En esta época del año, el estrecho de Davis rebosaba de tráfico. Grandes cargueros surcaban las aguas revueltas, siguiendo las boyas que marcaban el camino a Lancaster Sound y el atajo a Asia. Paneles solares y rígidas velas daban a los esbeltos navíos un cierto parecido familiar con los clíperes de antaño, cuando los hombres arriesgaban la vida para buscar este mismo pasaje al norte. De vez en cuando, las sombras de los dirigibles, como nubes de paso, oscurecían el mar cercano. Las tripulaciones de los zepelines, con destino a Europa y Canadá, se asomaban para saludar a los capacitados marineros de debajo.
Todo era muy distinto a cuando Roald Amundsen recorrió este camino, para pasar tres duros años batallando hacia Alaska. Ahora el viaje requería dos semanas, y todo parecía pacífico en el remo del sol de medianoche.
Naturalmente, pensó Stan Goldman, las apariencias pueden resultar engañosas.
Desde su situación alcanzaba a ver un lugar a lo largo del borde occidental de Groenlandia, donde un enorme y rugiente glaciar se encontraba con el mar abierto. Unas balizas desviaban el comercio a través de una cadena de bloques envueltos en papel reflectante. Los icebergs aislados parecían grandes naves nodriza alienígenas, mientras los motores ciclópeos los empujaban al sur, hacia tierras sedientas.
Con el tiempo, la gigantesca isla se quedaría sin su blanco tesoro, por increíble que pudiera parecer desde las alturas, desde donde la llanura nevada todavía se extendía hasta el horizonte. De hecho, ya se había retirado mucho, dejando fiordos tallados en una costa de trazado irregular. Líquenes y musgos se extendían como terciopelo por los nuevos valles y llanuras, justo por debajo del zepelín. Después de casi un millón de años, la primavera había llegado por fin a Groenlandia.
Y sin embargo, hay un precio. Siempre hay un precio.
Stan acababa de leer malas noticias acerca de los mares del norte. El cómputo de especies había vuelto a bajar. Nadie había visto a una ballena de cabeza de arco desde hacía años. Y las aves migratorias, el baremo de la salud ecológica, ponían cada vez menos huevos.
Muchos lo achacaban a la antigua nemesis, la contaminación. En el agua, lanchas de la UNEPA y del reino de Dinamarca avanzaban entre los grandes cargueros, como si algún capitán se atreviera a dejar caer ni un simple vaso de plástico a estos mares intensamente vigilados. De hecho, los cambios climáticos, y no los vertidos, podrían ser la causa. Las criaturas de las zonas templadas podían huir de la desertización en dirección al norte. ¿Pero adónde podían ir los osos polares cuando sus madrigueras se convertían en aguanieve?
Por supuesto, pasaría mucho tiempo antes de que crecieran palmeras en aquel lugar. Un hombre sumergido en aquellas brillantes aguas quedaría inconsciente en cuestión de minutos, y moriría de hipotermia en menos de una hora. Y al cabo de seis meses, el sol desaparecería durante otro invierno.
Hay límites, se tranquilizó Stan. La humanidad puede estropear el clima, pero no podemos cambiar las estaciones ni variar la inclinación del eje de la Tierra.
Sin embargo, casi de inmediato, reconsideró sus pensamientos. ¿También eso está ahora fuera de nuestro alcance? Sopesó algunas implicaciones de las ecuaciones de Alex Lustig y comprobó que reflexionaba sobre ideas inimaginables hacía tan sólo unas semanas. Me pregunto si será posible.
Stan sacudió firmemente la cabeza. Aquellas disquisiciones no habían producido más que calamidades.
—Kaládlit-Nunát.
Stan se volvió hacia su acompañante.
—¿Cómo dice?
Teresa Tikhana alzó una pequeña placa de lectura.
—Kaládlit-Nunát. Es el nombre que los inuit, los esquimales, dan a Groenlandia.
—¿Los inuit? Creía que su segunda lengua era el danés.
Teresa se encogió de hombros.
—¿Quién dice que dos lenguas son suficientes? ¿Cómo dice el refrán? «Un hombre con una sola etnia se apoya sólo en una pierna»… Vamos, Stan. ¿Cuántos idiomas habla usted?
Él se encogió de hombros.
—¿Quiere decir aparte del inglés internacional y la física?… ¿Y el maorí y el simglés y el han que nos enseñaron en el colegio? —Hizo una pausa—. Bueno, me entiendo en nihon general y en francés, pero…
Se echó a reír, al comprender el razonamiento de ella.
—Muy bien. Oigámoslo de nuevo.
Teresa le ayudó hasta que pudo pronunciar unas cuantas cortesías indígenas. Aunque a decir verdad no tendrían mucho tiempo para charlar de nimiedades en el lugar al que iban, una burda avanzadilla en mitad de un desierto helado. Stan siempre había deseado ver aquella enorme isla congelada, pero esta misión no era para hacer turismo.
Stan miró a los otros miembros de su expedición, que se habían reunido cerca de una ventanilla delantera, susurrando y señalando a las naves de carga y los icebergs empaquetados al vacío que iban quedando detrás. Prestaba atención a su charla de vez en cuando, para asegurarse de que los técnicos mantenían la voz baja y no tocaban ningún tema tabú.
—¿Está seguro de que no podemos usar la vieja base de la OTAN en Godhavn? —preguntó Teresa—. Cuenta con todos los adelantos. Y la comunidad científica que la utiliza ahora es bastante libre y abierta, según tengo entendido.
—Se dedica sobre todo a la investigación atmosférica, ¿no es cierto? —preguntó a su vez Stan.
—Sí. La construyeron para estudiar las lluvias radiactivas producidas en los Alpes. Ahora forman parte del Proyecto de Restauración del Ozono.
—Razón más que suficiente para evitar el lugar, entonces. Seguramente la reconocerían.
La astronauta parpadeó.
—Oh, claro. —Conscientemente, Teresa se apartó el cabello rubio, recién teñido para el viaje—. Yo… supongo que no estoy acostumbrada a esta forma de pensar, Stan.
En otras palabras, no tenía la ventaja de haber crecido, como él, durante el paranoico siglo veinte, cuando la gente mantenía poses rutinariamente para cualquier cosa: ideología, dinero, amor, a veces durante toda la vida.
—Intente recordar —instó él, bajando el tono de voz—. Estamos violando la ley territorial danesa al traerla aquí bajo pasaporte falso. Se supone que está de vacaciones en Australia, ¿verdad? No a medio mundo de distancia, introduciendo de contrabando maquinaria indocumentada en… Kaládlit-Nunát.
Ella intentó parecer seria, pero no pudo reprimir una sonrisa.
—De acuerdo, Stan. Lo recordaré.
Él suspiró. Si su conspiración no estuviera falta de colaboradores, nunca habría accedido a traer a Teresa. Su competencia, encanto y lo fascinante de su mente eran de agradecer, por supuesto. Pero el riesgo era horriblemente grande.
—Vamos —dijo ella, dándole un golpecito en el codo—. Empieza a parecerse a Alex Lustig.
Él se echó a reír, nervioso.
—¿Tan malo es?
Ella asintió.
—Yo creía que los astronautas éramos un grupo de gente sobria. Pero Lustig hace que Glenn Spivey parezca un artista de variedades. Incluso cuando sonríe, me siento como si asistiera a un velatorio.
Tal vez, pensó Stan. Pero ¿qué aspecto tendría usted si llevara sobre sus espaldas la carga de ese pobre muchacho?
Stan no hizo ningún comentario. Sabía que también Teresa sufría un caso parecido. Su manera de sobrellevar aquella horrible crisis era negándola. Desde luego, nunca dejaría que eso interfiriera con su trabajo, pero Stan imaginaba que ella simplemente dejaba que el motivo de su desesperada misión desapareciera de su mente a la menor oportunidad.
—La culpa es de la educación del pobre Alex —contestó Stan con su mejor acento—. Las escuelas públicas inglesas hacen eso con los jóvenes, ¿sabe?
Teresa se rió y Stan se alegró de oír aquel sonido puro y despreocupado. Tiene motivos suficientes para negarlo. De todos los miembros de su grupo, ella había sido la primera en ser golpeada personalmente por la sacudida de la cola del taniwha, el monstruo en el corazón de la Tierra.
Muchos de ellos compartirían este honor antes de que pasara mucho tiempo. Stan pensó en Ellen y en sus nietos y en su hija, allá en Inglaterra. Rostros de estudiantes y amigos no dejaban de aparecérsele en momentos aislados, sobre todo mientras dormía. A veces era como repasar un álbum fotográfico de tesoros ya perdidos.
Basta. Es inútil amargarte así.
Buscó distracción en el exterior. El Northwest Passage se encontraba ahora detrás de ellos. A la izquierda, flotas de barcos más pequeños sorteaban las islas de la costa, dirigiéndose al puerto que tenían delante.
—Godhavn —dijo Teresa, leyendo de nuevo su guía. Hizo un gesto hacia los espigones y fábricas que alineaban la bahía—. ¿Y cuál es la industria principal de esta ciudad según la Red? —Inhaló profundamente por la nariz—. Le doy tres oportunidades.
Stan no tuvo que oler el aroma de las conservas. Aquellos barcos regresaban de los ricos bancos árticos donde se nutrían nubes de plateados peces. Hasta ahora, la vigilancia de la UNEPA había conseguido salvar aquella fuente vital para la hambrienta humanidad, así que no se había perdido todo. Al menos todavía no.
La industria conservera había tenido un auge del que la ciudad se había aprovechado, y los ansiosos emigrantes vinieron a buscar fortuna en una nueva frontera. Otros llegaron simplemente en busca de espacio, para escapar de la cercana presión de los vecinos en casa.
Probablemente no fue tan distinto hace mil años, supuso Stan. También entonces los hombres buscaban fortuna y espacio. Y Erik el Rojo supo la forma de atraerlos a esta costa lejana. Incluso su nombre, Groenlandia, Tierra Verde, fue un primer ejemplo inspirado de publicidad engañosa.
Los asentamientos vikingos habían florecido a lo largo de la costa rocosa. Los escandinavos tuvieron suerte al principio, pues llegaron durante un intermedio cálido propiciado por las manchas solares y la órbita de la Tierra, sutilmente variable.
Pero lo que la astronomía daba, también podía quitarlo. En el siglo quince los ciclos regresaron. La «pequeña edad del hielo» (una época de veranos exiguos y menos manchas solares) congeló los ríos Siena y Támesis en Navidad, y los icebergs llegaron hasta España. Irónicamente, los marinos irlandeses informaron de la colonia groenlandesa sólo décadas antes de otro despertar, cuando Cristóbal Colón y John Cabot hicieron que el mundo volviera de nuevo su atención hacia las extrañas tierras allende el océano. Pero para cuando los viajeros volvieron a poner el pie en la gran isla, todo indicio del paso de los europeos había desaparecido.
A Stan le resultaba difícil imaginar que la historia fuera a repetirse aquí, los muelles y fábricas compartían un amurallado aspecto que indicaba que estaban dispuestos a quedarse, como si invitaran a la naturaleza a rebelarse.
Sin embargo, otras épocas tuvieron sus certezas, y míralas ahora, reflexionó Stan.
La ciudad conservera pronto quedó atrás mientras el piloto remontaba uno de los anchos valles, tallados a lo largo de los siglos por incalculables toneladas de nieve comprimida. Ahora, los valles de abajo estaban surcados por arroyos recién nacidos. Una manada de renos echó a correr sobre las rocas manchadas de algas, espantados por la sombra de la nave.
Por delante se extendía el propio glaciar. Aquí, y en la Antártida, las extensiones de hielo tenían tres kilómetros de espesor, y almacenaban la mitad del agua dulce de la Tierra. Hasta el momento, sólo se habían fundido los bordes de aquella muralla pero cuando se derritiera más, las orillas del mundo empezarían a elevarse de verdad.
La desaparición de tanto hielo no podría sino afectar a la corteza de debajo. Ya se sentían las reverberaciones de rebote. En Islandia, dos fieros volcanes nuevos habían entrado en erupción. Habría más con el paso del tiempo.
Sobre todo si no resolvemos el problema de los rayos gázer acoplados con la materia de la superficie, pensó Stan. Todavía le sorprendía que las ondas gravitatorias resonantes provocaran a veces temblores en la corteza exterior. Esperaba que pronto tuvieran una respuesta, o el simple hecho de intentar deshacerse del taniwha causaría daños masivos.
Dos días para instalarnos, otros tres para montar nuestro resonador y comprobar los enlaces de datos de Manella con las otras estaciones… hay que calcular la forma de trabajar en equipo con el grupo de Alex, y el de George, y el de Kenda…
Lo había repasado todo muchas veces, y seguía pareciéndole un plan descabellado: intentar lanzar un trozo superpesado y microscópico de espacio plegado a una órbita superior, golpeándolo repetidas veces con rayos invisibles; sí, parecía una locura, desde luego.
Stan captó un destello metálico al frente, a poca distancia de la placa de hielo. Ése debía de ser su objetivo, donde la retirada del glaciar había revelado hacía poco las claves de un enigma. Donde algunos creían que una horrible matanza había ocurrido hacía mucho tiempo.
Dicen que cada punto de la Tierra tiene una historia que contar, una biblioteca de historias. En ese caso, esta isla está especializada en misterios.
Con creciente impaciencia, Stan contempló la segunda costa de Groenlandia, su orilla interna, donde un nuevo borde de tierra lamía un continente de antigua blancura.
El diminuto enclave científico se encontraba junto a un riachuelo helado, lo bastante cerca de los altos acantilados para soportar su sombra durante la larga mañana ártica. Un grupo les esperaba junto a las torres de amarre mientras los aparatos automáticos de recogida agarraban al zep y lo bajaban suavemente.
Todos los otros aterrizajes de dirigibles, en la experiencia de Teresa, habían sido en aeródromos comerciales, así que este burdo proceso a Teresa le pareció fascinante, y extrañamente similar a los que se realizaron en el espacio.
El piloto seguramente la habría dejado sentarse en la cabina si se hubiera identificado. Pero, naturalmente, eso no era posible. Así que se conformó con asomarse a la ventana como una turista más, llena de preguntas que no podía formular y sugerencias que no se atrevía a ofrecer. Después de que la barquilla se posara con un golpe y un roce, Teresa fue la última en bajar, pues se retrasó junto a la cabina de control para escuchar a la tripulación, que hacía su última comprobación.
Los técnicos de Tangoparu ya habían empezado a descargar los suministros cuando ella desembarcó por fin. Teresa se dispuso a echar una mano, pero Stan Goldman la llamó para presentarle a unas personas que llevaban gorras de lana y camisas Pendleton. No obstante, le resultó difícil atender a las presentaciones. La altiplanicie de hielo la distraía, pues se encontraba tan cerca que sus sentidos temblaban.
Y estaba aquel olor, frío, vigoroso, e inexplicablemente atrayente. Ayudó a sus colegas a izar la carga y a inflar su domo solitario. Pero durante todo el tiempo, Teresa no dejó de mirar al glaciar, sintiendo su presencia. Por fin, cuando el pesado trabajo estuvo terminado, no pudo resistir más.
—Stan, tengo que ir al hielo.
Él asintió.
—Comprendo. Levantaremos el retrete enseguida. Lo siento…
Teresa se echó a reír.
—No, no me refiero a eso. Volveré en un par de horas. Tengo que hacer una cosa.
El viejo físico parpadeó dos veces y luego sonrió.
—Por supuesto. Ha trabajado duro estudiando gravitónica todo el camino. Adelante. Emplazaremos las letrinas de todas formas. No la necesitaremos hasta mañana por la mañana.
Ella le tocó la manga.
—Gracias, Stan. —Entonces, impulsivamente, Teresa se inclinó y le besó la mejilla entrecana.
El equipo de Tangoparu se había situado a cierta distancia del resto del asentamiento, así que Teresa olvidó el sendero principal y cortó campo a través, sobre la morrena guijarrosa. Como nunca se había acercado a un glaciar primario antes, no tenía forma de calcular las distancias. No había árboles ni objetos familiares que tomar como punto de referencia; a simple vista, podría estar de uno a diez kilómetros de distancia. Pero sus sensores internos le decían que podría ir y volver antes de la cena. De todas formas, aquí no había nada que pudiera hacerle daño si se equivocaba en sus cálculos. Con su traje térmico, podría incluso esperar a que pasara la breve noche de verano en caso necesario.
No, este lugar no era peligroso, por lo menos comparado con el espacio. Sin embargo, el corazón le dio un vuelco en el pecho cuando una sombra barrió la superficie de gravilla al aparecer tras ella con sorprendente velocidad. Teresa sintió la súbita presencia y se encogió en una pelota, mientras veía una forma borrosa parecida a una bola grande acunada en un puño abierto.
Suspiró, se enderezó e intentó fingir que la brusca aparición no le había puesto los pelos de punta. Incluso contra el sol de la tarde, reconoció una de aquellas minigrúas de efecto Magnus, usadas en todo el mundo por su utilidad para levantar y transportar cargas. Eran a los helicópteros lo que los zeps a los estratojets. En otras palabras, resultaban baratas, duraderas y fáciles de mantener con un mínimo de combustible. Como los zeps, las minigrúas se mantenían a flote infladas con hidrógeno. Pero esta máquina, más pequeña, se movía rotando la bolsa situada entre puntas verticales. Un extraño efecto contraintuitivo de la física le permitía maniobrar ágilmente.
Protegiéndose los ojos con la mano, Teresa vio que el operador se asomaba a la diminuta cabina. Gritó algo en danés. Ella respondió:
—Jeg tale ikke dansk! De tale engelsk?
—Ah —replicó él rápidamente—. ¡Lo siento! Debe de ser usted del equipo de Stanley Goldman. Voy de camino a la excavación y me vendría bien un poco de lastre. ¿Quiere subir?
A decir verdad, Teresa no quería, pero le resultó imposible negarse. Después de todo, sería egoísta por su parte estar alejada del campamento más tiempo de lo que debía.
—¿Cómo subo a bordo?
Mientras la máquina se acercaba, el zumbido de la bolsa giratoria dejó de ser barrido por el viento. El pequeño equipo de control colgaba suspendido del eje central por dos horquillas, y su motor producía un sibilante quejido. En respuesta a su pregunta, el piloto se limitó a inclinarse y le tendió la mano.
Bueno, el que duda está perdido.
Teresa corrió a reunirse con la pequeña nave. Saltó en el último momento, y el hombre la agarró por la muñeca y la izó, suave pero rápidamente.
—Lars Stürup —se presentó mientras los rebotes amainaban. Hubo un siseo de gas liberado y empezaron a elevarse.
—Soy Te…
Se detuvo y tosió para disimular su metedura de pata, fingiendo estar cansada.
—… rriblemente alegre de conocerle, Lars. Me llamo… Emma Neale. —Era el nombre de su pasaporte, que le había proporcionado una científica de Tangoparu cuyas habilidades eran menos necesarias aquí que las de Teresa.
Alto y rubio, Lars parecía más sueco que danés. Llevaba las mangas recogidas, mostrando sus bien formados antebrazos.
—Encantado de conocerla, Emma. Aquí no viene mucha gente nueva. ¿Cuál es su especialidad? ¿Paleontología? ¿Paleogeoquímica?
—Nada de eso. Estoy aquí sólo para ayudar a Stan a hacer algunos sondeos sísmicos.
—Ah —asintió Lars—. Serán útiles. Al menos eso asegura la doctora Rasmussen. Espera a que nos ayuden a encontrar restos del meteorito.
Al contemplar la morrena aplastada, Teresa pensó que eso era ser muy optimista.
—¿Cómo puede quedar nada, después de lo que ha experimentado esta tierra desde entonces?
El piloto sonrió.
—Golpeó muy fuerte. Enterró montones de materiales. Por supuesto, el hielo se desprendió en cientos de metros. Pero usando un radar desde el espacio se encuentran bastantes rastros enterrados que resultan invisibles desde tan cerca.
¡Qué me vas a contar tú! Teresa había ayudado en muchas exploraciones orbitales parecidas, usando microondas para localizar tumbas perdidas en Egipto, ruinas mayas en México, y los restos de antiguos ríos que habían fluido por última vez cuando el Sahara florecía y los humanos prehistóricos cazaban hipopótamos en los exuberantes pantanos de Libia.
Estuvo a punto de demostrar su propio conocimiento, pero ¿qué podría saber Emma Neale de esas cosas?
—Todo eso es muy interesante —dijo—. Por favor, continúe.
—¡Ah! ¿Por dónde empezar? Bueno, en Groenlandia encontramos algunas de las rocas más viejas jamás descubiertas… ¡Formadas nada menos que quinientos millones de años después que el propio planeta!
Lars hacía amplios gestos mientras hablaba, a menudo soltaba los controles para señalar alguna característica del terreno. Teresa encontraba su caballerosa forma de pilotar preocupante y excitante a la vez. Naturalmente, uno podía tomarse libertades con un vehículo lento como éste. Sin embargo, la orgullosa confianza del joven inundaba la pequeña cabina. Un hilillo de aceite manchaba el calloso borde de su mano derecha, tal vez porque al lavarse rápidamente no lo había advertido entre los vellos rizados. Probablemente se encargaba del mantenimiento de la nave, algo que Teresa envidiaba ya que las reglas del sindicato sólo permitían a los astronautas observar y prestar ayuda esporádica cuando atendían a su aparato.
—… así que debajo encontramos los restos de un gran cráter. Uno de los vanos que los asteroides formaron cuando golpearon la Tierra hace unos sesenta y cinco millones de años.
Él seguía mirándola de reojo, señalando acá y allá el accidentado terreno. Teresa se dio cuenta de repente: ¡Está exhibiéndose ante mí! Por supuesto, estaba acostumbrada a que los hombres intentaran impresionarla. Pero en esta ocasión su reacción fue más de complacencia que irritación. Era una sensación dormida y desacostumbrada que de repente la hizo sentirse nerviosa y extrañamente jubilosa. Debería pensar en quedarme rubia, pensó vagamente.
El glaciar apareció ante ellos, una masa helada que hacía temblar su brújula interna. Podía sentirlo estirándose hacia el profundo corazón de este continente en miniatura, donde se extendía en capas tan densas que la corteza rocosa se agrietaba bajo su peso. Capas que habían sido depositadas, copo a copo, a lo largo de un tiempo inconcebible.
Ahora, a la vista bajo el acantilado blanco, apareció el asentamiento donde las máquinas mordían el terreno helado, calibrando científicamente una excavación profunda en busca de antiguas huellas. Todavía hablando y señalando como un guía turístico, Lars hizo virar el aparato hacia el asentamiento.
—Mm… ¿Podría pedirle un favor? —dijo Teresa, interrumpiendo el monólogo del joven piloto.
—Por supuesto. ¿En qué puedo ayudarla?
Teresa señaló.
—¿Podría bajarme ahí? ¿Cerca del hielo?
Estaba claro que Lars no era de los que dejan que los horarios previstos interfiriesen con la galantería.
—Como quiera, Emma.
Manejando con firmeza los controles, giró su máquina hacia el viento que fluía del glaciar, de forma que incrementó la rotación y se internó en la fría corriente. Mientras las sacudidas arreciaban, Teresa empezó a lamentar su petición. Después de todo, podría haberlo hecho andando. Sería una estupidez haber sobrevivido a tantas misiones orbitales sólo para acabar en un accidente de una nave utilitaria, sólo porque un joven quería impresionarla.
—Lars… —empezó a decir, pero se interrumpió al recordar que Jason solía mirarla, valiente y silenciosamente, cada vez que ella le dejaba ocupar el asiento de copiloto durante los despegues.
Jason. Un flujo de imágenes y sensaciones se alzó como burbujas de vapor. Para evitarlas, inexplicablemente Teresa se encontró pensando en la imagen de Alex Lustig. Y sobre todo en la gris preocupación que tenían siempre los ojos de aquel hombre extraño. Casi se permitió recordar la terrible presa que perseguía.
—¡Prepárese a saltar! —gritó Lars por encima del viento, mientras dirigía la minigrúa hacia un banco de arena.
Teresa abrió la puerta y vio que el suelo se alzaba hacia ella. Al volverse, captó la mirada de aventura del joven groenlandés.
—¡Gracias! —dijo, y saltó.
La falta de peso lanzó al aparato hacia arriba mientras ella se preparaba para un brusco aterrizaje.
El impacto la dejó sin aliento, pero no fue tan duro como algunos ejercicios de entrenamiento. Se levantó, sintiéndose tan sólo levemente magullada, y saludó con la mano para indicar que todo iba bien. El piloto ladeó la nave ágilmente y le respondió haciendo gestos con el pulgar hacia arriba. Gritó algo, pero ella sólo captó unas palabras aisladas.
—¡… la veré pronto, tal vez! —Entonces se marchó, llevado por el helado viento.
Tiritando, Teresa se cerró la cremallera del cuello y se internó en aquella brisa. Pronto estuvo caminando sobre escombros rocosos que debían de haber quedado expuestos aquella misma primavera.
Hielo. Tanto hielo, pensó.
Era el sueño de un astronauta: convertir el agua en soporte vital o combustible para el transporte. Había un millar de formas en que los vuelos espaciales podían hacerse más baratos, seguros, mejores, solamente con que el hielo estuviera disponible allá arriba. La Tierra tenía sus océanos. Había agua en los polos marcianos. En los cometas y en las lunas de Júpiter. Pero todas aquellas fuentes estaban demasiado lejanas, o sumidas a demasiada profundidad en un pozo de gravedad, para ofrecer ninguna esperanza a un programa espacial herido de muerte.
Si las órbitas de exploración hubieran encontrado depósitos en los polos lunares, como todo el mundo había deseado…
Pero esto, este continente de hielo.
Extendió la mano para tocar el flanco del glaciar. Bajo la áspera corteza, Teresa encontró una capa mucho más suave de lo que esperaba. Sin embargo, en las profundidades, sabía que debía de tener la dureza de un diamante.
En el punto exacto donde el hielo terminaba, se inclinó y recogió un guijarro pulido.
Entre las rocas más viejas conocidas, ha dicho el piloto. Y probablemente soy la primera en tocar ésta. El primer ser inteligente que se encuentra en este punto.
Advirtió que por eso se había sentido atraída hacia aquel lugar. No queda ninguna montaña sin escalar en la Tierra, y no hay planes para dejar que nadie escale los picos de Aristarco o los volcanes cegados de Tarso.
Las junglas desaparecen para dejar sitio a las casas. El mundo suda en cada poro el aliento y el contacto de la humanidad. No queda ni un solo lugar donde puedas ir y decir a una parte nueva del universo: «Hola, no nos conocíamos. Déjeme presentarme. Soy el ser humano».
Un nuevo pensamiento la asaltó.
Si yo fuera este planeta, apuesto a que y a estaría bastante harta de nosotros.
Teresa inhaló el frío aire que fluía del hielo. Al evaporarse, desprendía olores atrapados en las capas de cristal hacía muchos siglos, cuando no había cerca ningún ser vivo que tuviera mente y capacidad de habla, ni concepto alguno para que mereciera la pena pasarse media vida intentando llegar a un lugar así, para encontrarse donde nadie había estado antes.
Cerró los ojos. Aunque su intelecto no le permitía ser consciente de su miedo más profundo, que todo esto pudiera desaparecer pronto y para siempre, permaneció allí un rato y rezó de la única forma que una persona como ella podía rezar: en silencio y soledad, bajo el templo del cielo.
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Comentario: Los efectos del alza en educación continúan devastando los precios de los servicios antiguamente prestigiosos, mientras el agotamiento de los recursos sigue aumentando el precio de los bienes materiales, excepto la fotónica y la electrónica, que han escapado a las espirales ascendentes debido a la competitividad y la innovación. Una irónica consecuencia es que los márgenes de beneficio en esos campos son reducidos, y las industrias ahora florecen sobre todo gracias a la constante inventiva de los aficionados.