Comenzó una pugna entre el mar, el cielo y la tierra.
En el océano, la vida era carnívora y simple, una pirámide basada en la forma más sencilla, el fitoplancton, que se agrupaba en grandes núcleos pintorescos cada vez que la luz del sol fundía las materias primas.
De los elementos que necesitaban para crecer y multiplicarse, el hidrógeno y el oxígeno podían extraerse del agua, y el carbono del aire. Pero el calcio, el silicio, el fósforo y los nitratos debían conseguirse de otra forma.
Una parte se lograba devorando al vecino. Pero tarde o temprano todo lo que flotaba en el mar debía apartarse del ciclo para unirse a los siempre crecientes sedimentos de debajo. Las frías corrientes ascendentes suplían parte de la pérdida, arrancando los nutrientes de los fondos.
Pero la mayor parte del déficit se paliaba en la desembocadura de los ríos, de los continentes empapados de lluvia. El sedimento y los minerales, el fertilizante puro de la vida, caían en el mar gota a gota como la glucosa de una sonda intravenosa.
La vida tardó mucho tiempo en afianzarse en tierra. Y durante un largo período sólo hubo frágiles películas de bacterias azules y hongos, que cubrían las peladas superficies de roca con filamentos y diminutas fibras.
Estos primeros suelos mantuvieron más tiempo la humedad en contacto con la piedra, así que la degradación se aceleró. El flujo de calcio y otros elementos al mar aumentó.
El plancton es eficaz cuando está bien alimentado. Y así, después de la disolución de Gondwanaland, cuando muchos grandes ríos alimentaron las orillas rebosantes de vida verde, el carbono fue absorbido del aire como nunca antes. La atmósfera se hizo transparente.
En esa época, el sol era menos cálido. Y así, privado de su escudo de efecto invernadero, el aire también se enfrío. Los bloques de hielo se extendieron y cubrieron la Tierra cada vez más, hasta que, por el norte y por el sur, los glaciares casi se encontraron en el ecuador.
No se trataba de una simple perturbación. No era una simple «glaciación». Al reflejar al espacio la luz del sol, la superficie permaneció congelada. Los niveles del mar descendieron. La evaporación se redujo debido al frío. Hubo menos lluvia.
Pero menos lluvia significaba menos desgaste de las rocas continentales, menos depósito mineral. El plancton empezó a sufrir y a ser menos eficaz en su tarea de tomar carbono del aire. Finalmente, el promedio de eliminación cayó por debajo del relleno de los volcanes y la respiración. El péndulo empezó a oscilar hacia el otro lado.
En otras palabras, el efecto invernadero regresó. De forma natural. Unos millones de años después, la crisis terminó. Los ríos fluían y los cálidos mares volvieron a lamer las costas. La vida reemprendió su marcha, incluso estimulada por el aviso.
Una pugna bélica, o el bucle de una retroalimentación. En cualquier caso, tuvo éxito. ¿Qué importaba que el ciclo requiriera épocas, viera incontables muertes y tragedias no narradas? A la larga, funcionó.
Pero en ninguna parte quedó escrito, ni en la piedra ni en el agua, que en la siguiente ocasión saliera bien librada.
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