Nelson Grayson tenía problemas para distinguir entre «cooperación» y «competición». Las dos palabras tenían definiciones opuestas, y sin embargo su maestra sostenía que en esencia eran la misma cosa.
Aún más, en el fondo, Nelson sentía que lo había sospechado en secreto desde el principio.
—Todavía estoy confundido, profesora —admitió en su siguiente reunión, aunque le costó decirlo. Cada vez que la doctora Wolling permitía una de aquellas sesiones, él temía que acabara hartándose de su lentitud, su necesidad de ejemplos palpables para cada punto de la teoría.
Sentada frente a él al otro lado de la mesa, ella parecía pálida. Eso podía deberse a que pasaba demasiado tiempo con aquellos enigmáticos extranjeros, realizando misteriosas investigaciones en la mina de oro abandonada situada bajo el arca cuatro. Sin embargo, a Nelson le preocupaba su salud.
Podía parecer frágil, pero su mirada era inflexible.
—¿Por qué no empiezas por donde entiendes, Nelson?
Él combatió la necesidad de consultar su placa de notas. Una vez, la doctora Wollmg le dio un golpe en la mano porque lo hacía demasiado a menudo. «¡Respeta tus propios pensamientos!», exclamó.
—Muy bien —jadeó Nelson—. La teoría de Gaia dice que la Tierra es un buen lugar para vivir porque la vida misma hace cambiar al planeta. De lo contrario, acabaría en una edad de hielo permanente, como Marte. O en una, ejem, inestabilidad de invernadero hasta que perdiera toda el agua, como hizo Venus.
—Más como Venus que como Marte, en realidad —coincidió ella—. La Tierra está lo bastante cerca del sol para ser un mundo acuático, en el borde interno de la zona habitable. Entonces, ¿cómo evitamos una trampa estilo Venus?
Para esto él tenía una respuesta preparada, la estándar.
—Las primeras algas y bacterias ayudaron a la química oceánica a tomar dióxido de carbono del agua. Unieron el carbono a sus esqueletos, que, bueno, se sedimentaron en el lecho marino. Así que la atmósfera se hizo más tenue…
—Más transparente a la radiación calorífica.
—Sí. De esta forma el calor pudo escapar y los océanos conservaron el agua cuando el sol se hizo más caliente. De hecho, la temperatura del aire se mantuvo más o menos constante durante cuatro mil millones de años.
—¿Incluyendo las glaciaciones?
Nelson se encogió de hombros.
—Fluctuaciones triviales.
Le gustaba la frase. Le gustaba la forma en que rodaba en su lengua. La había practicado la noche anterior, esperando tener una oportunidad de usarla.
—Como el calor que preocupa tanto a todo el mundo estos días. Cierto que está creando problemas terribles, y podría producirse una gran mortandad, incluyéndonos tal vez a nosotros. Pero eso no es tan extraño. En más o menos un millón de años, el equilibrio volvería.
Jen Wolling asintió, como diciendo que a la vez tenía razón y estaba equivocado. Cierto que el efecto invernadero del siglo XXI no era el primer aumento brusco del termostato de la Tierra. Pero quizá se equivocaba al pensar que esta excursión era como todas las demás.
¡Cíñete al tema!, se recordó. Ése era el problema con las charlas intelectuales. Había tantas líneas colaterales que uno nunca sabía adónde se dirigía a menos que empleara la disciplina. ¡Como si «intelectual» y «disciplina» fueran palabras que hubiera imaginado aplicadas a sí mismo, hacía seis meses!
—Bien —dijo la doctora Wolling, cruzando las manos—. La vida siguió transformando la atmósfera de la Tierra del modo apropiado para mantener un entorno adecuado para sí misma. ¿Fue a propósito?
Nelson tuvo la impresión de que ella intentaba tenderle una trampa. Entonces se dio cuenta de que ella sólo actuaba como una buena maestra, haciéndole una pregunta fácil.
—Ésta sería la hipótesis de Guía, fuerte —respondió—. Dice que la horneo, ejem, homeostasis, el equilibrio de la vida, forma parte de un plan. Los gaianos religiosos —Nelson eligió las palabras cuidadosamente por respeto a los ndebele— afirman que la historia de la Tierra demuestra que un dios, o una diosa, planeó que todo sucediera de esta forma.
»También está la hipótesis de Gaia media…, cuando la gente dice que la Tierra se comporta como un organismo vivo. Es decir que tiene todas las propiedades de una criatura viva. Pero no dicen que se trate de algo planificado con antelación. Si el organismo tiene algún tipo de conciencia, somos nosotros.
—Sí, continúa —intercaló ella—. Y ¿cuál es el punto de vista científico estándar?
—Luego está la hipótesis de Gaia débil. Según ésta, los procesos naturales interactúan de una manera predecible con cosas como los océanos y los volcanes, la sedimentación de calcio de los continentes y cosas así, de forma que el dióxido de carbono se acumula en la atmósfera cuando hace frío; pero cuando el ambiente se calienta demasiado el gas es empujado hacia fuera, dejando que el calor vuelva a escapar.
—Entonces, es un proceso.
—Sí, pero construido con todo tipo de puntos estables. No sólo en la temperatura. Por eso tanta gente lo considera un plan.
—Cierto. Pero sólo te he hecho revisar todo eso porque se relaciona con tu pregunta. ¿Cómo puede la competición considerarse prima hermana de la cooperación? Piensa en el Precámbrico, Nelson, hace dos o tres mil millones de años, cuando las algas verdes del océano empezaron a absorber todo ese carbono del aire. Dime, ¿qué expulsaron en su lugar?
—Oxígeno —respondió él rápidamente—. Que es transparente…
Ella agitó una mano.
—Olvida eso por un momento. Piensa en los efectos biológicos. Recuerda: el oxígeno arde. Era…
—¡Un veneno! —interrumpió Nelson—. Sí. Las viejas bacterias eran ana…
—Anaeróbicas, sí. No podían desarrollarse con un gas tan corrosivo, aunque ellas fueran las que lo estaban produciendo. Fue un caso clásico de aprender a vivir con tus propios productos de desecho.
Nelson parpadeó.
—Entonces…, entonces debió de haber una presión para adaptarse.
La sonrisa de la doctora Wolhng transmitió más que mera satisfacción. El apoyo confundió y animó a la vez a Nelson.
—Exactamente —dijo ella—. Una crisis se cernía sobre Gaia. La contaminación de oxígeno amenazaba con destruirlo todo. Entonces algunas especies encontraron una solución bioquímica correcta: cómo sacar provecho del nuevo entorno rico en energía. Hoy, casi todo lo que ves a tu alrededor desciende de esas especies adaptables. Las pocas anaeróbicas supervivientes se hallan exiliadas en los fondos marinos y los caldos de cultivo.
Nelson asintió, ansioso por mantener aquella expresión en sus ojos.
—Así que Gaia siguió cambiando y mejorando…
—De forma más sutil. Más complicada.
A Nelson le dolía la cabeza de tanto concentrarse.
—Pero… ¡Eso parece las dos cosas al mismo tiempo! Fue cooperación, porque las especies que hicieron el cambio tuvieron que hacerlo juntas. Ya sabe, cazador y cazado. Comedor y comido. Ninguna de ellas podría haberlo hecho sola. ¡Pero también era competición, porque cada una de ellas se esforzaba sólo por sí misma!
La doctora Wolling apartó ausente un mechón de pelo gris.
—Muy bien, ves la paradoja esencial. Todos nosotros, en un momento u otro, nos hemos preguntado por esta cosa extraña, que la muerte parezca tan mala. Nuestra naturaleza básica es oponernos a ella. Sin embargo, sin la muerte no habría cambio, ni vida ninguna.
»Darwin dejó clara la cruel eficacia del proceso cuando demostró que todas las especies de la Tierra intentan tener más hijos de lo que necesitan para poder reemplazar a la generación anterior. En otras palabras, cada una intenta superpoblar el mundo, y debe ser regulada por algo externo.
»¡Lo que esta tendencia universal significa es que el león no sólo no puede yacer con el cordero, sino que tampoco puede sentirse completamente cómodo con otros leones! Al menos sin mantener siempre un ojo abierto.
Nelson la miró.
—Yo… creo que ya lo comprendo.
Ella dio un golpecito sobre la mesa y se enderezó en el asiento.
—Voy a ponerte un ejemplo mejor. ¿Sabes algo del sistema nervioso?
—¿Se refiere al cerebro y todo eso? —Nelson sacudió la cabeza. ¿Cuánto se podía aprender en unos pocos meses? ¡Mierda! Incluso usando hipertextos, había mucho conocimiento y muy poco tiempo.
Jen sonrió.
—Esto es sencillo. Usaremos un holo.
Debía de haberlo preparado. Murmuró una palabra y el proyector de la mesa desplegó una imagen con el corte de un cráneo humano. Nelson reconoció los contornos, naturalmente. En tercer grado se enseñaba a los niños los dos hemisferios y la forma en que ambas partes del cerebro «pensaban» de formas distintas, que de algún modo se combinaban para componer una única mente.
La sofisticación en esos asuntos aumentaba a medida que te hacías mayor, y a veces no para mejor, como cuando los adolescentes ensamblaban modelos tomográficos caseros para conseguir imágenes en tiempo real sobre la actividad de sus propios cerebros. No para obtener mayor autoconciencia, sino porque así podían aprender a «colocarse», a liberar los propios narcóticos naturales del cerebro a voluntad. Ese tarro de miel nunca había tentado a Nelson, gracias a la diosa. Pero había visto lo que le había hecho a sus amigos y casi estaba de acuerdo con quienes querían prohibir los aparatos de autoexploración.
—¿Ves la complicada masa azul? —preguntó la doctora Wolling—. Son células nerviosas, miles de millones de ellas, conectadas tan intrincadamente que los científicos informáticos, con sus nanodisectores, aún no han reproducido tal complejidad. Cada sinapsis, cada pequeña conexión eléctrica no lineal, contribuye con su propia lucecita sincopada al todo, que es mucho más que la suma de sus partes, la ola suprema que compone la sinfonía del pensamiento.
Si yo pudiera hablar así, deseó Nelson, y al instante se reprendió por soñarlo siquiera. Igual podría aspirar a ganar su propio premio Nobel.
—Pero mira con atención, Nelson. El volumen que ocupan las células nerviosas es pequeño. El resto es agua, linfa, y una estructura de células neuroglias y otros cuerpos aislantes, que alimentan y sostienen a las neuronas e impiden que se destruyan.
»Ahora, considera en cambio el cerebro de un feto.
La imagen se encogió, para formar una estructura más pequeña y simple. Dentro de la abultada cúpula, los deslumbrantes rastros azules habían desaparecido ahora.
—En vez de células nerviosas —continuó Jen—, tenemos millones de protocélulas primitivas, que no están diferenciadas y se dividen como locas. ¿Y cómo es que algunas de esas células saben cómo convertirse en nerviosas y las otras en humildes soportes? ¿Está todo previsto en algún plan?
—¡Bueno, claro que hay un plan! Está en el ADN… —La voz de Nelson se apagó cuando advirtió que ella le observaba. De algún modo, tenía que estar trazando un paralelismo con el estado del planeta, pero no alcanzaba a ver la relación.
Hay un plan, claro. Pero ¿cómo? ¿Hay un hombrecito dentro del cerebro del niño que lee el ADN como si fuera un libro de instrucciones y dice: «¡Tú! ¡Conviértete en célula nerviosa! ¡La de allí! ¡En célula de apoyo!»?
O se hace de una forma más simple…
—¡Ah! —Nelson alzó súbitamente la cabeza y miró a los fríos ojos grises de la anciana—. ¿Las protocélulas… compiten unas con otras…?
—Para convertirse en células nerviosas, sí. Excelente reflexión, Nelson. Ahora observa con atención. —Jen tocó otro control y luces multicolores brillaron en el borde del cráneo—. En estas zonas los factores de crecimiento neural se convierten en masas de protocélulas. Un producto químico diferente para cada punto de control. El código de cada célula le dice lo que tiene que hacer si encuentra tal o cual mezcla de factores de crecimiento. Si encuentra suficientes de la combinación adecuada, llega a ser una célula nerviosa. Si no, se convierte en una de apoyo.
Nelson contempló, fascinado, cómo ríos de color se extendían desde cada lugar de secreción. Aquí un rojo y blanco se mezclaban para formar una clara mixtura rosa. En otro lugar, un estimulante azul cubría a uno verde y formaba complejos arabescos, como pintura vertida.
—Las células también segregan unos productos químicos propios —continuó la doctora Wolhng— para suprimir a sus vecinas, de forma muy parecida a la silenciosa guerra química de las plantas.
Nelson agarró los controles y solicitó un aumento para echar un vistazo más de cerca. Vio que las células rebullían y se agitaban, luchando por empaparse donde los colores brillaban con más fuerza. Las diferentes combinaciones químicas parecían disparar conductas distintas: aquí un frenesí de crecimiento conducía a tensos amasijos de nervios con éxito; más allá, una cadena más fina con sólo unos pocos vencedores, cuyos largos apéndices parecían patas de araña.
—Es como…, como si las diferentes mezclas crearan diferentes entornos, ¿no? Como si diferentes cantidades de luz solar y agua formaran un desierto aquí, una jungla allá… ¿Como… nichos ecológicos?
—Muy bien. Y sabemos lo que sucede cuando un nicho queda dañado o se malogra. Inevitablemente afecta al conjunto, aunque esté muy distante. Pero continúa. ¿Cómo manejan las células las diferentes demandas de los diferentes entornos?
—Se adaptan, supongo. Así que es… —Nelson se volvió hacia su maestra—. La supervivencia del más fuerte, ¿no?
—Nunca me ha gustado esta expresión —replicó ella, pero asintió—. Tienes razón otra vez. Sólo que aquí la «comida» por la que compiten en realidad no es tal. Es una mezcla de sustancias necesarias para un desarrollo posterior. Si una célula se vuelve demasiado pequeña, muere, en cierto modo. Como astrocito o como otra célula de apoyo, sigue viviendo. Pero como célula nerviosa potencial, ya no existe.
—Sorprendente —murmuró Nelson—. Entonces, ¿la disposición de las células nerviosas en nuestro cerebro se produce debido a esas glándulas dispersas que producen compuestos diferentes?
—No sólo dispersas, Nelson. Bien situadas. Más tarde te demostraré que una pequeña diferencia en la cantidad de testosterona que los niños reciben antes de nacer puede suscitar cambios cruciales. Por supuesto, después del nacimiento el aprendizaje toma las riendas, de forma tan definitiva como todo lo anterior. Pero sí, esta parte es realmente sorprendente.
La doctora Wolling desconectó el aparato. Nelson se frotó los ojos.
—Evolución y competición están dentro de nosotros —dijo, asombrado.
Ella sonrió.
—Eres un joven inteligente. No puedes ni imaginarte cuántos de mis alumnos no consiguen hacer ese salto. Pero cuando lo piensas, tiene un sentido perfecto usar en nuestro organismo las mismas estrategias que ayudaron a perfeccionar la vida del planeta como conjunto.
—Entonces nuestros cuerpos son como…
Ella lo interrumpió.
—Ya es suficiente por ahora. Más que suficiente. Ve a dar de comer a tus animales. Haz algo de ejercicio. He introducido algunas lecturas en tu placa. Tráetelas leídas la próxima vez. Y no tardes.
Todavía parpadeando, la mente convertida en un remolino, Nelson se levantó para irse. No recordó hasta mucho después que ella pareció alzarse de puntillas para besarle en la mejilla antes de que se marchara. Pero para entonces estaba seguro de que debía de haberlo imaginado.
A medida que sus deberes aumentaban, llevándolo de las fuentes y lagunas reguladas del domo de reciclaje al hábitat boscoso del llano cerrado, donde los antílopes estiraban las patas bajo cristales reforzados, los baubinos acompañaban a Nelson como cortesanos que escoltaran a un príncipe. O para ser más precisos, como aprendices ayudando a un mago. Pues por dondequiera que iba Nelson, sucedían cosas mágicas.
Pronuncio una palabra y se hace la luz, pensó mientras hacía sus rondas nocturnas. Otra, y el agua se alza para que los animales la beban.
Por supuesto, los ordenadores sensibles a la voz hacían aquello posible. Pero ni siquiera los sistemas sofisticados eran lo bastante eficientes para dirigir un sitio como aquél. No sin la experiencia humana.
O donde eso no es posible, que funcione la sustitución por suposición, ¿eh?
La reacción de Nelson a su ascenso había sido de placer mezclado con irritación.
¡Después de todo, la verdad es que no sé nada!
Cierto, parecía poder decir cuándo algunos animales estaban a punto de ponerse enfermos, o cuándo algo necesitaba ser reparado en el aire o en el agua. Era hábil en colocar los filtros del techo para que la hierba creciera adecuadamente, pero eso no era más que mera suposición. Tenía talentos que nunca había imaginado en el abarrotado Yukon, pero el talento era un pobre sustituto para saber lo que estabas haciendo.
Así que Nelson ejecutaba sus tareas como un mago preocupado, señalando las puertas y ordenándoles que se abrieran, enviando a robots a hacer encargos, frotando y comprobando las hojas, preocupado constantemente porque no se había ganado este regalo. Era como un gran chiste perpetrado por una caprichosa hada madrina. No saber de dónde venía hacía que pareciera revocable en cualquier momento.
En sus lecturas encontró otra frase, «sabio idiota», y sintió una ardiente vergüenza, pues sospechaba que se refería a él.
Un ser humano sabe lo que está haciendo. De otro modo, ¿qué sentido tiene ser humano?
Así, hacía sus rondas asintiendo, escuchando el aparatito en su oreja izquierda. Nelson estudiaba en cada momento libre. Y cuanto más aprendía, era más dolorosamente consciente de su ignorancia.
Shig y Nell ayudaban. Les señalaba una fruta, y ellos corrían a traer la muestra. ¿Qué magia genética les hacía comprender tan rápidamente?
O tal vez soy sólo yo. Tal vez en parte soy mono.
Aquella tarde los dos babuinos estaban tranquilos mientras él los llevaba a hacer sus rondas con musitada agitación. Los pensamientos de Nelson corrían.
Con imágenes del instituto, los equipos deportivos y las bandas: cooperación y competición.
Imágenes de sus padres, trabajando duramente codo con codo, luchando durante largas horas para mantener a flote su negocio: competición y cooperación.
Imágenes de células y cuerpos, especies y planetas.
Cooperación y competición. ¿Son realmente lo mismo? ¿Cómo es posible?
Para algunos, el conflicto parecía inherente. Por ejemplo, en economía. El emigrante blanco, el doctor B'Keli, le había proporcionado textos que loaban al capitalismo, donde la lucha por el éxito individual producía eficientes bienes y servicios. «La mano invisible», era la frase acuñada hacía mucho tiempo por un escocés, Adam Smith.
En contraste, algunos todavía abogaban por la mano visible del socialismo. En el sur de África, los cosmopolitas como B'Keli eran raros. Con más frecuencia, Nelson oía escarnios sobre la «falta de alma» de las economías basadas en el dinero, y discursos loando la igualdad paternalista.
El debate se parecía extrañamente al que se suscitaba en la biología, sobre la supuesta capacidad para comprender y sentir de Gaia. «La vigilante ciega», era como se referían algunos agnósticos a la diseñadora putativa del mundo. Para ellos, la creación no requería ninguna intervención consciente. Se trataba de un proceso, donde la competición era el elemento esencial.
Los gaianos religiosos replicaban furiosamente que su diosa distaba mucho de ser ciega o indiferente. Hablaban de un mundo donde demasiadas cosas encajaban perfectamente para haberse producido de otro modo que no fuera el trabajo en equipo.
Una y otra vez, la misma dicotomía. El conflicto de opuestos. ¿Pero y si son dos caras de la misma moneda?
Esperaba que algunas de las referencias de la doctora Wolling ofrecieran respuestas. Pero por lo general las lecturas sólo le dejaban con más preguntas. Interminables preguntas.
Por fin cerró la última compuerta reforzada y condujo a Shig y Nell de vuelta a casa, dejando atrás a todos los animales a los que casi envidiaba por su falta de preocupaciones complejas. No sabían que estaban encerrados en un frágil bote salvavidas, encallado y anclado al suelo de un continente enfermo, tal vez moribundo. No sabían que había otras arcas en esta flotilla de salvación, dispersas por la Tierra como griales, preservando lo que nunca podría ser reemplazado.
No tenían que intentar comprender el porqué de nada y, desde luego, tampoco el cómo.
Nelson sabía que esas preocupaciones estaban reservadas para el capitán y la tripulación. Eran las preocupaciones especiales de quienes debían permanecer vigilantes.
■ Aunque todas las células de un cuerpo llevan la misma herencia, no son idénticas. Las especialistas llevan a cabo sus trabajos por separado, cada uno crucial para el conjunto. Si no fuera así, si todas las células fueran la misma, podríamos ser una masa indiferenciada.
Por otro lado, cada vez que un pequeño grupo de células lucha sin restricciones por su propia supremacía, nos encontramos con otra catástrofe familiar, conocida como cáncer.
¿Qué tiene que ver todo esto con la teoría social?
A menudo se compara a las naciones con cuerpos vivos. Y así, el socialismo estatal de los viejos tiempos puede haber convertido muchos cuerpos políticos en masas perezosas e improductivas. Del mismo modo, la fortuna heredada y la aristocracia fueron cánceres egoístas que engulleron los corazones de incontables grandes naciones.
Para seguir con la analogía, lo que estas dos decisivas y ruinosas enfermedades sociales tenían en común era que cada una podía florecer sólo cuando el sistema inmunológico de una comunidad se debilitaba. En este caso nos referimos al flujo libre de la información. La vida es la guadaña del error, y por eso la aristocracia y el socialismo-masa continuaron pugnando en secreto. Cada uno luchaba por mantenerse vivo a toda costa.
Pero la estructura viva ideal, sea criatura o ecosistema, es autoreguladora. Debe respirar. La sangre y los datos adecuados deben recorrer todos los rincones, o nunca podrá sobrevivir.
Lo mismo sucede, en especial, en las complejas interacciones entre los seres humanos.
—De La mano transparente. Doubleday Books, edición 4.7 (2035). [■ Código de acceso hiper 1-ITRAN-777-97-9945-29A.]