MANTO

Los paheka tenían un dicho: «Es sólo otra mentira blanca».

A George Hutton le gustaba recopilar necedades como ésta. Para los blancos parecía haber tantos grados de mentira como palabras distintas tenían los esquimales para aludir a la nieve. Algunas mentiras eran malignas, por supuesto. Pero luego estaban las «medias verdades», y las «metáforas», y las que te decían tus padres «por tu propio bien».

Mientras se arrastraba por un estrecho y retorcido pasadizo de piedra, George recordó una tranquila tarde en el Quark and Swan, cuando atormentó al pobre Stan Goldman por aquellas hipocresías occidentales. Como a su amigo le encantaban las novelas y el tema lo amargaba, George despotricó particularmente contra aquella mendacidad llamada «ficción», en la que una persona, un «lector», le paga a un «autor» por mentir sobre hechos que nunca sucedieron a personas que ni siquiera existieron jamás.

—Entonces, ¿todos vuestros bonitos cuentos de hadas maoríes son verdad? —preguntó Stan en una acalorada respuesta.

—En cierto modo, sí. Los no-occidentales nunca hemos hecho la distinción artificial entre lo real y lo imaginario, entre «objetivo» y «subjetivo». No tenemos que suspender la incredulidad para oír y aceptar nuestras leyendas…

—¡O para adoptar seis visiones del mundo imposibles antes del desayuno! Por eso los maoríes podéis decir que vuestros antepasados nunca dijeron una mentira. ¿Cómo puede mentir nadie cuando se es capaz de creer en dos cosas contradictorias al mismo tiempo?

—¿Me estás acusando de incoherente, amigo blanco?

—¿A ti? ¿A un hombre con cincuenta patentes técnicas en geofísica, que sigue haciendo sacrificios a Pele? ¡Nunca!

Inevitablemente, la discusión terminaba con los dos gritando, las narices separadas a medio metro, y luego estallaban en carcajadas hasta que uno se recuperaba lo suficiente para pedir la siguiente ronda.

Muy bien, admitió George para sí mientras palpaba en busca de un estrecho asidero a lo largo de la piedra pulida de un camino subterráneo. Es fácil ser mojigato con las mentiras de los demás. Pero es otra cosa muy distinta cuando te encuentras atrapado y tienes que decidir entre engañar o arriesgarte a perder todo lo que amas.

Retirándose de la superficie de piedra, enfocó al frente el rayo de su casco y vio que lo peor había pasado. Unos cuantos pasos vacilantes y podría saltar a algo vagamente parecido a un sendero, con suficiente espacio para caminar derecho en vez de hacerlo encorvado como un gnomo en un laberinto.

Efectuó el salto rápidamente y aterrizó con agilidad, las manos bien separadas para mantener el equilibrio. Después de asustar la lámpara, George contempló un estrecho tubo de arenisca suavizada por el agua que ascendía hasta donde una brusca cuña dividía el canal serpenteante. Un pasadizo esparció su luz entre columnas resplandecientes, donde los filtros minerales habían formado arcos que recordaban la mezquita de Córdoba. No había advertido esta galería en su viaje hacia fuera. Ahora se detuvo a esbozar la abertura en su placa de bolsillo.

Lo aceptable sería publicar el mapa, por supuesto. Habría dinero, prestigio. Pero había jurado que la Red ni siquiera recibiría este dato.

¿Cómo se justifica una mentira?, se preguntó George mientras desandaba cuidadosamente sus pasos.

Una década antes, al descubrir por primera vez las inmensas cavernas situadas bajo las montañas de Nueva Guinea, había elegido abstenerse de mencionar su existencia a sus clientes. ¿Era eso un robo, guardar para sí esta maravilla? Tal vez. Pero peor que el mismo robo era la mentira.

Creer seis cosas imposibles o contradictorias antes de desayunar. Sí, Stan. Y una cosa imposible que creí fue que podría salvaguardar este lugar.

Tuvo que pasar de cabeza, apretujándose, para franquear la siguiente apertura, y se deslizó por una rampa hasta llegar a una chispeante capilla en miniatura.

Retorcidas acumulaciones de calcita cubrían no sólo las paredes, sino también el suelo, arrancando deslumbrantes destellos cristalinos a la luz de la linterna. Se llamaba «caverna de coral», un fenómeno bastante común hasta que los seres humanos inventaron la espeleología y penetraron las profundidades en busca de los tesoros ocultos de la Tierra. Ahora el coral había desaparecido de casi todas las cavernas conocidas de la Tierra, robado pieza a pieza por los cazadores de recuerdos, cada uno de ellos convencido de que nadie echaría en falta aquel fragmento que se llevaba.

Al atravesar de nuevo la diminuta catedral, George buscó exactamente las mismas huellas que había dejado en el camino de salida, pequeñas grietas y manchas en los filamentos vítreos. Intentó pisar en ellas, pero no había manera de evitar añadir un poco de daño esta vez también.

El mundo está hecho de compromisos —le pareció oír decir a Stan Goldman, aunque su amigo estaba muy lejos en este momento, realizando su parte del trabajo entre las heladas extensiones de Groenlandia—. Debes hacer intercambios, George, y vivir con las consecuencias

—Una forma paheka de considerar las cosas —murmuró George mientras dejaba la estancia de coral, pasando de lado por una estrecha rendija que conducía a otro pasadizo. Ecos susurrantes lo rodearon como criaturas diminutas. Entre las suaves reverberaciones imaginó la respuesta de Stan.

—¡Hipocresía, Hutton! ¡A quién crees que estás hablando!, ¿a algún turista de California? ¡El empleo de la ciencia «paheka» te hizo multimillonario! Te dio poder para hacer el bien en el mundo. ¡Así que úsalo!

Una de las alegrías de la vida era tener amigos que no te permitieran perder el contacto con la realidad, que te llamaran la atención sobre tu basura antes de que se amontonara tanto que acabaras ahogado en ella. Stan Goldman era un amigo así. Juntas, en Wellington, sus esposas todavía se tenían una a la otra para hacerse compañía. Pero ahora George debía imaginar lo que diría Stan.

Mientras jadeaba, apretujando su enorme corpachón para poder atravesar una fina grieta, los ecos de su respiración volvieron junto a él como una voz que no estaba allí.

—Deja de desear ser un noble salvaje, Hutton… Admite que eres tan occidental como yo.

—¡Nunca! —gruñó George mientras se liberaba y llegaba al tramo final de pasadizo abierto. Mientras jadeaba, con las manos en las rodillas, le pareció oír la voz de su amigo convergiendo como una conciencia desde cada pared.

—¿Qué, nunca…?

George se enderezó por fin, y sonrió.

—Bueno… casi nunca. —El zumbido de sus oídos le pareció una risa musical hasta que se desvaneció.

Al volverse a poner en camino, pensó: Ya no hay no-occidentales en ninguna parte.

En efecto, no quedaba un solo maorí cuya sangre no fluyera con mezclas multicolores de ingleses, escoceses, samoanos y docenas de otras razas. Ni había crecido ningún maorí sin vídeo en color ni la omnipresente influencia de la todopoderosa Red.

¡Sin embargo, no soy otro hombre gris homogeneizado de épocas grises y blandas! ¡Y si las circunstancias me obligan a mentir, entonces puedo considerar mis mentiras como lo haría un maorí, como cosas repugnantes!

Y a eso, por fin, la voz prestada de Stan Goldman permaneció en silencio. George sabía que su amigo no disentería.

Tras doblar un recodo, se detuvo y apagó la lámpara. Al principio la negrura fue tan absoluta que no veía su propia mano delante de la cara. Sin embargo, por fin vislumbró un destello increíblemente débil, reflejado de una pared de roca de delante. Eso sólo podía significar una cosa: casi había vuelto al lugar.

Conectada al nivel mínimo, la lámpara le hizo parpadear cuando volvió a encenderla. Otra vez se puso en marcha, primero avanzando por una cornisa y luego agachándose bajo una acumulación de roca hasta salir por fin a un balcón natural que asomaba a la gruta donde había venido con su equipo a luchar contra los demonios.

A diferencia que en las muy cómodas cavernas acondicionadas de Nueva Zelanda, sólo unas pocas luces proyectaban sombras intimidatorias a lo largo de esta gran galería. Los sacos de dormir yacían amontonados sobre pilas de heno que habían comprado a un granjero papú, que araba las laderas de arriba sin sospechar las enormes extensiones que había bajo su siseante tractor. En un rincón había una unidad recicladora portátil, para tomar los desechos del equipo y convertirlos en una fracción necesaria, aunque desagradable, de sus necesidades.

Ninguna de aquellas incomodidades importaba a los veteranos de George, naturalmente. Así que debía de ser la naturaleza virgen de estas cavernas secretas lo que hacía que todo el mundo hablara en susurros, suave, respetuosamente, como para ahorrar al lugar cualquier violación innecesaria. George no era el único que se perdía en solitarias y reverentes exploraciones. Durante los breves lapsos de descanso que su médico le aconsejaba entre largos períodos de trabajo, la mayoría de los miembros del equipo se marchaban durante un rato.

Había otras cavernas mayores en esta cadena, una incluso mayor que la Cueva de la Buena Suerte de Sarawak, capaz de empequeñecer a cuarenta estadios de deportes. Pero ésta servía a sus necesidades y por eso había sido sacrificada para el proyecto. Varios metros de sedimento habían sido despejados hasta revelar la dura roca, donde habían excavado una gran base semiesférica.

Cerca se hallaba el armazón metálico que contendría su nuevo resonador, y más allá se encontraba el tanque donde el cilindro de cristal crecía lentamente, átomo a átomo, bajo la dirección de un puñado de simples e incansables nanomáquinas. En dos días, el perfecto entramado se habría convertido en una antena superconductora bien sintonizada y su trabajo real daría comienzo.

George bajó una serie de peldaños desgastados por donde antaño habían fluido pequeñas cascadas. Sólo había estado ausente media hora, pero su grupo ya había reemprendido el trabajo.

No hay necesidad de hacer de capataz. Es sorprendente lo que influye la motivación, cuando tienes una leve oportunidad de salvar al mundo.

Un hombrecito de rasgos oscuros miró a George desde el interior de la excavación, de pie sobre un andamio de madera.

—Y bien, amigo mío, ¿has encontrado tu río?

El amigo papú de George, Sepak Takraw, se había alistado para ayudar a su escaso equipo. Alistado bajo falsas pretensiones, pues George le había dicho que estaban buscando metano, un tesoro recurrente buscado por los países antaño ricos en petróleo, pero que ahora se habían acostumbrado de nuevo a la escasez y lo odiaban. La confianza hacia Sepak era absoluta, por supuesto. Con todo, George no podía permitir que nadie más supiera la auténtica naturaleza de su misión. Tal vez más tarde pudiera decírselo. Cuanto tuvieran éxito. O cuando supieran a ciencia cierta que habían fracasado.

—Ah. —George se encogió de hombros—. El río ya no existe.

—Lástima —suspiró Sepak—. Tal vez los granjeros se lo llevaron.

—Es un mundo sediento —asintió George—. Bien. ¿Qué aspecto tienen los cimientos?

Sepak señaló el agujero, donde dos de los ingenieros de George examinaban con sus instrumentos la lisa pared.

—Como puedes ver, prácticamente hemos terminado. Sólo el maldito perfeccionismo kiwi los mantiene ahí. Ya que los suizos se extinguieron, sois los peores quisquillosos que quedan.

George sonrió ante el cumplido mixto. Por mucho que discutieran, los maoríes y los neozelandeses paheka estaban de acuerdo en que, fuera cual fuese el trabajo, merecía la pena hacerlo bien. Tan-goparu Ltd. se había ganado su reputación con este empeño en la precisión.

Y mucho más en esta ocasión. Los parámetros que nos dio Alex Lustig serán ya bastante difíciles de cumplir sin errores humanos.

—Al final se hartaron de mi impaciencia y me echaron. Qué impertinentes. Venga, ayúdame a salir de este pozo, ¿quieres?

George izó a su pequeño amigo. Cuando estuvo en pie, Sepak soltó la caja de herramientas y sacó una botellita. Era un suave licor local, con fama de gastar bromas pesadas a quien no estuviera acostumbrado a beberlo. Le ofreció un sorbo a George, pero éste negó con la cabeza. Había hecho un juramento.

La próxima vez que beba, será para celebrar la salvación de nuestro mundo… o de pie sobre los despojos ensangrentados de los hijos de puta que lo han destruido.

—Como quieras. —Sepak dio un buen sorbo y luego guardó la botella en una bolsa de cuero repujada con dibujos de mariposas. Era miembro de la tribu gimi, que se enorgullecía de una distinción muy especial. De todas las naciones, clanes y pueblos de la Tierra, sólo entre los papúes nativos quedaban unos pocos ancianos con vida que recordaban la época en que el planeta no era un lugar único.

Este año se cumplía el centenario de la expedición australiana de 1938 que descubrió el Gran Valle de Nueva Guinea, aislado hasta entonces de cualquier contacto con el mundo exterior. Allí se encontraron las últimas tribus «desconocidas», que vivían como habían hecho durante incontables generaciones, atendiendo la cosecha, librando sus guerras, adorando a sus dioses, pensando que su largo valle entre las montañas era la suma total de la existencia.

Hasta que llegaron los australianos, claro. A partir de ese momento, la Edad de Piedra terminó. La Era universal del Electrón pronto los envolvió a todos en un mundo, una cultura, un vocabulario compartido. Una Red común.

El tío-bisabuelo de Sepak se contaba entre las celebridades que iban a ser entrevistados por el canal global de noticias, pues era uno de los pocos que recordaban el momento en que llegaron los altos extranjeros blancos. «El último primer contacto», como se referían al suceso los medios de comunicación.

O, al menos, el último primer contacto sucedido en la. Tierra, podría insistir optimista como siempre Stan Goldman.

Sepak hablaba del tema a la menor excusa. Estaba claro que no veía ninguna distinción entre maorí y paheka, y que englobaba a todos los no-papúes como «blancos». En la extraña moda contraria de las etnias modernas, no había ningún status más alto que tener un tío-bisabuelo que había tallado sus herramientas con piedra nativa y que, en su pura y primitiva inocencia, solía consumir reverente y ruidosamente la carne de sus vecinos.

Sepak contempló una de las galerías, donde los reflejos producidos en la piedra pulida se perdían hacia los misterios ocultos.

—Bien. No más río. Lástima. ¿De qué sirve una caverna gloriosa sin un arroyo que la haga reír y cantar? ¿Qué ha sido de la entidad que talló este poderoso lugar? Qué final tan mundano, ser sorbido por los pozos de regadío.

—Hay evidentes signos de que el río fluyó hace tan sólo unas décadas. —George sacó un pañuelo de su bolsillo y lo desdobló.

Sepak contempló unas cuantas astillas brillantes.

—¿Qué son?

—Espinas de peces.

El papú suspiró. Fueran canales, fuesen las especies ciegas que vivieron una vez en lo alto de la cadena alimenticia de esta diminuta ecosfera, unos pocos esqueletos gastados eran su único legado.

George sabía que millones de personas en el mundo de la superficie compartirían su sensación de pérdida si lo supieran. Hoy en día, incluso podría conducir a llamadas para pasar a la acción. Aunque el carácter único de esta especie concreta se había perdido para siempre, tal vez alguna otra especie, guardada en alguna reserva o arca vital, pudiera prosperar aquí si regresaba el agua. Pero George mantendría su secreto, preguntándose sólo cómo habían sido estos canales resecos cuando un milagro borboteante y sin luz surcaba sus lechos ocultos.

Una vez más, creyó saber lo que habría dicho Stan Goldman.

—Eh, está bien. Cometemos errores. Pero ¿quién nos dijo, cuando empezamos a cavar y a minar y a irrigar, que llegaríamos a esto? Nadie. Tuvimos que averiguarlo por nosotros mismos, a la tremenda.

»¿Dónde estaban esos malditos ovnis y carros celestiales y profetas cuando realmente los necesitamos? Nadie nos dio una guía para manejar un planeta. Nosotros la estamos escribiendo ahora, a partir de la más dura experiencia.

Ocultando una triste sonrisa, George también supo cómo le habría contestado.

Lloro por el moa, a, quien mis propios antepasados extinguieron. Lloro por las garzas y las ballenas, exterminadas por los paheka. También lloro por vosotros, pececillos.

Cuando todo esto hubiera acabado, llenaría los vasos de sus amigos y bebería por cada una de las especies perdidas. Y entonces, si quedaba suficiente cerveza en el mundo, brindaría también por las que quedaban por morir.

—Vamos, Sepak —dijo George mientras se guardaba el pañuelo—. Puedes ayudarme a ajustar el ensamblaje de la grúa. Tiene que estar perfecto para cuando saquemos al cilindro de su baño.

—Precisión, precisión —suspiró Sepak. Olvidando su licenciatura en ingeniería por la Universidad de Port Moresby, y su piel, no más oscura que la de George, murmuró—: Los blancos ponéis demasiada fe en vuestras preciosas máquinas. Os robarán el alma, confía en mí. Los gimi sabemos de esas cosas. El otro día, sin ir más lejos, mi abuelo me decía…

Satisfecho de poder recibir una buena dosis de su propia medicina, George escuchó amablemente mientras trabajaban juntos, sufriendo a la inversa la ironía de experimentar el mismo tipo de culpa que había infligido a los demás desde que aprendió a hacerlo.

A Stan le encantaría esto, pensó George, y escuchó humildemente mientras Sepak le devolvía la pelota, ordeñando la teta siempre llena de la vergüenza occidental, con todas sus consecuencias.

Y así Ella se detuvo primero en el planeta Venus para ver si ése podría ser el lugar. Pero cuando probó la atmósfera, Ella exclamó: —¡Oh, no! ¡Es demasiado caliente!

Entonces se fue a Marte, y una vez más exclamó: —¡Es demasiado tenue y fría!

Por fin llegó al planeta Tierra, y cuando probó el dulce aire, cantó deleitada:

—¡Ah, ésta sí que es la adecuada!