BIOSFERA

El truco para leer, decidió Nelson Grayson, era meterse en el ritmo de las palabras, pero no de la misma forma en que se escuchaba. Nelson se concentró en las oraciones que zigzagueaban por la página.

Aunque muchos se esforzaron por mantener su fe en un universo estático e inmutable, para las mejores mentes anteriores a Darwin ya estaba claro que las criaturas de la Tierra habían cambiado con el paso del tiempo…

Para Nelson, lo peor de estudiar eran los libros. Sobre todo los que eran tan anticuados como éste, con letras inmóviles del color de hormigas aplastadas esparcidas por el papel mustio. Sin embargo, este volumen polvoriento contenía la única copia de este ensayo en Kuwenezi. No le quedaba más remedio que aguantarse.

Los propios evolucionistas discutían acerca del cambio de las especies. La «selección natural» de Darwin y Wallace (según la cual la diversidad dentro de una especie proporciona el impulso para la aplastante rueda de la naturaleza) tuvo que pasar diez mil pruebas antes de triunfar definitivamente sobre la teoría competidora de Lamarck sobre la «herencia de tendencias adquiridas».

Pero incluso así hubo discusiones acerca de detalles esenciales. Por ejemplo, ¿cuál es la unidad básica de la evolución?

Durante años, muchos pensaron que era la especie la que se adaptaba. Pero pruebas posteriores apoyaron el modelo del «gen egoísta», donde los individuos actúan de forma que procuren el éxito a sus descendientes, preocupándose poco por la especie como conjunto. Ejemplos de éxito individual que prevalecieron sobre la viabilidad de la especie incluyen la cola de los pavos reales y las astas de los alces…

Nelson creía comprender el razonamiento básico en este tema. Un buen ejemplo era la forma en que las personas hacían a menudo lo que les convenía a ellas mismas, aunque perjudicaran a su familia, amigos o sociedad.

Pero ¿qué tienen que ver con eso las colas de los pavos reales?

Nelson estaba sentado bajo unas buganvillas. Cerca, el suave fluir del agua quedaba acentuado por el sonido de los peces que salpicaban. El aire contenía densos aromas, pero Nelson trataba de ignorar todos aquellos elementos engañosamente naturales en favor del arcaico papel que tenía en las manos.

Si fuera un documento moderno, con un índice inteligente e hiperenlaces que se extendieran por toda la red mundial de datos… ¡Resultaba de lo más frustrante tener que ir adelante y atrás entre las páginas y las toscas ilustraciones que ni siquiera se movían! Tampoco había flechas animadas o zooms de ampliación. Carecía por completo de sonido.

Lo más molesto era el problema de las palabras nuevas. Sí, era culpa suya haber descuidado su educación hasta una etapa tan tardía de su vida. Pero en un texto normal sólo había que tocar una palabra desconocida y la definición aparecía justo debajo. Aquí no. El papel simplemente se quedaba allí, inerte, sin cooperar en lo más mínimo.

Cuando se quejó sobre esto, antes, el doctor B'Keli sólo le tendió otro de aquellos libros planos, algo llamado «diccionario», cuyo arcano uso se le escapó por completo.

¿Cómo podían aprender nada los estudiantes del siglo veinte?, se preguntó.

Darwin habló de dos tipos de «lucha» en la naturaleza: el conflicto entre individuos para reproducirse con éxito, y la lucha de cada individuo contra las implacables fuerzas de la naturaleza, como el hambre, la sed, la oscuridad y la falta de protección.

Bien, pensó Nelson. Esto es lo que andaba buscando.

Influido por la rigurosa lógica de Malthus, Darwin consideraba que la primera de estas luchas era dominante. Gran parte de la «generosidad» que vemos en la naturaleza es de hecho quid pro quo, es decir, «tú me rascas la espalda a mí y yo te rasco la espalda a ti». El altruismo por lo general va unido al éxito de los genes propios.

Sin embargo, incluso Darwin admitió que a veces la cooperación parece trascender las necesidades inmediatas. Existen ejemplos donde la colaboración por el bien común parece superar cualquier juego inútil de «yo gano, tú pierdes».

El libro se agitó súbitamente cuando una zarpa marrón lo golpeó. Un largo hocico, lleno de brillantes dientes, apareció ante su vista. Fieros ojos marrones resplandecieron en los suyos.

—Oh, ahora no, Shig —se quejó Nelson—. ¿Es que no ves que estoy estudiando?

Pero la cría de babuino requirió su atención. Extendió la mano y emitió un gritito suplicante. Nelson suspiró y cedió, aunque sus brazos estaban todavía tiernos por el tejido de cicatrices recién curadas.

—¿Qué tienes aquí, eh? —Abrió la zarpa del monito. Algo rojizo y medio mordido cayó de ella, un trozo de fruta obtenida de una fuente prohibida—. Oh, vamos, Shig. ¿No te doy de comer lo suficiente?

Por supuesto, estaba en el turno de noche y no había nadie más que fuera testigo del hurto menor. Cavó un pequeño hoyo en el suave légamo y enterró la evidencia. Con todos los factores de reciclaje sobre par, una fruta robada probablemente no desencadenaría la catástrofe.

Una amplia extensión de paneles de cristal ahumado separaba esta parte de la biosfera de la noche salpicada de estrellas. Este entorno cerrado de intención biológica se debía a algo más que a razones prácticas. Las vías y correderas, los surtidores y aspersores estaban ocultos con tanto buen gusto que podría pensarse que aquello era un invernadero o un jardín botánico en vez de una planta de reciclaje de alta tecnología.

Acomodando a Shig en su brazo izquierdo, Nelson intentó reemprender la lectura.

Esta visión posterior de la evolución (donde se incluye un lugar para la amabilidad y la cooperación) resulta ciertamente atractiva. ¿No refuerzan todos nuestros códigos morales que la ayuda mutua es el bien último? De niños, nos enseñan que la virtud va más allá del mero interés propio…

Molesto por haber sido ignorado, Shig respondió al insulto dándose la vuelta y sentándose sobre el libro abierto, para luego mirar inocentemente a su alrededor.

—¿Ah, sí? —dijo Nelson, y contraatacó haciendo cosquillas al mono, cuyas mandíbulas se abrieron en una risa silenciosa mientras se rebullía y finalmente escapaba, dejándose caer sobre la suave hierba.

Entonces, cambiando de estado de ánimo rápidamente, el pequeño babuino se agachó, alerta, venteando el follaje y escuchando. La mirada de Shig barrió las orillas rocosas del arroyo cercano y el laberinto de enredaderas que tenía encima. En ese instante, de repente, un babuino mayor emergió de las crujientes hojas de plátano y Shig dejó escapar un pequeño chillido de placer.

Nell olisqueó a izquierda y derecha antes de bajar y dirigirse a su retoño, con la cola en alto. Ágil y bien alimentada, apenas se parecía a la famélica paria que Nelson había rescatado de la sabana del arca cuatro. Nelson no podía dejar de comparar la transformación del animal con la suya propia. Hemos recorrido un largo camino después de haber tomado muestras de mierda para vivir, pensó.

Mientras estaba en el hospital, al principio se sintió preocupado por lo que le harían los científicos por haber dejado bajo las acacias a seis babuinos machos, magullados y gimoteantes. Defensa propia o no, Nelson tuvo visiones de despido, deportación y un año de terapia correctiva en un campamento de rehabilitación en el Yukon.

Pero, al parecer, los ndebele consideraron su hazaña de formas que no podía imaginar. El director Mugabe, más que nadie, declaró que el episodio tenía «un efecto saludable en la relación de los babuinos con sus cuidadores».

Si por eso quería decir que a partir de ahora la manada trataría a los humanos con más respeto, Nelson suponía que el director tenía un argumento de peso. Aparte de eso, los habitantes de Kuwenezi proclamaban su aprecio por las «virtudes de guerrero» que había mostrado. De ahí la andanada de exámenes de colocación que habían seguido a su alta médica, y su sorprendente asignación aquí, con el prestigioso título de Especialista en Manejo de Residuos.

—Por supuesto, la paga sigue siendo una mierda —se recordó. Sin embargo, las habilidades que aprendía aquí estaban muy solicitadas y le garantizarían buenas perspectivas si lo hacía bien.

Hoy en día las ciudades modernas trataban con residuos biológicos, imitando los métodos de la propia naturaleza. El flujo de millones de lavabos atravesaba enclaves y ventiladores del tamaño de granjas grandes. Una parte podía ser una amalgama de eneas y aloe, cultivados para extraer metales pesados. A continuación, un montón de algas especialmente diseñadas convertía el amoniaco y el metano en alimento animal. Finalmente, la mayoría de las plantas de tratamiento urbanas terminaban en charcas de gusanos, con peces que se comían los gusanos, y ambas especies se cosechaban para ser vendidas en el mercado abierto.

El agua que emergía por lo general era tan pura como la de cualquier arroyo de las montañas. Más aún, dado el estado de la mayoría de los arroyos. La supervivencia de las ciudades modernas se atribuía a la habilidad para reciclar. Sin eso, la mínima consecuencia en casi todo el mundo habría sido la guerra.

No obstante, el problema con el biotratamiento era que requería una gran extensión de terreno. Un arca vital no tenía espacio para eso. Las ecoesferas tenían que ser autocontenidas y capaces de mantenerse a sí mismas, o los cansados contribuyentes podrían olvidar algún día su juramento de subvencionar aquellas cápsulas de tiempo vivientes, donde se conservaban tesoros genéticos para otra era más afortunada.

Así, el director Mugabe había decretado que este sistema debía ser «plegado». Lo que podría haber cubierto hectáreas se encajaba ahora en el espacio de un auditorio grande.

Las aguas fecales diluidas se filtraban primero entre las vítreas capas superiores, donde se encontraban con algas especiales y la luz del sol. Después de ser aireado, el producto verde se esparcía sobre tiras suspendidas de vegetación. Goteando lentamente por las raíces colgantes, el agua filtrada caía por fin al arroyuelo inferior, donde las lentejas de agua completaban el proceso, ayudadas por varias especies de peces que vivían allí, aunque ahora estaban extinguidas en libertad.

Shig se encaramó a la espalda de su madre y Nell llevó a su hijo al río en miniatura para juguetear en la orilla. Normalmente, la planta de reciclaje estaba desierta a esta hora. Nervioso al principio por tener que encargarse del turno él solo, Nelson pronto encontró la tarea extrañamente fácil, como si la compleja interrelación de detalles (ajustar flujos y comprobar promedios de crecimiento) pareciera natural, incluso obvia. Mugabe y B'Keli afirmaban que poseía un «don», aunque él no sabía lo que significaba aquello. Todo el asunto tenía a Nelson terriblemente sorprendido, aunque también satisfecho.

En el colegio no había prestado gran atención a lo que decían los maestros, sobre cómo la vegetación tomaba dióxido de carbono, nitratos y agua, y empleaba la luz del sol para convertir esos ingredientes en oxígeno, hidratos de carbono y proteínas. En esencia, las plantas convertían los residuos animales en las mismas cosas que los animales necesitaban para vivir, y viceversa. Esas lecciones habían formado parte de su bagaje académico desde preescolar, incluyendo todas las formas en que el trabajo del hombre había desequilibrado el sistema.

Con todo, estaba bastante seguro de que nadie le había hablado nunca del benceno, el cianuro de hidrógeno o el amoniaco, ni de todos los extraños productos químicos que las criaturas como él mismo producían en cantidad. Productos químicos que, de no ser por todo tipo de bacterias en acción, habrían ahogado la atmósfera y matado a todo el mundo mucho antes de que los humanos se pusieran a jugar con fuego.

—¿Es usted consciente de la importancia de las polillas y los escarabajos? —le preguntó el doctor B'Keli cuando Nelson empezó a mostrar interés—. Si no fuera por esos comedores especializados de pelo y piel, los mamíferos habríamos cubierto la tierra de una capa de deshechos que ahora tendría más de dos metros de espesor. ¡Piense en eso la próxima vez que aplaste polillas para salvar su jersey favorito!

Nelson sacudió la cabeza, seguro de que se estaban burlando de él. Puede que yo haya cambiado, pero sigue sin gustarme el doctor B'Keli.

Sin embargo, aquello le había dado qué pensar. ¿Qué hacía que el sistema de ciclo y reciclaje funcionara tan bien durante millones de años? Por cada producto de desecho parecía haber alguna especie dispuesta a consumirlo. Cada planta o animal dependía de otras plantas y animales, y había otros más que a su vez dependían de ellos.

¡Aún más sorprendente, la interdependencia por lo general era una cuestión de comerse unos a otros! Como individuos, cada criatura intentaba con todas sus fuerzas convertirse en la cena de alguien más. Sin embargo, era todo este juego de comer y ser comido, de ser cazador y presa, lo que permitía que el gran equilibrio se mantuviera.

Meses atrás, Nelson nunca se habría permitido la supuesta debilidad de la curiosidad. Ahora le consumía. La pauta de simetría llevaba tres mil millones de años en marcha, y quería saberlo todo acerca de ella.

¿Cómo? ¿Cómo se produjo todo esto?

La profesora que vino de visita unas cuantas semanas antes, la anciana de Inglaterra, había llamado al proceso «homeostasis», la tendencia de algunos sistemas especiales a permanecer en equilibrio durante mucho tiempo, aunque fueran sacudidos por recaídas temporales.

Nelson saboreó la palabra.

—Homeostasis…

Tenía un sonido sensual. Volvió a coger el libro y continuó leyendo.

Casi todas las culturas tienen leyes para proteger a la familia, la tribu y la nación de los impulsos de los individuos. En tiempos recientes hemos ampliado estos códigos de protección para incluir a los que carecen de familia, los débiles, incluso los extraños, y nos preocupamos si no vivimos cumpliendo a la perfección esos niveles. Se ha concedido una especie de cuasiciudadanía cultural a algunos de nuestros antiguos animales de sustento: ballenas, delfines y muchas otras criaturas con quienes ahora es posible sentir una especie de parentesco. Discutiendo interminablemente sobre formas y medios, la mayoría de nosotros seguimos de acuerdo en una premisa básica. Si yo pidiera una imagen del paraíso, tendríamos la imagen del león tendido junto al cordero, y todas las personas, grandes y pequeñas, se tratarían con mutua amabilidad. Pero es importante recordar que ésta es nuestra moral, basada en nuestra educación como mamíferos sociales particulares. Criaturas que necesitan una tribu, que están indefensas y perdidas sin un clan.

¿Y si la inteligencia y la tecnología hubieran sido descubiertas por otras especies, pongamos por ejemplo los cocodrilos? ¿O las nutrias? ¿Compartirían nuestras ideas sobre moralidad fundamental? Incluso entre los humanos, a pesar de que hablamos de nuestra preocupación por los demás, demasiado a menudo es «cuidado con el número uno».

Con todo, me gustaría sugerir que el paso del egoísmo a la cooperación es inevitable. Deriva de pautas básicas que han guiado la evolución de la vida en la Tierra durante tres mil quinientos millones de años, y sigue dando forma y transformando nuestro mundo.

, pensó Nelson. Ella es la única, que be encontrado que dice la verdad. No entiendo la mitad de lo que dice, pero está aquí. Aquí es donde empiezo.

Acarició las crujientes páginas y por primera vez pensó que comprendía por qué algunos viejos todavía preferían estos volúmenes a los libros modernos. Las palabras estaban aquí, ahora y siempre, no fantasmas susurrantes de sabiduría electrónica, sabios pero huidizos como rayos de luna. Lo que el volumen carecía de sutileza lo compensaba con su solidez.

¿Como yo, tal vez?

Nelson se echó a reír.

—¡Eso es! Sigue soñando, ¿eh?

Volvió al texto. Cuando los monos regresaron de su baño, lo encontraron inmerso en una aventura que no podían comprender. Esta vez, sin embargo, se limitaron a sentarse y observar, dejándolo entregado a esta extraña actividad propia de los humanos.

Durante medio siglo, la ciudad de Berlín Occidental fue más o menos una isla ecológica.

Su aislamiento no era absoluto, naturalmente. Las aguas subterráneas ignoraban las fronteras políticas, al igual que la lluvia y la contaminación de las fábricas comunistas al otro lado del muro. A excepción de un aterrador episodio, poco después de la Segunda Guerra Mundial, la comida y los bienes de consumo llegaban de la República Federal en trenes, camiones y aviones.

Sin embargo, en muchos sentidos la ciudad era un oasis de menos de quince kilómetros por treinta, cuyos varios millones de personas confinadas apenas interaccionaban con todo el territorio que les rodeaba.

Sin ningún lugar al que enviar sus residuos, los berlineses de aquellos tiempos tuvieron que convertirse en pioneros del reciclaje. La basura reutilizable era separada estrictamente de la que no podía serlo. Incluso las aceras estaban hechas de losas que podían levantarse durante las reparaciones de la calle para ser reutilizadas más tarde.

A pesar de la deslumbrante vida nocturna de la ciudad y su reputación de irreverente, Berlín Occidental tenía más zonas verdes per capita que Nueva York o París. Los horticultores cultivaban su propia comida más que en otros lugares. Un orgulloso alcalde proclamó que, si la humanidad enviaba alguna vez una nave generacional a las estrellas, la tripulación debería estar compuesta por habitantes de Berlín Occidental.

Un alcalde de Bonn sugirió rápidamente que sería una buena idea.

Los berlineses no hicieron caso a su sarcasmo; lo consideraron una grosería y siguieron viviendo.