EXOSFERA

Pedro insistió en que cambiaran de vehículo tres veces mientras daban un rodeo tras salir del aeródromo de Auckland. En un momento dado compró ropa nueva para ambos, sacada directamente de las perchas de una tienda para turistas de Rotorua. Se cambiaron en la misma tienda y abandonaron sus ropas viejas por si alguien había colocado en ellas algún aparato rastreador.

Teresa acató estoicamente aquellas medidas, pese a lo absurdas y melodramáticas que parecían. Sin experiencia adecuada ni instinto que la guiaran, sólo podía esperar que Manella supiera lo que estaba haciendo.

Extrañamente, el periodista parecía calmarse más a medida que se acercaban a su punto de encuentro. Condujo los últimos kilómetros de serpenteante autopista con una pacífica sonrisa en los labios, tarareando átonas composiciones de dudoso origen.

La contribución de Teresa fue dedicarse en silencio a sus cutículas y hacer con el pie derecho un agujero en la fina alfombrilla del coche cada vez que Pedro torturaba la transmisión del pequeño coche alquilado o tomaba una curva a demasiada velocidad. De nada servía que en este país condujeran por la izquierda, poniendo al pasajero en una posición que ella asociaba normalmente con tener el control. Nunca le había parecido fácil dejar que otra persona condujera, ni siquiera Jason. Estaba a punto de arrebatar a Pedro el volante cuando a un lado de la carretera aparecieron los brillantes carteles.

CUEVAS DE WAITOMO. TODO RECTO.

VENGAN A VER LA MARAVILLA DEL WAIKATO.

Uno de los carteles mostraba a una familia de felices espeleólogos, las lámparas de sus cascos iluminadas mientras señalaban algún paisaje de maravilla que no llegaba a verse.

—Ya hemos entrado en su perímetro de seguridad —comentó Manella. Para parecer más relajado, tendría que cerrar los ojos y ponerse a dormir.

—¿Eso crees? —Teresa sabía que no se refería a los concesionarios turísticos. Frunció el ceño ante el borrón de coníferas que pasaba rápidamente ante su ventanilla.

Manella la miró y sonrió.

—No te preocupes. Lustig no es un tipo violento.

—¿Cómo explicas entonces lo que sucedió en Iquitos?

—Bueno, admito que tiene bastante propensión a los accidentes. —Cuando Teresa se echó a reír amargamente, Pedro se encogió de hombros—. Eso no le libera de la responsabilidad. Au contraire. Las personas desafortunadas deberían tomar precauciones especiales, para que su mala suerte no perjudique a los demás. En el caso de Lustig…

—Su mensaje daba a entender que sabía algo de la destrucción de Erehwon. ¡Tal vez él la causó! Por lo que sabemos, podría haber estado trabajando con Spivey.

Manella suspiró.

—Un riesgo que tendremos que correr. Ya hemos llegado.

Los carteles señalaban un aparcamiento público situado a la izquierda. Pedro frenó, dio la vuelta y entró en un canal con un muestrario de plumas del que Teresa podría haber prescindido perfectamente. Salió del coche y advirtió que todas las vértebras le crujían; sintió más respeto que nunca por los pioneros de los proyectos Vostok, Mercurio y Géminis, que se aventuraron al espacio metidos en latas aproximadamente del mismo tamaño que el diminuto coche.

Cruzaron la carretera hasta la cabina, pagaron dos entradas y se unieron al grupo de turistas que pasaba bajo una de las ubicuas tallas que parecían la marca de fábrica de Nueva Zelanda. Teresa miró a los que se reunían para la visita de las dos, una pequeña reunión de viajeros de invierno que incluía recién casados asiáticos cogidos de la mano, jubilados con acento australiano y niños locales con uniformes de algodón. Por lo que sabía, cualquiera de ellos podía ser el agente de la misteriosa organización a quien habían seguido hasta este lugar.

La reunión había sido fijada con delicadeza y circunloquios, cada parte tomó precauciones contra un posible doble juego. Todo aquello le parecía a Teresa un anacronismo, una tontería adolescente.

Por desgracia, los adolescentes dirigían el mundo. Adolescentes grandes e irresponsables como Jason o ese Lustig, cuyo expediente parecía una biografía de un Peter Pan tecnológico. Los tipos serios de mente fría como el coronel Spivey eran incluso peores; sus juegos de segundad nacional se ejecutaban con multitudes reales sirviendo como peones. Recordó lo intensamente que había trabajado aquel hombre durante la reciente misión espacial. Spivey era un poseso, cierto. A veces, eso podía ser buena cosa.

Y también podía convertir en peligrosas a algunas personas.

—¿Estás seguro de que mantendrá su palabra? —le susurró a Manella.

Él volvió la cabeza, divertido.

—¡Por supuesto que no! Tal vez Lustig sea pacífico, pero ¿qué sabemos de quienes le apoyan? —Una vez más, se encogió de hombros—. Lo averiguaremos pronto.

Haz una pregunta tonta, pensó Teresa.

Su guía turístico llegó por fin, un joven de cabello y piel oscuros con anchos hombros y una sonrisa agradable. El guía pidió alegremente que le siguieran por una plancha de madera que cruzaba la empinada pendiente, y pronto atravesaron las cascadas envueltas en niebla. Teresa se mantuvo cerca de Manella al final de la cola.

Se dio cuenta de que miraba hacia atrás para ver si alguien les vigilaba, y se obligó a no hacerlo más.

La vegetación cambió mientras pasaban bajo las copas de los árboles. Pájaros exóticos aleteaban bajo el húmedo follaje, que parecía tan sano que no podía imaginarse cuántos otros lugares como éste se agostaban por todo el planeta. Aquí, incluso los olores parecían proporcionar fuerza, diversidad. Esta jungla parecía estar muy lejos de la muerte. Respirar hondo era como tomar un tónico. Eso calmó un poco a Teresa. Inspiró vanas veces.

Rodearon una esquina y de repente la entrada de la caverna apareció ante ellos. La abertura en la montaña era adecuadamente oscura, impresionante. Había escalones que se perdían hacia abajo, entre resbaladizas barandillas de metal, y unas bombillas situadas a intervalos parecían calculadas para ampliar las sombras, para asustar a los visitantes con una ilusión de decrepitud y misterio.

Teresa escuchaba sin prestar demasiada atención mientras el guía recitaba algo relacionado con grandes pájaros, primos del legendario moa, que solía quedarse atrapado en cuevas como ésta durante la época prehistórica, dejando sus huesos para que los descubrieran muchos siglos más tarde los aturdidos exploradores.

Mientras descendían, el guía utilizó un haz de luz para señalar los rasgos de las grutas, talladas a lo largo de cientos de años por los pacientes arroyos subterráneos, y luego embellecidos por ábsides de piedra creadora durante siglos de lento goteo. En algunos lugares, el techo daba paso a pozos y chimeneas que se perdían de vista o se sumían en una negrura absoluta, alineados con colgantes finos como pajitas de refresco y helicitos cristalinos en forma de rama. Retorcidas galerías apuntaban a un interminable laberinto que seguramente engulliría a cualquiera que fuera lo bastante estúpido para dejar la plancha de madera.

Era, ciertamente, bastante hermoso. Sin embargo, Teresa sintió poca sorpresa o asombro. Todo le resultaba demasiado familiar por anteriores apariciones en televisión o en red-vistas. Asintió familiarmente ante las estalactitas y estalagmitas, conocidas ya en el pasado. En vez de curiosas o extrañas, eran vecinas de las que había llegado a saber mucho a lo largo de los años, mucho antes de conocerlas en persona.

Lo bueno que tenía la aldea mundial de medios de comunicación era la sensación que daba a diez mil millones de personas de que cada una de ellas tenía al menos una pequeña conexión con el conjunto. Lo malo era que ya a nadie le parecía que nada fuera completamente nuevo.

Tal vez por eso me hice astronauta, con la esperanza de ver algún día un lugar sorprendente antes de que llegaran las cámaras.

Si así era, mucha suerte. Las vastas montañas de la Luna aún no habían sido escaladas. Tal como estaban las cosas, probablemente no lo serían nunca. Lo mismo sucedía con los empinados cañones, las placas de hielo y los rojos paisajes de Marte.

Teresa contempló las irregulares terrazas, formadas a lo largo de milenios por el lento goteo del agua rica en carbono. Sin duda la misteriosa organización de Alex Lustig los estaba observando ya. Sus instrucciones especificaban que se mantuvieran en los últimos lugares de la cola. Si Pedro sabía algo más, no se lo había dicho.

—Ahora tendremos que bajar otro tramo de escaleras —anunció el guía—. Agárrense a la barandilla, porque la luz se debilita a fin de adaptar nuestros ojos a la oscuridad de la Gran Cueva.

Los visitantes hablaron en susurros mientras descendían los peldaños de madera, puestos allí para proteger el suelo de piedra del roce erosivo de incontables pies. En una ocasión, Teresa captó un destello de dientes cuando Manella se volvió a sonreírle. Lo ignoró, pretendiendo no haberlo visto.

Pronto dejó de ser una pretensión. El choque contra la ancha espalda de Pedro fue su primera advertencia de que el descenso había terminado. Los susurros se redujeron a alguna risita ocasional cuando los turistas tropezaron con torpeza. Una tos. Un débil siseo familiar cuando alguien tomó oxígeno de una petaca, seguido de una disculpa susurrada.

Prestando atención, Teresa distinguió los rítmicos sonidos y un débil chapoteo.

El guía habló desde algún lugar a su izquierda.

—Ahora dividiremos el grupo y continuaremos por el agua. Cada bote tendrá un guía, en la proa, que les hará avanzar tirando de cuerdas dispuestas a lo largo del techo.

Mientras sus ojos se iban adaptando, Teresa distinguió pronto manchas acá y allá: el contorno de un muelle y varias barquitas atracadas unas junto a las otras, con la silueta de un hombre o una mujer en la proa. Incluso le pareció entrever un entramado de cables en las rocas de arriba.

—Interesante medio de transporte —comentó Pedro mientras observaban partir al primer bote. Más turistas pasaron al siguiente y la cola avanzó.

—Cuando los botes tomen el recodo —continuó el guía—, dejarán atrás la última iluminación. El piloto se moverá guiándose sólo por la memoria y el tacto. Pero no se preocupen, sólo perdemos uno o dos botes al año.

Un chiste fácil, pero que provocó algunas risitas nerviosas.

—Unas cuantas vueltas y saldrán a la gruta principal, donde nuestros famosos gusanos ejecutarán para ustedes su espectáculo único, la atracción central de las Cuevas de Waitomo. Entonces, por otra ruta, regresarán aquí. Esperamos que disfruten de su visita a las maravillas de Waikato.

Vaya maravillas.

Hasta el momento, Teresa no había visto nada particularmente impresionante. Cavernas mucho más grandes aparecían regularmente en la red-vista National Geographic.

Los turistas que tenían delante subieron a un bote. Había espacio al fondo, pero el guía levantó una mano para detener a Manella.

—Parece usted demasiado grueso para subir a este bote, señor. Les llevaré en el último yo mismo.

Mientras Pedro hacía una mueca, indignado, el guía los ayudó a subir al último bote. Entonces se dirigió a la proa y zarparon. Los últimos restos de luz desaparecieron tras ellos cuando tiró de las cuerdas mano sobre mano y se internaron en la completa oscuridad tras tomar la curva.

Teresa intentó utilizar biofeedback para acelerar su adaptación a la oscuridad y encontró desconcertante lo poco que ayudaba el entrenamiento. No se podía ampliar lo que no existe.

Ya no había rastro de los otros botes. Bien podrían haberse despeñado por un acantilado. O tal vez algún monstruo sibilino esperaba delante, cogiendo a cada grupo por separado y arrancándolos de sus barcas estigias.

Notó el agua helada cuando hundió los dedos en ella. También parecía tener una leve cualidad oleaginosa. Tras llevarse unas gotas a los labios, paladeó el sabor a minerales. Sin embargo, no resultaba desagradable. El río subterráneo fluía lento, pero claro y fresco. Tenía el sabor de lo atemporal.

—Algunos años el agua sube demasiado y los botes no pueden pasar —explicó el guía en voz baja—. Y durante las sequías pueden encallar.

—¿Hay peces sin ojos aquí abajo? —preguntó Teresa.

La risa baja e incorpórea del nativo pareció bailar a lo largo de las rocas esculpidas.

—¡Por supuesto! ¿Qué tipo de río enterrado sería éste si no? Viven de semillas, polen, y larvas de insectos que vienen aquí desde el ki waho, el mundo exterior. Algunas de esas larvas sobreviven para convertirse en moscas, que a su vez alimentan…

Teresa se agarró a la borda rápidamente cuando sintió que algo grande se aproximaba por la izquierda. Momentos antes su bote chocó contra unas rocas y se escoró levemente.

—Sólo un segundo —les tranquilizó la voz—. Tengo que bajar para guiarnos alrededor de esta columna. Esperen.

Teresa percibió el leve roce de una bota sobre la arena de la orilla.

Sin ver absolutamente nada, ni siquiera el oscuro eclipse de Manella ante ella, sólo sintió un vago movimiento mientras la barca pasaba junto a una orilla de piedra caliza y emergía a la noche estrellada.

Teresa abrió la boca. ¿Estrellas? La súbita desorientación la hizo mirar perpleja la brillante cúpula que tenía encima.

Pero era todavía, de día cuando entramos. ¿Cómo…?

Automáticamente, buscó a sus amigas, las constelaciones familiares, y no reconoció a ninguna. ¡Todo había cambiado! Era como si hubiera atravesado algún aparato de ciencia ficción para llegar a un mundo situado en alguna galaxia distante. El amasijo de grupos estelares se arqueaba en lo alto, lleno de un esplendor regio, totalmente extraño. Teresa parpadeó, despistada. El oído le decía que estaba bajo tierra. Su giroscopio interno indicaba que estaba a menos de dos kilómetros del coche. Sin embargo, las titilantes estrellas hablaban a gritos de cielo abierto. Sacudió la cabeza. No. No. Reajusta. ¡No hagas suposiciones!

Todo sucedió en un breve instante, el tiempo que tardó en advertir que cada una de aquellas «estrellas» brillaba con el mismo tono exacto de verde. En medio segundo, Teresa desarticuló la trampa a los sentidos, comprendiendo cómo había sido perpetrado el engaño.

El bote se meció cuando una figura ocultó las falsas constelaciones al subir a bordo. La silueta del guía eclipsó los brillantes puntos de luz cuando tiró de una cuerda negra.

—Nuestros gusanos construyen sus nidos en el techo —resonó su voz suavemente—. Producen una fosforescencia que atrae a las moscas recién nacidas y otros insectos cuyos huevos y larvas llegan aquí desde el exterior. Los puntos brillantes llevan a esos insectos no hacia fuera, no de vuelta a Te Aomarama, sino a una trampa pegajosa.

Pasaba algo. Teresa se inclinó hacia delante.

—Pedro, su voz… —susurró.

Con sorprendente precisión, Manella le agarró la mano y la apretó pidiendo silencio. Teresa se tensó brevemente, pero luego se obligó a relajarse. Esto debía de formar parte del plan. Con esfuerzo, volvió a sentarse y trató de aprovechar lo mejor posible la situación. De todas formas, no había otra cosa que hacer.

Ahora se sentía molesta por haber confundido momentáneamente las luces del techo con las estrellas. Su lento avance le permitió calcular su tamaño, de un metro y medio a tres. De hecho, ahora podía seguir los ásperos contornos del techo. No había ningún titilar producido por la distorsión atmosférica. De hecho, algunas «estrellas» eran largas formas oblongas.

Sin embargo, parpadeó y la racionalización desapareció súbitamente una vez más. Durante otro instante, Teresa disfrutó de la ilusión a propósito, buscando un cielo alienígena, los bordes de algún extraño brazo en espiral con campos de soles verdes, el misterioso brillo nocturno de una frontera lejana.

La sombra de su guía era el negro contorno de una nebulosa. Se movió. Y lo mismo hizo, de pronto, una porción recta y regular. Una negrura rectangular, libre de verde, pasó sobre ellos, como si demarcara una puerta. Pronto Teresa oyó un suave zumbido de motores y sintió que una barrera rodaba tras ellos. El paisaje estelar esmeralda desapareció.

—Ahora cúbranse los ojos, por favor —dijo la sombra.

Teresa notó que Manella obedecía, pero ella sólo entornó los suyos. Cerrarlos del todo sería pedir demasiada confianza.

Un brusco resplandor creció de repente ante ellos. Tal vez sólo fuera una tenue lámpara, pero el brillo fue lo bastante intenso para lastimar sus retinas adaptadas a la oscuridad. Rápidamente, los restos de los gusanos fosforescentes desaparecieron. De mala gana, Teresa se despidió de ellos.

El bote chocó una vez más y se detuvo.

—Vengan por aquí, por favor —indicó la voz.

Teresa sintió que le tocaban el brazo y se dejó llevar, parpadeando. Con los ojos lastimados por el brillo, tuvo que entornarlos para ver quién había reemplazado a su guía original. Era un hombre de cabello castaño, levemente veteado, que evidentemente no tenía ningún antepasado polinesio. Observaba a Pedro con una expresión que ella no lograba entender, pero sin duda estaba cargada de fuerte emoción.

—Hola, Manella —dijo, al parecer haciendo un esfuerzo por ser amable.

Era la primera oportunidad que tenía Teresa de estudiar a Alex Lustig en persona. En las fotos le había parecido distante, distraído, y un algo de estas cualidades seguía presente. Pero ahora le pareció percibir algo más, posiblemente la expresión que ha buscado provocar extrañeza y ha encontrado mucho más de lo que esperaba.

Pedro se frotó los ojos con un pañuelo.

—Hola, Lustig. Gracias por venir a recogernos. Espero que tenga una buena explicación para todo esto.

Estaban bajo tierra, fuera de contacto con ninguno de los suyos ni autoridad legal alguna, y naturalmente el viejo Pedro volvió a adoptar el papel de figura paternal autoritaria.

—Como quiera —asintió Alex Lustig, al parecer sin molestarse—. Si me siguen los dos, se lo contaré todo. Pero les advierto que será difícil de creer.

Naturalmente, Pedro no podía dejar que otra persona dijera la última palabra, con una frase así.

—Amigo mío, de usted no espero nada menos que algo completamente calamitoso.

Una hora después, Teresa se preguntaba por qué sólo se sentía aturdida, cuando en realidad debería odiar a aquel hombre. Aunque no hubiera creado al monstruo que engullía el corazón de la Tierra, seguía siendo el que había volcado su atención hacia aquella cosa.

Además, estaba su participación en el lanzamiento de ondas gravitatorias coherentes, lo que envió a Jason y a nueve personas más a las estrellas en un viaje sin billete de vuelta. Eso sería también razón suficiente para despreciar a Alex Lustig. Sin embargo, las emociones que experimentaba ahora mismo eran más inmediatas, como el amargo placer de ver a Pedro Manella sin palabras por primera vez.

El hombretón estaba sentado frente a Lustig, las manos cruzadas sobre una mesa de madera oscura, su libreta completamente olvidada. Los ojos de Pedro regresaban una y otra vez a un gran corte holográfico de la Tierra, más vivido y detallado que nada de lo que habían podido construir los miembros de su grupo, allá en Houston. Detalles minuciosamente trazados proyectaban sombras anaranjadas, amarillas y rojizas sobre el perfil de Manella, dando falsos tonos grises a su expresión ceñuda.

Sólo se encontraban ellos tres, en una cámara subterránea apenas amueblada. Después de servir refrescos a sus invitados, Lustig se había dedicado a informarles sin recibir ninguna ayuda, aunque un par de veces utilizó un micro para consultar con alguien de fuera. Naturalmente, el hombre tenía colaboradores. A pesar de su reputación de «mago solitario», no había forma humana de que hubiera ideado todo esto él solo.

La posibilidad de que se tratara de un engaño pasó por la mente de Teresa varias veces, pero reconocía que no era nada más que la expresión de un deseo. El tono calmado y concienzudo de Lustig promulgaba credibilidad, aunque sus conclusiones fueran descabelladas u horribles.

—… y ha sido esta misma semana, combinando sondas gravitatorias con observaciones de neutrinos, cuando hemos podido deducir por fin de dónde procede la energía, el estado elevado que nutre el efecto del gázer. Está en la base del manto, donde el campo electromagnético atrae corrientes del núcleo externo.

Técnicamente, la historia era difícil de entender. Mientras buscaba su agujero negro de Iquitos, Lustig y sus asociados habían tropezado con una singularidad mucho más peligrosa, presente ya en el centro de la Tierra. Intentaron utilizar ondas gravitatorias sintonizadas para localizar su origen y trayectoria, pero eso produjo reflejos internos, que amplificaron los gravitones igual que sucede con los fotones entre los espejos de un láser. En este caso, los «espejos del gázer» consistían en la misteriosa Beta más el agujero negro experimental albergado en la estación Erehwon. Lo que se produjo a continuación fue una gran onda de espacio-tiempo retorcido que salió disparada en la dirección de Spica.

Lustig era un buen maestro. Mantenía sus matemáticas en las matrices de bajo nivel y usaba figuras para ilustrar gráficamente su relato de la catástrofe. Todo parecía demasiado plausible, y ella no habría creído ni una sola palabra si no hubiera sido testigo de primera mano. La súbita y horrible contracción y estiramiento del cable de Erehwon, por ejemplo. O la partida relativista del laboratorio de Punto Lejano. O aquellos colores.

Teresa se sentía calmada, dentro de una zona muerta emocional, por la comprensión de que todas sus preocupaciones se habían acabado. ¿Por qué preocuparse de los asuntos internos de la NASA, o de su próximo itinerario de vuelo, o su matrimonio fracasado, si todo el mundo iba a terminar muy pronto?

La misteriosa singularidad (el «nudo cósmico» de Lustig), empezó siendo pequeña. Pero Beta había crecido y ahora se acercaba a un umbral crítico. Leyó la tasa de aumento en una pantalla. Sin duda, la cosa estaba poseída por un hambre voraz que sólo tenía una conclusión posible.

Una conclusión. Hasta ahora, Lustig les había ahorrado una simulación explícita de lo que sucedería cuando la materia empezara a fluir hacia las fauces de Beta a megatones por segundo. Teresa supuso que empezaría con ondas de choque que perturbarían las profundas y antiguas pautas de convección del planeta. Los terremotos y las erupciones volcánicas se multiplicarían mientras se abrían grandes grietas en la corteza. Entonces, minadas por dentro, las capas exteriores se desplomarían.

Irónicamente, los cuerpos situados en órbita, como la Luna o los satélites, sufrirían poco. La masa total de la Tierra seguiría siendo la misma, aunque condensada y mucho más compacta. Si ella se encontrara cumpliendo una misión en ese momento, vería todo el espectáculo, hasta que la singularidad revelara su gloria y borrara su nave de la existencia en un estallido de radiación gamma.

Teresa se estremeció. No era momento para deprimirse. Más tarde, en casa, podría meterse bajo las sábanas, enroscarse en una pelota, y esperar la muerte.

—… uno de nuestros problemas fue encontrar la distribución de energía invertida que está siendo absorbida por el rayo gázer. ¿De dónde proviene toda la energía? —El inglés se pasó una mano por el pelo—. ¡Entonces todo encajó! La dinamo magnética de la Tierra es la fuente. Más concretamente, dominios discretos superconductores donde…

Teresa se enderezó.

—¿Cómo dice?

Alex Lustig la miró con sus ojos celestes.

—¿Capitana Tikhana? Me refería a los bucles de corriente, donde el manto inferior se encuentra con el núcleo líquido…

Ella volvió a interrumpirle.

—Hablaba usted de superconductividad. ¿Ahí abajo? ¿Seguimos teniendo problemas para enfriar las vías del rapitrén en verano, pero me dice que hay zonas superconductoras a miles de kilómetros por debajo, donde las temperaturas alcanzan miles de grados?

El físico británico asintió.

—No olvide que las presiones en la base del manto sobrepasan los diez mil newtons por centímetro cuadrado. Y hay otra deliciosa coincidencia que uno de mis colegas ha descubierto recientemente. La capa mineral del fondo, antes de que el manto dé paso al núcleo metálico, parece consistir en varios óxidos a los que la presión ha hecho adquirir una estructura perowskita…

—¿Per… owskita?

—Una forma particularmente densa de óxido que se forma bajo presión.

—Sigo sin comprenderlo —masculló ella, con el ceño fruncido.

Él extendió las manos.

—¡Parientes de esas mismas perowskitas se encuentran entre los mejores superconductores industriales! Esta coincidencia nos llevó a considerar una idea extraña: que hay lugares, a miles de kilómetros bajo nosotros, donde la corriente eléctrica fluye completamente libre de resistencia.

La idea hizo que Teresa cerrara los ojos. En el pasado, la superconductividad se asociaba con el frío total, el cero casi absoluto. Sólo en las últimas décadas habían contribuido los superconductores a temperatura ambiente a salvar la maltrecha economía mundial. Imaginó bucles y titánicos circuitos, fluyendo en perfecto fuego libre de resistencia. Era una idea sorprendente.

—Esos dominios superconductores, ¿son las zonas excitadas que encuentran con el resonador gravitatorio?

—Eso creemos. El nivel de energía disminuye cada vez, pero aumenta de nuevo rápidamente por conducción.

Silencio. Cuando Manella volvió a hablar, sacudió la cabeza.

—Tantos descubrimientos maravillosos, y todos realizados bajo la sombra de un ángel de la muerte. Vale, Lustig, ya se ha divertido bastante. Ahora díganos lo que nos hace falta saber.

—¿Saber para qué?

Pedro dio un golpe sobre la mesa.

—¡Para vengarnos! ¿Quién liberó esa cosa? ¿Y cuándo? ¿Dónde lo encontramos?

Por la expresión del otro hombre, Teresa supuso que no era la primera vez que oía la pregunta.

—Todavía no sé la respuesta —replicó—. Es difícil seguir su trayectoria hacia atrás, teniendo en cuenta la fricción, el aumento y las homogeneidades internas del núcleo…

—¿Ni siquiera puede imaginarlo?

El físico se encogió de hombros.

—Según mis cálculos, esa cosa ni siquiera debería existir.

—¡Pues claro que no! Pero alguien la creó, salta a la vista. Dijo que comprendía los principios básicos.

—Oh, así es, o eso creía. Pero no logro imaginar cómo alguien podría hacer un nudo tan grande sin una fuente de energía disponible actualmente en la Tierra.

—¿No era más pequeña cuando cayó?

—Oh, claro. Pero recuerde que la ciencia cavitrónica sólo tiene unos ocho años de antigüedad. Cuando extrapolo eso al tamaño actual y el ritmo de crecimiento de Beta, sigue siendo demasiado pesada. Ninguna estructura de la Tierra podría haberla creado.

Manella sonrió.

—Es evidente que ha cometido un error.

Teresa vio brillar algo brevemente en los ojos de Alex Lustig, una furia que desapareció con tanta rapidez como había venido. Con sorprendente suavidad, asintió.

—Obviamente. Tal vez come más rápido de lo que predice mi teoría. No es un campo en el que nadie tenga gran experiencia.

En ese momento Teresa sintió el peso de la caverna a su alrededor, como si todas las toneladas que tenía encima le oprimieran el pecho. En parte para vencer el mareo, formuló la pregunta crítica.

—¿Cuánto…? —Tragó saliva—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

Él suspiró.

—Es bastante fácil de calcular. Aunque el crecimiento fue rápido en el pasado, el umbral asintótico sigue siendo el mismo. Si continúa sorbiendo materia, más y más rápido, yo diría que nos quedan dos años antes de que empiecen los terremotos importantes. Otro año más antes de que la actividad volcánica ahogue la atmósfera.

»Entonces, por supuesto las cosas se acelerarán a medida que el crecimiento de la singularidad se alimente de sí mismo. El noventa y cinco por ciento de la Tierra no será tragado hasta la última hora. El noventa por ciento en el último minuto.

Teresa y Pedro compartieron una mirada sombría.

—Dios mío —murmuró ella.

—Eso, naturalmente, es lo que sucederá si continúa siguiendo el sendero marcado. —Alex Lustig volvió a abrir los brazos—. No sé ustedes, pero personalmente no voy a dejar que haga su trabajo sin ningún impedimento.

Teresa se volvió y miró al físico. Él le devolvió la mirada, con las cejas alzadas.

—¿Quiere decir…? —empezó a decir, incapaz de hablar.

Él respondió encogiéndose de hombros.

—No creerá que accedí a reunirme con ustedes dos solamente para satisfacer a mi archienemigo y su ansia de titulares, ¿no? Necesitaremos su ayuda, si queremos tener una posibilidad de deshacernos de esa maldita cosa.

Manella jadeó.

—¿Tiene…, tiene un medio?

—Un medio, sí, aunque no ofrece expectativas muy halagüeñas. Y harán falta más recursos de los que mis amigos y yo tenemos a mano.

Contempló a sus dos aturdidos visitantes.

—Oh, vamos, no se lo tomen así. Considérelo desde este punto de vista, Pedro. Si salimos de ésta, mi amigo George y usted podrán pasar muchos buenos años, la eternidad si es necesario, discutiendo sobre cómo encontrar y castigar a los inteligentes bastardos responsables de la creación de esa cosa.

Su expresión se ensombreció y miró al suelo.

—Si salimos de ésta, claro.