Todavía estaban drenando Houston del huracán de la semana anterior cuando Teresa llegó a la ciudad. A la astronauta le pareció maravillosa la forma en que la ciudad había quedado transformada por la calamidad.
Avenidas de tiendas inundadas rielaban misteriosamente bajo la línea de agua, con sus mercancías sumergidas brillando como tesoros hundidos. Los altos bloques de oficinas de cristal eran sorprendentes panoramas de azul, blanco y aguamarina, que reflejaban el cielo de verano por encima y las brillantes aguas por debajo.
Sobresaliendo fláccidos del agua, filas de árboles ladeados marcaban las líneas sumergidas que separaban las calles de las aceras. Sus troncos manchados eran testigos de inundaciones aún mayores del pasado. Bajo las nubes hinchadas que impulsaba una suave brisa, Houston le pareció a Teresa una descripción hipermodernista de Venecia, antes del hundimiento final de aquella añorada ciudad. Un maravilloso conjunto de botes, canoas, kayaks, e incluso góndolas se abrían paso por las calles laterales, mientras que taxis acuáticos improvisados recorrían los bulevares, transportando a los trabajadores de sus arcologías residenciales a las brillantes torres de oficinas. Con típica terquedad texana, casi la mitad de la población se había negado a ser evacuada esta vez. De hecho, Teresa sabía que a algunos incluso les encantaba vivir entre los raídos acantilados de este archipiélago construido por el hombre. Desde el piso superior del autobús vio el sol, que salía de detrás de una nube e iluminaba los brillantes monolitos de alrededor. La mayoría de los demás pasajeros se volvió instantánea e inconscientemente, mientras se ajustaban los sombreros de ala ancha y las gafas polarizadas para ocultarse de los crudos rayos. La única excepción fue un trío de Chicos de Ra, ataviados con sucias camisetas sin mangas y pendientes chillones, que se volvieron hacia el brillante calor con fruición, empapándose en él amorosamente.
Teresa se quedó a medias cuando el sol salió: no reaccionó de ninguna forma. Después de todo, sólo era una estrella estable de clase G, con buena conducta y situada a distancia segura. Desde luego, resultaba mucho menos peligroso aquí abajo que en órbita.
Oh, había tomado todas las precauciones adecuadas: llevaba sombrero y gafas amarillas. Pero después de equiparse, había descartado por completo la amenaza de su mente. El peligro de contraer cáncer de piel era reducido si se permanecía alerta y se detectaba a tiempo. Ciertamente, las probabilidades de salir con bien eran mayores a las de sobrevivir a un accidente de hehzep.
No era por eso por lo que había evitado coger hoy un heli, esquivando la ruta directa desde Clear Lake, donde los diques de la NASA habían resistido la furia del huracán Abdul. Teresa había dado un rodeo para asegurarse de que no la seguían. Aquello le proporcionaba una oportunidad de reflexionar antes de pasar de la sartén al fuego.
De todas formas, ¿cuántos riesgos más tendría que correr esta maravilla del desdén americano, este espectáculo que era Houston Desafiante? Los peces gordos de la ciudad acabarían por tener éxito en su grandioso y claro plan (asegurar los diques, desviar las aguas subterráneas, y estabilizarlo todo sobre enormes pilares), o toda la metrópolis se uniría pronto a Galveston bajo el golfo de México, junto con grandes zonas de Luisiana y la pobre Florida. En cualquier caso, esta escena era digna de ser contada a sus nietos, suponiendo que llegara a tener nietos, desde luego.
Teresa cortó un escalofrío de pesar cuando casi pensó en Jason. Se concentró en el panorama mientras pasaban ante un perseverante vendedor que colocaba sus ropas empapadas sobre unas barcazas bajo un cartel que decía: «PRE-ENCOGIDOS. RESISTENCIA A LA SAL GARANTIZADA». Cerca, el dueño de una cafetería había emplazado mesas, sillas y sombrillas el techo de un autobús abandonado, haciendo un negocio redondo. El conductor maniobró delicadamente y dejó atrás la empresa y el puñado de kayaks y esquifes aparcados a su alrededor. Luego remontó los arrecifes creados por bicicletas abandonadas antes de poder acelerar por la avenida Lyndon Johnson.
—Deberían dejarla así —comentó Teresa en voz baja, a nadie en particular—. Es encantadora.
—Amén a eso, hermana.
Con un momentáneo respingo de sorpresa, Teresa miró hacia los Chicos de Ra y descubrió algo que no había advertido antes: uno de ellos llevaba un amplificador auditivo casi legal. El muchacho devolvió su evaluación especulativamente, tocando las patillas de sus gafas de sol y haciendo que los cristales se volvieran transparentes un segundo para que ella pudiera ver su mirada picara.
—El agua da un aspecto encantador a la vieja ciudad —dijo, acercándose—. Me encanta la forma en que el sol se refleja en todo.
Teresa decidió no señalar el hecho de que no llevara ningún cartel anunciando su aparato auditivo. Sólo en sus pensamientos más íntimos, y en su abultado bolsillo izquierdo, tenía algo que ocultar.
—Eso te gustaría, ¿no? —respondió, dirigiendo al muchacho una mirada que no podía interpretarse como insulto ni como invitación.
No funcionó. El Chico de Ra avanzó, plantó un pie en el asiento que tenía al lado, se inclinó hacia delante, y se frotó la pelusa que le cubría el cráneo.
—El agua sirve al sol, ¿no lo sabes? Se supone que nosotros tenemos que dejarla entrar, entrar, entrar. Es sólo una de Sus formas de amarnos, ¿ves? Cubre la Tierra como un hombre fuerte cubre a una mujer, amable, irresistible, húmedamente.
Parches frescos de piel rosada mostraban el lugar donde las cremas habían eliminado recientemente zonas precancerosas. De hecho, no era más probable que los Chicos de Ra desarrollaran los melanomas realmente intratables más que las demás personas. Pero sus pieles manchadas aumentaban la imagen que deseaban: que eran tipos peligrosos sin respeto a la vida. Jóvenes sementales sin nada que perder. Teresa advirtió que los demás pasajeros se tensaban. Algunos hicieron ademán de volverse hacia los jóvenes, apuntando sus Verd-Vis como héroes vigilantes contra el crimen de una era anterior. Los muchachos les ofrecieron gestos desilusionados, casi obligatorios, de autoexpresión. La mayoría de los viajeros del autobús se volvió para ocultarse tras las sombras y las gafas opacas.
Teresa consideró un poco tristes ambas reacciones. He oído que es aún peor en algunas ciudades del norte. No son más que chiquillos, por el amor de Dios. ¿Por qué no puede relajarse la gente?
Ella misma encontraba a los Chicos de Ra menos aterradores que patéticos. Había oído hablar de la moda, naturalmente, y también había visto a jóvenes vestidos de esta forma en algunas fiestas a las que Jason la había llevado antes de su última misión. Pero éste era su primer encuentro con los adoradores del sol a la luz del día, lo que separaba a los impostores nocturnos de los verdaderos Chicos.
—Hermosas metáforas —comentó—. ¿Estás seguro de que no fuiste al colegio?
Enrojecido ya por el calor, el joven se ruborizó un poco más mientras sus dos amigos se reían en voz alta. Teresa no tenía el más mínimo deseo de provocarlo. Desmembrar a un ciudadano, incluso en defensa propia, no ayudaría a su posición con la agencia, que de todas formas ahora era precaria. Conciliadora, alzó una mano.
—Vamos a pasarlas por alto, ¿eh? Pareces estar dando a entender que la subida del nivel del mar fue causada por tu deidad solar. Pero todo el mundo sabe que las capas del hielo de la Antártida y Groenlandia se funden debido al efecto invernadero…
—Sí, sí —interrumpió el Chico de Ra—. Pero los gases del invernadero mantienen el calor de lo que se origina con el sol.
—Esos gases son obra del hombre, ¿no?
Él sonrió afectadamente.
—Dióxido de carbono y óxidos nitrosos de los coches y las fábricas del siglo veinte, claro. Pero ¿de dónde salió todo originariamente? ¡El petróleo! ¡El gas! ¡El carbón! Todo enterrado y guardado por Su Majestad hace mucho tiempo, oculto bajo su piel como grasa. ¡Toda la energía del petróleo y el carbón (la razón de que nuestros abuelos cavaran y excavaran en la Vieja Gaia) eso procedía del sol!
Se inclinó más.
—Pero ahora ya no estamos encadenados al precioso botín de fósiles robados. Todo se ha ido envuelto en humo, maravilloso humo. Adiós. —Dirigió un beso a las nubes—. ¡Y no hay otro lugar adonde volverse sino a la propia fuente!
Los adoradores de Ra estaban a favor de la energía solar, por supuesto, mientras que los más numerosos gaianos proponían la energía cólica y la conservación. Como astronauta, Teresa sentía irónicamente que sus simpatías coincidían con el grupo cuyo aspecto y estilo resultaban más repulsivos. Probablemente sólo tenía que dar a conocer su profesión a aquellos tipos para que todas las amenazas y las bravatas desaparecieran. Sin embargo, honestamente, le gustaba más que fueran así (ruidosos, vocingleros, apestando a testosterona y supercompensación) en vez de admiradores boquiabiertos.
—Esta ciudad no va a durar mucho de todas formas —continuó el Chico de Ra, señalando las grandes torres de acero, hundidas hasta los tobillos en las aguas del golfo—. Pueden construir diques, colocar pilares, intentar cubrir los agujeros. Tarde o temprano, todo acabará como Miami.
—Una jungla fecunda se esparcirá… —canturreó uno de los otros a través de un desagradable sintetizador vocal. Al parecer, era un verso de una canción de moda, aunque ella no la reconoció.
Los rugientes motores cambiaron de tono cuando el autobús se acercó a otra parada. Mientras tanto, el líder del grupo se acercó aún más a Teresa.
—¡Sí señor, eso es! La Vieja Dama volverá a rebosar de vida. Habrá leones en Saskatchewan. ¡Flamencos en Groenlandia! Y todo a causa del fiero amor de Ra…
Pobrecillo, pensó Teresa. Su pose de heliolatría masculina le resultaba transparente. Probablemente era tímido, y el único peligro que presentía era su desesperada ansiedad por no dejar que se notara.
El Chico de Ra frunció el ceño cuando pareció detectar algo en su sonrisa. Intentando cogerla desprevenida, enseñó los dientes en una mueca feroz.
—Dura, pero encantadora. Así son las mujeres. La Gran Mamá Gaia no iba a ser menos, ¿verdad?
Al otro lado del pasillo, una mujer que llevaba un pendiente con el Orbe de la Madre miró agriamente al Chico de Ra. Él se dio cuenta, se volvió y le sacó la lengua; la pálida piel de la mujer se arreboló. Como no llevaba Verd-Vis, apartó rápidamente la mirada.
El Chico de Ra se levantó y se giró para incluir a los demás pasajeros en sus palabras.
—¡Ra funde los glaciares! La acaricia con su calor. Funde su frígido infundíbulo con aguas cálidas. La…
El Chico de Ra se detuvo. Parpadeando, se quitó las gafas oscuras y miró a derecha e izquierda, buscando a Teresa.
La divisó por fin, de pie en el rellano del tercer piso del Edificio Gibraltar. Mientras el autobús acuático volvía a ponerse en marcha, alzando espumas saladas en su estela, ella lanzó un beso hacia el adorador del sol y sus camaradas. Los muchachos todavía la estaban observando, los ojos enmascarados y los parches de piel desgajada, cuando el conductor del vehículo aceleró para recoger a un tipo en la Calle Primera, cosa que apenas consiguió antes de que el semáforo cambiara.
—Hasta la vista, inútil —dijo Teresa al Chico de Ra que se perdía en la lejanía. Entonces saludó al portero y entró en el edificio.
Tenía que hacer una parada antes de su reunión. Una sucursal de un banco fiable le ofreció una oportunidad para deshacerse de su carga.
Normalmente, una transacción con dinero en metálico haría que la miraran con mala cara, pero en este caso era algo corriente. El sonriente empleado cogió sus billetes de cincuenta y la condujo a una cabina, donde Teresa se encerró rápidamente. Sacó un delgado sensor de un bolsillo y lo enchufó en una ranura situada en el costado de su cartera, que sirvió entonces como consola portátil mientras estudiaba los rincones de la cabina en busca de grietas. Por supuesto, no había ninguna. Satisfecha, se sentó y desconectó el sensor. No obstante, mientras lo hacía, su mano tocó por casualidad el gastado pomo del holodial personal de la cartera, haciendo que una imagen familiar se proyectara al espacio sobre el mostrador.
Los ojos de su padre, rodeados de arrugas, la miraban sonrientes, y parecía muy orgulloso de ella mientras pronunciaba en silencio palabras que había memorizado hacía mucho tiempo. Palabras de apoyo. Palabras que habían significado muchísimo para Teresa desde que él las pronunció por primera vez, y que había escuchado cada vez que se encontraba en una situación difícil.
Sólo que ninguna de aquellas otras crisis era tan crucial como el asunto en el que se había metido ahora. Por ese motivo, no acercó la mano al control de sonido, ni repasó mentalmente las palabras de ánimo.
Tenía demasiado miedo a intentarlo. ¿Y si el sortilegio no funcionaba esta vez? ¿Estropearía un fallo así para siempre el talismán? La inseguridad parecía preferible a descubrir que esta última varita mágica de su vida había perdido su potencia, que ni siquiera la tranquila confianza de su padre podría ofrecer ninguna seguridad contra un mundo que podía evaporarse en cualquier momento.
—Lo siento, papá —dijo en voz alta, dolorida.
Teresa quiso extender la mano y tocar su barba veteada de gris. En cambio, desconectó la imagen y centró firmemente su atención en la tarea que la aguardaba. Sacó de su bolsillo una de las dos cintas de datos y la insertó en una ranura del mostrador. Tras elegir una palabra código (el nombre del gato de una compañera de habitación de la universidad), creó una cuenta personal y la llenó con los contenidos de la cinta. Respiró un poco más tranquila cuando el cilindro quedó vacío y borrado.
Seguía embarcada en una peligrosa empresa que podría costarle su puesto de trabajo, e incluso llevarla a la cárcel. Pero al menos ahora no se convertiría en una paria por cometer el moderno pecado de guardar secretos. Acababa de registrar su historia, desde el desastre de Erehwon a su reciente y subrepticio registro de datos para Pedro Manella. Si alguna vez algo de todo esto llegaba a los tribunales, con este depósito podría demostrar que había actuado de buena fe. Los Tratados de Río permitían que una persona ocultara información temporalmente (o lo intentara), mientras mantuviera los registros cuidadosamente. Habían permitido esta excepción para satisfacer las necesidades del comercio privado. Los redactores de los tratados (veteranos radicales de la Guerra Helvética) probablemente no imaginaron nunca que «temporal» podría interpretarse como veinte años, o que el registro de diarios como el suyo se convertiría en toda una industria.
Teresa cerró el archivo y almacenó la clave en su mente. Su fe en el sistema era tan absoluto que simplemente dejó la cinta vacía sobre el mostrador.
—Ojalá no hubieras hecho eso.
—¿Hecho el qué, Pedro?
—Ya sabes a qué me refiero. Lo que hiciste cuando regresaste a la Tierra.
Manella la miraba como un padre desaprobador. Afortunadamente, el padre de Teresa era paciente y comprensivo… y además delgado. En otras palabras, no se parecía en absoluto a Pedro Manella.
—Sólo me negué a estrecharle la mano al coronel Spivey. Hablas como si le hubiera dado una bofetada o le hubiera pegado un tiro.
El grueso periodista sacudió la cabeza mientras contemplaba las lagunas azules de Houston.
—¿Delante de las cámaras de las red-vistas? Tanto hubiese dado que lo hubieras matado. ¿Qué supones que va a pensar el público de una piloto de lanzadera que sale de su nave, acepta el agradecimiento de todos los demás astronautas y se vuelve a escupir cuando el supervisor de la misión se adelanta a saludarla?
—¡Yo no escupí! —protestó ella.
—Pues eso pareció.
Teresa sintió calor bajo el cuello de la camisa.
—¿Qué querías que hiciera? Acababa de verificar, al menos para mi satisfacción, que el hijo de puta debía de tener un agujero negro en Erehwon. ¡Reclutó a mi marido para que tomara parte en una conspiración ilegal que causó su muerte! ¿Esperabas que fuera a besarlo?
Manella suspiró.
—Habría sido preferible. De esta forma, puede que hayas puesto en peligro nuestra operación.
Teresa se cruzó de brazos y miró en otra dirección.
—No me han seguido. Y te he dado los datos. No me habías pedido nada más. —Se sentía engañada y resentida. En cuanto llegó y los ayudantes de Manella se hicieron con su segunda cinta de datos, Pedro se había puesto en plan paternal y santurrón.
—Mmm —comentó—. No le dijiste nada a Spivey, ¿verdad?
—Nada relevante ni digno de ser publicado. Aparte de los comentarios acerca de sus antepasados.
Manella alzó ligeramente una ceja. Aunque desaprobaba su acción, le habría gustado estar allí presente.
—Entonces, te sugiero que dejes que la gente asuma lo obvio: que Spivey y tú teníais un lío…
—¿Qué? —jadeó Teresa.
—… y que tu furia era el resultado de una discusión…
—¡Jamás!
—… de una discusión entre amantes. Spivey tal vez sospeche que conoces sus actividades, pero no podrá demostrar nada.
Teresa apretó los dientes. Lo indigesto de la sugerencia de Manella era tan sólo equiparable a su lógica inherente.
—Renuncio a los hombres para siempre —masculló, mordiendo las palabras.
Manella respondió sólo alzando una ceja, expresando económicamente su certeza de que estaba mintiendo.
—Vamos —replicó—. Los demás están esperando.
Una proyección colgaba sobre el fondo de la sala de conferencias. No era holográfica, sino un esquema bidimensional y de alta definición de las capas de la Tierra. Un nido de simples círculos concéntricos.
En la parte interna, extendiéndose desde el centro hacia fuera, había una zona marrón etiquetada NÚCLEO INTERNO SÓLIDO -HIERRO CRISTALIZADO + NÍQUEL… 0-1227 KILÓMETROS.
A continuación venía una concha rojiza, del doble de grosor. NÚCLEO EXTERNO LÍQUIDO - HIERRO + OXÍGENO + AZUFRE… 1227-3486 KILÓMETROS, decía el texto.
El estrato beige que le seguía ocupaba casi el resto del planeta. MANTO, rezaba la leyenda. ÓXIDOS DE SILICIO, ALUMINIO Y MAGNESIO (ECLOGITOS Y PERIDOTITOS EN FORMA DE PEROWSKITA)… 34486-6350 KILÓMETROS.
Las tres grandes zonas mostraban subdivisiones marcadas por líneas, discontinuas y vagas más abajo, con textos que terminaban en signos de interrogación. En el borde externo, Teresa distinguió un conjunto de finas capas etiquetadas ASTENOSFERA, LITOSFERA, CORTEZA OCEÁNICA, CORTEZA CONTINENTAL, HIDROSFERA (OCÉANO), ATMÓSFERA, MAGNETOSFERA. Bordeando la última zona, se alzaban flechas curvadas desde cerca del polo sur, para reentrar en las lejanas regiones del norte de la Tierra.
El orador en la parte delantera de la sala era una esbelta mujer rubia que señalaba aquellas líneas arqueadas.
—Nos interesa especialmente la intensa región de alta energía que los astronautas llaman el «diablo del Atlántico Sur», una depresión magnética que se dirige hacia el oeste aproximadamente un tercio de grado por año. En la actualidad se encuentra sobre los Andes…
Usando un puntero láser, señaló los altos y difusos campos que eran su especialidad. Sin duda, la mujer sabía un par de cosas sobre el tema.
Debería saberlo, pensó Teresa.
Como consultora trasladada a Houston hacía dos años, June Morgan había entablado amistad con varios astronautas, incluyendo a Teresa y su marido. De hecho, a Teresa le había alegrado en un principio que June fuera asignada a trabajar con Jason en un reciente Proyecto de Vigilancia Terrestre. Ahora, por supuesto, Teresa sabía que su marido había estado empleando aquella asignación para cubrir otro trabajo para el coronel Spivey. Eso no le había impedido conocer mejor a June. Mucho mejor.
Cuando Manella hizo adelantarse a Teresa para presentarle a los demás, June apenas la miró a los ojos. Oficialmente, no había ninguna pugna entre ellas. Pero las dos eran conscientes de que las cosas habían llegado más lejos de lo que ningún contrato de matrimonio moderno podría excusar. El que Teresa había firmado con Jason hacía concesiones a las separaciones largas y la inevitable necesidad de compañía del cónyuge que tuviera que quedarse en tierra. Su acuerdo no era ninguna estupidez de «matrimonio abierto», por supuesto. Establecía límites estrictos sobre la duración y el estilo de cualquier relación externa y especificaba una larga lista de precauciones a tomar.
El acuerdo había parecido bueno hacía cuatro años. En teoría. ¡Pero, maldición, el asuntillo dejasen con aquella mujer había violado el espíritu, si no la letra, de su pacto!
Tal vez había sido culpa de Teresa por seguir su curiosidad, por querer comprobar a quién había visto Jason cuando ella estuvo fuera en un vuelo de pruebas de larga duración. ¡Le sorprendió descubrir que se trataba de un miembro de la NASA, y científico nada menos! Una groupie, incluso una calientapollas, habría estado bien. No había ninguna amenaza en ello. ¿Pero una mujer inteligente? ¿Una mujer tan parecida a ella?
Recordó la sensación de amenaza que la inundó entonces, creando una horrible tensión en su pecho y una extraña ceguera en sus ojos. Durante horas, había recorrido barrios conocidos completamente perdida, llena de frío pánico porque no tenía la menor idea de dónde se encontraba o a qué dirección se encaminaba.
—¿Quieres que la deje? —preguntó Jason cuando Teresa se enfrentó finalmente a él—. Bien, por supuesto que la dejaré, si eso es lo que quieres.
La irritante forma en que se encogió de hombros la encolerizó. Había conseguido que pareciera que era ella la irracional al elegir este caso concreto para ponerse celosa de repente. Quizá de un modo ilógico, no encontró tranquilizadora su disposición a cumplir sus deseos, pues imaginaba un pesar que no podía verificar de ningún modo.
Las misiones en solitario de Jason por lo general eran más largas que las suyas. Ella había pasado muchos más días sola en la Tierra entre misiones, constantemente rodeada de propuestas. Rara vez se había permitido aquellos dudosos consuelos, por mucha libertad que les concediera su contrato. El hecho de que él fuera menos reticente cuando estaba solo en casa tampoco la había molestado hasta entonces. Después de todo, por definición los hombres eran como conejos.
Intentó ser civilizada al respecto, pero al final Teresa lo dejó salir al espacio la última vez sin despedirse apenas. Durante semanas, sus mensajes fueron tensos y formales.
Entonces llegó el día fatal. Mientras ella atracaba su lanzadera, descargaba y se disponía a enviar a los mirones de Spivey por el tubo de tránsito, Teresa se reforzaba emocionalmente para hacer las paces con Jason. Para empezar de nuevo.
Si tan sólo…
Teresa descartó los recuerdos. Probablemente no habría funcionado. De todas formas, ¿qué matrimonio duraba hoy en día? Todos los hombres eran unos cerdos. Lo echaba de menos terriblemente.
Una mirada indicó a Teresa que no estaba sola en sus lamentos. Al mirar a los ojos de June Morgan aquel breve instante, supo que el dolor de la otra mujer era parejo al suyo. Maldito sea. Ni siquiera tenía que salir con alguien que le gustara. ¡Sobre todo alguien como yo! Alguien que pudiera competir por su amor.
Aquel instante de comunicación pareció causar una breve distracción en la rubia científica. Pero se recuperó rápidamente.
—… así que… durante la mayor parte del siglo veinte, el campo magnético total de la Tierra se debilitó a un promedio de cero coma cero cuatro por ciento anual. Y la declinación ha aumentado recientemente. Eso, combinado con una caída mayor de la capa de ozono, nos lleva a la conclusión de que tal vez estemos a punto de experimentar un raro hecho: un cambio geomagnético completo.
El hombre que Teresa tenía enfrente alzó la mano.
—Lo siento, doctora Morgan. No soy más que un pobre mineralogista. ¿Podría explicar lo que pretende decir con eso?
June hizo que la imagen aumentara una larga e irregular cordillera de montañas submarinas en forma de ese que se extendían en el centro del sinuoso océano Atlántico.
—Éste es uno de los grandes centros de separación oceánicos, donde la corteza más antigua se hace a un lado para dejar espacio al nuevo basalto que emerge del manto. A medida que cada nueva intrusión se enfría y se endurece, la roca absorbe el magnetismo de la Tierra en ese momento. Al estudiar muestras extraídas de esos picos, encontramos que el campo tiene el hábito de cambiar súbitamente de estado, de norte a sur o viceversa. El cambio puede ser bastante rápido. Luego, después de un largo período de estabilidad, vuelve a cambiar.
»Durante el período Cretáceo, un período estable duraba casi cuarenta millones de años. Pero en tiempos recientes estas inversiones han ocurrido mucho más rápidamente, cada trescientos mil años más o menos. —June alzó una pendiente que mostraba una historia de picos y valles que cada vez se agrupaban más, y terminaban con una zona ligeramente más ancha cerca del borde derecho—. Nuestro último intervalo estable ha excedido la media reciente.
—En otras palabras —sugirió Pedro Manella—, nos toca otro vuelco.
Ella asintió.
—Seguimos careciendo de una buena explicación sobre cómo se genera el geomagnetismo, aquí donde el núcleo se encuentra con el manto. Algunos incluso piensan que el nivel del mar tiene algo que ver, aunque según el modelo de Parker… —June se detuvo y sonrió—. ¿La respuesta corta? Sí, ha llegado la hora.
—¿Cuáles podrían ser las consecuencias si cambiara hoy? —preguntó otra mujer.
—No estamos seguros. Desde luego, perjudicaría a muchos sistemas de navegación…
Teresa hizo una mueca. Conocía el tema. Sin embargo, oírlo en voz alta parecía un desafío directo.
—… y podría eliminar parte de la protección contra las tormentas de protones solares. Habría que acorazar las instalaciones espaciales, o bien abandonarlas.
—¿Y? —instó Manella.
¿Te parece poco?, pensó Teresa, horrorizada.
La oradora suspiró.
—Y podría destruir lo que queda de la capa de ozono.
Un murmullo de consternación se extendió entre los reunidos. Pedro Manella carraspeó ruidosamente para requerir su atención.
—¡Señoras, señores! Esto es serio, por supuesto. Sin embargo, sólo es el trasfondo del propósito que nos reúne aquí hoy. —Se volvió a mirar June—. Doctora Morgan, vayamos al grano. ¿Cómo podrían sus datos electromagnéticos ayudarnos a localizar cualquier agujero negro ilegal en la Tierra o cerca de ella?
—Mmm, sí. Bueno, he pensado que ha habido vanas anomalías recientes, como esta nueva deriva en el Pacífico Sur…
Teresa escuchó con atención. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse: ¿Por qué ha insistido Manella en que viniera aquí hoy? Podría haber enviado mis datos por mensajero.
Sin embargo, tampoco tenía nada mejor que hacer. Tal vez Pedro quería que hablara a los demás acerca de las sensaciones subjetivas que había experimentado durante la catástrofe, o que recitara una vez más la historia de la destrucción de Erehwon.
No importaba. Teresa estaba acostumbrada a jugar en equipo. Incluso en una banda cuasi-ilegal como ésta, donde ni siquiera conocía a la mayoría de los miembros.
Mierda, pensó. Sólo quiero saber qué está pasando.
Por ahora, eso significaba cooperar con Manella, e incluso con June Morgan, olvidando sus sentimientos personales y ayudando en todo cuanto pudiera.
■ Como la mayoría de los grupos de interés especial de la Red, la Asamblea de Amigos de San Francisco [■ CEI-Rel. disc. l2-RsyPD 6344399889.058] hemos estado discutiendo la última encíclica del Papa, Et in Terra pax et sapientia, que sanciona la veneración de la Santa Madre como especial protectora de la Tierra y sus especies. Algunos dicen que esto entra en línea con la aceptación de su predecesor del juramento de población como una impactante concesión al sentido común y la nueva visión del mundo.
Sin embargo, no todos muestran esta actitud. Consideremos el manifiesto publicado ayer sobre el Retorno a la Túnica [■ CEI. Rel. disc. 12-RsyPD 987623089.098], donde se critica a Su Santidad por «sucumbir al creciente gaianismo y al secular humanismo, ambos incompatibles con la hermenéutica judeo-cristiana».
Acabo de tener un intercambio voz-texto con monseñor Nassan Bruhuni [■ pers. cit. WaQ 237.69.6272-36 aadw], autor del manifiesto, durante una rueda de prensa.
He aquí una reproducción del mismo.
Pregunta del T. M.: «Monseñor, según la Biblia, ¿cuál fue el primer mandato que el Señor impuso a nuestro primer antepasado?».
Respuesta de Monseñor Bruhuni: «Por primer antepasado supongo que se refiere a Adán. ¿Se refiere a la tarea de crecer y multiplicarse?».
T. M.: «Ése es el primer mandato que se menciona en Génesis 1. Pero eso es claramente un resumen de la historia más detallada que aparece en Génesis 2. De cualquier forma, “multiplicarse” no puede haber sido el primer mandato cronológicamente. ¡Eso sólo pudo suceder después de que Eva apareciera, después de que el sexo fuera descubierto a través del pecado, y después de que la humanidad perdiera la inmortalidad de la carne!».
Mons. B.: «Comprendo su razonamiento. En ese caso, diría que el mandato de no comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal fue el primero. Al romper ese mandato, Adán cayó».
T. M.: «Pero eso sigue siendo tan sólo un mandato negativo… “No hagas eso”. ¿No hubo nada más? ¿Algo que Adán tuviera que hacer activamente?»
»Considérelo. Todas las intervenciones celestiales mencionadas en la Biblia, desde el Génesis en adelante, pueden considerarse como medidas paliativas, destinadas a enmendar una raza caída de pecadores recalcitrantes. Pero ¿qué hay de la misión original para la que fuimos creados? ¿No tenemos ninguna pista de cuál habría sido nuestra finalidad si no hubiéramos pecado? ¿Para qué fuimos creados en primer lugar?».
Mons. B.: «Nuestro propósito era glorificar al Señor».
T. M.: «Como buen católico, estoy de acuerdo. ¿Pero cómo glorificaría Adán? ¿Cantando alabanzas? Las huestes celestiales ya lo hacían, e incluso un loro puede hacer ruidos zalameros. No, la evidencia está en el mismo Génesis. ¡Adán tenía que hacer algo muy concreto, algo antes de la caída, antes de Eva, antes incluso de que se le prohibiera comer la fruta!».
Mons. B.: «Déjeme repasar y refrescar mi… Ah. Creo que ya sé a qué se refiere. El versículo en el que el Señor hace que Adán “nombre a todas las bestias”, ¿no es eso? Pero eso es una cosa menor. Nadie la considera importante».
T. M.: «¿No es importante? ¿Lo primero que el Creador ordena a Su creación? ¿La única orden que no tiene nada que ver con el trabajo reparador de la mortalidad o la redención del pecado? ¿Por qué se habría mencionado una cosa así de forma tan destacada si el Señor sólo se sintiera levemente curioso?».
Mons. B.: «Por favor, hay gente esperando para hacer sus preguntas. ¿Cuál es su razonamiento?».
T. M.: »Solamente éste:
»Nuestro propósito original era sin duda glorificar a Dios examinando, comprendiendo y nombrando las obras del Creador. Por tanto, ¿no están haciendo un trabajo sagrado los zoólogos que atraviesan las junglas, que se esfuerzan en clasificar especies en peligro antes de que se extingan?
»O pongamos por caso incluso esas sondas provistas de cámaras que hemos enviado a otros planetas… ¿Qué es lo primero que hacemos cuando nuestras pequeñas sondas robot transmiten las impresionantes vistas de alguna luna lejana? Reverentemente nombramos los cráteres, valles, y otras extrañas bestias descubiertas allí.
»Así, comprenderá la imposibilidad de que los días venideros propicien el final, como su grupo predice, hasta que tengamos éxito en nuestra misión o fracasemos por completo. Completaremos la conservación y descripción de esta Tierra y continuaremos nombrando todas las demás cosas en el universo de Dios, o demostraremos que somos indignos al estropear este jardín primigenio en el que comenzamos. ¡De cualquier forma, el veredicto no llegará aún!».
Mons. B.: »Yo… en verdad no sé cómo contestar a esto. No en directo. Como mínimo ha sacado usted a colación un intrigante sofisma que deleitará a sus amigos franciscanos. Y a esos jesuitas neogaianos, si es que no han pensado en ello antes.
»Tal vez me concedan ustedes tiempo para enviar mis propios buscadores y reflexionar. Volveré con ustedes la semana que viene, a la misma hora, en el mismo código de acceso».
Así lo dejamos. Mientras tanto, todos ustedes pueden hacer sus comentarios. Contestaré a todas las observaciones o sugerencias útiles. Después de todo, si hay algo que parezca tener últimamente, es tiempo libre.
—Hermano Takuei Minamoto. [■ UsD 623.56.2343 -alf, e.]