NÚCLEO

A lo largo de doce mil kilómetros de océano abierto, la galerna de otoño tenía tiempo de sobra para acelerar, acumular energía e impulso. Lo mismo hacían las olas y mareas. En tan vasta extensión, cada una se acostumbraba a su majestad. Por tanto, cuando encontraban la firme resistencia de la isla, protestaban con puños de espuma que escalaban los empinados picos, y luego se agarraban y se agitaban, llenas de furia.

Alex se encontraba junto a la ventana de su cabaña, escuchando la tormenta. Incluso desde allí notaba cada estallido en las yemas de los dedos. Cada rompiente hacía que las hojas de cristal vibraran. Ráfagas de lluvia asaltaban el tejado con furia súbita, sacudiéndolo como si fuera un tambor de guerra justo antes de retirarse velozmente, impulsadas por el viento para empapar algún otro lugar.

Más allá de los acantilados, sobre el mar, las nubes negras avanzaban desfilando, separándose de vez en cuando para permitir que la luna extendiera un breve resplandor perlado sobre las turbias aguas.

Un color solitario, pensó. No me extraña que la luz de la luna sea para los amantes. Te hace querer abrazarte a algo.

Alex recordaba. Recordaba la época en que un tiempo como aquél había sido su amigo.

De estudiante, solía recorrer los pantanos y diques de Norfolk, viajando desde Cambridge en cuanto oía el rumor de una borrasca. Por supuesto, casi nunca eran tan intensas como esta galerna. La isla de Pascua se alzaba desprotegida en medio de un vasto océano, después de todo. Sin embargo, el mar del Norte solía montar algunos espectáculos impresionantes.

Los lugareños debían de considerarlo loco por salir con su chubasquero y sus botas de agua para plantarse ante las ráfagas de viento y las descargas de las nubes. Pero eso apenas importaba. Nada en el mundo era tan vivido ni potente como una tempestad. Aquel año, mientras se enfrentaba a la tortura de los exámenes, sintió una auténtica necesidad de viveza, de potencia.

Otra gente ansiaba los días soleados, para remar en el Cam, pero para Alex el poder del cielo ofrecía algo aún mejor, un calmante contra los etéreos fantasmas de las matemáticas y las inseguridades adolescentes.

En una ocasión, mientras caminaba bajo una tormenta, experimentó una súbita reflexión sobre los misterios de la mecánica cuántica transaccional, una intuición que lo condujo a su primer trabajo importante. Otra vez le gritó a la tormenta, pidiéndole que le explicara por qué Ingrid (sí, así se llamaba), por qué Ingrid le había dejado por otro muchacho.

Por lo general, los truenos sólo respondían con cosas irrelevantes. Pero tal vez fue el propio grito lo que le proporcionó una relajación a la que no accedían los ingleses que se quedaban en casa. Lo que fuese. Normalmente regresaba empapado, aterido, restaurado.

Sin embargo, ahora los pantanos y granjas de Norfolk se habían hundido. Los diques se rindieron al mar por fin y los problemas que antaño preocupaban a Alex parecían triviales en retrospectiva. ¿Qué no daría por hacerlos regresar, a cambio de los problemas de hoy?

En la oscuridad a su espalda se alzó un rumor.

—¿Alex? ¿No puedes dormir?

Momentáneamente, mientras se daba la vuelta, la luz de la luna

llenó una porción trapezoidal de la pequeña habitación. June Morgan estaba tendida dentro de la zona iluminada, apoyada en un codo, observándolo desde la cama.

—Lo siento —dijo él—. No quería despertarte.

La sonrisa de ella era cálida, aunque cansada. El cabello rubio de June estaba aplastado y despeinado en un lado.

—Extendí la mano y vi que no estabas —comentó.

Alex respiró hondo.

—Voy un rato al laboratorio. Volveré pronto.

—Oh, Alex. —Ella suspiró y se levantó de la cama, envuelta en la sábana. Cruzó la habitación y extendió la mano para acariciarle el pelo en desorden—. Si sigues así te matarás tú mismo. Tienes que descansar más.

Ella olía de un modo muy agradable, algo que era más importante para Alex que para la mayoría de los hombres. Sin embargo, hay algunas mujeres cuyo aroma me golpea como…, ah, no importa.

No era el caso de June, que le gustaba mucho. Probablemente, era sólo una cuestión de misteriosa compenetración, de entrelazar las feromonas adecuadas. Recordó que Lucy e Ingrid olían como diosas, recordó similitudes entre dos amantes completamente distintas por lo demás, conocidas con más de una década de diferencia. Si sólo un detalle llevara consigo todos los demás, pensó tristemente. Entonces sólo tendría que ir olisqueando detrás de la oreja, para encontrar a la pareja ideal.

—Me encuentro bien, de verdad. Mucho más relajado. —Echó hacia atrás los hombros, enderezándose—. Deberías ser masajista profesional.

Los ojos de ella parecieron titilar.

—Lo soy. Algún día te enseñaré el título.

—Te creo. Y gracias por ser tan paciente.

Ella lo miró. Como parecía que eso era lo que esperaba de él, y porque sabía que realmente debería desearlo, Alex la tomó en sus brazos y la besó. Mientras tanto, se reprendió a sí mismo.

Se merece algo mejor. Algo mucho mejor que lo que puedes ofrecerle ahora.

Naturalmente, ella tenía sus propios recuerdos, su propio dolor.

Mientras la abrazaba, Alex se preguntó si ella no se sentiría igual que él. Más agradecida que enamorada.

A veces, bastaba con tener alguien a quien abrazarse.

Cuando llegó, Alex saludó a los técnicos de guardia. Ellos, a su vez, dieron la bienvenida a su tohunga, su sabio paheka experto en raros monstruos y exorcismos cthónicos. Varios de ellos avanzaban por el andamiaje que rodeaba el brillante resonador de ondas gravitatorias, atendiéndolo. La siguiente ronda de su unidad no se realizaría hasta al cabo de varias horas, así que casi todos aprovechaban el descanso para dormitar.

Los que podemos.

Se sentó en su puesto, tocó los paneles y encendió las pantallas. Dejó el subvocálico en su sitio. Últimamente había tenido problemas para controlar el aparato hipersensible. Recogía demasiados pensamientos aleatorios e inútiles que se manifestaban insistentemente en los músculos agarrotados de la mandíbula y la tensión de la garganta.

Muy bien, pensó sobriamente. ¿Cuáles son las últimas cifras de bajas?

Alex marcó la base de datos especial que había abierto para rastrear su culpa. Al instante, la imagen de la izquierda mostró una lista de «accidentes» publicados en los medios de comunicación, cuyo tiempo y localización coincidían con uno de sus rayos emergentes: un zepelín caído, un maremoto menor, un avión perdido, un tanque de agua de kilómetro y medio de largo con el extremo roto…

Seguramente algunos también habrían sucedido sin nuestra intervención.

Sí, claro. Ocurrían accidentes de forma constante, sobre todo en el mar. El sedimento oceánico de esta época consistía en un amasijo de basura dejada por el hombre, barcos hundidos e incontables escombros.

Pero al mirar la lista, Alex comprendió que algunos nunca se unirían a la creciente capa del fondo del mar. Algunos, con toda probabilidad, ya ni siquiera estarían en la Tierra.

Pensó en Teresa Tikhana, la primera persona a quien conocía que había perdido a alguien en esta extraña guerra. Ella lo había perdonado, e incluso ahora le ayudaba a sobrellevar su carga. Después de todo, ¿qué eran unas pocas vidas contra diez mil millones?

Pero ¿y si fracasamos? Esos hombres y mujeres habrán sido privados de unos meses preciosos. Meses que podrían haber pasado con sus familias, con sus amantes, bajo el cielo de verano o la lluvia. Se les ha privado de poder decir adiós.

Las cosas estaban a punto de empeorar, porque el proyecto había ido excepcionalmente bien. Hasta el día anterior, cada uno de los cuatro resonadores había actuado de forma independiente. Casi todos los rayos gázer habían surgido a lo largo de una línea recta que atravesaba el núcleo de la Tierra. Y frente a cada uno de los cuatro puntos se encontraba sólo el océano abierto.

Pero ahora tenían los parámetros adecuados. Beta, su taniwha, había latido y pulsado con cada sondeo. Cada vez que reflejaba los gravitones amplificados, también experimentaba una sacudida. Aquellas sacudidas empezaban a acumularse. Pronto, si la suerte los ayudaba, el seno de su órbita saldría del núcleo cristalino interior de la Tierra.

Y así empezaba la parte peligrosa: sondeos coordinados por parte de dos o más estaciones a la vez. Sería difícil hacerlo en secreto, pero aquello no preocupaba a Alex, sino el hecho de causar aún más daños, algo inevitable. A partir de aquel momento, el rayo emergería en un sitio distinto cada vez, y se temía lo peor.

¿Debía suspender una ronda porque un rayo podía destruir un suburbio? Había tantos grandes suburbios… ¿Y si sucedía en un momento crucial, cuando un rayo interrumpido podía significar la diferencia entre perder el control de su monstruo durante una órbita, o diez, o quizá para siempre?

De todas formas, sólo una fracción de los rayos interactuaba con el mundo de la superficie. La mayoría lo atravesaban silenciosos, invisibles. Alex solamente empezaba a reunir pistas acerca de por qué algunos no causaban ninguna destrucción mientras otros se acoplaban tan dramáticamente con fallas sísmicas, el mar o incluso los objetos hechos por el hombre. Desgraciadamente, no podían detenerse a reflexionar antes de continuar. Tenían que seguir adelante.

El holo mostraba las regiones internas de la Tierra. El núcleo rosado todavía englobaba dos puntos, pero su singularidad de Iquitos casi se había disipado. Un día más y sería invisible.

Sin embargo, el otro objeto era más pesado que nunca. Siniestramente, Beta se alzaba, flotaba, volvía a caer. A Alex le parecía como si pulsara, furiosa.

Cada día, recibía preguntas en clave de George Hutton, interesado en conocer el origen de la monstruosa singularidad. Pedro Manella, encargado de crear interferencias para el proyecto en Washington (encauzando sus comunicaciones a través de los canales más seguros que podía encontrar), añadía sus propias preguntas insistentes. ¿Quién había creado la cosa? ¿Cuándo y dónde la dejaron caer los muy idiotas? ¿Había alguna prueba que pudiera ser presentada al Tribunal Mundial?

Al cabo de una semana, Alex tendría que responder en persona. Resultaba frustrante haber aprendido tanto y ser todavía incapaz de llegar a una conclusión. Pero había algo raro en la historia de Beta, eso era seguro.

Tiene que ser fundamental. Esa cosa no puede tener más de diez años de edad. ¡Y sin embargo, tiene que ser más antigua, o nadie podría haberla creado!

Por encima del núcleo externo líquido, el manto inferior brillaba con muchos tonos de verde, mostrando diez mil detalles de lentos minerales plasti-cristalinos que se unían lentamente. Algunas corrientes parecían pacientes y suaves, como brisas amables, mientras que otras eran ciclones revueltos que se alzaban hacia la distante superficie.

Líneas moteadas mostraban los intensos campos magnéticos y eléctricos, la contribución de June Morgan al modelo. La mayoría de las corrientes fluían lentas y uniformes, como ondas de calor. Pero había también leves rastros de azul centelleante, hilos más finos y retorcidos que fluctuaban mientras se sacudían en tiempo real, los dominios superconductores que acababan de descubrir. Frágiles y efímeros, eran la fuente de energía que empleaban para dirigir el gázer.

¿Han cambiado?, se preguntó Alex. Cada vez que miraba, la pauta de filamentos entrelazados parecía diferente, cautivadora.

Un tono lo sobresaltó, pero el oficial de guardia alzó la cabeza desde su propia consola, para tranquilizarlo.

—Nueva Guinea está a punto de disparar en equipo con África, tohunga. No te preocupes. Estaremos fuera de línea durante cuatro horas más.

Alex asintió.

—Oh, bien.

Suspiró interiormente. June tiene razón. Me estoy consumiendo.

Se sentía agradecido de que la joven estuviera junto a él, a pesar de su melancolía y su libido vacilante. Naturalmente, la suya era una camaradería de guerra, para vivirla momento a momento, sin jugar a «tú me empujas, yo te empujo» sobre cosas intangibles como el futuro o el compromiso. La gente tiende a preocuparse menos por esas cosas cuando el mundo parece un lugar improvisado y temporal. Uno se contentaba con lo que tenía.

Entre otras cosas, June al menos le había devuelto su sexualidad.

O tal vez sea el gázer, ponderó Alex. A pesar de todo el potencial destructor de la máquina, todavía sentía excitación cada vez que proyectaba súbitos rayos de titánico poder. Nadie había creado jamás algo tan poderoso. Aquellos breves rayos eran lo bastante poderosos para ser detectados a una galaxia de distancia, suponiendo que alguien mirara en la dirección adecuada, en el momento justo, sintonizando una frecuencia exacta.

Pulsó una tecla y vio que el ordenador había terminado de rehacer su diseño para la siguiente generación de resonadores: éste era tan sólo una esfera de un metro de diámetro. Hilos de telaraña cubrían una inmaculada estructura cristalina. Incluso simulado, era hermoso, aunque probablemente nunca tendrían tiempo de utilizarlo.

Introdujo unas cuantas modificaciones menores y volvió a guardar el archivo. Bostezó. Tal vez debería dormir ahora.

Sin embargo, se entretuvo unos minutos para observar la siguiente ronda. Transcurrieron los segundos. La imagen de Beta pasó bajo un canal de azul latente. De repente, mientras Alex observaba, unas líneas amarillas se volvieron hacia el interior: el resonador de Nueva Guinea, donde estaba George Hutton, lanzaba su rayo hacia dentro al mismo tiempo que el equipo de Sudáfrica. Las líneas se encontraron en las profundidades del núcleo, justo en el blanco.

Beta se estremeció. Latieron hilos azules. Y de la combinación fluctuó algo, como un tubo fluorescente que cobrara vida. De repente un rayo, blanco y brillante, se extendió hacia fuera en un nuevo ángulo, a través de todas las capas superpuestas, al espacio.

Alex leyó el impulso generado, comparó los coeficientes de retroceso con los que habían calculado de antemano y comprobó que encajaban con un margen del veinte por ciento. Sólo entonces descubrió cuál era el punto de salida y parpadeó.

Norteamérica. Justo en mitad de un continente poblado. Suspiró. Bueno, tenía que empezar alguna vez, en alguna parte.

No fue lo bastante masoquista para permanecer a la espera de los informes de daños. Ya habría culpa de sobra más adelante. Ahora mismo su deber era descansar. Al menos no estaría solo. Y a June no parecía importarle que de vez en cuando gimiera en sueños.

Sin embargo, a mitad de camino hacia la cabaña, mientras avanzaba por un estrecho y resbaladizo sendero entre la hierba húmeda y ondulante, Alex fue sorprendido por un relámpago.

El destello no lo asustó del todo, ya que todavía caían ráfagas de lluvia sobre la llanura y el aire estaba preñado del olor a ozono. Sin embargo, dio un salto, pues la súbita luz hizo aparecer figuras en la penumbra: formas altas y ceñudas cuyas sombras parecían extenderse hacia él como dedos engarfiados. Durante aquel primer instante y a lo largo de los negros segundos que siguieron, Alex se sintió bruscamente acorralado. El corazón le latía desbocado. El siguiente relámpago sólo reforzó aquella impresión de encierro, pero desapareció demasiado pronto para mostrar qué o quiénes eran realmente. O si había algo en realidad.

Sólo al tercer relámpago distinguió qué era lo que había en la oscura pendiente. Alex expulsó el aire por la nariz, dilatada por la adrenalina. Señor. Debo de estar atontado por saltar de esta forma a la vista de esas cosas.

Eran sólo las estatuas, naturalmente, los extraños monolitos construidos hacía tanto tiempo por los nativos de Rapa Nui, en su pesimista y maniático aislamiento.

Vieron venir el mal, pensó, contemplando la fila de horribles figuras. Pero se equivocaban en sus razones. Suponían que sólo los dioses tenían poder para causar tal destrucción sobre su mundo, pero fueron los hombres quienes causaron el desastre.

Alex sintió compasión por los antiguos habitantes de la isla, pero una compasión superior. Al echar la culpa a los dioses, habían esquivado convenientemente al culpable real. El que diseñó las armas. El que taló los árboles. El destructor. El propio hombre.

La lluvia lo barrió, encontrando huecos bajo su sombrero y el cuello de su camisa, y enviando gotas heladas por su espalda. No obstante, siguió contemplando las más cercana de las grandes estatuas, mientras reflexionaba de mala gana. Los relámpagos volvieron a producirse, revelando pautas de blanco y negro bajo aquellas ceñudas cejas. Los labios arrugados y protuberantes mostraban su hosca recriminación.

Hace más de cien años que lo sabemos con certeza. Ningún poder externo puede acercarse a la capacidad de destrucción humana. ¿Conseguimos no freímos unos a otros en una guerra nuclear? Sólo cambiamos esa espada de Damocles por otras aún peores…

Aquí pasaba algo. Alex sintió una comezón familiar, como la tensión que precede un dolor de cabeza, algo que a menudo le señalaba que seguía una pista falsa. Podía sentir las ceñudas miradas de las antiguas figuras de basalto. Por supuesto, la noche y la tormenta propiciaban las reflexiones supersticiosas. Sin embargo, parecía que las estatuas intentaban decirle algo.

Nuestros antepasados consideraban que todos los desastres se causaban fuera de sí mismos. Pero nosotros sabemos que no es así. Ahora sabemos que la humanidad es la culpable. Suponemos…

Alex se aferró a la idea antes de que se le escapara. Un relámpago volvió a cruzar el cielo, esta vez tan cerca que el trueno lo sacudió.

… Suponemos…

Sabía que se trataba tan sólo de la electricidad estática, que chasqueaba y rebotaba a su alrededor. El equilibrio de la carga atmosférica, eso era todo. Sin embargo, por primera vez, Alex escuchó, escuchó realmente como debieron de hacerlo sus antepasados, cuando también ellos se plantaban, igual que él ahora, bajo un cielo rugiente. El siguiente trueno sacudió el aire y le gritó.

… ¡No supongas!

Alex abrió la boca, tambaleándose, sacudido por un súbito pensamiento más deslumbrante y aterrador que nada que hubiera conocido jamás. De inmediato, las grandes estatuas cobraron su sentido. Y con el trueno, oyó las voces enfadadas de los dioses celosos.

Zonas del mundo que quedarán sumergidas cuando el hielo de Groenlandia y la Antártida se fundan por completo. [■ Red Vol. A-69802-111, 04/11/38:14:34:12 UT Petición proyección-start]

Grandes porciones de Estonia, Dinamarca, el este de Gran Bretaña, el norte de Alemania, y el norte de Polonia.

Los Países Bajos.

El oeste de Siberia (la Llanura Occidental) al este de los Urales, enlazando el mar Negro con el Caspio y el de Azov, casi hasta el Ártico.

Las tierras bajas de Libia e Irak.

Los valles del Indostán y el Indus en la India.

Porciones del noreste de China.

El suroeste de Nueva Guinea y una gran ensenada que se extenderá hasta el Gran Desierto Australiano.

Los valles del Bajo Amazonas y de La Plata, la península del Yucatán. Grandes porciones de Georgia, Carolina del Norte y Carolina del Sur.

Florida, Luisiana…