Teresa se alzó hacia la conciencia y durante un breve instante le pareció estar en dos lugares a la vez.
Con la engañosa certidumbre de los sueños, permaneció tendida perezosa, tranquilamente, junto al calor de Jason. Oía la respiración de su mando y sentía su cuerpo al lado, su peso y su fuerza, que sólo un rato antes había recibido con placer en su interior, creando un continuo de él, ella, y el mundo.
Al mismo tiempo, otra parte de ella sabía que la cercanía de Jason era artificial, basada en una realidad cercana pero completamente distinta.
No hay ninguna, urgencia, instó una tercera voz, como si buscara un compromiso. Ninguna llamada al deber. Mantén la ilusión un poco más.
Así que intentó seguir fingiendo. Después de todo, ¿no se vuelven realidad a veces los sueños al creer en ellos?
No, no puede ser. Además, ahora estás despierta.
Y de todas formas, continuó, con dureza, Jason está embarcado en un viaje sólo de ida a alguna estrella lejana.
Sin abrir los ojos, recordó dónde se hallaba ahora. El hielo se lo dijo. Incluso a kilómetros de distancia, el glaciar de Groenlandia hacía que sus sentidos rebulleran, tiraba de su equilibrio, la hacía temblar. Igual que el colchón parecía atraería hacia el cuerpo que tenía al lado.
No se mueve mucho, pensó, refiriéndose al hombre que dormía apenas a medio metro de distancia, y cuya masa abría un hueco en la almohadilla de gomaespuma. Jason daba aquellas sacudidas molestas, como un perro que soñara con perseguir conejos.
Una mujer tiene que acostumbrarse a muchas cosas cuando se casa, y por eso los movimientos nocturnos de Jason la desvelaban al principio. ¡Pero aquello no era tan malo como cuando él, de repente, sin ninguna razón aparente, dejaba de respirar! El ritmo de sus suaves ronquidos cesaba y ella se despertaba, alarmada.
Hizo falta consultar al cirujano de la base y a una docena de referencias eruditas para convencerla de que las pequeñas apneas intermitentes en los varones adultos no eran motivo de preocupación. Con el tiempo, ella se acostumbró a todo. A las sacudidas, los ronquidos, las súbitas pausas. De hecho, lo que resultaba irritante se volvió familiar, confortante, normal.
Pero justo cuando te acostumbras a alguien. Justo cuando has llegado al punto en que no hay ningún otro lugar en el mundo donde te sientas más segura. Cuando sientes que todo va bien. Entonces es cuando te lo arrancan todo de las manos. Maldito mundo.
Las lágrimas tenían una ventaja. Te libraban del efecto de «cajón mohoso» de abrir los ojos después del sueño. El borrón líquido se dispersó y la cabaña se enfocó, una tienda aislada prefabricada con maderas de pino. Los muebles eran escasos y económicos: un pequeño escritorio, sillas y una mesa con dos velas usadas, dos vasos y una botella de vino vacía. Un armario abierto mostraba exactamente seis mudas de ropa, incluyendo un impresionante traje ártico que no necesitaría demasiadas modificaciones para ser de utilidad en Marte.
Si alguien iba alguna vez a Marte.
La habitación estaba inundada de olores, procedentes de las velas, de la maquinaria, y otros sobre los que Teresa admitía experimentar sentimientos contradictorios. Poderosa contradicción.
Los suyos por ejemplo. Su propio sudor. Su champú. Todo mezclado con el abrumador aroma a hombre.
—Buenos días, Emma.
Volvió la cabeza y vio que los claros ojos azules del hombre contemplaban los suyos. Me ha estado observando, advirtió. Estaba absolutamente quieto. Creí que dormía.
—Mmm —murmuró ella, frotándose los ojos para borrar cualquier rastro de lágrimas—. Buenos días. ¿Qué hora es?
Lars miró por encima de su cabeza.
—Bastante temprano. ¿Has dormido bien?
—Bien, sí. —Ella apoyó la almohada contra la cabecera de la cama y se sentó, manteniendo la sábana sobre sus pechos, que aún latían satisfechos tras el atento estudio del hombre horas antes. Había sido tan intenso, tan insistente, que podría pensarse que intentaba memorizarlos junto con cada contorno de su cuerpo.
Le había parecido agradable. Había sido agradable. Una mujer necesita apreciación, adoración, de vez en cuando. Había habido una docena de buenas razones para decirle que sí. Era un hombre simpático. Sus rápidos análisis de sangre resultaron perfectos. Había pasado mucho tiempo. Y Teresa sabía que no hablaba en sueños.
Teresa vivía de listas de comprobación. Eran modernos mantras para pacificar su mente. Siguiendo cualquier lista lógica, debería sentirse bien por todo esto. Sin embargo, quedaba una parte irracional de ella que buscaba tenazmente excusas para sentirse culpable.
—Yo… tengo que empaquetar las cosas —dijo.
—Son sólo las seis. Me gustaría que te quedaras un rato. Prepararé el desayuno. Fundí hielo del glaciar para hacer café.
En Japón pagaban cincuenta mil yens por un kilo del mejor hielo azul de diez mil años. Aquí, naturalmente, no había que pagar portes de carga ni de refrigeración, ni siquiera impuestos por consumir bienes escasos. El antiguo hielo se encontraba justo ante la puerta, en gigatones.
—Tengo que ayudar con otro sondeo experimental esta mañana y el zep me recogerá a las mil quinientas…
—Emma, casi tengo la sensación de que quieres librarte de mí.
Ella había estado evitando su mirada. Ahora alzó la vista rápidamente. Ah, pensó. ¡No es justo que me sonría de esta forma!
Lars era todo lo que la adolescente que había dentro de ella podía soñar. Construido para la energía y la resistencia, era sin embargo amable y cuidadoso con aquellas manos encallecidas. Su cara era una delicia regular: arrugada y a la vez con un toque de inocencia alrededor de los ojos. A Teresa le complació que un hombre tan joven y atractivo sintiera tanto entusiasmo por ella. Era bueno para la moral. Bueno para su autoestima.
Demonios, lo de anoche fue mucho mejor que agradable. Si la consumación solitaria de una sola noche podía considerarse «agradable». Y, desde luego, una noche era todo lo que esto podría ser.
Extendió la mano y le acarició la mejilla, sintiendo cosquillas ante el contacto de su barba de un día. Por el momento, la realidad era bastante hermosa. Cuando la mano de él le acarició amablemente el costado, para posarse finalmente sobre un pecho, ella exhaló un suspiro que era de placer en un noventa y cinco por ciento. El resto podía irse al infierno.
—No, Lars. No creo que quiera librarme de ti.
Mientras él se inclinaba para susurrarle al oído, Teresa descubrió otra forma para sentirse bien respecto a esto.
—Emma —murmuró él, pronunciando el nombre de su pasaporte, la mujer que era durante este breve interludio.
Como Emma, entonces, se aferró a él y volvió a suspirar.
Stan Goldman la escoltó al aeródromo cuando llegó la hora de marcharse. El pequeño zepelín de carga ya estaba preparado, sus flancos transparentes vueltos hacia el sol para enfocar todos los vatios disponibles en sus fotocélulas internas.
Recorrieron juntos el largo camino a través de la morrena, él inmerso en sus propios pensamientos y ella en los suyos.
—Mire, eche un vistazo a esto —dijo Stan en un punto determinado, conduciéndola varios metros a la izquierda—. ¿Ve aquello?
—¿El qué? —Él señalaba un amasijo de piedras.
—Ayer estaban puestas en un montón. Yo las coloqué así. Hoy están volcadas.
Teresa asintió.
—Terremotos. —En su maleta llevaba datos sobre el reciente incremento de temblores de tierra locales a bajo nivel, registrados con los mejores instrumentos—. ¿Por qué ese sismógrafo tan rudimentario, Stan?
El viejo físico sonrió.
—Nunca ponga toda su confianza en los aparatos sofisticados, querida. Es tan malo como confiar sólo en la fe, o en las matemáticas, o en los propios sentidos.
De hecho, el mote de Teresa en el Sindicato de Conductores era «No me digas». Tikhana. Asintió, de acuerdo.
—Intentaré recordarlo.
—Bien. El señor nos dio ojos e imaginación, fe y razón, entusiasmo y terquedad. Cada cosa tiene su lugar. —Dio una patada a una de las rocas caídas—. Me temo que no pasará mucho antes de que mucha más gente sospeche que está ocurriendo algo.
Hasta ahora, sólo unas cuantas fuentes oscuras de la Red habían hecho comentarios sobre el incremento en la actividad sísmica mundial. Pero ella sabía que Stan se preocupaba en concreto por un incidente.
—¿Han descubierto ya ese avión? —preguntó—. ¿El de la Antártida?
Él sacudió la cabeza.
—Suponen que se estrelló. Pero no hubo ni una señal del aparato en vuelo. ¿Ha oído el informe de ese científico especialista en el ozono, que afirma haber visto algo brillante en el cielo? El emplazamiento corresponde con la última posición conocida del avión y el punto de emergencia de una de nuestras recientes señales. Me temo que probablemente hemos causado las primeras bajas.
Teresa perdonó a Stan su error. O tal vez tenía razón al dejar al margen a las víctimas de Erehwon. Aquella debacle había sido un auténtico accidente, después de todo. Pero esta vez, a pesar de todas sus precauciones, la culpa era directamente de ellos. Todos los miembros del grupo sabían que esta aventura costaría muchas más vidas antes de que acabara.
Caminaron en silencio durante unos minutos. Teresa pensaba en las grietas en el hielo, las fracturas en el suelo, las tormentas del cielo.
También pensaba en lo agradable que era respirar el aire helado. Sentir la brisa del glaciar en la piel. Estar viva.
—Ojalá pudiera acompañarla —suspiró Stan mientras se acercaban al zepelín—. Daría cualquier cosa por hablar con Alex y George y averiguar qué sucede en la imagen grande. Lo que vemos del interior con nuestro resonador secundario es bien pobre. El principal debe de ofrecer a Alex una gran panorámica de la bestia.
Teresa advirtió que envidiaba a Lustig la posibilidad de cartografiar la anatomía de su enemigo, demasiado pequeño para ser medido excepto en unidades familiares a los átomos, más denso que una estrella de neutrones.
—Haré que le envíe una foto con el próximo correo. Puede ponerla sobre la cama, junto con las fotos de Ellen y los nietos.
Su suave pulla le hizo sonreír.
—Adelante.
Al llegar a la rampa de acceso, él le tendió la mano, pero ella lo abrazó. También le diré a Ellen que es una, mujer afortunada.
Al alzar la cabeza, vio a un hombre mucho más alto al borde del campo, de pie junto a una gran grúa redonda. Probablemente sus manos están todavía manchadas de grasa, pensó, al recordar que, incluso después de haberse lavado, su piel conservaba el fuerte y excitante olor de los motores.
Se habían despedido, ella con la promesa de un futuro mensaje o visita, aunque él probablemente sabía que era una mentira. Y por eso simplemente alzó la mano y compartió con ella una suave sonrisa que no escondía ningún pesar.
La NASA creía todavía que se encontraba en unas instalaciones turísticas en Australia. No sería buena cosa que un inventario aleatorio de la Red la mostrara viajando al otro lado del globo. Pero en cualquier momento había millones de personas cruzando el cielo en todo tipo de vehículos, desde cruceros a económicos «coches de ganado», pasando por cargueros piratas como éste. Por eso el viaje de regreso a Nueva Zelanda incluiría varias fases, puntos de enlace donde podría hacer largos trayectos con los turboprops de Tangoparu Ltd. Tras sentarse junto a una ventana para observar a la tripulación mientras despegaban, Teresa se resignó a estar largo rato a solas con sus pensamientos.
Dos hombres la observaron marcharse. Uno saludaba desde el punto de atraque y el otro más allá, junto a una nave abierta. Pero cuando el zepelín dio un brinco, la mirada de Teresa se dirigió más allá del aeródromo, más allá de la cúpula donde el grupo de Stan conspiraba para derrotar a un monstruo, más allá del pozo de piedra donde los detectives buscaban pistas para resolver antiguos cataclismos. Contempló sin aliento la gran placa de hielo, pero ni siquiera su masa pudo contenerla. Teresa sintió que algo se elevaba en su corazón. El suave y feliz zumbido de los motores del pequeño zep parecía resonar al compás de su pulso.
No era algo desacostumbrado, esta relación que tenía con el vuelo. Sin embargo, cada vez sentía como si hubiera vuelto a enamorarse. Era un romance distinto a los ardores terrenales, más firme, sin celos por ninguna otra pasión.
Lo que cuenta no es la velocidad, pensó. Es el hecho. Es romper las barreras.
Más allá del Sol, sintió el tirón de los planetas distantes y ansió seguir hasta allí.
Es volar, pensó.
Teresa cruzó los brazos y se acomodó para aprovechar lo mejor posible el largo viaje alrededor del mundo.
■
Elvis surca las autopistas en un gran Cadillac blanco.
Tiene que ser él. ¿Cómo explicar si no lo que tantos autobuses voladores y viajantes de zep claman haber visto, esa columna de polvo siguiendo como la estela de un cohete algo demasiado rápido y brillante para ser percibido a simple vista?
Presta atención y podrás divisarlo al volante, conduciendo con una mano mientras con la otra juguetea con el dial de la radio, antes de coger esa interminable lata de cerveza casi helada.
—Gracias, encanto —le dice a la rubia que tiene al lado mientras pisa el acelerador.
El rugido del motor V-8, el olor a gasolina de la libertad, la sacudida del viento alborotándole el pelo… Elvis aulla y levanta un brazo para saludar a todos los auténticos norteamericanos que aún creen en él.
Algunas red-vistas de cotilleo están llenas de fotos borrosas de él. Algunos sabihondos tecnológicos sostienen que las fotos son falsas, pero eso no preocupa a los fieles que coleccionan grandes automóviles antiguos del siglo XX y los pulen, ahorrando para hacer una vez al año el recorrido por las autopistas, para encontrarse en el Altar de Graceland más cercano y pasar un día de cromo, música, velocidad y gloria.
Por el camino, se detienen en las fantasmales gasolineras abandonadas y buscan signos de que él ha pasado por allí. Algunos aseguran haber encontrado surtidores recién utilizados, con carteles de vacío pero apestando aún a gasolina rica en octanos. Otros señalan las negras y frescas huellas de neumáticos, o sostienen que su música se oye en la serenata nocturna de los coyotes. Elvis surca las autopistas en un gran Cadillac blanco. ¿Cómo explicar si no las huellas que algunos han encontrado, chispeando como polvillo de hadas sobre las líneas amarillas medio borradas?
Un polen de días más felices, el resplandor de los diamantes falsos.