Era un láser.
Seguía sin hacerse a la idea. Un láser gravitatorio. Casi nada.
Me pregunto de dónde sale la energía.
—¿Señor Sullivan? ¿Le sirvo otra bebida, señor?
La sonrisa de la azafata era profesional. Sus rasgos y coloración claramente malayos.
—Sí, gracias —respondió Alex, mientras ella se inclinaba a servírsela, y su delicado aroma hizo que inhalara profundamente—. Un perfume maravilloso. ¿Es Primavera de Lhasa?
—Vaya…, sí, señor. Es usted muy perceptivo.
Ella lo miró a los ojos y por un instante su sonrisa pareció mucho más que rutinaria. Era una expresión bien medida que no llegaba a resultar provocativa, pero que también parecía una promesa de algo más que mera profesionalidad durante el largo viaje que aún quedaba por delante. Alex se sintió eufórico mientras ella avanzaba para atender al siguiente pasajero. Estaba bien esto de flirtear amablemente con una belleza exótica, sin la más mínima tentación de echarlo todo a perder al intentar demasiado. Los últimos meses habían dejado a su libido en un estado de suspensión que había tenido el agradable efecto colateral de permitirle la libertad de apreciar la sonrisa de una mujer joven, la elegante gracia de sus movimientos, sin disparar hormonas o meter por medio esperanzas sin garantía.
Había resultado difícil durante su primer año de escuela graduada, cuando olvidó temporalmente la física para explorar el reino de los sentidos. Aplicando la lógica a las incertidumbres de la madurez, había analizado los elementos de encuentro, tanteo, negociación y consumación, separando y resolviendo las variables una a una hasta que el problema, aunque no resuelto del todo, sí pareció tener soluciones concretas y comprensibles.
El trazado no fue exacto, desde luego. Según Jen, los sistemas biológicos nunca se traducían con exactitud a los modelos matemáticos. Con todo, en aquella época adquirió ciertas habilidades prácticas, que le ganaron una buena reputación entre sus compañeros de clase y amistades.
Entonces, saciada la curiosidad, sus intereses cambiaron de trayectoria, la compañía y la compatibilidad se convirtieron en temas más importantes que el sexo, e incluso aspiró a la felicidad. Pero estos asuntos demostraron ser más elusivos. Parecía que la seducción contenía menos variables y dependía menos del destino que el verdadero amor.
La decepción nunca desterró del todo a la esperanza, pero acabó por archivar sus aspiraciones durante una temporada para regresar a la ciencia. Sólo en Iquitos sufrió aquella esperanza heridas auténticamente mortales. Comparado con aquella pérdida, el sexo era una mera casualidad incidental.
Sé lo que diría Jen, pensó. Los modernos pensamos que el sexo puede desvincularse de la reproducción. Pero en el fondo las dos cosas están relacionadas.
Alex sabía que casi nunca pensaba en el fin del mundo. Tenía que ser así, para poder realizar su trabajo. En semejante estado, incluso podía estudiar a Beta, el monstruo letal y elegante situado en el núcleo de la Tierra.
Pero negar los hechos tan sólo podía reestructurar el dolor, igual que un niño al que no le gustan las verduras las amontona en el plato, esperando que una pauta menos evidente engañe a la autoridad paterna. Alex sabía dónde había encerrado su amargura. Todavía afectaba a la parte de él que estaba unida más íntimamente a la vida y la propagación de la vida.
Alex imaginó lo que su abuela diría sobre todo esto.
—Ser consciente de uno mismo está bien, Alex. Ayuda a transformarnos en bestias interesantes, en vez de ser sólo una banda más de simios locos.
»Pero cuando se llega al fondo, la autoexploración probablemente se sobrevalora. Un sistema complejo y autorregulador no la necesita para tener éxito, ni para ser listo.
Pensar en Jen hizo sonreír a Alex. Tal vez, cuando se terminara el duro trabajo que le esperaba en los siguientes meses, habría tiempo para volver a casa y visitarla antes del fin del mundo.
Habían dejado a Stan Goldman al frente de todo en Nueva Zelanda, continuando el rastreo de Beta, mientras Alex iba a California a suplicar, sonsacar y conseguir a cualquier precio que fuera diez años de datos del mayor observatorio del mundo. Era una misión que debía acometer él, pues requería la devolución de muchos viejos favores.
Desde un pequeño edificio del campus de la Universidad de California en Berkeley, su viejo amigo Heinz Reichle dirigía tres mil detectores de neutrinos dispersos por todo el globo. El planeta era casi transparente a aquellas partículas fantasmales que penetraban la roca como los rayos X la mantequilla, así que Reichle podía utilizar los instrumentos esparcidos por todo el mundo para estudiar las reacciones nucleares del sol y las estrellas. Por su parte, Alex esperaba que los discos repletos de datos de su equipaje mostraran también un par de cosas referentes al interior de la Tierra; quizás aquello ayudaría al equipo de Tangoparu a seguir hasta su fuente a la horrible singularidad Beta.
Alex aún deseaba conocer a la persona o personas responsables, casi tanto como George Hutton.
Me gustaría averiguar cómo lograron crear un nudo de espacio tan complejo y retorcido. No pudieron usar algo tan simple como un trazado Witten. Vaya, incluso la renormalización habría requerido…
El sistema de megafonía del aeroplano cobró vida, interrumpiendo sus pensamientos. En el respaldo del asiento que tenía delante apareció el rostro sonriente y confiado de su capitán, quien informó a todo el mundo que las islas Hawai aparecían a la vista.
Alex oscureció su ventanilla contra los reflejos internos y contempló entre las capas de nubes estratosféricas un collar de oscuras joyas que destacaban en el brillante mar. En los días de los turbojets, esto habría sido una parada para repostar. Pero los modernos aviones hipersónicos, incluso restringidos por las leyes protectoras del ozono, se limitaban a pasar de largo.
De todas formas ya había visto Hawai mucho más cerca, así que no fue la cadena de islas sino las aguas que las rodeaban lo que súbitamente le interesó. Desde su altura veía pautas de mareas y colores, resonantes olas y bajíos sutilmente ensombrecidos de plancton iluminado, que recortaban cada perla del collar de islas casi lineal. Las gafas polarizadas, especialmente, permitían una gran riqueza de detalles.
En el pasado, Alex habría contemplado este fenómeno con placer, pero escasa comprensión. El tiempo compartido con los geólogos de George Hutton había cambiado eso. Las islas ya no eran entidades estáticas, sino épicos testimonios rocosos al cambio. Desde la gran isla situada al oeste, más allá de los acantilados de mil metros de Molokai, durante todo el trayecto hasta más allá de Midway, una cadena de volcanes extinguidos continuaba en línea recta durante miles de kilómetros antes de virar bruscamente al norte, hacia las Aleutianas. Aquella curva hacia el círculo ártico era también un viaje en el tiempo, desde la alta cumbre de basalto de Manua Loa, pasando por las islas más antiguas como Kauai, hasta remotos atolones de coral y prehistóricas montañas truncadas conquistadas hacía tiempo por las insistentes olas.
En la gran isla todavía humeaban dos volcanes memorables. Sin embargo, la actividad principal había cambiado ya hacia el este, donde nacía un nuevo ser, un embrión de isla, todavía sumergida, llamada Loihi.
La mayoría de los volcanes del planeta se apagaban donde los bordes de las grandes placas tectónicas se unían, o se atropellaban una a la otra, como en el famoso Anillo de Fuego de este gran océano. Pero la fila de antiguas calderas de Hawai se encontraba en el centro de una de las grandes placas, no al borde. Las islas Hawai se habían originado en un proceso completamente diferente. Eran las cicatrices que había dejado la Placa Central del Pacífico cuando pasó lentamente sobre el equivalente geológico de un soplete, un fiero y estrecho tubo de magma que fundía todo lo que pasaba por encima.
George Hutton lo había comparado con pasar lentamente un grueso papel de aluminio sobre un arco de soldadura intermitente. Parte de la riqueza de George provenía de la extracción de la energía de lugares calientes en el manto.
Oh, sí, Hawai era un claro testigo de que había energía allá abajo.
Pero no se puede generar un láser, o un gázer, con un simple puñado de materia caliente. Hace falta material excitado en un estado invertido…
Ya estaba otra vez. Sus pensamientos volvían de nuevo al problema, igual que el taniwha seguía atrayendo átomos mientras orbitaba alrededor del núcleo de la Tierra.
Al principio, Alex estaba convencido de que las ondas gravitatonas amplificadas se originaban en la propia Beta. Después de todo, ¿qué extraños niveles de energía podían encontrarse dentro de las capas enrolladas y dobladas de un nudo cósmico? De hecho, aquella noche en Nueva Zelanda, cuando Alex experimentó su momento de ebria inspiración, también sintió una oleada de desesperada esperanza. ¿Y si el propio nudo estuviera recibiendo una estimulación para emitir radiación gravitatoria? ¿Era posible forzar a Beta de algún modo a desprender energía más rápidamente de lo que podía sorber átomos del núcleo?
Por desgracia, las sondas demostraban que la bestia no había disminuido de peso en absoluto, a pesar del titánico poder liberado en el rayo gázer que había sacudido la Tierra. El único efecto aparente sobre Beta había sido alterar ligeramente su órbita, dificultando todavía más la localización de su historia.
Y por eso Alex seguía sin tener ni idea acerca de dónde venía la energía. Otra frustración más para la lista. Una cosa era saber que él y todos los demás estaban condenados a la destrucción. Pero ¿además morir ignorante? ¿Sin haber mirado siquiera a la cara a su destructor? Ni hablar.
—¿Señor Sullivan? Disculpe, señor.
Alex parpadeó. Hawai había desaparecido ya de la vista. Se volvió, dejando atrás el azul Pacífico para contemplar los ojos almendrados de la hermosa azafata de ASEAN Air.
—¿Sí? ¿Qué sucede?
—Señor, hay un mensaje para usted.
Él cogió de su palma una brillante cinta de datos. Le dio las gracias. Tras desplegar la pantalla de su ordenador, introdujo el chip y tecleó el acceso. Al instante, un holo de George Hutton le miró, fijamente, por debajo de sus tupidas cejas. Apareció una corta hilera de letras mayúsculas.
ESTO ACABA DE LLEGAR A UNA MESA DE RECEPCIÓN DE LA RED EN AUCKLAND, BAJO TU AUTÉNTICO NOMBRE, MARCADO URGENTE. ME PARECIÓ CONVENIENTE QUE LO VIERAS RÁPIDO.
GEORGE.
Alex parpadeó. Sólo unas pocas personas en todo el planeta sabían que había ido a Nueva Zelanda, y ésas utilizaban su nombre falso. Vacilante, tocó la pantalla y al momento una imagen bidimensional apareció delante de él, con aspecto bastante borroso y de aficionado. Mostraba a un puñado de gente (turistas, al parecer) que observaban con admiración a un joven larguirucho y delgado. El centro de la atención sujetaba contra el suelo a otro hombre, un tipo con ojos desorbitados e hilillos de baba en la boca.
Tendría que haberlo esperado, pensó Alex con un suspiro. A los turistas les encantaba usar sus gafas Verd-Vis. Debía de haber muchos registros de su «heroicidad» menor en Rotorua. Por lo visto, algunos habían llegado a la Red.
Miró a su propia imagen y vio a un tipo que en realidad no quería estar donde estaba, ni hacer lo que hacía.
No debería haber intervenido. Mira lo que ha pasado ahora.
Volvió a tocar la pantalla para examinar el resto del mensaje, y un nuevo rostro le contempló, un rostro que conocía demasiado bien.
Hablando de mirar a la cara de tu destructor…
Era Pedro Manella, vestido con un traje marrón a juego con su bigote. El grueso periodista sonreía. Alex leyó el texto de debajo y gruñó.
ALEX LUSTIG, SÉ QUE ESTÁ EN ALGÚN LUGAR DE NUEVA ZELANDA. DESDE ALLÍ, EL REPARTO GENERAL LE HARÁ LLEGAR ESTO.
DISPONGA UNA CITA PARA DENTRO DE DOS DÍAS, O EL MUNDO ENTERO LE PERSEGUIRÁ, NO SÓLO YO.
MANELLA.
El hombre era tenaz como una remora, tan persistente como un taniwha. Alex suspiró.
De todas formas, se preguntó si aquello importaba ya. En cierto modo, ansiaba ver la cara de Pedro Manella cuando le comunicara la noticia.
Era un deseo indigno. Un hombre adulto no debería buscar la venganza.
Ah, pensó. Pero somos legión. Contengo multitudes. Y algunas de las personas que me dan forma no son adultos en absoluto.
■ Cada uno de los aliados tuvo sus propios motivos para entrar en el conflicto ahora conocido como «Guerra Helvética», la «Guerra contra los secretos», y la «Última-Esperamos», quizá la más extraña y furiosa conflagración armada de todos los tiempos.
Un factor destacado en el norte industrial era el blanqueo de dinero para los traficantes de drogas y defraudadores de impuestos. Abrumados con las cargas del siglo XX, los ciudadanos de América y Pan-Europa exigieron que esos grupos pagaran al menos su parte, y culparon a los gnomos de la banca por cubrir las ganancias conseguidas de un modo criminal.
El secreto bancario internacional era aún odiado en las naciones en desarrollo. Las enormes deudas de esos estados se agravaban por la «fuga de divisas», con la que ciudadanos destacados sacaron durante generaciones montañas de dinero para guardarlas en refugios en el extranjero. Fuera ganado honradamente o robado a los tesoros nacionales, este capital perdido minaba las economías frágiles, dificultando aún más las cosas para los que quedaban atrás. Naciones como Venezuela, Zaire y Filipinas intentaron recuperar los miles de millones robados por las anteriores élites gobernantes, sin conseguir nada. Por fin, un consorcio de democracias restauradas dejó de echar las culpas a sus exdictadores y dirigió en cambio sus iras hacia los propios banqueros.
Sin embargo, ni la furia de los contribuyentes en el norte ni la falta de dinero en el sur habría bastado para llevar al mundo a una confrontación tan desesperada e improbable de no ser por dos factores añadidos: un cambio en la moralidad y el nacimiento de la Era de la Información.
Fueron los días de las grandes conferencias de paz, cuando la inspección mutua e in situ se consideró la única manera de asegurar un descenso en la escalada armamentista. A medida que cada ronda de reducciones de armas ampliaba la fuerza de las comprobaciones, los cuerpos internos de inspectores se hicieron sagrados. Palabras como «secreto» y «ocultación» empezaron a tomar sus modernas y obscenas connotaciones.
Para un número cada vez mayor de «blackjacks» (o hijos del siglo veintiuno), la mera idea de guardar secretos implicaba planificar acciones deshonestas. «¿Qué estás ocultando, zigoto?», fue la nueva frase de moda. Pero en aquellos días reflejaba el espíritu furioso y revolucionario de los tiempos. La ira pronto se volvió contra el único centro de poder que quedaba, donde los secretos eran supremos e impenitentes. Cuando los miembros del Consorcio de Brazzaville se reunieron para redactar su ultimátum final, ya no estaban de humor para compromisos. Las palabras conciliadoras, emitidas desde Berna, Nassau y Vaduz fueron demasiado débiles y llegaron demasiado tarde para sofocar el nuevo grito de batalla: Abrid los libros. Todos ellos. ¡Ahora!
¿Habrían seguido adelante los aliados de sospechar la muerte y el horror que les esperaban?
Sabiendo lo que ahora sabemos, lo que yacía enterrado bajo los Alpes Glarus, la mayoría está de acuerdo en que su único error fue no declarar la guerra antes. En cualquier caso, al segundo año de lucha, la piedad dejó de figurar en la agenda de nadie. Sólo se oía al moderno y vengativo Catón, gritando desde los tejados del mundo:
Helvetia delenda est!
Para entonces, ya era a muerte.
—De La mano transparente. Doubleday Books, edición 4.7 (2035). [■ Código acceso hiper 1-1TRAN-777-97-9945-29A.]