HOLOSFERA

Jen contemplaba la brillante pirámide del arca cuatro que se alzaba como para unirse a las estrellas. Al menos éste era el efecto mientras el ascensor abierto caía por debajo del terreno reseco y comenzaba su veloz descenso.

Iluminadas por la única bombilla del coche, las paredes del hueco del ascensor resultaban fascinantes. Capa tras capa de roca nítida y lustrosa fueron pasando, probablemente sedimentos del lecho de antiguos mares o lagos. Historias sobre el ascenso y la caída de especies y órdenes y divisiones enteras deberían quedar revelados en este viaje hacia el pasado. Pero Jen era selectivamente miope, incapaz de leer ninguno de los escritos de la pared.

Naturalmente, los tiempos en que cualquier científico, incluso un teórico, podría hacerlo sin ayuda había quedado atrás. Jen tenía reputación de iconoclasta. De removedora de mierda. Pero cada uno de sus escritos, cada uno de sus análisis, estaba basado en montañas de datos cuidadosamente recopilados y refinados por cientos, miles de trabajadores de campo, mucho antes de que ella les hubiera puesto siquiera la mano encima.

Siempre he confiado en la competencia de los desconocidos.

Ella, que había construido un edificio teórico para comprender la historia de la Tierra, tenía que depender de otros para encontrar y esquivar los detalles. Sólo entonces lograba encontrar pautas en los datos desnudos.

Era irónico, pues. Aquí estaba, la fundadora del gaianismo moderno, un movimiento que ya había experimentado incontables fases de herejías, reformas y contrarreformas. Sin embargo, no era capaz de leer el diario de la Madre que tenía delante, escrito en piedra palpable.

Irónico, sí. Jen apreciaba las paradojas. Como el hecho de encargarse de la formación de un nuevo estudiante cuando todo podría resultar inútil y sin sentido en cuestión de unos meses.

Tan absurdo como mi vida, tan absurdo como la vida de todo el mundo, si no hallamos una forma de deshacernos del monstruo de Alex.

Por supuesto, era injusto llamarlo así. En cierto modo, su nieto era el campeón de la humanidad que guiaba a su pequeña compañía a batallar contra el demonio. Sin embargo, una parte de Jen estaba enfadada con el muchacho. Era una esquina irracional, que no podía dejar de asociarlo con aquella horrible cosa que devoraba el corazón de la Tierra allá abajo.

Cada uno de nosotros es muchos, recordó. Dentro de cada humano arde una cacofonía de voces. A pesar de todas las nuevas técnicas de equilibrio cerebroquímico y semillas de cordura, esas personalidades internas seguirán pensando cosas injustas de vez en cuando, y haciéndonos murmurar quejas que luego lamentamos. Puede que no sea hermoso, pero es humano.

¿Qué había dicho Emerson? «Una coherencia alocada es el duende de las mentes pequeñas». Podría decirse que ella había vivido según aquel dicho. Al contemplar la pared de roca que pasaba rápidamente junto a ella, Jen decidió que debía enviar a Alex una nota de apoyo. Incluso unas pocas palabras podrían significar mucho para él en estos momentos de lucha. A Jen le irritaba que sólo pareciera pensar esto cuando estaba lejos de su ordenador, placa o teléfono.

Entonces hay seguridad, pensó, sabiendo perfectamente que estaba racionalizando.

El doctor Kenda, jefe del equipo de Tangoparu, aquí en Kuwenezi, era un auténtico fanático en lo referente a prevenir filtraciones. Le había pedido a Jen que no diera ni la más mínima pista a los ndebele acerca de su auténtica misión, y ella sólo pudo decir a sus anfitriones que la tarea era de importancia vital para la Madre. Por fortuna, esto había bastado hasta ahora.

¿Pero será suficiente después, cuando la Tierra empiece a temblar?

Kenda había pedido mapas de todo el complejo minero. Hubo preocupantes charlas sobre planes de emergencia y vías de escape, de barreras de contención y presiones de agua. Jen se sentía incómoda y odiaba pensar que la hospitalidad de los ndebele tenía que ser pagada con traición.

Paso a paso, se dijo. Ahora lo importante era estar en línea, añadiendo el latente poder de su máquina a la suma de fuerzas que Alex había ideado para atrapar a la bestia de abajo, la singularidad.

Perdida en sus cavilaciones, apenas advirtió que el aire se hacía más cálido. Olores rancios y fétidos se alzaban desde las profundidades, donde décadas de filtraciones habían llenado las secciones inferiores de la mina. El ascensor se detuvo lejos de aquellos reinos, afortunadamente. Jen abrió la rejilla y bajó por un túnel iluminado por una cadena de pequeñas bombillas.

Allí y en otras minas similares, la vieja oligarquía blanca había pasado por alto la opulencia de uno de los países más ricos del mundo. Invertidas adecuadamente, las vetas de oro, carbón y diamante podrían haber servido a las generaciones futuras, blancas y no blancas, mucho después de que los minerales se agotaran. La mayoría de los actuales cantones negros no responsabilizaban a las viejas oligarquías de racismo, en sí. Después de todo, ellos mismos practicaban separaciones tribales. Lo que los ponía frenéticos era algo mucho más simple. El robo y el despilfarro de un vasto tesoro por parte de quienes fueron demasiado ciegos para ver.

Hoy, los inocentes descendientes de los ladrones eran amargos refugiados en tierras lejanas y la progenie igualmente inocente de las víctimas había heredado una furia terrible.

La condensación resplandecía. Los pasos de Jen resonaban por los túneles laterales como fantasmas sin vida. Por fin, la luz de delante se volvió más brillante mientras ella se acercaba a la caverna abierta que el equipo de Kenda había elegido. Allí, bajo una bóveda, se encontraba el equipo traído de Nueva Zelanda. Y en el centro se hallaba un brillante cilindro, anclado en un lecho de roca.

El hosco físico japonés la miró amargamente cuando llegó. A todas luces, no le gustaba la condición que ella había impuesto a cambio de su ayuda en la adquisición de este lugar: que la avisaran antes de cada prueba para estar presente como testigo.

—¿Cuáles fueron los daños del último sondeo? —preguntó.

Kenda se encogió de hombros.

—Unos pocos temblores al sureste de las islas Hawai. Nada digno de mención. Casi ningún comentario en la Red.

Naturalmente, ella no tenía ninguna forma de comprobarlo. No sin enviar sus propios programas de búsqueda, lo cual inevitablemente dejaría una pista. Así que confiaba en los canales abiertos, que apenas parecían haber advertido la cadena de perturbaciones menores por todo el globo. Al final alguien se daría cuenta de que existía una pauta, por supuesto. Hawai, por ejemplo, se encontraba en las antípodas de este sitio. Sólo tenían que trazar una línea desde aquí, atravesando el centro de la Tierra…

… atravesando el diablo de allá abajo…

Jen se estremeció.

No era ninguna ignorante en el tema de los modelos matemáticos. Pero después de sólo dos páginas en uno de los informes de Alex se encontró completamente perdida en un laberinto de irrealidades que hicieron que la cabeza le diera vueltas. Seguía sin poder conjurar ninguna imagen de su enemigo. Desvanecedoramente pequeño, titánicamente pesado, infinitamente intrincado; era la esencia de lo letal. Y desde la infancia, Jen siempre había temido más a los peligros sin rostro.

—Cinco minutos, doctora Wolling —anunció uno de los técnicos, alzando la cabeza desde su puesto—. ¿Puedo ofrecerle una taza de café? —Su amistosa sonrisa era un notable contraste con la agria actitud de Kenda.

—Gracias, Jimmy. No, creo que será mejor que me prepare.

Él se encogió de hombros y se reunió con los demás, que contemplaban los vídeos y holos, las manos asiendo controles o enfundadas en guantes. Jen se dirigió a la unidad que le había sido asignada, en un rincón, donde se le permitía a regañadientes conectar su subvocálico. Preparó el aparato y dejó que las imágenes holográficas la rodearan.

Tosió, bostezó, carraspeó, tragó saliva, enviando ondas de color mientras la unidad intentaba compensar todos los movimientos involuntarios. Con su propio ordenador, el proceso de aclarado era rápido y automático. Aquí, privada de todos los programas complementarios que habían convertido a su terminal en un virtual alter ego, tenía que hacerlo todo cada vez.

Las brumas se disolvieron en la nada. Jen marcó la sensibilidad de la unidad hacia arriba…

… y un TIGRE destelló, rugió, y luego rápidamente se replegó al fondo…

Chispas se rebulleron y saltaron …

… fulgurando palabras con imágenes …

Incluso la más pequeña señal de su barbilla o laringe podía interpretarse como una orden. Con una mano sobre el pomo sensor, se concentró en borrar los errores que la máquina seguía interpretando como nuevas palabras.

Pocas personas usaban subvocálicos por la misma razón que pocas se convertían en prestidigitadores callejeros. No muchos sabían operar los delicados sistemas sin crear un caos. Cualquier mente normal se atascaba con aparentes minucias, muchas de las cuales ascendían al nivel de palabras murmuradas o casi habladas que la conciencia exterior apenas advertía, pero que el aparato manifestaba visiblemente y con sonido.

Tonos que resuenan en tu cabeza, asociaciones dispersas que generalmente ignoras, recuerdos que vienen y van, impulsos para actuar que a menudo se alzan para hacer cosquillas en la laringe, la lengua, deteniéndose justo antes del sonido…

Mientras pensaba cada una de estas palabras, aparecieron líneas de texto a la derecha, como si un taquígrafo tomara al dictado sus pensamientos subvocalizados. Mientras tanto, en la periferia de la izquierda, una subrutina de extrapolación ejecutaba pequeñas simulaciones. Un hombrecito con un violín. Un rostro que sonreía y guiñaba un ojo… Era una suerte que este aparato sólo leyera la actividad nerviosa más externa y superficial, asociada con los centros del habla.

Tras ser inventados, los subvocálicos fueron promocionados como una ventaja para los pilotos, hasta que los reactores de alta resolución empezaron a estrellarse. Experimentamos diez mil impulsos por cada uno que permitimos transformarse en una acción. Acelerar los procesos de elección y decisión hizo más que agilizar el tiempo de reacción. También cortó la capacidad de reflexión.

Incluso como aparato de input informático, era demasiado sensible para la mayor parte de la gente. Pocos querían velocidad añadida si eso significaba también que la más mínima reacción oculta se haría embarazosamente real, en un discurso o un escrito ampliado.

Si desarrollaran alguna vez una auténtica interfaz cerebro-ordenador, el caos sería aún peor.

No obstante, Jen tenía dos ventajas sobre la gente normal. Una era un temor a la vergüenza menor a la media. Y el otro era la imagen interna que tenía de su propia mente.

A pesar de lo que demostraban las pruebas modernas, la mayoría de la gente no quería creer realmente que sus personalidades estaban compuestas de muchas subentidades. Tratar con pensamientos dispersos era para ellos una cuestión de control, y no, como Jen lo veía, de negociación.

También tengo la ventaja de la edad. Menos impulsos desnudos. ¡Imagina, dar una máquina como ésta a los pilotos masculinos, jóvenes, libidinosos y cargados de hormonas! De todas las tonterías que se pueden hacer…

Tras pensar eso, recordó súbitamente a Thomas, aquel día de verano en que la llevó a volar en su zepelín enano experimental, cuando aquellos aparatos eran poco conocidos y románticos. El cabello dorado de Jen le azotó los ojos mientras él la abrazaba con fuerza, por encima de Yorkshire. Era tan joven, y tan masculino…

¡La unidad no podía interpretar ningún detalle de sus vividos recuerdos, gracias al cielo! Pero la sensibilidad era tan alta que destellos multicolores llenaron la imagen, en sincronía con sus emociones. Una vez más, un felino veteado de caramelo asomó la nariz en una esquina y maulló.

A tu madriguera, tigre, ordenó a su bestia tótem. La criatura rugió y se perdió de vista. Los colores también se aclararon cuando Jen reconoció conscientemente todos los impulsos externos y sofocó su irrelevante clamor.

Un reloj dio la hora. A la cuenta de menos un minuto apareció ante ella una imagen del interior de la Tierra, un globo complejo con múltiples capas.

No se trataba de una de sus construcciones ideográficas, sino una creación directa del panel de Kenda. En el interior del núcleo, una estilizada curva púrpura mostraba la órbita de su enemigo, Beta. La trayectoria mostraba ya desviaciones marginales, perturbadas por anteriores sondeos de los cuatro resonadores de Tangoparu.

Fuera de aquel envoltorio se hallaba una región de filamentos azules, donde los canales de manto suavizado fluctuaban con súbita electricidad superconductora, las concentraciones temporales de energía añadida que el equipo de Kenda necesitaba para el inmediato pulso. Jen prestó atención mientras los técnicos hacían comentarios rutinarios. Esperarían hasta que la órbita de Beta asomara tras un filamento adecuado y luego dispararían el «gázer», el extraño e increíble invento de Alex, liberando ondas gravitacionales coherentes y dando a su enemigo un pequeño empujón.

Jen sintió un arrebato de adrenalina. Fuera cual fuese el resultado, esto era memorable. Esperaba vivir lo suficiente para estar orgullosa de todo esto algún día.

Demonios, hay una parte de mí a la que no le importa el orgullo. Sólo quiere vivir más, y punto.

Hay, dentro de mí, una parte que quiere vivir eternamente.

Era una presunción que exigía una respuesta. Y así, de algún recoveco de su imaginación, algo hizo que el subvocálico mostrara una ristra de palabras doradas ante ella.

… Si eso es lo que quieres, hija mía, eso es lo que tendrás. ¿Pues no te prometí exactamente eso, hace mucho, mucho tiempo?

Jen se rió.

—Sí, lo hiciste, Madre —murmuró—. Lo prometiste, lo recuerdo bien. —Sacudió la cabeza, maravillándose de la calidad de su propia imaginación, incluso después de tantos años—. Oh, soy un caso. Lo soy.

Concentrándose cuidadosamente, Jen ignoró nuevos inputs de su diosa o de cualquier otro rincón de su mente. Se concentró en los procedimientos previstos y prestó atención a la Tierra.

Para los efe, la jungla en avance no era más que otro invasor al que había que adaptarse. Las leyendas hablaban de muchos otros, incluso mucho antes de que la Gente Alta viniera y luego se marchara.

Para Kau, líder de su pequeña tribu de pigmeos, el bosque era más real, más inmediato que lo que había sido el otro mundo, cuando solía llevar camisas tejidas en fábricas lejanas y llevaba una carabina como «explorador» de algo llamado «Ejército del Zaire». Una cosa era segura: la Gente Alta había sido mucho más fácil de complacer que cualquier jungla. Se podía jugar contando con su avaricia, su superstición o su vanidad, y conseguir todo tipo de cosas que la jungla sólo concedía a regañadientes, en el mejor de los casos.

Las mujeres, como su esposa, Ulokbi, trabajaban en los huertos de los lessé por una parte de la cosecha. En aquellos días, Kau y sus hermanos cazaban a su gusto, para obtener papel moneda a cambio de las presas, y se adulaban a sí mismos pensando que eran hombres del bosque tan habilidosos como sus abuelos, antes de que las colinas estuvieran rodeadas de alambradas, tuberías y carreteras.

Ahora los lessé se habían ido. Y también habían desaparecido los huertos, las carreteras, las carabinas y los ejércitos. En su lugar había llegado lluvia y más lluvia, y una jungla como jamás había visto el bisabuelo de Kau. Ahora Kau intentaba recordar y enseñar a sus nietos habilidades que él mismo había considerado una vez arcaicas.

Todo era muy extraño. Sin la vieja clínica de la zona, muchos niños morían ahora. Sin embargo, el número de los efe iba en aumento. Kau no podía explicarlo. Pero claro, uno ya no intentaba encontrar sentido a las cosas.

Ahora un nuevo invasor avanzaba entre los árboles. Los chimpancés, extendiéndose desde lo que habían sido sus últimos reductos, aumentaban también y regresaban para reclamar sus antiguos dominios.

—¿Son buenos para comer, abuelo? —le preguntó un día su nieto mayor, cuando se encontraron con una pequeña banda de simios que

comían en los árboles.

Kau reflexionó, recordando la carne que había saboreado en su juventud. No estaba tan mala.

Pero entonces recordó también la época en que los efe solían agruparse al fondo de un claro en la aldea lessé mientras pasaban películas contra una pantalla plana. Una era una historia perturbadora, sobre monos que hablaban y sin embargo eran incomprendidos y maltratados en una de las locas ciudades de la Gente Alta. Recordó que se había entristecido y los consideró sus hermanos.

—No —le dijo Kau a su nieto, improvisando sobre la marcha—. Tienen espíritus casi de personas. Sólo los comeremos si pasamos verdadera hambre. Nunca antes.

Un día, no mucho después, se despertó para encontrar un puñado de frutas amontonadas junto a su cabaña. Kau no vio ninguna relación entre los dos hechos. No tenía por qué hacerlo.