Stan Goldman contempló a Tía Kapur mientras ella agitaba el fuego con un palo torcido. Una neblina de ceniza se alzó en su estela, y los rescoldos se iluminaron brevemente para competir con los destellos azules del ordenador de la anciana. Tras aquellas lagunas gemelas de luz, las columnas ocre de la casa de reuniones se fundían en las sombras húmedas de un bosque montañoso de Nueva Zelanda. Tía Kapur había preferido este lugar para su última reunión antes de que todos se dispersaran a los cuatro rincones de la Tierra. Comenzar una empresa encubierta como aquélla en la oscuridad parecía adecuado para sus escasas posibilidades.
—Rapa Nui será la más fácil —les dijo la sacerdotisa a Stan y George. Las brillantes chispas daban una extraña movilidad a los tatuajes de su barbilla—. Mis hermanas de allí proporcionarán todas las facilidades, y las autoridades chilenas no serán ningún problema.
—Eso está bien —asintió Stan.
Se frotó los ojos, echando la culpa del picor al cansancio y a los trocitos de ceniza. Hacía mucho rato que había pasado ya su hora normal de acostarse, si es que quedaba algo que fuera todavía «normal». Pero al menos Ellen estaría aguardándolo, y esperaba salvar algo de su última noche juntos.
—Esa isla es el punto de anclaje —continuó—. El primer emplazamiento tiene que estar allí, sin dar ninguna posibilidad al error.
—Entonces Alex debe ir allí —apuntó George Hutton.
Stan asintió.
—Por supuesto. Alex debe ir al sitio más seguro, donde sea necesario el control más delicado, ya que es el único que comprende verdaderamente a esa cosa de ahí abajo.
—No cuente con que Rapa Nui sea segura —recriminó Meriana Kapur severamente—. Es una isla de horrible poder. Un lugar de muerte y espantosos dioses antiguos. Estoy de acuerdo en que Lustig debe ser quien vaya allí, a ese punto focal. Pero no porque sea seguro.
Tía Kapur tenía una forma especial de decir las cosas que impedía cualquier réplica. Stan miró a George y vio que su amigo asentía con reverencia. Siendo un kiwi pakeha, un neozelandés blanco que ni siquiera había nacido allí, a Stan le parecía más inteligente dirigirse al maorí cuando hablaban de aquellas cosas.
—Muy bien. Todavía tenemos que determinar los equipos para emplazar los otros tres resonadores.
George Hutton habló entre dientes.
—He decidido encargarme yo mismo de Irian Jaya.
Stan se volvió hacia él y lo miró, parpadeando.
—Pero te necesitamos para coordinarlo todo. Nuestro equipo…
El multimillonario agitó una mano.
—Todo se puede conseguir por hiper, usando códigos de la compañía y habla coloquial taupo. Pero hay algunas cosas que se deben hacer en persona. Tengo que estar allí para arreglar las cosas con algunos amigos que tengo entre los papúes.
—¿Tienes en mente algún sitio concreto?
George sonrió.
—El sitio perfecto. Lo descubrí durante una exploración para buscar recursos hace diez años: una serie de profundas cavernas aún más grandes que las cuevas Mulu, en Borneo.
—Pero nunca había oído hablar… ¿Cómo las has mantenido en secreto? ¿Y por qué?
—Cómo es fácil, amigo mío. —George se llevó un dedo a los labios—. Aparte de mí, sólo la ingeniero jefe Rami sabe de su existencia, y me hizo un juramento. No encajaba como «fuente mineral» per se, así que simplemente olvidamos mencionarla al gobierno papú.
—¡Pero si es una fuente! Cavernas como las de Mulu generan ingresos del turismo…
Stan se detuvo, súbitamente consciente de la ironía. A menos de un kilómetro de distancia se encontraban las grutas de Waitomo, maravillas de la naturaleza reducidas ahora a otra breve parada en el itinerario turístico de millones de personas, sus antiguos suelos pisoteados, sus paredes de piedra alteradas para siempre por ríos de vapor condensado de innumerables exhalaciones humanas, sus constelaciones de brillantes gusanos habían dejado de ser silenciosos místenos para convertirse en unas cuantas fotos más en la cámara automática de los turistas.
—Eso fue suficiente para mí —respondió George—. Otra razón por la que quiero emprender esta tarea es para ver de nuevo las cuevas de Irian. Si hay tiempo antes del final, deberías acompañarme, viejo amigo. Nunca has visto nada igual. Brindaremos allá abajo por la Tierra, en un lugar donde ninguna piedra ha sentido el contacto de voces humanas.
La expresión de los ojos de George decía más que sus palabras. Pero Stan negó con la cabeza.
—Si llegamos tan cerca y sabemos que hemos perdido, me llevaré a Ellen a Dunedin para que esté con los nietos. —Sacudió la cabeza. La conversación se estaba volviendo demasiado morbosa—. De todas formas, haré mi trabajo en el norte, en el tercer emplazamiento. Contemplar todo ese hielo me resultará bastante vivificante.
Tía Kapur estudiaba todavía su pantalla y el mapa que había preparado Alex Lustig.
—Según nuestro genio, sus requisitos son menos severos. Podrá emplazar su pequeño resonador en Groenlandia en cualquier parte dentro de varios cientos de kilómetros de la cúspide de nuestra pirámide mítica. ¿Se le ocurre algún lugar?
—Tengo algunos amigos trabajando en la Excavación Hammer, al este de Godhavn. Todo el mundo sabe que me interesa el proyecto, así que no será ninguna sorpresa si aparezco con un equipo para hacer algunos sondeos gravitatonos. Será una tapadera perfecta.
—Mmm… —Tía Kapur estaba claramente preocupada. Los emplazamientos uno y dos estaban dentro del Pacífico, al alcance de su cadena de simpatizantes y correligionarios. También había gaianos en Groenlandia, por supuesto, pero de una secta completamente diferente. Stan y Teresa estarían solos allí.
—Sabéis que todo esto nos convertirá en transgresores de las leyes antisecretos —comentó Stan secamente—. Podríamos meternos en líos.
Los otros lo observaron y luego soltaron una carcajada. Fue una ruptura de la tensión, momentánea pero bien recibida. Violar los Tratados de Río era normalmente un asunto serio, pero en este punto suponía la menor de sus preocupaciones.
—Eso nos deja África —dijo George al volver al trabajo.
Y, de hecho, el último punto sería el más duro. Tangoparu Ltd. nunca había tenido negocios en la zona donde debían construir el último resonador. Sus mapas geológicos eran obsoletos y, para empeorar las cosas, la región estaba en la Lista de Vigilancia por el Cumplimiento de la Estabilidad y los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Ningún miembro de su equipo conocía allí a nadie lo suficientemente como para confiar en su silencio. No lo bastante para ayudarles a colocar un resonador en absoluto secreto.
—Ya he empezado a investigar—dijo Tía Kapur—. Con una buena búsqueda en el hiper debería encontrar a alguien digno de confianza.
—Asegúrese de que Pedro Manella se encarga de la búsqueda. Está a cargo de la seguridad de la Red —advirtió Stan—. No queremos que el programa hurón de ningún hacker aburrido levante la liebre.
Se detuvo cuando Tía Kapur le dirigió una mirada indulgente, como si él pretendiera enseñar a su propia madre cómo atarse los cordones de los zapatos.
No es mucho más vieja que yo, pensó. Soy abuelo y profesor con experiencia. Entonces, ¿cómo se las arregla siempre para hacerme sentir como un niño a quien han pillado con una rana en el bolsillo?
Tal vez es algo que ha aprendido en la escuela de sacerdotisas, mientras yo estudiaba cosas sin importancia como el funcionamiento de las estrellas y la forma del espacio.
—Tendré cuidado —prometió ella, con vaguedad. Pero en sus ojos Stan leyó algo que parecía decir que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
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En el año 1990, el pueblo de los Estados Unidos de América pagó tres mil millones de dólares por mil ochocientos millones de pañales desechables. En el interior de esos productos absorbentes, cómodos y bien manufacturados iban cien millones de kilogramos de plástico, ochocientos millones de kilogramos de pulpa de madera, y aproximadamente cinco millones de bebés. Los bebés no eran desechables, pero todo lo demás se tiraba directamente a la basura.
Los primeros diseños de pañales «desechables» incluyeron forros interiores degradables, para poder tirarlos por el retrete mientras la porción exterior se reutilizaba. Pero ese método fue pronto abandonado por inconveniente y desagradable. Los padres modernos preferían hacer una pelota con el ofensivo pañal y tirarlo a la basura. Toneladas de heces y orines pasaban de largo por los sistemas de alcantarillado urbanos, e iban en cambio a rellenar tierras, incineradores y las nuevas y experimentales plantas de reciclaje. Con ellas también viajaban la hepatitis A, los virus de Norwalk y Rota, y un centenar de amenazas aéreas y acuáticas en forma de insectos.
Como el precio por rellenar tierras con desechos superó los cien dólares la tonelada, en 1990 los norteamericanos debían pagar trescientos cincuenta millones de dólares al año solamente por deshacerse de los pañales de un solo uso, así que por cada dólar que los padres se gastaban en pañales desechables, otros contribuyentes pagaban más de diez centavos en subvenciones ocultas. Eso no incluyó, naturalmente, el coste incalculable de la epidemia Rota de Nueva Jersey en 1996. Ni los estallidos de hepatitis por toda la nación en el 99.
Pero ¿qué podía hacerse? A las familias jóvenes y ocupadas que necesitaban dos sueldos sólo para subsistir, la comodidad era un tesoro que justificaba cualquier precio. Podía significar la diferencia entre decidir tener un hijo o abandonar la idea por completo.
Multas por empaquetado y eliminación podrían haber permitido a los servicios de los pañales antiguos competir en los mismos términos. Pero los votantes consiguieron retrasar ésa y otras medidas duras, durante otra generación, para otro siglo más duro.
Eran, después de todo, los últimos años del desorbitado siglo veinte. Y nada se consideraba demasiado bueno para un bebé.
De todas formas, si la ley no entraba en vigor hasta al cabo de veinte años o más, tanto mejor. El bebé sería un superchico, educado en la comodidad, los ordenadores y la calidad del tiempo. Así que el bebé podría pagárselo todo.