¿Cuánta diferencia podía suponer un mes? La última vez que Teresa estuvo sentada ante esta mesa, en las secretas entrañas de Waitomo, su mundo personal acababa de venírsele encima. Ahora su dolor se había estabilizado.
Podía considerar el apasionado interludio en Groenlandia como parte de su recuperación como viuda, para empezar a pensar en otras cosas aparte de Jason.
Por supuesto, la última vez también se hallaba aturdida por un choque completamente diferente: la noticia de que la Tierra estaba en peligro. Ese hecho no había cambiado.
Pero al menos ahora estamos haciendo algo. Inútiles o no, sus esfuerzos eran beneficiosos para la moral.
George Hutton terminaba con su informe de situación. Su éxito, limitado hasta el momento, era visible en la imagen a gran escala, donde se apreciaba a su enemigo balanceándose en una órbita ampliada, alzándose levemente sobre la cristalina esfera interna hasta la segunda capa, el núcleo externo de metal líquido. Ya no era un devorador complacido que se alzaba sin ser molestado entre un banquete de materia de alta densidad. Ahora el punto púrpura parecía latir enfadado.
Teresa asintió. Vamos a por ti, bestia. Hemos empezado a defendernos.
Ésa era la buena noticia. Con unos cuantos momentos de pánico más o menos, los cuatro resonadores habían comenzado a disparar secuencias simultáneas para convertir la energía acumulada del planeta en rayos de gravedad coherente, que rebotaban contra Beta y gradualmente la empujaban hacia fuera, hacia…
¿Hacia qué? Todavía no hemos calculado qué hacer con esa maldita cosa. Empujarla hasta que su órbita creciente salga de la Tierra, supongo. Pero ¿y luego qué? ¿Dejar a una singularidad en deterioro, que arde a un millón de grados, que sigue dando más y más vueltas, entrando y saliendo, entrando y saliendo hasta que se disipe por fin en un gran estallido de rayos gamma?
Teresa se encogió de hombros. Como si para entonces la elección estuviera todavía en nuestras manos. Ése era un motivo por el que los estados de ánimo alrededor de la mesa eran tan sombríos.
Otra causa se veía en la zona externa del modelo planetario: una pauta de luces que indicaban dónde sus rayos gázer habían emergido, en el mar o en la tierra.
De hecho, la mayoría de los rayos latían con modos y longitudes de onda que no interaccionaban con los objetos de la superficie. A menudo, el único efecto era un cambio de vientos o remolinos en una corriente oceánica. Sin embargo, de una cuarta parte de los lugares llegaban informes de extraños colores o truenos en un cielo despejado y azul. Se hablaba de surtidores de agua o nubes que desaparecían. De presas destruidas, de cortes circulares en los campos de trigo, de aviones desaparecidos sin dejar huella.
Teresa miró a Alex Lustig. Ya había comentado sus esfuerzos por evitar los centros de población y ella no dudaba de su sinceridad. Sin embargo, algo había cambiado en el hombre desde que lo viera por última vez. Con toda sinceridad, ella esperaba encontrarlo hecho un despojo. Destrozado por la culpabilidad como estaba la primera vez que lo vio, Teresa suponía que andaría al borde de un ataque de nervios cuando la cifra de víctimas empezara a aumentar.
Extrañamente, ahora parecía en paz mientras escuchaba a cada orador en el transcurso de la reunión, sin exhibir ninguno de los gestos nerviosos que ella recordaba. Su expresión parecía casi serena.
Tal vez no sea tan extraño, pensó Teresa. Más allá del círculo de luz proyectado por la imagen, vio que June Morgan se movía tras Lustig y empezaba a masajearle los hombros. Las aletas de la nariz de Teresa se dilataron. Son dignos uno del otro, pensó, y entonces frunció el ceño, preguntándose qué querría decir con eso.
—Hemos intentado evitar las pautas predecibles —informaba George Hutton—. Así que será difícil localizar el emplazamiento de nuestros resonadores. Sin duda varias naciones, alianzas y multinacionales importantes sospechan ya que las perturbaciones son de origen humano. De hecho, contamos con una reacción de sospecha. Mientras se echen la culpa mutuamente, no buscarán a ningún grupo privado.
—¿No es eso peligroso? —preguntó Teresa—. ¿Y si alguien se deja llevar por el pánico, especialmente una de las grandes potencias?
No es necesario mucho esfuerzo para romper los sellos puestos sobre un escuadrón de misiles crucero, ya saben. Sólo martillos y un poco de software simple.
Pedro Manella avanzó hacia la luz.
—Eso está bajo control, capitana. Primero, los seísmos suceden en lugares aleatorios, por todo el mundo. La única pauta organizada que advertirán es que las perturbaciones evitan estadísticamente los centros de población importantes.
»Segundo: me he encargado de depositar anuncios confiscados en un servicio de registro secreto, para que se difundan por la Red en el instante en que alguna potencia entre en alerta amarilla.
Alex sacudió la cabeza.
—Creía que no íbamos a confiar en ninguno de esos servicios.
Manella se encogió de hombros.
—Después de su desagradable experiencia, Lustig, no se lo reprocho. Pero no hay posibilidades de una liberación prematura esta vez. De todas formas, el anuncio sólo da indicaciones suficientes para que los equipos de crisis frenen sus ganas de darle al gatillo y consulten a sus geólogos.
George Hutton tocó un control para reducir la imagen del globo y encender las luces de la sala. Alex apretó la mano de June Morgan y ella regresó a su asiento. Teresa desvió la mirada, sintiéndose a la vez fisgona y resentida. Es una coleccionista, pensó. ¿Cómo puede una mujer que una vez quiso a Jason sentirse también atraída por un hombre como Lustig?
Reprimió la urgencia de volverse y mirarlos de nuevo, esta vez con franca curiosidad.
—Además —añadió George Hutton—, de todas formas hay un límite respecto a cuánto tiempo podremos mantener esto en secreto. Tarde o temprano alguien nos localizará.
—No esté tan seguro —replicó Pedro—. Nuestro punto débil es la Red, pero tengo a algunas personas muy capaces trabajando para mí en Washington. Manteniendo el tráfico a un nivel mínimo y usando trucos como su dialecto maorí de las montañas, podremos enmascarar nuestros escuetos blips durante seis meses, incluso un año.
—Mmm. —George parecía vacilante, y Teresa estaba de acuerdo con él. El optimismo de Manella parecía desmesurado. Había demasiados hackers aburridos con tiempo libre de sobra y correlatores paralelos de muchos kilobits, buscando cualquier excusa para causar revuelo. Francamente, no estaba tan segura de que recibiera los saludos de los mansos empleados de la NASA cuando volviera a Houston o por un equipo de seguridad, ataviados con gafas de grabación total y órdenes para interrogarla.
Aun así, ansiaba hacer el viaje, para volver a conducir un estratojet bajo su propio nombre. Ya estoy harta de zeps y pseudónimos.
—¿No cree que el secreto saldrá a la luz cuando Beta emerja finalmente a la superficie? —preguntó George—. Entonces no nos estaremos escondiendo solamente de los hurones. Toda la carnada de sabuesos estará rastreando sangre.
—Concedido. Pero para entonces tendremos preparado nuestro informe para presentarlo al Tribunal Mundial, ¿no, Alex?
Lustig alzó la cabeza, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos.
—Mm. ¿Perdone, Pedro?
Manella se inclinó hacia él.
—¡Llevamos meses insistiendo sobre esto! Después de nuestra necesidad de deshacernos de Beta está el saber quién creó a la maldita cosa. No es sólo venganza, aunque dar un escarmiento a esos hijos de puta me complacerá. ¡Estoy hablando de salvar nuestra piel!
Teresa parpadeó.
—¿Qué quieres decir?
Manella gruñó, como si fuera el único de la habitación que veía lo evidente.
—Quiero decir que después de todo el caos que hemos causado, y el que causaremos en el futuro, ¿crees que la gente aceptará simplemente nuestra palabra de que tan sólo encontramos esa horrible cosa allá abajo?
»¡Demonios, no! Aquí estamos, guiados por el único hombre que fue sorprendido mientras construía un agujero negro en la Tierra. ¿A quién crees que culparán por la existencia de Beta? Sobre todo si los auténticos culpables son hombres poderosos, ansiosos de escapar a la responsabilidad.
Teresa tragó saliva.
—Oh.
Ella estaba dispuesta a soportar todas las cosas ilegales que habían hecho (incluyendo mantener secretos y dañar a inocentes). La salvación de la Tierra era una excusa poderosa, después de todo. Pero no se le había ocurrido que esa misma defensa podría serles negada, ¡que su propio grupo podría ser acusado de haber creado a Beta!
—Mierda —maldijo, en voz baja.
Ahora comprendía cómo debía de haberse sentido Alex Lustig cuando parecía tan amargado, la última vez. Eso hacía aún más difícil de comprender la tranquila expresión que aquel hombre tenía ahora mismo.
—A mí tampoco se me había ocurrido —dijo June Morgan, mirándola como si le leyera la mente. Teresa recordó su amistad, antes de que las cosas acabaran complicándose. El flujo de emociones contradictorias la hizo volverse rápidamente para evitar los ojos de June.
—Más allá de toda idea de venganza —concluyó Manella—, necesitamos a los culpables reales para volver a la muchedumbre contra ellos. Así que vuelvo a preguntarlo, Lustig. ¿Quiénes son?
Alex permaneció con las manos cruzadas sobre la mesa.
—Hemos conocido muchas cosas últimamente —dijo en voz baja—. Aunque desearía que Stan Goldman estuviera aquí para ayudarme. Sí, claro que es necesario en Groenlandia. Pero lo que estoy intentando decir es que, a pesar de muchas dificultades, creo que hemos realizado progresos.
»Por ejemplo, con la ayuda de June, ahora tenemos una idea mucho más completa de cómo tuvieron que ser las cosas cuando la singularidad cayó por primera vez a través de las regiones más intensas de magnetismo, que debieron atraparla durante algún tiempo antes de que interacciones caóticas dejaran finalmente deteriorarse su apoeje.
—¿Caos? ¿Quiere decir que ni siquiera puede…?
—Perdóneme. He sido impreciso. La palabra «caos» no significa en este caso algo aleatorio. La solución no es perfecta, pero puede elaborarse.
Manella volvió a inclinarse hacia delante.
—Entonces, ¿ha seguido su órbita hacia atrás? ¿Hasta los locos que la soltaron?
Teresa se enderezó en su asiento, helada. Una extraña luz parecía brillar en los ojos de Alex Lustig.
—No es fácil —empezó a decir—. Incluso un objeto diminuto y pesado como Beta tiene que haber sufrido desviaciones. Aparte de los campos magnéticos, hubo homogeneidades internas en la corteza y el manto…
Manella no estaba dispuesto a permitirlo.
—Lustig, conozco esa expresión en su cara. Tiene algo. ¡Díganoslo! ¿Dónde y cuándo cayó? ¿Hasta qué distancia puede acercarnos?
El físico británico se encogió de hombros.
—A unos dos mil kilómetros de su punto de entrada…
Manella gimió, decepcionado.
—… y a unos nueve años, más o menos, de la fecha del impacto inicial.
—¡Años! —Pedro se levantó. Asestó un puñetazo sobre la mesa—. ¡Hace nueve años, nadie en la Tierra era capaz de construir singularidades! La cavitrónica era todavía una teoría inofensiva. Lustig, sus resultados son peor que inútiles. ¡Está diciendo que aunque es muy probable que seamos destruidos, no hay manera de localizar y castigar a los culpables!
Por primera vez, Teresa vio a Alex sonreír abiertamente, una expresión a la vez piadosa y feroz, como si de hecho hubiera estado esperando esto.
—Tiene razón en una cosa, pero se equivoca en dos —respondió a Manella—. La verdad es que no puedo reprochárselo. Yo mismo hice esa suposición equivocada.
»Verá, también yo supuse que Beta tenía que haber entrado en la Tierra algún tiempo después de que la cavitrónica se convirtiera en una ciencia práctica. Sólo después de seguir el promedio de crecimiento de Beta y corregir algunas topologías internas comprendí que debía ser mucho más antigua de lo que pensábamos. De hecho, esos márgenes de error que mencioné son bastante exactos.
»La fecha de entrada fue probablemente 1908. La región, Siberia.
Teresa se llevó una mano al pecho.
—¡Tunguska!
George Hutton la miró.
—¿Se refiere…? —instó.
Pero Teresa tuvo que tragar saliva antes de recuperar la voz.
—Fue la mayor explosión registrada en la historia, incluyendo el pulso electromagnético que disparó la Guerra Helvética. Los barómetros detectaron ondas de presión por todo el mundo.
Todos la miraron. Teresa extendió las manos.
—Los árboles quedaron arrasados en cientos de kilómetros a la redonda. Pero nadie encontró jamás ningún cráter, así que no se trató de un meteorito normal. Algunas teorías sugieren un cometa que explotó en la atmósfera, o antimateria intergaláctica, o…
—O un microagujero negro —asintió Alex—. Sólo que ahora sabemos que no fue simplemente un agujero negro, sino una estructura bastante más compleja. Una singularidad tan complicada y elegante que no pudo ser un accidente de la naturaleza. —Se volvió hacia los demás—. Éste es el problema. Nuestros modelos afirman que la cosa tiene que proceder de una época anterior a la capacidad humana para construir esas cosas, y no estoy seguro de que pudiéramos hacerlo ni siquiera ahora.
Esta vez tanto Teresa como Pedro se quedaron si habla.
—¿Estás absolutamente seguro de que ningún proceso natural pudo crearla? —preguntó George Hutton.
—Al noventa y nueve por ciento, George. Pero aunque la naturaleza tropezara con la topología adecuada, es absurdo imaginar que un objeto así llegara cuando lo hizo.
—¿Qué quieres decir?
Alex cerró brevemente los ojos.
—Mira. ¿Por qué iba a dar la casualidad de que algo tan raro y terrible golpeara el planeta al mismo tiempo en que estamos capacitados para advertirlo? La Tierra lleva aquí más de cuatro mil millones de años, pero los humanos sólo un cuarto de millón. Y hasta hace menos de dos décadas no hemos sido capaces de ver nada más que el amargo final. ¡Esta coincidencia desafía toda credibilidad! Como diría mi abuela, es ridículo sostener que un universo imparcial está representando un drama tan sólo para nuestro beneficio.
Hizo una pausa.
—La respuesta, naturalmente, es que el universo no es imparcial en absoluto. La singularidad llegó cuando estábamos y no porque estábamos aquí.
El silencio se extendió. Alex sacudió la cabeza.
—No os reprocho que no comprendáis el razonamiento. También yo quedé atrapado por mi moderna preocupación de masoquista occidental. Supuse que solamente los humanos eran lo bastante listos o malvados para destruir a tan gran escala. Hizo falta un recordatorio del pasado para demostrarme lo estúpida que es esa suposición, después de todo.
»Oh, ahora puedo daros la fecha y el punto de entrada. Incluso puedo deciros algo acerca de los creadores de esa cosa. Pero no me pregunté como vengarnos de ellos, Pedro. Sospecho que es algo que está más allá de nuestras capacidades en este momento.
Los demás se miraron unos a otros, confundidos. Pero Teresa se sintió mareada. Luchó contra los efectos, respirando profundamente. Ninguna crisis física podría afectarla como lo había hecho esta serie de revelaciones abstractas.
—Alguien quiere destruirnos —resumió—. Es un arma.
—Oh, sí—dijo Alex, volviéndose para mirarla a los ojos—. Lo es, capitana Tikhana. Un arma lenta pero omnipotente. Y la coincidencia en el tiempo se explica fácilmente. La cosa llegó tan sólo una década o dos después de los primeros experimentos humanos con la radio.
»De hecho, la idea es bastante antigua en la ciencia ficción, un cuento de horror y paranoia que resulta sorprendentemente lógico cuando se analiza. Alguien ahí fuera, en el espacio, nos lleva ventaja y no quiere compañía. Así que elaboró, o elaboraron, un modo eficaz de eliminar la amenaza.
—¿Amenaza? —Manella sacudió la cabeza—. ¿Qué amenaza? Hertz y Marconi hicieron unos cuantos puntos y rayas, ¿y eso es una amenaza para seres que pueden crear cosas como ésa? —Señaló una de las pantallas planas, donde la última imagen creada por Alex del nudo cósmico se rebullía y se retorcía en su maléfico e intrincado esplendor.
—Oh, sí, claro que esos puntos y rayas representaban una amenaza. Aceptando que ese alguien de ahí fuera no quiere compañía, tendría sentido eliminar a unos rivales potenciales como nosotros lo más pronto y sencillamente posible, antes de que nos convirtiéramos en algo más difícil de manejar.
Hizo un gesto hacia arriba, como si el techo de roca fuera invisible y el cielo los envolviera.
—Consideren las restricciones bajo las que tienen que trabajar esas criaturas paranoides. Puede que nuestras primeras señales tardaran años en propagarse a su puesto de escucha más cercano. En ese punto, tuvieron que fabricar una bomba inteligente para buscar y destruir la fuente.
»Pero recuerden lo difícil que es enviar algo a través del espacio interestelar. ¡Si se quiere despacharlo a una velocidad cercana a la de la luz, mejor que sea pequeño! Mi idea es que enviaron un generador de cavitrones en miniatura, apenas adecuado para crear la singularidad más pequeña y liviana que pudiera hacer el trabajo.
»Por supuesto, si se empieza con una singularidad pequeña hará falta algún tiempo para que absorba masa en el interior del planeta antes de que pueda dispararse realmente. En este caso, unos ciento treinta años. Pero eso debería bastar, en circunstancias normales.
—Casi no lo fue, en nuestro caso —intervino Teresa amargamente—. Si hubiéramos invertido más en el espacio, ahora tendríamos ya colonos en Marte. Tal vez los inicios de ciudades en el cinturón de asteroides o en la Luna. Podríamos haber evacuado algunas de las arcas vitales…
—Oh, tiene razón —coincidió Alex—. Mi suposición es que somos inusitadamente inteligentes dentro del conjunto de especies neófitas. Probablemente la mayoría experimenta intervalos más largos entre el descubrimiento de la radio y los vuelos espaciales. Después de todo, los chinos casi hicieron algo con la electricidad un par de veces. Babilonios y romanos…
Pedro Manella se miró las manos.
—Inteligentes, pero no lo bastante. Así que aunque eliminemos a esa horrible cosa, la pesadilla puede que no haya acabado.
Alex se encogió de hombros.
—Supongo que no. Nuestros descendientes, si es que vivimos lo suficiente para tener alguno, tendrán tiempos difíciles por delante. Como diría un yanqui —y su voz adoptó el monótono acento norteamericano—, la galaxia en la que vivimos parece ser un vecindario bastante duro.
La cara de Manella se enrojeció.
—Está tomándose esto demasiado bien, incluso hace bromas, Lustig. ¿Le ha vuelto loco la noticia? ¿O nos tiene reservada otra sorpresa? ¿Tal vez otro deus exmachina que sacarse del sombrero, como la última vez?
Teresa advirtió, súbitamente, que eso era exactamente lo que ella estaba esperando, para lo que contenía la respiración. Lo ha hecho antes: enfrentarse a la desesperación con esperanzas renovadas. Tal vez lo baga también esta vez.
Al ver sonreír a Alex, el corazón le dio un brinco. Pero entonces él sacudió la cabeza y dijo simplemente:
—No. No tengo ningún truco nuevo.
—Entonces, ¿por qué demonios está sonriendo como un idiota, Lustig? —rugió Manella.
Alex se levantó. Y aunque continuó sonriendo, sus manos se engarfiaron lentamente.
—¿No lo comprenden? ¿No ven qué significa esto? —Se volvió a derecha e izquierda, mirando a cada persona por turnos, obteniendo tan sólo miradas de perplejidad. Frustrado, gritó—: ¡Significa que no somos culpables! ¡No nos hemos destruido a nosotros mismos y a nuestro mundo!
Presionó con ambas manos sobre la mesa, inclinándose hacia delante con fuerza.
—Todos han visto cómo estaba yo antes. Destruido por esto. Oh, claro, tal vez tengamos éxito expulsando a Beta, le doy una oportunidad entre cuatro, la mejor probabilidad hasta ahora.
»Pero ¿con qué sentido? Si producimos el tipo de hombre capaz de dejar caer algo así sobre el mundo y ni siquiera se preocupa de buscarlo de nuevo, ¿mereceríamos continuar adelante?
»Todos me han dicho: “No te lo tomes como algo personal, Alex”. “No es culpa tuya, Alex. Tu singularidad era inofensiva, no un monstruo capaz de devorarlo todo como Beta. ¡Eres nuestro campeón contra esta cosa!”.
»¿Campeón? —Su risa fue ácida—. ¿Nadie de ustedes veía cómo me hacía sentir eso realmente?
Los demás se miraron. La reserva del físico se había roto, y debajo quedaba ahora revelado alguien más humano que el Alex Lustig que Teresa había visto hasta entonces. Un hombre que se había internado más profundamente en las fronteras de la resistencia de lo que nadie había soñado jamás.
—¡Tuve que identificarme con los creadores de esa cosa! —continuó—. Mientras supiera que eran mis semejantes humanos, tenía que aceptar la responsabilidad. ¿Es que nadie lo veía?
Había comenzado a sonreír, pero temblaba. June Morgan empezó a levantarse, pero luego reprimió el movimiento. Teresa lo comprendió y estuvo de acuerdo. También ella sintió la urgencia de hacer algo por él, y supo que la única manera de ayudar era escuchar hasta que terminara.
Escuchar humildemente, pues supo con súbita convicción que él tenía razón.
—Yo… —Alex tuvo que inhalar para recuperar el aliento—. Estoy sonriendo, Pedro, porque estaba avergonzado de ser humano, y ya no lo estoy. La muerte no puede arrebatarme eso ahora. Nada puede.
»¿No es…, no es razón suficiente para que todos sonrían?
Fue George Hutton quien lo alcanzó primero, quien atrajo a su tembloroso amigo a sus enormes brazos. Luego, a la vez, el resto del grupo le imitó. Y ninguno de sus antiguos celos o conflictos pareció importar ya. Se abrazaron unos a otros y durante un rato compartieron el horror de su peligro recién conocido, junto con el consuelo de la esperanza restaurada.