HIDROSFERA

Claire Eng avanzaba a través de una charca de aguas pantanosas, tirando de un extremo de una red de nailon y concentrándose para mantener los pies en la línea de plástico.

No podía permitirse hacer un movimiento en falso en aquella sopa de lodo.

No si no quiero pasarme dos horas quitándome barro del pelo, pensó.

Más allá de la red y su fila de boyas flotantes, un puñado de peces aterrorizados protestaban al verse arrastrados a este rincón de la charca. Sus coletazos enviaban ondas que se entrelazaban demasiado cerca de la caña de sus botas. Los peces (y el oloroso limo verde donde vivían) estaban listos para la cosecha. Por desgracia, ambas cosas apestaban a pasado.

Claire escupió gotitas grasientas y rancias.

—¡Vamos, Tony! —se quejó al muchacho moreno al otro extremo de la red—. Todavía tengo cosas que hacer en casa, y seguro que Daisy da la lata con las tareas.

Tony terminó de atar su extremo a una anilla de acero inoxidable y salió de la charca. En la orilla de hormigón, bajo una fila de moreras, usó una manguera para limpiarse las botas antes de quitárselas.

—Ahora mismo estoy contigo, Claire —exclamó alegremente—. ¡Espera un momento!

Claire intentó mostrarse paciente, pero el sombrero y las gafas de sol se le habían torcido mientras ayudaba a conducir a hordas de desventurados peces hacia su perdición. Ahora tenía que enfrentarse al implacable sol de Luisiana sin protección. La tarde era asfixiante, llena de moscas, y casi deseaba haber tenido una excusa para no ayudar a su amigo con la cosecha del mes. Pero, claro, no podía dejar tirado a Tony. No cuando las megagranjas mexicanas reventaban los precios hoy en día, presionando a los pequeños piscicultores.

Apartando la cabeza del sol, contempló la interminable extensión de Iberville Parish, salpicada de cedros, arrozales y oscuros parches cuadrados de caña de azúcar genéticamente diseñada. Además de incontables estanques de peces, cadenas de brillantes óvalos acuosos rodeados de moreras, las frías y eficientes factorías permitían a los cocineros de Baton Rouge y Nueva Orleans mantener una sabrosa tradición culinaria mucho después de que los bancos de peces de la costa desaparecieran.

En la distancia, distinguió un recto montecillo cubierto de árboles que se extendía de norte a sur, el Dique de Protección de la Llanura Oriental de Atchafalaya, una de las muchas barreras construidas por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército hacía más de un siglo para impedir el encuentro de las dos grandes extensiones de agua. Interminables kilómetros de diques, canales y monumentales aliviaderos cubrían el río Mississippi, el golfo, y casi todos los lechos fluviales concebidos en los planes de contingencia.

Explorando con su padre, y más tarde por su cuenta, Claire había recorrido casi hasta el último metro del vasto proyecto. Había heredado de Logan la fascinación por la ingeniería hidráulica y un permanente desdén por la tecnoarrogancia que pronunciaba palabras como «para siempre».

—Idiotas —murmuró.

Ahora ofrecían un nuevo plan al Congreso, uno que «garantizaba» que el Mississippi no acabaría el trabajo que tarde o temprano terminaría haciendo: desbordar sus riberas y encontrar un nuevo camino al mar. Los cálculos privados de Logan sugerían que los nuevos diques impedirían que el Viejo Río inundara el valle de Atchafalaya durante otras tres décadas, como máximo. Claire consideraba que su padre era optimista.

—Diez años más, como máximo —masculló en voz baja.

Echaría de menos la tierra cuando todo desapareciera, sus ensenadas entrecruzadas y sus arroyos. El aire quieto, húmedo, cargado de picantes guisos cajún que te devolvían el bocado cuando te los metías en la boca. Y los viejos abuelos, sentados en los bancos, contando historias de los tiempos en que aún había mangles en esta parte del pantano, siempre lleno de ciervos y caimanes e incluso «bichos» nunca catalogados por la ciencia.

Claire entornó los ojos y vislumbró brevemente la misma llana extensión que se estiraba bajo hectáreas de aguas marrones, un poderoso río arrastrando al mar el sedimento de un continente a través de este atajo, junto con todas las granjas y casas y seres vivos que encontraba en su camino.

Pero Daisy no se moverá. Demonios, nadie me hace caso, y estoy harta de que todos mis amigos me llamen «Cassandra».

De todas formas, al cabo de unos meses se habría marchado de allí. Tal vez la gente le prestaría más atención cuando se hubiera labrado una reputación en otra parte. Después de hacerse un nombre…

—Venga, dame el extremo.

Se sobresaltó cuando Tony, en la orilla de hormigón, le dio un golpecito en el hombro. Con un esfuerzo, acercó la cuerda. Hizo falta que los dos tiraran para tensarla y atarla.

—Gracias, Claire —dijo Tony—. Ven, deja que te ayude a salir.

Para su sorpresa, él no esperó a que chapoteara hacia la escalerilla. Tony la agarró por los tirantes y la alzó en vilo. Goteando, ella se sentó mientras él le quitaba las botas, sonriendo.

Exhibicionista, pensó. Con todo, no podía evitar estar impresionada. A los diecisiete años, Tony se había desarrollado plenamente, cambiaba cada día y se sentía orgulloso de ello. Claire recordaba cuando le ganó por primera vez en altura, hacía muy poco tiempo, y la oleada de envidia que experimentó hacia su amigo de la infancia. Incluso en un mundo abierto a las mujeres gracias a la tecnología, había ocasiones en que la pura fuerza y la energía seguían teniendo sus ventajas.

La testosterona tiene también sus pegas, se recordó mientras colgaba a secar el mono de goma. Su escuela a distancia en Oregon incluía un informe acerca de las muchas razones por las que las mujeres podían sentirse agradecidas de no ser hombres. Sin embargo, últimamente ella se había sorprendido al ver a Tony contemplándola con admiración.

Se sorprendió, claro, hasta que se dio cuenta.

Oh. Es el sexo.

O algo más hermoso, en realidad, pero estrechamente relacionado. De todas formas, fuera lo que fuese, Claire no estaba preparada para manejarlo ahora mismo. Desde la pubertad había evitado a las chicas de su edad, a causa de sus precoces temas de conversación, centrados en un solo tema. A los catorce y quince años, los chicos parecían más interesados en hacer cosas, en participar en proyectos de la Red Mundial o trabajar en el mundo real. Pero ahora, inevitablemente, sus amigos varones se ponían al día y también empezaban a hacer tonterías.

—Tengo que esperar a que llegue el camión de recogida —le dijo Tony, mirando al suelo—. ¿Quieres esperar conmigo? Podríamos ir después a White Castel y reunimos con Judy y Paul…

Judy y Paul eran una pareja fija. Dejarse ver en público con ellos sería como hacer una declaración formal, convertir a Claire y Tony en «Tony-y-Claire». Ella no estaba segura de querer convertirse en la mitad de semejante criatura de cuatro patas, no todavía. Eran mucho más seguros los amorfos grupos de adolescentes que se reunían en la pista de patinaje sobre tierra batida o el Club Holo-Sim…

—Lo siento, Tony. La verdad es que tengo que irme. Daisy…

—Sí, lo sé —la interrumpió él rápidamente, haciendo alarde de comprensión—. Tienes que tratar con Daisy, pobre chica. Bien, buena suerte. Avísame si puedes escaparte más tarde.

Ella descendió por los resbaladizos peldaños hasta el pasillo delimitado por la plancha de madera.

—Sí, te llamaré. O tal vez salgamos mañana con el equipo después de tu partido de pelota.

—Sí —él sonrió; la llamó a voces—. ¡Tú mira y verás! ¡Convertiremos a esos tipos en quesos suizos, llenos de rads y rems!

Claire agitó la mano por última vez y entonces se volvió para regresar corriendo a casa bajo la sombra de los altos cañaverales, cruzando puentes diminutos donde pescaban los jubilados, sonriéndole con ociosa familiaridad, y por fin dejó atrás la refinería largamente abandonada, despojada ahora de todo menos del hormigón, desmoronado y sin valor.

¿Por qué la adolescencia te vuelve tan impaciente?, reflexionó mientras se acercaba a Seis Robles, la pequeña autarquía de su madre en el pantano. Claire sabía que no podría rechazar a Tony mucho tiempo sin herirle. El psicólogo del colegio dice que sólo soy del tipo gradual. No hay por qué preocuparse si soy más lenta que los demás chicos, o más cautelosa.

¿Pero y si los tests pasaron algo por alto? ¿Y si me pasa algo raro?

En abstracto, Claire sabía que aquéllos eran los pensamientos típicos de su edad. Todos los adolescentes se preguntan si no serán la vanguardia de la última oleada de mutantes, convertidos en inhumanos por algún defecto raro y fundamental. Cada rareza o idiosincrasia se ampliaba hasta quedar fuera de toda proporción. El picor es el primer estadio de la lepra. Un desaire significa destierro al Sahara.

Saber todo eso ayudaba un poco, pero sólo un poco.

Sólo espero que cuando esté finalmente dispuesta, Tony o alguien como él esté preparado para mí.

Se alejó de las torres de la refinería, que se descomponían lentamente formando un sedimento de grava, sin verlas siquiera, y dio un último giro entre un sendero de sauces antes de recorrer con rapidez el resto del camino a casa.

Muchas casas de la zona tenían columnas y pórticos más reminiscentes de las viejas películas que de la historia real, pero el efecto era particularmente anacrónico en Seis Robles. A primera vista se hubiese dicho que era una versión en miniatura de Tara. Pero las antenas parabólicas y un bosque de flexibles antenas dispersaban rápidamente cualquier sensación de encanto prebélico. Y mientras otras familias mantenían fotocélulas en los tejados y calentadores de agua suplementarios, pocas tenían suficientes para repartir con el tendido de energía de la zona.

Pero, después de todo, ésta era la «isla» de Daisy McClennon, donde la autosuficiencia significaba más que una moda pasajera o incluso la buena ciudadanía, para convertirse a lo largo de los años en una fe militante. Y Claire se volvía a ojos vista una apóstata.

Al contrario que los vecinos, chez McClennon no mantenía relación con los servicios locales de comprobación de alimentos. ¿Por qué molestarse, cuando cultivabas amaranto y frutos de pejiyabe y judías de marama y lentejas en tu propio paraíso horticultor, una maravilla envuelta en cristal de productividad nutritiva que la madre de Claire había diseñado en persona? Lo había adquirido con dinero heredado, pero últimamente Daisy parecía esperar que Claire lo mantuviera ella sola.

Pero no por mucho tiempo, Daisy. Seis meses más y me marcho.

Probablemente, su madre apenas se daría cuenta de su ausencia. Daisy simplemente contrataría a algún refugiado bajo juramento, o a alguno de aquellos universitarios chinos o japoneses que siempre iban de paso, trabajando un año en un sitio y luego en otro mientras daban la vuelta al mundo de zep en zep, siguiendo la última moda asiática. En ese caso, a Daisy le esperaba una sorpresa. Ningún chino moderno y autoindulgente trabajaría como Daisy pretendía tan sólo a cambio de habitación, comida y electricidad.

—Oh, demonios —suspiró Claire al ver el generador cólico. Hablando de electricidad, las paletas fláccidas significaban que deberían racionar la corriente otra vez. ¿Y quién tenía aquí la prioridad?

Claire hizo sus rondas rápidamente, empezando por el pozo de metano, donde comprobó los niveles de fluido en el triturador de basura. Se suponía que era de «mantenimiento cero», pero esa garantía ahora no era más que un chiste amargo. Apuesto a que mis ricos primos nunca tienen que trabajar en casa, pensó con torvo humor. Ay, incluso Logan coincidía con su madre en una cosa: el trabajo duro crea carácter. En vista de eso, aunque hubiera podido vivir con su padre, las cosas no habrían resultado mucho más fáciles. Y para ser sinceros, había visto a sus parientes del clan McClennon. Criaturas horribles y engreídas, que vivían de un dinero que ni ellos ni sus padres habían ganado. A ninguno de ellos les vendría mal un poco de trabajo honrado, desde luego.

Pero ni tanto ni tan calvo, gruñó Claire mientras luchaba por limpiar un irrigador del invernadero principal, soplando por el tubo hasta que unos puntitos aparecieron ante sus ojos. Daisy podría hacer su parte.

Al menos el espanta-abejas funcionaba. Durante años, sus colmenas habían sufrido el asedio de los enjambres africanos, que buscaban la forma de hacerse con ellos, como habían hecho en todas las otras partes de la zona, dirigiendo las colmenas antiguamente beneficiosas. Ni los productos químicos ni los parásitos servían de nada. Pero unas cuantas semanas atrás Claire había encontrado en la Red una referencia de un tipo egipcio, quien había descubierto que la variedad africana movía las alas más rápidamente que la mansa variedad europea. Tras consultar con la arcaica tecnología militar del siglo veinte, había adaptado los diseños de los escáners-sensores de un viejo proyecto abandonado llamado «Guerra de las Galaxias». Ahora Claire y unos cuantos miles más probaban el diseño e informaban semanalmente de los resultados a un GEI de soluciones de la Red.

Como un brillante escarabajo, el sistema láser cruciforme vigilaba sobre los panales. Cuando Claire lo conectó por primera vez, los campos adyacentes se iluminaron con cientos de diminutas ascuas. A la mañana siguiente, hasta donde alcanzaba la vista, las sañudas invasoras se habían visto reducidas a manchas cenicientas. En cambio, sus propios panales estaban intactos. Ahora esperaba dulces beneficios y su primer verano sin picaduras.

Coordinación perfecta, pensó irónicamente. Igual que yo, que estoy a punto de marcharme.

Antes de entrar en la casa, había una última tarea que hacer. Claire bajó al pequeño arroyo que corría tras la mansión, para comprobar el estado de Sybil y Clyde.

Las cabras pías le balaron. Habían terminado de comer los jacintos acuáticos a su alcance a lo largo de aquella parte de la orilla, así que Claire reajustó las cuerdas que las ataban para acercarlas a otra zona llena de hierbajos. Sin aquellas criaturas, todas las orillas del sur estarían ahogadas por las oportunistas plantas del sur, que florecían imparables por falta de control natural.

Algunos vecinos tenían por mascotas a sus cabras limpiadoras de canales, o al otro tipo creado especialmente para que se comieran las enredaderas kudzu. A Claire le gustaban los animales, pero no quería sentir ninguna atadura aquí, así que mantenía aquella relación a un nivel estrictamente profesional. De cualquier forma, ¿qué sentido tenía tratar de conservar todos los canalillos, si los canales eran tan mortales como todo lo demás?

El Mississippi vendrá de todas formas, pensó, mirando hacia la tierra que amaba y deseaba abandonar a la vez. Será mejor que te acostumbres a la idea, Atchafalaya. Vas a conocer la grandeza, te guste o no.

Después de ajustar las gafas protectoras de Clyde, acarició su pelaje moteado.

—¿Qué es esto? ¿Alguna especie de sarna? —La cabra baló irritada mientras parches de pelaje seco se desprendían de su costado—. Muy bien. Muy bien, le echaré un vistazo.

Con un suspiro, Claire cogió una muestra y palmeó a las criaturas, que pronto estuvieron comiendo de nuevo hierbas exóticas.

Ecos de cañonazos y explosiones sacudieron las paredes cuando entró en las habitaciones de su madre. La música tronaba, parte de la banda sonora de alguna vieja película que Daisy condensaba para un grupo de entretenimiento de la Red. Aunque siempre proclamaba su desdén por la industria, la experiencia de Daisy en resumir películas antiguas era legendaria. Con suma habilidad, era capaz de condensar noventa tediosos minutos en cuarenta o menos, acelerando el lánguido ritmo de clásicos como Terminator o Deliverance para complacer el apetito devorador del tiempo de los espectadores modernos.

O, para aquéllos que querían más de una película en concreto, Daisy McClennon aumentaba el original y añadía material de películas de archivo o incluso extrapolaciones generadas por ordenador.

Aquello generaba firmes ingresos que le permitían rechazar los despreciados capitales familiares.

Al menos, casi siempre.

Además, labrarse una carrera trabajando en la Red tenía una ventaja adicional: la ocupación carecía de ningún impacto obvio sobre el entorno real de la Tierra.

«Pisa con cuidado los pies de nuestro mundo», decía el lema de una de las organizaciones eco-chaladas de Daisy, los típicos que no se quitaban los zapatos bajo techo, pero se los quitaban en cambio antes de salir. Ese grupo particular tenía como emblema tótem un feroz dragón chino, retorcido y de fauces abiertas, que representaba a una furiosa ecosfera violada, harta de la pestilente humanidad. El mismo icono reptilesco se extendía sobre la chimenea del salón principal, la parte favorita de Daisy, pero que Claire visitaba rara vez.

¡Demonios, estaba demasiado ocupada manteniendo el resto! Claire maldijo con todas sus fuerzas cuando vio que Daisy se había olvidado de vaciar el cubo de la basura, una de sus supuestas tareas. Descontenta con las cinco papeleras normales de rigor, su madre insistía en que la casa tuviera doce. Además de tres trituradoras. Luego estaban la fabricadora de jabón, la de yogur, la de cerveza…

Claire pensó en la moda reciente entre los adolescentes. Oh. Yo sería un colono magnífico. Sé cultivar hierbas medicinales, hacer mi propio papel, sacar tinta de la corteza y la cera negra y arreglar los grifos, ya que mi madre odia comprar repuestos a los fabricantes que violan la Tierra.

A la gente de ciudad, que cultivaba jardines en las ventanas y tenía unos cuantos patos con las alas recortadas en los tejados, les encantaba pretender que eso los convertía en duros e independientes, aunque ignoraban por completo hasta qué punto dependían aún del cordón nutritivo de la sociedad: los tubos y conductos que les llevaban agua limpia, energía, gas…, sin contar el regular flujo de desperdicios que desprendían. Irónicamente, pocos chicos crecían más cualificados para ser nuevos habitantes de la frontera que Claire. Y pocos tenían menos deseos de hacerlo.

Después de todo, ¿quién en su sano juicio querría vivir de esa forma?

Oh, reducir tu impacto era moral y sensato, hasta cierto punto. ¡Pero todavía había mucho que decir sobre los aparatos que ahorraban el trabajo! Claire juraba que su propia casa tendría una cocina de microondas e infrasonidos. Y un incinerador de basura eléctrico, por el amor de Dios. Y tal vez, sólo para celebrar el primer año, un lujurioso e interminable barril de helado.

Mientras se cambiaba las sudadas ropas de trabajo en la intimidad de su propia habitación, Claire se detuvo junto a un estante de recuerdos que su padre le había traído de sus viajes a lo largo de todo el planeta. Una araña de diez millones de años, encerrada en ámbar dominicano, aparecía junto a los fósiles del desierto de Afar y un hermoso delfín de madera tallado por un ingeniero brasileño que Logan había conocido en Belén.

Su colección de minerales no era exactamente de primera calidad. Pero había un encantador trozo de smithsonita verde brillante, junto con sus primas, la jadeíta y la malaquita. Más amarillenta que verde, la hipnótica y translúcida autanita era originaria de Francia, mientras que la púrpura eritrita procedía de las montañas del Atlas de Marruecos.

Ninguno de aquellos minerales era particularmente raro, ni siquiera el disco de cuarzo de resplandeciente tonalidad «estrellada» que colgaba sobre su espejo, donde Claire se soltó el pelo marrón-rojizo y buscó manchas ocultas del estanque de Tony. Tras coger la lente de cristal, observó su propia imagen, deseando que los resplandores que veía en su pelo se trasladasen de algún modo al mundo real, donde tan a menudo envidiaba a otras chicas sus brillantes rizos.

De niña, siempre le había parecido mágico aquel trocho de cuarzo. Pero Logan había dejado bien claro que era un milagro rutinario. La Tierra contenía vetas y filones y ríos enteros de hermosas formas minerales que requerían solamente un ojo bien entrenado para descubrirlas y un poco de habilidad para prepararlas. En contraste, Claire se sintió aturdida cuando un tío suyo pensó en complacerla en un cumpleaños con un regalo «único», un trozo de tronco de árbol fosilizado. Tardó semanas en investigar y descubrir su origen, y luego lo devolvió anónimamente al bosque petrificado del que había sido robado. Había una diferencia, por supuesto. Muchas cosas corrientes podían ser hermosas, incluso mágicas. Pero en un mundo de diez mil millones de personas, las auténticas rarezas no podían estar en manos de particulares. Al menos en ese punto, Logan, Daisy y ella estaban de acuerdo. Claire dejó el cristal en su sitio. Junto al espejo se encontraban sus tesoros favoritos, varias hermosas puntas de flecha de calcedonia. No eran reliquias arqueológicas. Pero tanto mejor. Logan le había enseñado a tallarlas ella misma, durante una de sus poco frecuentes excursiones. Para ser justos, Claire admitía que tanto su padre como su madre le habían enseñado cosas útiles. Sólo que las lecciones de Logan siempre parecían mucho más divertidas.

Bajo la ventana, acunado en su modelo olvidado de la Presa Bonnet Carre, su ratoncito, Isador, retorció la nariz cuando Claire se detuvo a acariciarlo y a darle de comer semillas.

Las pantallas murales de su Red fluctuaban débilmente, mostrando nuevos deberes de la escuela a distancia de Oregon. Pero Claire buscó primero mensajes personales. ¡Y, naturalmente, había uno de su padre, parpadeando en su pantalla de prioridad! A una orden oral, se encendió con una brillante imagen de Logan Eng, de pie en lo alto de un acantilado sobre una bahía de brillante agua azul. Para ahorrar energía, recogió el mensaje en su forma escrita. Las filas de letras destellaron.

HOLA, MICROBIO. HE VISTO COSAS SORPRENDENTES AQUÍ, EN ESPAÑA. ¡SORPRENDENTES DE VERDAD! (VER APÉNDICE ADJUNTO).

TENGO UNA NOTICIA DESCABELLADA PARA EXPLICAR ESOS HECHOS. LO ESCRIBÍ EN UN ARTÍCULO PARA UNA GEI DE ESPECULACIÓN. SI TENGO RAZÓN, PUEDE ESTAR COCIÉNDOSE ALGO SUCIO.

TE ADJUNTO UN BORRADOR (). PARA QUE LO MIRES SI QUIERES. UN POCO TÉCNICO. LA IDEA TAL VEZ SEA UNA TONTERÍA, PERO PUEDE QUE ENCUENTRES DIVERTIDO EL RESUMEN.

DALE RECUERDOS A DAISY. DILE QUE IRÉ A CENAR DESPUÉS DE ACLARAR EL PAPELEO EN LA OFICINA. TE QUIERO, CARIÑO.

PAPI.

Claire sonrió. Se suponía que él no debía llamarse «papi» a sí mismo. Ésa era su prerrogativa.

Pulsó el botón de apéndice de datos para ver el estudio especulativo de Logan. Claire reconoció la red-vista a la que lo enviaba, una donde los científicos podían soltarse el pelo sin arriesgar sus reputaciones. Tuvo la corazonada de que esta vez Logan iba a levantar ampollas.

Entonces frunció el ceño. Súbitamente recelosa, Claire llamó a su sistema de seguridad.

—¡Mierda! —exclamó, dando un golpe en el suelo con el pie. Alguien había visto el mensaje de Logan antes que ella. Y no hacía falta ser un genio para averiguar la identidad del fisgón—. ¡Mierda, Daisy!

La generación de sus mayores, como conjunto, parecía no tener ningún respeto por la intimidad, pero esto ya era completamente insultante. Siendo una hacker[3] experta, Daisy podría haber superado el sencillo sistema de seguridad de su hija y leer su correo sin dejar ninguna pista. El hecho de que ni siquiera se hubiera molestado en cubrir las huellas mostraba una indiferencia total o el más cruel de los desprecios.

—Sólo medio año más y me largo de aquí —se dijo Claire, repitiéndolo como un mantra para calmarse—. Sólo medio año.

Deseaba, oh cómo lo deseaba, que a los dieciséis años, casi diecisiete, aquello no le pareciera una eternidad.

Mientras tanto, en otra habitación no muy lejana, las cuatro paredes fluctuaban llenas de luz y sonido. Y cada destello encontraba su propio reflejo en los ojos de Daisy McClennon.

A su izquierda, un Davy Crockett de tamaño natural, sucio y ensangrentado, pero impávido, defendía El Álamo con colores mucho más brillantes que los imaginados por el director original. Pronto, el sofisticado equipo, bajo la sutil guía de Daisy, añadiría una tercera dimensión, y más. Por el precio adecuado, ella incluso intensificaría la experiencia con olor y sacudidas en el suelo, producidas por los cañonazos mexicanos.

Sus ampliaciones mejores y más caras eran de tanta calidad que debían llevar una advertencia para que no se confundieran con la realidad, un pequeño diamante rosa destellando en una esquina que alertara «esto no es real» a los débiles de corazón o blandos de mollera. Aunque muchos la consideraban una artista, Daisy se dedicaba a las holoaumentaciones por dinero. Las otras paredes de su laboratorio estaban dedicadas a su trabajo realmente importante.

Las columnas de datos fluían como la espuma de una cascada. Torrentes y, sin embargo, meras muestras del río, el océano de información que era la Red. Los ojos azules de Daisy repasaron docenas de lecturas de un vistazo.

En una de ellas, un informe de la UNEPA indicaba que en un bosque quedaban aún fuentes explotables. Al lado ondulaba una propuesta de proyecto a cargo de una importante compañía minera. Y a la derecha, una de las subrutinas se abría paso pacientemente a través de una lista de procedimientos de seguridad antisabotaje para la Estación de Energía Nuclear de La Habana Occidental, una barrera en apariencia infranqueable todavía, pero Daisy no perdía la esperanza.

La parte visible del flujo era sólo una rendija, un fragmento destilado y enviado a este nexo por sus sirvientes electrónicos (sus hurones y zorros, sus tejones y sabuesos), programas de retirada de datos que recibían el eufemístico nombre de aquellas bestias, algunas extintas ahora pero conocidas en otros tiempos por su tenacidad, ansia y total rechazo a aceptar un «no» por respuesta. Por todo el mundo, los emisarios electrónicos de Daisy investigaban y sondeaban, recopilando secretos dispersos, relacionando, combinando, devorando.

El negocio de tapadera de Daisy ayudaba a explicar sus prodigiosas necesidades informáticas, sus medios. Pero en realidad ella vivía y trabajaba para sus propios fines. Enviaba guerrillas al universo de datos, sus contingentes personales en la guerra contra los violadores del planeta.

Como Chang. Fue ella quien indicó a la UNEPA el emplazamiento del alijo de aquel hombre horrible cerca de Taipei. La noticia de la muerte de Chang le había resultado una sorpresa. Estaba convencida de que escaparía o de que como mucho recibiría una bofetada. Tal vez aquellos cretinos de la UNEPA empezaban a desarrollar agallas, después de todo.

Pero era el momento de dedicarse a otros asuntos. Daisy se sentó con las piernas cruzadas sobre un almohadón de seda, entre un ciclón de imágenes y datos. Sus ojos repasaron rápidamente lo que sus criaturas le traían: planes industriales de «desarrollo», indiferencia por parte de las agencias públicas cargadas de compromisos, traición de los oficiales sobornados. Y aún peor.

Dentro del movimiento, su nombre se pronunciaba en susurros, con respeto, asombro y un poco de miedo. En otra época, Daisy habría oído las voces de los ángeles en las campanas de las iglesias. Sin embargo, hoy sus talentos florecían por completo mientras desentrañaba los planes de los constructores y las prevaricaciones de los moderados, incluso a medio mundo de distancia.

—De modo que Logan piensa que su idea es sólo curiosa, probablemente incluso descabellada —susurró mientras introducía el reciente informe de su exmarido en una base de datos especial. Por supuesto, ella no entendía sus consecuencias matemáticas más complejas, pero eso carecía de importancia. Tenía programas para eso. O consultores humanos a sólo una llamada de distancia.

… el espigón de la estación no pudo ser levantado por ningún explosivo. A falta de otra explicación tiendo a imaginar ondas sísmicas increíblemente enfocadas…

Las aletas de la nariz de Daisy se distendieron cuando observó una imagen del odiado proyecto de energía de mareas. Otro ejemplo más de cómo Logan se había vendido, de su fútil esfuerzo condenado por «resolver» los problemas del mundo. Al hacer tratos con el mal, naturalmente, había perdido su alma.

Sin embargo, ella lo conocía. Conocía a su antiguo amor mucho mejor que él mismo. Las más pobres corazonadas de Logan eran a menudo mucho más certeras que los mejores análisis de otros ingenieros.

—Es propio de él dar con algo realmente grande y ni siquiera confiar en sus propios instintos —suspiró.

Daisy contempló el dique de contención roto. Cualquier cosa que pudiera destruir un proyecto como aquél le interesaba. Conocía a gente que despreciaba los lentos métodos reformistas de la Iglesia Norteamericana de Gaia. Una cadena dispersa de hombres y mujeres que sabían cómo pasar a la acción. Esta noticia de Logan podría significar una nueva amenaza. O tal vez una oportunidad.

Los ojos de Daisy acariciaron los datos que fluían incesantemente del mar de la Red. Como los ojos azules de un cazador, brillaban y buscaban. Su paciencia venía marcada por su misión, y en ellos habitaba la perseverancia de los dragones.

Dormid, niños pequeños, sed siempre buenos.

Haced vuestras tareas como debéis,

tomad vuestra comida, vuestro plato limpiad,

los niños pobres sueñan con tener lo que coméis.

Siempre jugad limpio, mentiras no digáis,

porque los que guardan secretos mueren todos,

gruñendo, siempre solos,

bajo tierra igual que un Gnomo.

¿Os gusta el dinero? Pues entonces sabed,

algunos tipos ayudan mientras otros no se ven.

Los Bonos-Tierra a todos sirven, dan vida a nuestra alma

pero el oro suizo desprende rayos gamma.