En un continente distinto, pero sólo a milisegundos de distancia por cable-luz, otra mujer navegaba también por el mar de datos. Pero a diferencia de Jen Wolling, quien pilotaba cuidadosamente su esquife, Daisy McClennon viajaba en un barco pirata, en busca de una presa.
En su pared de trabajo, una aventura espacial de ciencia ficción pasaba fotograma a fotograma, mostrando una deslumbrante secuencia de batalla. Su vídeo procesador insertaba nuevos efectos especiales, haciendo que las naves ya grandiosas de por sí fueran aún más magníficas. Los planetas y estrellas pintados adquirían tres dimensiones, y las explosiones se volvían más titánicas que nunca. Con tal magia, Daisy insuflaba nueva vida a los viejos clásicos, aunque sólo para un público especializado y reducido.
Sin embargo, una vez más, la atención de Daisy pasó de su trabajo de películas embellecidas a otras escenas y obsesiones más auténticas. El servicio de noticias hablaba de recientes incursiones por parte de los rebeldes beduinos, que atacaban la Reserva Internacional de Petróleo. Daisy comprobó por otros medios la fiabilidad de los periodistas y descubrió que las fuerzas pacificadoras de las Naciones Unidas subestimaban la cantidad de crudo vertido en las tuberías cortadas por los nacionalistas, pero no lo suficiente para causar un escándalo, afortunadamente. Por amarga experiencia, Daisy había aprendido a no gritar nunca «¡a cubierto!», a menos que el resultado mereciera la pena.
Aquí sí había un objetivo probable. Los símbolos azules en Luzon mostraban una de las ciudades flotantes del Estado del Mar, que se encaminaba hacia Japón. Se suponía que la UNEPA aseguraba que la nación de refugiados obedecía sus reglas. Pero como era de esperar, sólo dos barcos de inspección aparecían en la vecindad. No lo bastante cerca.
«Me pregunto qué tramará el Estado del Mar», se dijo.
Tras pulsar una base de datos oceanógraficos, Daisy advirtió que una gran migración de marsopas interceptaría el rumbo de la flotilla al cabo de unas pocas semanas. La UNEPA había degradado recientemente a las marsopas de status «amenazado» a «en observación», lo cual significaba que aquéllos que demostraran hallarse necesitados se les permitía cazar un número limitado. El Estado del Mar siempre podía declarar su necesidad probada.
—¡Te tengo! —dijo Daisy, y envió un código de alerta a un grupo activista de Nagasaki.
Cuando aquella flotilla del Estado del Mar alcanzara su destino, habría un grupo esperando a saltar sobre la más mínima infracción.
¿Y a continuación, qué?
Durante un rato pensó que había conseguido localizar una red de dinero negro, al demostrar que un oficial de Queensland se había dejado comprar por los intereses hoteleros locales. Pero el carnicero era más listo que de costumbre. Un estudio pirata de sus cuentas no consiguió informar de ninguna compra inusitada de bienes raíces o artículos minerales.
Para este caso, su educación como McClennon sirvió de algo. Antes de convertirse en la oveja negra de la familia, había sido testigo de muchas de las formas en que sus tíos y vecinos escondían y movían el dinero sin que apareciera en la Red. Así que pidió a unos amigos radicales de Australia que le devolvieran algunos favores, pues podían investigar al oficial de Queensland en persona. Tarde o temprano, pillaría a aquel tipo.
Un reloj sonó. Se suponía que tenía que levantarse y hacer algunas tareas en el recinto, o de lo contrario Claire protestaría. Este trabajo en la Red era importante para la supervivencia del mundo, pero a su hija no parecía importarle, probablemente deseaba que viviera como sus opulentos primos.
Bueno, no puede evitarse, supongo, suspiró Daisy. Probablemente ya había pasado la hora de encargarse del pozo. ¿O era el mantenimiento del invernadero en lo que Claire le había insistido tanto?
Pero cuando ya se levantaba, Daisy vio un súbito cambio en uno de sus recuadros de alerta, que iluminaba un nombre de su lista de vigilancia especial. Durante años, había mantenido un pequeño programa pirata unido al ordenador de la infame Jennifer Wolling. Durante todo ese tiempo, su pequeño espía había tomado muestras y calibrado lo que hacía la bióloga apóstata. Ahora, desde Londres, informaba del mensaje cifrado de Wolling.
—Mmmm —reflexionó Daisy, sentándose de nuevo—. Esa bruja casi nunca intenta esconder nada. ¿En qué andará metida ahora?
Con facilidad trivial, Daisy siguió el informe hasta su fuente. Por supuesto. Los gaianos del Pacífico eran los típicos capaces de conspirar con Wolling. Vendidos que adoraban a una diosa anémica que parecía dispuesta a sentarse en un mundo sólo medio destruido por el hombre, con la mayoría de sus especies conservadas en botellas de cristal, confiados en «soluciones» tecnológicas que idiotas brillantes como Logan Eng les proporcionaban.
El código cifrado era hábil. Tardó una hora en interpretarlo. Y cuando Daisy leyó por fin la carta decodificada, encontró una segunda capa llena de referencias personales e insinuaciones cargadas de contexto, el tipo de rompecabezas más difícil de resolver para un extraño.
Naturalmente, eso sólo lo hacía más tentador. Daisy sabía de nuevos programas de lenguaje, casi inteligentes por derecho propio, que podían aplicarse a este caso. Y también había consultores humanos que le debían favores. Algunos de ellos podrían encontrar conexiones que ella ignoraba.
Si todo lo demás fallaba, también tenía algunos contactos entre grupos enemigos, grandes corporaciones y agencias del gobierno con fantásticos recursos a su alcance. También entre éstas había hombres y mujeres que le debían favores. Daisy había tratado con el diablo antes, cuando convenía a sus propósitos. Algunas veces los violadores honestos eran preferibles a los bocazas vendidos.
Transcribió la carta parcialmente descifrada a su archivo de «pistas posibles», junto con otras anomalías como la nota de su exmarido sobre los misteriosos terremotos de España.
Ignoradas, a su izquierda, pequeñas pantallas estudiaban las veinte hectáreas de Seis Robles, el reino que Logan y ella habían construido en el pantano, donde ella practicaba la autosuficiencia y el «impacto cero» con mucha más fidelidad que las pálidas versiones predicadas por los adeptos a la IgNor Ga. No sólo «esfuerzos de buena fe», sino independencia de las minas, las fábricas y las plantas energéticas contaminantes de la sociedad industrial… y de su propia familia de remilgados aristócratas.
Una de aquellas pantallas mostraba a su hija junto a una escalerilla cerca del invernadero, el pelo recogido en un pañuelo y los brazos cubiertos de masilla mientras quitaba las etiquetas de los cristales recién comprados y los preparaba uno a uno para reemplazar a los que se habían roto en la última tormenta.
Pero Daisy no la vio, no recordó su promesa. Atraída una vez más hacia las holopantallas, sus ojos azules surcaron el mar electrónico, el océano de datos, buscando a los enemigos jurados de su mundo. Practicando el arte de la venganza. Persiguiendo a su presa.
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Ningún animal resulta más agradable como individuo, y a la vez tan repulsivo en grandes grupos. Voraz, implacable, consumidor de todo lo que hay a la vista, esta criatura ha sido un castigo para la Tierra. En cuestión de unos pocos milenios ha despojado vastas porciones del planeta, hasta convertirlas en un desierto yermo.
El animal no es el hombre, aunque la humanidad ayudó a que se multiplicara en gran número. Es la cabra. Una bendición para los pequeños nómadas, la cabra es una calamidad inconmensurable para la biosfera del planeta. Incluso en la actualidad, comparte en gran medida la responsabilidad por el avance de los desiertos, el calentamiento global o la mala irrigación. Es por eso que nosotros, la Alianza para la Conservación de Norteamérica, nos resistíamos a sacrificar una especie por el bien de todas. Es por eso que acudimos a la Red hoy, a través de esta ruta ilocalizable, para anunciar lo que hemos hecho. Algunos dicen que el blanco preferido para efectuar una criba debería ser la propia humanidad, que ha perpetrado daños aún mayores. Tal vez sea así, pero admitimos nuestra resistencia a asesinar a los miles de millones de personas necesarias para crear una diferencia.
Además, la Guerra Helvética demostró que el homo sapiens es biológicamente adaptable, altamente resistente a las enfermedades inducidas artificialmente. De todas formas, los equipos de biocrisis de las principales potencias resolverían la cuestión en unas semanas. Sólo unos pocos millones morirían antes de que se descubrieran las curas, de manera que no se produciría ningún cambio ecológico a largo plazo, sino solamente nuestra persecución por criminales. Ninguna de esas medidas de contención se aplica al resto de nuestros objetivos. Estamos seguros de que el mundo contendrá a los pastores que quedan cuando sus rebaños destructores sean eliminados. Y recalcamos que nuestro virus ha sido probado cuidadosamente. La enfermedad es específica de las cabras. No debe tener ningún otro efecto más que corregir un horrible error del hombre y la naturaleza.
Con este anuncio nos proponemos llamar la atención de los trabajadores de los biolaboratorios. Piénsenlo cuidadosamente cuando se les pida que busquen una cura. ¡Con este sabotaje menor podrán salvar un bosque o un millón de hectáreas de Sahel! Dejen caer ese tubo de ensayo en un autoclave, y salvarán a un centenar de especies que de otro modo estarían condenadas a perecer bajo esa voraz amenaza. Recuerden, la desobediencia civil, bajo la Carta de Río, es un derecho.
Otro propósito es, por supuesto, provocar una discusión pública. Pueden enviar críticas y datos sobre los efectos de nuestra medida perentoria al foro general abierto [■ OpDBaql. 779.-66-8258-Bab 689]. Leeremos regularmente sus comentarios y agradeceremos sus sugerencias.
Sinceramente,
La Alianza para la Conservación de Norteamérica.