Como escultura no era gran cosa. Sobre todo en una isla famosa por sus monumentos. Una pequeña pirámide de piedra, nada más, sobresaliendo en una pendiente arenosa, donde la escasa hierba se agitaba con la incesante brisa del océano. Un cernícalo chileno de negras alas echó a volar con un chillido cuando Alex terminó de escalar la colina para tener una perspectiva mejor del promontorio de granito pulido. A primera vista, resultaba decepcionante.
Vamos, Lustig. Arriba ese ánimo. Sólo es la punta, de algo mucho más grande. Imagina que no termina bajo tierra, sino que sigue extendiéndose, hacia abajo, siempre hacia abajo…
Sabía hacia dónde apuntaban aquellos bordes, probablemente mucho mejor que el artista original que había colocado la escultura allí, hacía siete décadas.
Imagina que la Tierra rodea a una pirámide sólida, con cuatro caras y cuatro vértices, cuy as puntas apenas asoman a la superficie…
Imaginó un vasto tetraedro de piedra, igual que una de las mágicas formas geométricas que Johannes Kepler imaginaba como sustentadoras de los planetas en el cielo. Ante Alex se alzaba no un monumento modesto y sin pretensiones, sino una punta de la mayor escultura del mundo, que contenía la mayor parte del mundo.
Se habían emplazado tallas similares en Groenlandia, Nueva Guinea, y Sudáfrica, en una de las únicas disposiciones que permitían que cada vértice emergiera en tierra. Por razones similares a las del artista, George había elegido los mismos puntos para colocar sus resonadores secretos. Algo más que la casualidad le había traído a Rapa Nui.
De pie en lo alto del pináculo de piedra, Alex se volvió lentamente, las manos en los bolsillos, observando la llanura rocosa y despojada de árboles. Unos cuantos kilómetros al oeste se alzaban los acantilados de Rano Kao, uno de los tres grandes volcanes dormidos de la isla, que sobresalía en un mar de olas espumosas. Sin contar las islitas sin importancia, el viento cortado por aquella prominencia irregular llegaba después de cruzar diez mil kilómetros de océano ininterrumpido.
Qué extraño resulta pensar a semejante escala, cuando toda mi formación se centra en contemplar lo infinitamente pequeño.
Desde aquí, sabía con absoluta precisión dónde estaban dispersos los otros equipos de Tangoparu por todo el globo. Probablemente ninguno de ellos encontraría sus porciones locales de la Escultura Total de la Tierra. Los emplazamientos dos y cuatro estaban situados a varios cientos de kilómetros de los monumentos.
Pero éste era el centro. Pocas islas eran tan pequeñas comparadas con el vasto océano que las rodeaba. Alex no podría haber evitado este vértice aunque lo hubiera intentado.
Algunos aseguran que las pirámides son símbolos de suerte, reflexionó. Pero sigo prefiriendo un dodecaedro.
Rapa Nui había sido elegida como cuartel general por otros motivos, entre ellos la seguridad. Aquí, la Sociedad Pacífica de Hine-marama tenía más influencia que las autoridades «nacionales» en el lejano Chile. Bajo la protección de la sociedad pudieron traer a más hombres, de forma que Alex se evitó la necesidad de supervisar la construcción y tuvo tiempo de sopesar la nube de números e imágenes que tenía en la cabeza.
Esas imágenes lo seguían a todas partes, incluso mientras recorría el cono de un antiguo volcán o contemplaba extraños monumentos en una isla llena de ellos.
Justo al norte de Rano Kao, por ejemplo, cerca de la solitaria ciudad y del aeropuerto de Rapa Nui, se encontraba una sombra blanca que antaño fue un orgulloso pájaro del espacio. Manchado de guano y ajado, la lanzadera Atlantis se alzaba permanentemente sobre una plataforma oxidada para que los visitantes la observaran boquiabiertos y los pájaros la usaran con otros propósitos. Manteniendo su promesa a la capitana Tikhana, Alex había presentado sus respetos al armazón despojado, en su tiempo una carísima nave llena de aspiraciones, pero convertido hoy en otro obelisco más de la isla de Pascua. Las sensaciones engendradas por aquello habían sido extrañas.
Como la primera vez que vio las estatuas nativas por las que era famoso el lugar. Aquella misma sensación de pérdida.
Como si éste fuera el lugar al que vienen a morir las esperanzas.
Alex se volvió hacia el sur. Allí, junto a la diminuta bahía de Vaihu, se alzaba una hilera de siete altas tallas, llamadas moai, las bocas arrugadas bajo sus pesados ceños de basalto. Algunas llevaban sombreros cilíndricos hechos de rojiza escoria volcánica. Miraban hacia tierra, cubiertas de cemento allá donde los restauradores habían pegado los fragmentos rotos. Los ceñudos centinelas no parecían agradecidos. Al contrario, irradiaban un sombrío y endurecido resentimiento.
Antes de partir hacia el Ártico, Stan Goldman le había dado a Alex un librito sobre la isla de Pascua, con páginas de papel al viejo estilo.
—Te vas a uno de los lugares más tristes y fascinantes del planeta —le había dicho el viejo físico—. De hecho, tiene mucho en común con Groenlandia, adonde voy.
Alex no podía imaginar dos lugares menos parecidos: uno un continente por derecho propio, cubierto de hielo; el otro, una mota ardiente y casi carente de agua en medio del océano abierto. Pero Stan se explicó:
—Ambos fueron experimentos de lo que podría ser plantar una colonia en otro mundo, asentamientos aislados, diminutos, sin ningún tipo de comercio ni apoyo externo, obligados a vivir de su inteligencia y sus magros recursos locales durante generaciones y generaciones.
Stan concluyó su razonamiento sobriamente:
—Me temo que en ninguno de los dos casos la humanidad salió muy bien parada.
A decir verdad, por lo que Alex leyó más tarde, Stan se había quedado corto. Las imágenes hollywoodenses de paraísos polinesios ignoraban los ciclos de alzas y bajas de superpoblación que asaltaban cada archipiélago con desesperada regularidad, ciclos resueltos principalmente por un medio: la sangrienta eliminación de la población masculina adulta. Las películas tampoco mencionaban otro holocausto, la masacre de especies nativas, provocado no por el hombre, sino por los cerdos, ratas y perros que los colonos habían traído consigo.
Los polinesios no eran particularmente culpables. Los humanos tenían una larga historia de crear problemas dondequiera que fuesen. Pero Alex recordó que su abuela le explicó en una ocasión la importancia de la escala. Cuanto más pequeño y aislado es el ecosistema, más rápidamente se vuelve fatal el menor daño. Y en la Tierra había pocos sitios tan pequeños, aislados o fatales como Rapa Nui.
Pocas generaciones después de la llegada de la humanidad, en el año 800 después de Cristo, no quedaba un árbol en pie. Sin madera para construir barcos, los colonos tuvieron que abandonar el mar, junto con toda posibilidad de huida y comercio. Sólo quedaba la roca nativa, en la que tallaban rudas casas y estos desolados iconos.
La superpoblación y el aburrimiento sólo dejaron abierta una alternativa posible: la guerra interminable. Apenas un siglo después de levantar las grandes estatuas, casi todos habían sido aplastados por las correrías y represalias tribales. Cuando llegaron los europeos, renombrando arrogantemente la isla con una fiesta cristiana, los nativos de Rapa Nui casi se habían aniquilado unos a otros.
Como si los modernos lo hiciéramos mucho mejor. Sólo es necesario un poco más de poder, y un mayor número de personas, para conseguir lo que los isleños nunca lograron: estropear algo tan grande como el mismo océano.
Antes había recorrido la estrecha playa de la isla, hasta Anakena, donde Hotu Matu había desembarcado hacía tanto tiempo con su banda de esperanzados colonos. Y lo que Alex confundió al principio con arena blanca resultaron ser trocitos de corcho sintético, migajas de bolsas de «cacahuetes» y otros materiales de empaquetado vertidos a miles de kilómetros de distancia. El material había sido prohibido cuando él estaba todavía en la universidad. Sin embargo, aún lamía las costas de todo el mundo. Escuálidas aves marinas picoteaban entre los detritos. Tal vez no se estuvieran muriendo, pero tampoco tenían buen aspecto.
Jen, pensó, deseando que su abuela estuviera allí para hablar con ella. Necesito que me digas que todavía no es demasiado tarde. Necesito oír que todavía queda suficiente mundo por salvar.
Las ceñudas estatuas miraban hacia tierra, como si compartieran los siniestros presentimientos de Alex.
Oh, el nuevo resonador gravitatorio funcionaba bien. En sus primeras pruebas había localizado el destello familiar de Beta con más detalles que nunca. Los ecos enlazaban la enorme y compleja singularidad a veinte metros de las fieras entrañas de la Tierra.
Hasta ahí, bien. Pero en aquellas reverberaciones Alex también había visto lo rápidamente que crecía el taniwha.
Maldición, apenas tenemos tiempo.
Miró más allá de las sombrías figuras de piedra, y en su imaginación visualizó repentinamente el Ragnarok. El vapor se alzaba mientras el mar se cubría de súbitas llamaradas, dejando tras de sí un agujero sin fondo, inconmensurable.
Y entonces, el mar expoliado volvía a caer a las profundidades insondables.
—Tenemos noticias —le anunció June Morgan cuando regresó a la sala de reuniones prefabricada que los técnicos habían alzado no muy lejos de Vaihu. Parecía un pequeño coso deportivo colocado sobre una extensión plana de roca desnuda. Bajo el tejado opaco había montado sus ordenadores y el resonador principal, un brillante cilindro recién sacado de su tina de productos químicos purificados y ahora anclado a los soportes giratorios.
—Hazme un resumen, ¿quieres, June? —respondió Alex.
Aunque no formaba parte del grupo original, June había demostrado ser imprescindible, igual que varios de los «nuevos miembros» traídos por Pedro Manella. Su experiencia en magnetismo resultó particularmente útil cuando sondearon el núcleo de la Tierra, buscando aquellas extrañas zonas de corriente superconductora descubiertas tan sólo hacía unas semanas.
Además, June era un as en cuestiones de organización. A medida que los días iban pasando, Alex fue confiando en ella cada vez más.
—Los del segundo emplazamiento aseguran que estarán listos dentro de unas horas —explicó la mujer rubia, confirmando que el grupo de George Hutton en Nueva Guinea cumplía el horario previsto—. El equipo de Groenlandia dice que empezarán a operar mañana por la tarde.
—Bien. —Alex sabía que Goldman y Tikhana lo conseguirían—. ¿Qué hay de África?
Ella alzó los ojos al cielo.
—Se suponía que debían informar otra vez hace dos horas, pero… —Se encogió de hombros. Con un programa tan delicadamente equilibrado, fallar en un solo emplazamiento significaría el desastre. Y el equipo africano estaba en un territorio completamente fuera de su control. Con todo, resultaba sorprendente que Jen hubiera conseguido introducirlos en Kuwenezi, después de todo.
—No te preocupes por eso. Mi abuela nunca ha llegado a tiempo a una cita en toda su vida. Pero siempre sale adelante. No necesitaremos el cuarto emplazamiento durante algunos días.
»En cuanto a nosotros, el tiempo se ha acabado —concluyó, alzando la voz—. Vamos a poner manos a la obra.
Se sentó en una estación cercana que mostraba la familiar imagen holográfica del corte de la Tierra, con proyecciones laterales para cada factor que quisiera seguir. Sus sondas anteriores habían provocado todo tipo de vibraciones debajo, gravitacionales, sónicas, eléctricas. Comparar el planeta con una compleja campana sin templar parecía cada vez más apropiado. En la superficie del mundo, todo este «resonar» se manifestaba a veces en movimientos sísmicos, un acoplamiento de resonancias que Alex estaba empezando a desentrañar. Si no andaban con cuidado, podían liberar tensiones acumuladas, en fallas a punto ya de reventar.
—Mmm —reflexionó, mirando los últimos datos—. Parece que los temblores no fueron tan malos esta vez, aunque aumentamos la energía. Tal vez empezamos a cogerle el tranquillo.
Nuevos mapas indicaban muchas zonas inferiores donde la energía bruta esperaba ser liberada en cuanto la cadena estuviera completa. Hay todo un mundo ahí abajo. Y sólo hemos empezado a explorarlo.
Ahora la frontera entre el núcleo líquido y el manto aparecía con tantos detalles que parecía la superficie de un planeta desconocido. Había arrugas que parecían montañas, y extensiones onduladas semejantes a mares. Continentes de sombras imitaban a los familiares a miles de kilómetros de profundidad. Bajo África, por ejemplo, una mole de ferroníquel temblaba como un eco de la fragata de granito que flotaba por encima.
También había «clima», nubes de convección plasti-cristalinas que circulaban en corrientes a cámara lenta. De vez en cuando, impredeciblemente, las corrientes chispeaban en aquel sorprendente estado recién descubierto, y la electricidad fluía con rayos perfectos.
Incluso «llovía». Mucho después de que la mayoría del hierro y el níquel de la Tierra se hubiera separado de los minerales rocosos, posándose en el núcleo profundo, gotas de metal todavía se condensaban y emigraban hacia abajo, cubriendo la frontera de nubes fundidas, nieblas, lloviznas, incluso chaparrones.
No tendría que sorprenderme. La convección y el cambio de estado también deberían operar allá abajo. Sin embargo, todo parecía extraño y sugería ideas curiosas. ¿Podría haber «vida» en aquellas masas de sombras? ¿Una vida para la cual las perowskitas torturadas del manto componían una «atmósfera»? ¿Para quién el rumor de granito y basalto de arriba sería tan diáfano y frío como los altos cirros lo eran para él?
—Diez minutos. —June Morgan agarró nerviosamente su placa-carpeta.
Y Alex advirtió que los demás lo miraban de forma similar. Con todo, en su corazón sólo sentía una calma helada. Una tranquilidad sombría y contenida. Habían estudiado al monstruo y ahora la teratología había terminado. Había llegado la hora de ir a por aquella cosa, en su mismo altar.
—Entonces será mejor que me prepare. Gracias, June.
Extendió la mano hacia su subvocálico y se encajó el aparato sobre la cabeza y el cuello. Mientras ajustaba las frecuencias, recordó lo que Teresa Tikhana le había dicho en las cavernas Waitomo, justo antes de que se separaran.
—Hay un buen trecho hasta el próximo oasis, doctor Lustig. Lo sabe, ¿verdad? Algún día tal vez encontraremos otros mundos y tal vez lo haremos mejor con ellos. Pero sin la Tierra tras nosotros, a nuestra espalda, nunca tendremos esa segunda oportunidad.
A lo que Alex añadió mentalmente: Si perdemos esta batalla, no nos mereceremos otra, oportunidad.
No obstante, no dejó entrever nada de esto. Por el bien de quienes lo observaban, sonrió y habló en un susurro bajo y afectado.
—Muy bien, damas y caballeros. ¿Invitamos a nuestro diablo al baile?
Todos se rieron, nerviosos.
Girando sobre el soporte de cardan, el resonador se volvió con una precisión más exacta de lo que ningún ojo humano podía seguir. Apuntó.
Y empezaron.