela, sacudiéndola bruscamente. El guardafrenos, que se había estado hurgando los dientes, saltó hacia la palanca demasiado tarde. La vela viró con fuerza hacia el grupo de trabajadores, derribando a varios y seccionando la tensa cuerda como un cuchillo curvo.
La tensión se liberó de una sacudida, que lanzó a los marineros por la borda en una maraña de fibrosas telarañas. En un momento Crat estuvo inclinado hacia atrás, esforzándose en hacer su trabajo a pesar de las ampollas. Al siguiente, voló por los aires. Sus temblorosos músculos estallaron con un espasmo por el súbito retroceso, y por un instante casi le pareció agradable revolotear sobre el agua como una gaviota. Su cerebro, siempre el último en darse cuenta, tardó algún tiempo en advertir por qué todos los demás hombres gritaban. Entonces golpeó el mar.
Bruscamente, todos los chirridos se apagaron. Sonidos sordos parecían resonar desde todas direcciones, las sacudidas de las criaturas en lucha, el borbotón de aire de los pulmones llenos de pánico, los gemidos y chirridos de las juntas del Congo mientras lentamente caía al olvido. Un destino que se acercaba mucho más rápidamente para Crat, al parecer. Sus brazos y piernas quedaron atrapados en la revuelta red, y aunque las balizas se dirigían gradualmente a la superficie, eso no ayudaría a los hombres que estaban atrapados como él, sólo a un metro por debajo.
Extraño, pensó. Siempre había soñado con el agua, una razón por la que, cuando todos los otros estados rechazaron sus solicitudes de emigración, se decidió al fin por irse al mar. Sin embargo, hasta el momento no se le había ocurrido la posibilidad de morir ahogado. ¿No era una buena forma de morir, al menos? Mientras que no dejaras que el pánico lo estropeara todo… A juzgar por los sonidos que hacían los demás, iban a tener una experiencia terrible.
Algo en la calidad del sonido le pareció sumamente familiar. Tal vez recordaba el vientre…
Torpemente, con lentitud glacial, empezó a elaborar una huida. No tenía ninguna ilusión, pero era algo que había que hacer. Supongo que después de todo os veré dentro de poco, tíos, les dijo en silencio a Remi y Roland.
Liberó el brazo izquierdo cuando una de las formas que se sacudían a su lado quedó fláccida y quieta. No perdió tiempo ni energía en mirar. Ni siquiera cuando una figura gris apareció más allá, al otro lado de la red. Pero mientras trabajaba tranquila y metódicamente en la compleja tarea de liberar su otro brazo, una cara apareció súbitamente, justo delante de él. Un gran ojo parpadeó.
No, le guiñó. El ojo estaba colocado sobre una larga y estrecha sonrisa llena de dientes blancos y puntiagudos. La mandíbula en forma de botella y la alta frente curva se volvieron hacia él, y Crat sintió bruscamente que sus oídos internos enloquecían en un chasquido de penetrante estática. Sobresaltado, advirtió que la criatura lo estaba observando, inspeccionándolo con su propio sonar sofisticado. Saciando su curiosidad con un hombre capturado en una red diseñada para atrapar a las criaturas del mar.
Este delfín era mucho mayor que los que la flotilla había estado matando hacía tan sólo unas horas. Debía de ser uno de los grandes e inteligentes. Desde luego, parecía divertido con este inesperado giro de los acontecimientos.
Maldición, dijo Crat para sí mientras liberaba por fin el brazo izquierdo. No hay ninguna jodida intimidad en ninguna parte. Ni siquiera cuando me estoy muriendo.
Acompañando al resentimiento experimentó una disolución de la pacífica resignación. Con un chasquido, su voluntad de vivir regresó súbitamente. El pánico lo amenazó mientras el diafragma se le agarrotaba, de forma que se le escaparon unas cuantas burbujas. Debía de llevar bajo el agua apenas un minuto o dos, pero de repente sus pulmones se llenaron de agonía.
Irónicamente, fue el delfín, el hecho de tener un público, lo que hizo aguantar a Crat. ¡No estaba dispuesto a ofrecer el mismo espectáculo que los otros! Ahora que su mente funcionaba de nuevo, más o menos, Crat empezó a recordar cosas importantes.
¡Como el hecho de que tenía un cuchillo! Envainado en su tobillo, era una de las pocas cosas que las reglas del barco no le impedían. Tras doblarse, agarrarlo, desenvainarlo, Crat alzó la brillante hoja y empezó a cortar los hilos que le atenazaban las piernas.
Era curiosa la forma en que el agua transmitía el sonido: parecía amplificar los latidos de su corazón, devolviendo ecos múltiples de todas partes. El delfín curioso parecía poner el contrapunto, aunque Crat evitó observar a la criatura mientras se esforzaba.
¡Una pierna libre! Crat esquivó una maraña de red que la corriente envió en su dirección, y en el proceso casi perdió el cuchillo. Agarrándolo compulsivamente, también perdió un poco más de aire precioso y rancio.
Sentía los dedos como salchichas entumecidas cuando empezó a cortar la red de nuevo. El mar comenzó a llenarse de motilas a cada segundo. Infinitos bancos de peces púrpura se concentraron ante su visión cada vez menor, como un preludio de la inconsciencia. Empezaron a difuminarse y la sensación se extendió por sus miembros mientras el cuerpo le temblaba. De un momento a otro vencería su voluntad con un espasmódico anhelo de respirar.
¡La última fibra se rompió! Crat intentó lanzarse hacia la superficie, pero debía emplear todas las fuerzas que le quedaban en no respirar.
Una ayuda inesperada lo salvó, un empujón desde atrás que lo envió hacia arriba, rompiendo la superficie con un jadeo estremecedor. De algún modo, se desplomó sobre un conjunto de balizas, manteniendo apenas la boca sobre el agua mientras sorbía el dulce aire. Estoy vivo, advirtió, sorprendido. Estoy vivo.
El rugido de sus oídos enmascaraba el clamor de los hombres que miraban desde el Congo, y que sólo ahora empezaban a abalanzarse al rescate. Tenuemente, Crat supo que ni siquiera los que se zambullían con valentía en el agua podrían cruzar la red a tiempo de alcanzar las formas que aún se agitaban cerca.
En cuanto sus brazos y piernas pudieron moverse de nuevo, Crat se volvió hacia el superviviente más cercano, un marinero que se encontraba apenas a dos metros de distancia, golpeando el agua desesperada y débilmente. El tipo estaba atrapado, con la cabeza ladeándose intermitentemente justo en la superficie. Cuando Crat se acercó, escupió y tosió y trató de tomar aliento antes de ser arrastrado de nuevo hacia abajo. Aturdido, Crat advirtió que el cuchillo le había desaparecido, y que probablemente ahora se hundía en las aguas. Así que hizo lo único que pudo. Agarrándose a un puñado de balizas, estiró la otra mano sobre la maraña y asió el cabello del moribundo, izándolo para que tomara aire. Su respiración se convirtió entonces en un agudo silbido, hasta que los ojos del pobre hombre se aclararon lo suficiente del coma para llenarse de histeria. Menos mal que los brazos de la víctima estaban aún atrapados en la red, o en su pánico habría vuelto a arrastrar a Crat a la trampa.
La propia respiración de Crat se volvió entrecortada mientras recurría a las reservas que nunca antes había sabido que tenía. Sólo mantener la cabeza por encima del agua era un arduo trabajo. También tenía que hacer caso omiso a los chapoteos cada vez más débiles de los hombres que tenía cerca. No puedo ayudarlos. De verdad que no puedo… Tengo las manos ocupadas.
Crat sintió que algo se acercaba a mirarlo. Otra vez aquel delfín. Ojalá alguien le disparara al maldito…
Entonces recordó el empujón en su trasero. Aquello le había salvado la vida.
Su mente era demasiado lenta, estaba demasiado aturdido para pensar en muchas más cosas. Desde luego, no formó ninguna idea clara para dar las gracias al responsable. Pero aquel ojo pareció sentir algo, su comprensión, tal vez. Otra vez le guiñó. Entonces el delfín alzó la cabeza, parloteó rápidamente y desapareció.
Crat estaba todavía sumido en extraños pensamientos cuando llegaron por fin para aliviarlo de su carga y sacar su exhausto cuerpo del mar tibio de sangre.
■
En la década de mil novecientos setenta se descubrió un nuevo tipo de contaminación. Dadas las prioridades de aquellos tiempos, no recibió tanta atención como, digamos, los ríos contaminados o los problemas de las grandes ciudades. Sin embargo, una oposición vocal empezó a alzarse en protesta.
Los árboles. En algunos lugares, los árboles fueron decretados como el último símbolo de la avaricia humana y su maldad para con la naturaleza.
—Oh, desde luego que los árboles son cosas buenas en general —proclamaban esas voces—. Cada uno crea un ecosistema en miniatura, al cobijar y proteger a incontables seres vivos. Sus raíces sostienen y airean el suelo. Obtienen carbono del aire y lo devuelven convertido en dulce oxígeno. Las hojas al respirar transpiran humedad, de forma que una porción del bosque se transmite a la siguiente.
Comida, pulpa, belleza, diversidad…, no había forma de contar los tesoros perdidos en aquellas tierras tropicales donde los bosques se perdían diariamente por centenares, millares de hectáreas. Sin embargo, en la Norteamérica de 1990 había más árboles que en el siglo anterior, muchos de ellos plantados por orden legal para reemplazar antiguas zonas «recolectadas» de robles, pinos y hayas. O Gran Bretaña, donde los prados antiguamente poblados de ovejas estaban ahora cubiertos, bajo generosos incentivos en los impuestos, con hectáreas y hectáreas de pinos especiales.
Bosques basura, los llamaban algunos. Interminables hileras uniformes que se extendían en filas geométricas hasta donde alcanzaba la vista. Absolutamente uniformes, habían sido alterados genéticamente para crecer con rapidez. Y crecieron.
—Pero esos bosques son zonas muertas —alegaron los que se quejaban—. Un suelo cubierto sólo con agujas de pino o amargas hojas de eucalipto sólo protege a unos cuantos ciervos, alimenta a pocas nutrias, apenas oye la canción de algún pájaro.
Mucho más tarde, cuando la gran campaña por el Billón de Árboles se puso en marcha (perdiendo algunos lugares, pero ayudando en todas partes a resistir el avance de los desiertos), muchos nuevos bosques siguieron siendo lugares tranquilos. El vacío parecía susurrar, resonando entre las ramas quietas.
No es lo mismo, objetaba esta preocupada paz. Algunas cosas, cuando se pierden, no pueden ser restauradas fácilmente.