HIDROSFERA

Daisy había estado fisgoneando otra vez.

—¡Maldición! —Claire golpeó el brazo de su sillón. Esta vez, su madre había ido demasiado lejos. ¡Había instalado un programa perro guardián justo ante el buzón de Claire!—. ¿Cree de verdad que no me daré cuenta de una cosa así?

Probablemente. Muchos padres eran miembros de los «incapacitados con la realidad» cuando se trataba de tener una imagen mental clara de sus hijos.

Tal vez Daisy todavía consideraba a Claire una niña en lo referente al mundo exigente y adulto de la Red.

—Ya te demostraré yo —murmuró Claire mientras introducía un código propio. Oh, sabía que nunca podría derrotar a Daisy en un enfrentamiento directo. Pero tal vez fuera posible aprovecharse de las ideas preconcebidas de su madre.

Vivisector era un programa objeto que Tony le había prestado el día anterior, una jugosa rutina que pasaba de mano en mano entre los jóvenes hackers, desensamblaba otros programas y los volvía a ensamblar sin dejar huellas, incluso mientas esos programas estaban siendo ejecutados. Cuidadosamente, Claire introdujo el Vivisector en el programa perro guardián de su madre. Pronto sus entrañas quedaron abiertas ante su pantalla de inspección.

—Justo lo que suponía. —Daisy había asignado el pequeño programa para que detectara cualquier mensaje que Logan Eng enviara a Claire.

—Ya no es tu marido, mamá. ¿No puedes dejar al pobre hombre en paz?

Con cuidado, Daisy extrajo el gen núcleo del perro guardián, para usarlo como patrón. Entonces marcó el código de acceso a la Red de su padre y ejecutó una prueba de hibridación sobre los protocolos que controlaban el acceso a sus archivos privados. Naturalmente, encajaban. Algunas líneas latían en rojo cerca del corazón del sistema de segundad de Logan. Claire chasqueó la lengua.

—Muy perezosa, mamá. ¿Usar primos genéticos para ejecutar tareas similares? ¿En bases de datos relacionadas? Me decepcionas.

A decir verdad, no era así. Claire se sentía aliviada. Comparar los códigos de dos infiltrados era una técnica que conocía y comprendía… Sin duda, Daisy podría haber hecho un truco más complejo si hubiera querido. Y aunque mostraba un benigno desdén, su madre era capaz de emociones mucho peores, como la ira. No era conveniente lidiar con Daisy cuando se hallaba en ese estado. En absoluto.

Las líneas rojas latieron. Claire pensó en seguir adelante y ejecutar el retrocódigo. O escribir una nota de advertencia a su padre.

Pero ¿para qué? Como mucho, Daisy acabaría pagando una multa. Luego prestaría más atención y haría bien el trabajo.

—¿Por qué este súbito interés en el trabajo de Logan? —se preguntó Claire. Desde luego, su madre desaprobaba la carrera de Logan. Pero había muchos ingenieros cuyo trabajo era mucho peor, mucho menos sensible en temas referidos al entorno. Hasta el momento Daisy había parecido dispuesta a dejar en paz a su exmarido para dedicarse a perseguir presas más grandes.

Claire se mordió el labio. Había un medio de averiguar lo que sucedía sin disparar las alarmas de Daisy: hacer que el infiltrado de su madre le enviara también a ella duplicados de todo lo que le robara.

No. Sacudió la cabeza. No haré eso. Esperaré hasta que Logan vuelva y se lo diré en persona.

Por desgracia, su padre viajaba por el continente y le transmitía pequeños blips desde todos los lugares adonde le enviaba su nuevo patrón. Sus mensajes implicaban que sucedía algo, desde luego, y Claire se sentía picada en su curiosidad.

Pero respetaré su intimidad, decidió. Yo no soy Daisy.

Con esa resolución, escribió un simple mensaje a su padre, diciéndole que le echaba de menos, y añadiendo una última línea: «Espejito-espejito, papá. No cojas ninguna manzana de aspecto raro».

Espero que Logan comprenda el significado. Es muy fácil.

Con cuidado, Claire salió de aquella porción de la Red, dejando todos los agentes de su madre en su sitio. Tras acabar con eso, volvió a leer su propio correo.

«¡HOLA, CLAIRE!».

El rostro alegre y brillante de Tony Carvallo surgió de un blip de mensaje, emitido hacía menos de una hora. Si ella hubiera llevado su avisador de muñeca mientras reparaba la trituradora de basura, habría podido aceptar esta llamada en persona.

«ESTA NOCHE HAY UNA FIESTA EN CASA DE PAUL. YA SABES, VIVE JUNTO A LA PRESA PRINCIPAL DEL NORTE, ASÍ QUE PODRÍAMOS IR CAMINANDO Y BUSCAR GRIETAS QUE AMENACEN CON DESPLOMARSE».

Él sonrió e hizo una mueca.

Claire tuvo que sonreír. Tony mejoraba: seguía manteniendo una leve presión mientras permanecía constantemente tranquilo y jovial, dejando que ella controlara el ritmo. En cuanto al pretexto de esta noche, era cierto que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que inspeccionó las presas en la parte del valle que pertenecía a Paul. Tony mostraba más imaginación y reflexión con el paso del tiempo.

Claire se mordió los labios, disfrutando de la presión en las sensibles terminaciones nerviosas. Últimamente había dejado que Tony la besara un par de veces y le había sorprendido tanto la ansiosa brusquedad de él como lo mucho que a ella misma le había gustado.

Tal vez sólo soy un poco más lenta que las otras chicas, en vez de claramente retardada, como creía.

La generación de su madre había sido precoz y alocada, comenzaban las prácticas sexuales a los once años por norma general, una idea sorprendente que para ella explicaba mucho del estado actual del mundo. Sin embargo, tal vez no fuera bueno moverse demasiado lentamente.

Muy bien, veamos qué pasa. De todas formas, siempre puedo insistir en buscar de verdad grietas en la presa.

Con una sonrisa, marcó el número de Tony. Como era de prever, él respondió antes de la segunda llamada.

En ese mismo momento, Daisy McClennon observaba los ríos de la corriente de datos en las paredes de su habitación, cada uno de ellos reflejando otra visión del mundo.

Una pantalla mostraba la reciente destrucción de la presa de Wyoming, imágenes almacenadas descuidadamente por su exmarido en un lugar al que ella podía acceder con facilidad. Tras tomar en cuenta otros casos para estudio de su archivo, esta serie de «coincidencias» habían dejado de ser meras casualidades para formar parte del remo de la acción enemiga.

Ella ya había contactado con sus fuentes habituales y había conseguido, como poco, rumores y vagas sugerencias. Una de ellas, de las ricas cooperativas bancarias expatriadas de Ulan Bator, parecía tener un intenso interés en estos hechos. Igual que un viejo clan monetario canadiense, de Quebec. Luego estaban las agencias fantasmas del gobierno, para una de las cuales trabajaba Logan claramente. Eran difíciles de desentrañar y también peligrosas. Para empezar, algunos de sus mejores hackers parecían estar a su misma altura. Daisy prefería fisgonear desde fuera hasta saber lo suficiente antes de lanzarse a un asalto pleno.

Una posible sugerencia apareció en un holotanque cercano: una imagen del globo terrestre, partido por la mitad, con líneas dibujadas por todo el corte. El soplo anónimo había aparecido en su buzón aquella mañana, procedente sin duda de alguien perteneciente a su telaraña de contactos por todo el mundo. Al principio, Daisy no fue capaz de encontrarle ningún sentido. Entonces vio que cada línea marcaba, en un extremo, la localización de una de las «anomalías» del archivo de Logan. Cada línea pasaba luego por el centro de la Tierra para aparecer en las antípodas en el interior de uno de cuatro anchos óvalos.

¿Qué podía significar aquello? Hasta el momento no se le había ocurrido gran cosa. Daisy estaba a punto de descartar la sugerencia por irrelevante, cuando vio que uno de los óvalos se centraba en Sudáfrica.

Me pregunto… Jen Wolling parecía estar relacionada con algo que consideraba serio, incluso peligroso. Entonces volvió a marcharse a Sudáfrica. ¿Podría haber alguna relación?

Ahora que lo pensaba, había otra conexión. Los colaboradores de Wolling tenían su base en Nueva Zelanda. ¿No era allí donde se habían producido algunos de los primeros terremotos?

Daisy reflexionó sobre el rompecabezas, enviando a sus bestias electrónicas a buscar y cazar nuevas piezas. Atrevidamente, espió los archivos de varias compañías que pertenecían a un primo a quien no veía desde hacía años, pero que le debía más favores de los que un melindroso aristócrata como él querría reconocer. Una de sus compañías se encargaba de transferir datos desde Australasia.

Lentamente, las piezas encajaron en su lugar. Están utilizando un nexo comunicador en Washington. Uno muy bueno, de hecho. No me habría dado cuenta de no ser por el pequeño soplo de esta mañana. Qué suerte.

Mientras tanto, ignorada por el momento, la última pared de la habitación de trabajo brillaba con su último trabajo de ampliación en vídeos: una versión pirata coloreada y en tres dimensiones de El halcon maltes, con escenas añadidas sacadas de un grupo de coleccionistas de Chicago que, al parecer, no veían con buenos ojos que algunas obras estuvieran protegidas en su forma primitiva por el Acta de Tesoros Nacionales.

Miles Archer sonrió, entonces recibió dos balazos en el estómago, como había hecho tantísimas veces desde hacía cien años. Sólo que en esta ocasión sus gemidos aparecían en forma digitalizada, y la sangre que manaba en tres dimensiones por sus dedos era vivida, espectralmente certificada para tener el tono exacto del rojo arterial.

■ Red Vol. A69802-554, 04/20/38: 04:14:52 UT Usuario T106-ll-7657-AaB Grupo de Interés Especial de Reconocimiento Histórico. Clave: «Autenticidad».

Bruselas. Las autoridades de la Sociedad Histórica Belga llamaron a la policía esta mañana para ayudar a dispersar a los decepcionados treinta mil aficionados a la historia, vestidos con uniformes militares napoleónicos. Algunos de ellos habían viajado desde lugares tan lejanos como Taipei para participar en la recreación de la batalla de Waterloo de este año, sólo para ser rechazados. Muchos agitaban furiosamente impresos válidos de registro, proclamando que pertenecían oficialmente a la peregrinación anual.

Este periodista preguntó al director de la SHB, Emile Tousand: «¿Por qué se acepta a tantos participantes si van a ser rechazados en el campo de batalla?».

«De trescientos cincuenta mil aspirantes, sólo ciento noventa y tres mil se clasificaron por tener atuendos auténticos y hechos a mano, desde mosquetes a los botones de los uniformes. De este número, previmos que más del treinta por ciento no comparecería, sobre todo después de la subida de este año de los billetes de zepelín en clase turista».

Cuando le solicitamos que explicara las discrepancias, Tousand explicó:

«Parece que sufrimos por nuestro éxito. A excepción de Gettysburg y Borodino, la nuestra es la más respetada recreación de una batalla. Muchos aficionados están dispuestos a representar a un simple soldado de infantería, aunque sólo sea para que una cápsula de sangre radiocontrolada explote sobre él al primer día».

«Entonces, ¿por qué han rechazado tantos?».

«Nuestra pasión es la precisión. ¿Cómo podríamos conseguirla con más soldados de los que había en la batalla real? ¡La idea es absurda!

Además, los grupos ecologistas nos atacan por rutina. A menos que mantengamos los enfrentamientos y el ruido por debajo de un nivel determinado, el reconocimiento de la era de los mosquetes puede acabar como los otros intentos de recrear Kursk y El Alamein, hace dos décadas».

«¿Tan malo sería? ¿Podemos permitirnos tener a miles de hombres marchando, jugando a la guerra, cuando esa plaga casi nos destruyó a todos hace sólo una generación?».

«¿Es una coincidencia que a medida que más hombres se unen a clubs para “jugar a la guerra” haya habido menos y menos guerras reales? Puedo decirle que nuestros muchachos vienen a pasárselo bien. Encuentran aire fresco y ejercicio, al contrario que todas esas aficiones pasivas que los han convertido en meros adictos a la Red, o incluso en inhaladores. Y hay muy pocos heridos y accidentes mortales».

«¿Pero no alientan los juegos bélicos una fascinación romántica hacia la guerra auténtica?».

«Cualquier hombre cuerdo conoce la diferencia entre caer dramáticamente ante las cámaras, porque su cartucho de sangre ha sido disparado, y lo que debió de ser para los soldados de verdad: sentir las balas de los mosquetes rasgando los intestinos, destrozando los huesos. Ninguno de nuestros miembros puede contener las lágrimas cuando contempla el terrible final: el espectáculo de la Vieja Guardia, amontonados y sanguinolentos en su último reducto. Ningún hombre que haya presenciado el hecho en persona podría ansiar experimentar la situación real.

»Fascinación, sí. Siempre habrá fascinación. Pero eso sólo aumenta nuestra apreciación de hasta dónde hemos llegado. A pesar de todos nuestros problemas hoy, dudo que nadie que estudie cómo era la vida en aquellos días pretéritos quiera intercambiar el lugar con sus antepasados, fueran campesinos o soldados, generales o reyes».