Roland acarició la culata de plástico de su rifle mientras su escuadrón saltaba del camión y se alineaba tras el cabo Wu. Tenía la boca completamente reseca, y sus oídos aún resonaban por el timbre de alarma que los había arrancado del sueño tan sólo una hora antes.
¿Quién habría imaginado que los llamarían a una incursión de verdad? Desde luego, esto rompía la rutina del entrenamiento básico: correr sin lógica de un lado a otro, quedarte firmes mientras el sargento te gritaba improperios, responder a gritos y obedientemente, luego correr un poco más hasta dar en el suelo. Por supuesto, las cintas de preinducción le habían explicado el propósito de todo aquello.
—… Los reclutas deben experimentar un intenso estrés para comprender las tendencias de respuesta de los civiles y preparar sus conductas con vistas a una educación militar. Sus derechos no son violados, sólo suspendidos voluntariamente para inculcar disciplina, coordinación, higiene y otros hábitos saludables…
Sólo a los voluntarios que comprendían y firmaban pliegos de renuncia se les permitía unirse a las fuerzas de pacificación, así que Roland sabía lo que le esperaba. Le sorprendió que lo admitieran, a pesar de sus calificaciones mediocres en la escuela. Tal vez las pruebas de aptitud de las fuerzas pacificadoras no eran infalibles, después de todo. O tal vez revelaron algo sobre él que nunca había salido a la luz allá en Indiana.
No puede ser inteligencia, eso seguro. Y no soy ningún líder. Nunca quise serlo.
En sus momentos libres (en los tres que había tenido desde que llegó a Taiwan para entrenarse), Roland había reflexionado sobre el tema y por fin decidió que, bien pensado, no era asunto suyo. Mientras los oficiales supieran lo que estaban haciendo, él no tenía nada que objetar. Sin embargo, esta llamada a los reclutas novatos para una misión nocturna no le llenaba de confianza precisamente.
¿De qué podemos servir unos novatos como nosotros en una operación de combate? ¿No seremos un estorbo?
Su escuadrón rodeó un alto y oloroso seto ornamental mientras se dirigía hacia el sonido de los helicópteros y el doloroso brillo de los reflectores. El sudor hizo que Roland aflojara su tenaza sobre la culata del fusil, obligándole a apretarla con más fuerza. El pulso se le aceleró cuando se acercaron al lugar de la acción. Sin embargo, Roland estaba seguro de que no tenía miedo de morir.
No, tenía miedo de cagarla.
—¡Takka dice que son eco-locos! —susurró, jadeante, el recluta que corría junto a él. Roland no respondió. En la última hora, había quedado completamente harto de chismes.
Algunos decían que radicales neogaianos habían volado una presa.
No, era un laboratorio genético ilegal o tal vez una bomba nacional no registrada, oculta en violación del Pacto de Río…
Demonios, ninguna de las emergencias rumoreadas parecía justificar el tener que llamar a reclutas novatos. Debía de ser un problema auténticamente grave. O algo que él no comprendía aún.
Roland observó la mochila del cabo Wu, que le rebotaba en la espalda. El enorme chino llevaba el doble de peso que ellos, pero era evidente que frenaba el paso para no perder a los torpes reclutas. Roland deseó que Wu repartiera la munición de una vez. ¿Y si sufrían una emboscada? ¿Y si…?
Todavía no sabes nada, cabeza cuadrada. Mejor reza para que no repartan la munición. La mitad de esos niños de mamá que corren detrás de ti no saben distinguir sus rifles de sus culos.
Ecuánime, Roland supuso que probablemente ellos sentían exactamente lo mismo hacia él.
El escuadrón rodeó el seto y desembocó en un sendero de grava, que les hizo jadear mientras avanzaban colina arriba hacia las centelleantes linternas. Había oficiales alrededor, mirando por encima de sus clasificadores y proyectando largas sombras sobre una pradera que había sido trillada y nivelada por los copleros y los zeps magnus. Una gran mansión se alzaba más allá, dominando los terrenos. Había siluetas que se movían con rapidez tras las ventanas brillantemente iluminadas.
Roland no vio ninguna madriguera. Ningún signo de fuego enemigo. Así que, tal vez no hiciera falta munición después de todo.
El cabo Wu ordenó detenerse al escuadrón cuando la figura enorme y hostil del sargento Kleinerman apareció de ninguna parte.
—Que los novatos amontonen las armas junto al lecho de flores —indicó Kleinerman a Wu en el tono inexpresivo habitual de los militares—. Límpieles los mocos, y que den la vuelta. UNEPA tiene para ellos un trabajo tan fácil que incluso unos niños podrían hacerlo.
Cualquier recluta que se tomara personalmente ese tipo de charla era idiota. Roland aprovechó la pausa para recuperar el aliento.
—Nada de armas —gruñó Takka mientras apilaban los rifles entre las clavéndulas pisoteadas—. ¿Qué se supone que vamos a usar, nuestras manos?
Roland se encogió de hombros. Las posturas indiferentes de los oficiales le indicaron que aquel lugar no era un refugio terrorista.
—Probablemente —supuso—. Y nuestros culos.
—Por aquí, novatos —dijo Wu, sin malicia y sólo con un poco de desdén cuidadosamente medido—. Vamos. Es hora de salvar al mundo otra vez.
A través de las brillantes ventanas, Roland divisó a hombres y mujeres ricos vestidos con trajes resplandecientes. Casi todos parecían han-formosanos. Por primera vez desde su llegada al Campamento Pérez de Cuéllar, Roland sintió realmente que estaban en Taiwan, casi en China, a miles de kilómetros de Indiana.
Los criados aún llevaban bandejas de refrescos, sus oscuras pieles bengalíes o tamiles contrastaban con la de los pálidos nativos de Taiwan. Al contrario que los agitados anfitriones de la fiesta, los invitados no parecían molestos por la presencia de todos aquellos soldados y mariscales vestidos de verde de UNEPA. De hecho, Roland vio sonreír a una camarera y servirse una copa de champaña cuando pensaba que nadie la miraba.
UNEPA…, pensó Roland al espiar los uniformes verdes. Eso significa eco-crímenes.
Wu hizo acercarse al escuadrón al lugar donde algunos soldados vestidos con uniforme de camuflaje montaban guardia, los ojos ocultos por las gafas multisensoras que parecían centellar mientras sus rifles pulsátiles brillaban sobriamente. Los guardias dejaron pasar a los reclutas sin apenas prestarles atención, cosa que irritó más a Roland que los insultos de Wu y Klemerman.
Haré que se fijen en mí, juró. Aunque sabía bien que era algo que no sucedería pronto. Uno no se volvía como aquellos tipos de la noche a la mañana.
Tras la mansión, una empinada rampa se internaba en la tierra. Una puerta de acero derribada, ahora retorcida y combada a un lado, emanaba humo. Una delegada los recibió junto a la abertura. Aún más oscuro que su piel achocolatada era el corte de sus rasgos, como si hubieran sido tallados en basalto.
—Por aquí —indicó tranquilamente, y los guió rampa abajo, un viaje de más de cincuenta metros, hasta un bunker de hormigón reforzado. Cuando llegaron al fondo, sin embargo, Roland descubrió que no era lo que esperaba, un laboratorio repleto de armas, sino un lugar surgido de Las mil y una noches.
Los reclutas se quedaron con la boca abierta.
—¡Joder! —comentó Takka concisamente, mostrando lo bien que entendía lo más esencial del inglés militar. Kanakoa, el hawaiano, expresó su sorpresa de forma aún más elocuente:
—Bienvenido al cementerio de los elefantes, Tarzán.
Roland se quedó mirando sin más. Diminutos puntos multicolores iluminaban la bóveda, enfatizando sutilmente el brillo del mármol, las pieles y el cristal. De pared a pared se acumulaban los despojos de cinco continentes. Más dinero ilegal del que Roland había visto en su vida. Más de lo que podría haber imaginado jamás.
De perchas emplazadas en todas direcciones colgaban pieles de leopardo, brillantes pieles de castor, blancas estolas de zorro. ¡Y zapatos! Hileras interminables de zapatos, hechos de reptiles muertos, obviamente, aunque Roland no era capaz de concebir qué especies habían dado su vida por qué par.
—Eh, Senterius. —Takka le dio un codazo en las costillas y Roland miró hacia donde señalaba el recluta japonés.
Junto a su pie izquierdo se extendía una lujosa alfombra blanca, hecha con la piel de un oso polar, cuya expresión parecía realmente furiosa.
Roland se apartó de aquellos dientes brillantes, retrocediendo hasta que algo afilado y duro le rozó la espalda. Se giró, sólo para mirar asombrado un montón de colmillos de elefante, cada uno con un protector dorado en la punta.
—¡Gaia! —jadeó.
—Tú lo has dicho —comentó Kanakoa—. Chico, apuesto a que Su Santa Pluma está completamente jodida con esto.
Roland deseó no haber pronunciado en voz alta el nombre de la Madre Tierra. Su fe no era propia de los soldados, después de todo. Pero Kanakoa y Takka parecían tan sorprendidos como él.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Takka, señalando los montones de restos de animales—. ¿Quién demonios podría querer estas cosas?
Roland se encogió de hombros.
—A los ricos les gustaba lucir basura de gnomos como ésta.
Takka hizo una mueca.
—Eso ya lo sé. Pero ¿por qué ahora? No es sólo ilegal. Es… es…
—¿Repugnante? ¿Es eso lo que ibas a decir, soldado?
Se volvieron para ver a la delegada de UNEPA que miraba el montón de marfil. No podía tener más de cuarenta años, pero ahora mismo los tendones de su cuello estaban tensos como cuerdas de arco y parecía bastante vieja.
—Venid conmigo, soldados, quiero enseñaros una cosa.
La siguieron mientras dejaban atrás cajas llenas de mariposas iridiscentes y atravesadas, ceniceros hechos de manos de gorilas y taburetes fabricados con patas de elefantes, madera petrificada y resplandeciente coral robado sin duda a las reservas naturales, hasta llegar a la pared del fondo de la cueva artificial, donde dos colmillos verdaderamente inmensos formaban un arco. Pieles de tigre cubrían una especie de altar, una caja hecha de madera oscura y cristal, que contenía docenas de vasijas de barro.
Roland vio que las venas latían al dorso de sus manos. Los reclutas se quedaron mudos, sorprendidos por el odio que ella irradiaba ahora. Nada les impresionó tanto.
Roland encontró valor para hablar.
—¿Qué hay en las vasijas, señora?
Al mirarla a la cara, comprendió el esfuerzo que le suponía hablar ahora mismo, y se preguntó si alguna vez sería capaz de ejercer tanta maestría sobre su propio cuerpo.
—Cuernos… de rinoceronte —dijo ella roncamente—. Colmillos triturados de narval…, semen de ballena…
Roland asintió. Había oído hablar de aquellas cosas. Antiguas leyendas sostenían que podían prolongar la vida, o aumentar la potencia sexual, o volver locas de ardiente pasión a las mujeres. Y ni siquiera la moralidad, las leyes, ni las pruebas científicas en contra impedían que algunos hombres siguieran cazando aquella vana esperanza.
—Vaya. ¡Debe de haber cien kilos aquí dentro! —comentó Takka. Pero dio un paso atrás cuando la oficial de UNEPA se volvió a mirarle con expresión de sombrío desdén.
—No lo comprendes —susurró ella—. Esperaba encontrar muchísimo más.
Roland descubrió pronto qué utilidad tenían los reclutas en una misión como ésta.
Naturalmente, pensó, resignado a haber empezado a sondear solamente las profundidades de cansancio que las fuerzas pacificadoras le tenían reservadas. Mientras cargaban con los colmillos de sesenta kilos a lo largo de la empinada rampa, el soldado Schmidt y él supieron que eran piezas importantes en una fuerza bien ajustada, altamente eficaz y de rápida acción, cuyo deber se extendía de un polo a otro. Su parte era menos deslumbrante que la de los inspectores de campo que patrullaban Siberia, Smkianh y Wyoming, haciendo cumplir los pactos para el control de armas. O la de los pocos valientes que impedían que las furiosas milicias de Brasil y Argentina se lanzaran a buscar sus cuellos respectivos. O incluso la de los oficiales que marcaban y hacían el inventario del botín de esta noche. Pero, después de todo, como les repetía el cabo Wu, también servían quienes sólo gruñían y sudaban.
Roland intentó no mostrar ningún descontento al trabajar con Schmidt. Después de todo, aquel muchacho alto y delgado de las montañas ni siquiera había nacido cuando la Guerra Helvética volcó tanta destrucción sobre Europa Central, y de cualquier forma uno no puede elegir dónde nace. Roland hizo un esfuerzo por aceptarlo como nativo de «Austria Occidental» y olvidar el pasado.
Por lo menos, Schmidt dominaba el inglés. Lo hablaba mucho mejor, en realidad, que muchos de los amigos que Roland tenía en Bloomington.
—¿A dónde van a llevar todo esto? —preguntó su compañero al piloto de uno de los minizeps, mientras se tomaban dos minutos de respiro.
—Tienen almacenes por todo el mundo —respondió el suboficial sueco—. Si os hablara de ellos, no me creeríais.
—Inténtelo —instó Roland.
Los ojos azules del piloto parecieron escudriñar la distancia.
—Coged lo que habéis encontrado en esa tumba y multiplicadlo por mil.
—Joder —suspiró Schmidt—. Pero…
—Oh, una parte no se almacenará. El marfil, por ejemplo. Implantarán isótopos marcadores para que cada pieza sea químicamente única, y luego la venderán. Las arcas zoo cortan hoy en día los colmillos a los elefantes, igual que hacen los parques africanos, para que las bestias no destruyan árboles ni atraigan a los saqueadores. La norma llegó demasiado tarde para salvar a este amigo. —Palmeó el colmillo que tenía al lado—. Lástima.
—Pero ¿y las otras cosas? Las pieles. Los zapatos. Todas esas tonterías de los cuernos en polvo…
El piloto se encogió de hombros.
—No se puede vender. Eso sería legitimar su uso. Crearía demanda, ya sabéis.
»Pero tampoco pueden destruirlas. ¿Podríais quemar cosas hermosas de un valor de miles de millones? A veces llevan grupos escolares a los almacenes, para mostrar a los niños lo que es el auténtico mal. Pero casi todo se queda tal como está, en montones cada vez más altos.
El piloto miró a derecha e izquierda.
—De todas formas, tengo una teoría. Creo que sé cuál es el motivo real para los almacenes.
—¿Sí? —Roland y Schmidt se inclinaron hacia delante, dispuestos a aceptar su confidencia.
El piloto habló mientras se protegía la boca con la mano.
—Alienígenas. Van a vendérselo todo a alienígenas del espacio exterior.
Roland gruñó. Schmidt escupió en el suelo, disgustado. Por supuesto, los soldados de verdad iban a tratarlos de esta forma. Pero era embarazoso dejar que les tomaran el pelo tan a las claras.
—¿Creéis que estoy bromeando? —preguntó el piloto.
—No, creemos que está loco.
Eso provocó una sonrisa amarga.
—Es muy probable, chico. ¡Pero piénsalo! Sólo es cuestión de tiempo que entablemos contacto, ¿no? Llevan cien años escrutando el cielo, y durante todo ese tiempo hemos estado llenando el espacio con el ruido de nuestras radios, la televisión y la Red de Datos. Tarde o temprano una nave espacial tendrá que pasar cerca. Es lógico, ¿no?
Roland decidió que la única respuesta segura era mirar al piloto en silencio. Observó al suboficial cansinamente.
—Supongo que será así. Probablemente será una nave comercial en un crucero. Muy, muy largo, como hacían los clippers en tiempos lejanos. Se detendrán aquí y querrán comprar cosas, pero no cualquier tontería. Tendrá que ser algo ligero, portátil, hermoso, y completamente exclusivo de la Tierra. De lo contrario, ¿por qué molestarse?
—¡Pero este material es sucio contrabando! —espetó Roland, señalando los artículos apilados en la bodega de carga.
—¡Eh! ¡Vosotros dos! ¡Se acabó el descanso! —Era el cabo Wu, que los llamaba desde la rampa. Señaló hacia atrás con el pulgar y luego regresó a la catacumba. Roland y su compañero se levantaron.
—¡Pero eso es lo más bonito de todo! —continuó el piloto, como si no hubiera oído nada—. Veréis, las reglas del CITES hacen que todas esas cosas sean ilegales para que matar especies en peligro no dé ningún beneficio económico.
»¡Pero vendérselo todo a comerciantes alienígenas no creará ningún mercado! Es un trato aislado, ¿no lo veis? Vienen una vez, y luego se marchan, para siempre. Vaciamos los almacenes y gastamos los beneficios comprando tierras para las nuevas reservas de caza. —Extendió las manos como preguntando qué podría ser más razonable.
Schmidt volvió a escupir, murmurando una maldición en suizo-alemán.
—Vamos, Senterius, larguémonos.
Roland lo siguió rápidamente. Sólo miró una vez por encima del hombro al sonriente piloto, preguntándose si el tipo estaba loco, era un genio o simplemente un terrible escultor de chorradas.
Probablemente las tres cosas, supuso por fin, y aceleró el paso el resto del camino. Después de todo, los cuentos de hadas eran cuentos de hadas, mientras que el cabo Wu era una realidad palpable.
Mientras trabajaba, Roland recordó los días no demasiado lejanos en que sus amigos Remi y Crat acostumbraban a sentarse en el parque a escuchar al viejo Joseph, quien les contaba historias sobre las horribles batallas de la Guerra Helvética. La guerra que al final terminó con las guerras.
Cada uno de ellos había reaccionado de forma distinta a la eventual traición de Joseph. Remi se volvió trágicamente cínico, y Crat nunca más hizo caso a nada de lo que dijera cualquier persona de más de treinta años. No obstante, para Roland, lo que perduraron fueron los relatos bélicos del veterano, las historias de camaradas que luchaban hombro con hombro, tirando unos de otros a través de pasos entre montañas cubiertos de lodo radiactivo y preñado de gérmenes, esforzándose juntos para vencer a un enemigo astuto y desesperado…
Por supuesto, no deseaba una guerra real en la que luchar. No una de las vastas guerras impersonales como la que describía el viejo veterano. Era consciente de que las batallas parecían mucho más atractivas desde lejos, en las historias, de lo que serían en la realidad.
Sin embargo, ¿era así cómo serían las cosas a partir de ahora? ¿Tendría que dedicarse a acarrear material de contrabando de los violadores del CITES? ¿Montar guardia en los postes de observación que separaban las naciones demasiado pobres y cansadas para luchar? ¿Comprobar los fondos de los cargueros oxidados en busca de cámaras ocultas con capital evadido?
Oh, había guerreros reales en las fuerzas de pacificación. Takka y alguno de los otros acabarían uniéndose a las unidades de élite que controlaban las fieras guerras marítimas, como la que ahora mismo se estaba librando en Ghana. Pero siendo estadounidense, él tendría pocas posibilidades de unirse a ninguna de las unidades activas. Los Poderes Custodios eran todavía demasiado grandes, demasiado poderosos. Ningún país pequeño permitiría tropas rusas, americanas ni chinas estacionadas en su territorio.
Bueno, al menos puedo aprender a ser un soldado. Recibiré formación y estaré preparado, por si el mundo me necesita alguna vez.
Trabajaba con afán, haciendo lo que le ordenaban. Mientras tiraba y levantaba, levantaba y tiraba, Roland también intentaba escuchar a los oficiales de UNEPA, sobre todo a la mujer oscura. ¿Deseaba ella realmente haber encontrado más contrabando espantoso?
—… creíamos haber seguido la conexión pretoriana hasta aquí —decía ella en el momento en que él pasaba cargado con olorosas pieles de león—. Creía que por fin habíamos localizado el depósito principal. Pero hay tan poco polvo de rinoceronte blanco, o…
—¿Es posible que Chang haya vendido ya el resto? —preguntó uno de los otros oficiales.
Ella sacudió la cabeza.
—Chang se dedica a acumular. Sólo vende para mantener su capital operativo.
—Bien, lo descubriremos cuando por fin atrapemos a esa anguila resbaladiza.
Roland se sentía asombrado por la mujer de la UNEPA, y un poco envidioso. ¿Cómo sería preocuparse por algo tan apasionadamente? Sospechaba que aquello hacía que ella estuviera más viva de lo que él lo estaría nunca.
Según las cintas de reclutamiento, se suponía que el entrenamiento le proporcionaría fuertes sentimientos propios. A lo largo de meses de cansancio y disciplina, llegaría a considerar a sus compañeros de escuadrón como su familia. Más que eso. Aprenderían casi a leer los pensamientos de los demás, a depender por completo unos de otros. Si era necesario, a morir unos por otros.
Así era como se suponía que funcionaba. Al mirar a Takka y Schmidt y los otros desconocidos de su escuadrón, Roland se preguntaba cómo llegarían a conseguir semejante unidad los sargentos e instructores. Francamente, parecía horriblemente improbable.
Pero demonios, los tipos como Kleinerman y Wu han sido soldados desde hace cinco milanos o más. Supongo que saben lo que hacen.
Qué irónico, entonces, que finalmente convirtieran aquello en una ciencia justo al final, justo cuando la profesión intentaba desaparecer de la existencia para siempre. Por las miradas que les dirigían los delegados de la UNEPA, ese día no llegaría demasiado pronto. La necesidad aliaba a los dos grupos en la causa de salvar al planeta. Pero era evidente que los eco-oficiales preferían arreglárselas sin la milicia.
Sé paciente, pensó Roland mientras trabajaba. Estamos haciendo todo lo que podemos lo más rápido que podemos.
Con la ayuda de otro recluta, desmontó el altar situado en el fondo de la cavernosa sala de los tesoros, desenrollando cuidadosamente las cuerdas de piel de serpiente que ataban los dos grandes colmillos. Bajaban uno de los trofeos de marfil al suelo cuando las aletas de la nariz de Roland se distendieron ante un olor familiar. Se detuvo y husmeó.
—Vamos —arengó el soldado ruso en su inglés estándar cargado de acento—. Ahora el otro.
—¿No hueles algo? —preguntó Roland.
El otro joven se echó a reír.
—¡A animales muertos! ¿Qué esperabas? ¡Aquí huele peor que en los burdeles de Tashkent!
Pero Roland sacudió la cabeza.
—No es eso. —Se volvió hacia la izquierda, siguiendo el olor.
Naturalmente, a los soldados no les estaba permitido fumar, pues el tabaco los dejaba sin fuerzas y les impedía respirar con propiedad. Pero Roland había sido todo un fumador allá en Indiana, cuando se tragaba lo que plantaba con Remi y Crat, unos ocho o diez cigarrillos enrollados a mano a la semana. ¿Era posible que un suboficial o un hombre de la UNEPA estuviera dándole al cigarrillo en un rincón? ¡Mejor que no fuera un recluta, o habría trabajo en las letrinas para el escuadrón entero!
Pero no, no había ningún escondite cercano. ¿De dónde venía entonces?
El silbato del cabo Wu indicó otro corto descanso.
—Eh, yanki —dijo el ruso—. No seas pizdyuk. Vamos.
Roland le mandó callar con un gesto. Descorrió una de las pieles de tigre, todavía husmeando, y luego se agachó en el lugar donde había detectado el olor por primera vez. Era más fuerte en el suelo, junto al jarrón de cristal, ahora vaciado de sus vasijas marrones de polvo macabro. Sus dedos tocaron una cálida brisa.
—Eh, échame una mano —pidió, colocando un hombro contra la madera. Pero el otro recluta chasqueó los dedos mientras se marchaba murmurando.
—Amerikanskee kakanee zassixa…
Roland se acomodó e hizo fuerza. La pesada caja se meció un poco antes de volverse a quedar en su sitio.
Esto no marcha. El dueño de este sitio no querría sudar. Ni hablar.
Roland palpó a lo largo de la base tallada, en dirección a la parte trasera, y consiguió encontrar lo que buscaba, una especie de resorte.
—¡Ajá! —exclamó.
Con un chasquido, toda la caja se deslizó hacia delante para apretujarse contra uno de los grandes colmillos. Roland descubrió una empinada escalera en cuyo fondo se distinguía un atisbo de luz.
Tuvo que apretujarse para deslizarse por la estrecha abertura. El olor a tabaco se fue haciendo más fuerte mientras descendía silenciosa, cuidadosamente. Tras agacharse para pasar bajo un bajo dintel de piedra, entró en una cámara ganada a la roca desnuda. Roland se estiró y frunció los labios en un silbido silencioso.
Aunque este escondrijo carecía del aire de elegante decadencia del primero, ocultaba el auténtico tesoro del diablo: estantes repletos de vasijas y pequeñas y abultadas bolsas de plástico.
—Santo cielo —murmuró, acariciando una de las bolsas.
Un polvillo blanco y terroso se acumulaba bajo una placa dorada adornada con imágenes de unicornios y dragones, aunque Roland sabía que el auténtico donante debía de haber sido algún pobre rinoceronte del sur de África, atontado y casi ciego, o cualquier otra bestia nada mítica.
—¡Bingo! —se dijo. Era hora de informar sobre esto. Pero cuando se volvía para regresar escaleras arriba, una voz lo detuvo súbitamente.
—No te muevas, soldadito. Levanta las manos o te mato.
Roland se volvió lentamente y vio lo que le había pasado por alto en su primera exploración apresurada de la sala. A la altura de la cintura, cerca de un humeante cenicero situado en el rincón de la pared izquierda, unos estantes habían sido retirados para revelar un estrecho túnel. Desde la abertura, un hombre de mediana edad y rasgos asiáticos le apuntaba con una pistola automática.
—¿Dudas que pueda alcanzarte desde aquí? —preguntó el hombre tranquilamente—. ¿Por eso no levantas las manos como te he ordenado? Te aseguro que soy un tirador experto. He matado leones y tigres de cerca. ¿Lo dudas?
—No. Le creo.
—¡Entonces, obedece o dispararé!
Roland estaba seguro de que el tipo hablaba en serio, pero le pareció que era el momento para experimentar uno de aquellos incómodos arrebatos de obstinación por los que sus amigos le reprendían siempre y que solían meterle en problemas cuando estaba allá en casa.
—Dispare y le oirán arriba.
El hombre del túnel consideró sus palabras.
—Tal vez. Por otro lado, si pretendes atacarme, escapar o pedir ayuda, la amenaza sería inmediata y tendría que matarte en el acto.
Roland se encogió de hombros.
—No voy a ninguna parte.
—Bien. Estamos en tablas. Muy bien, soldado. Puedes tener las manos abajo, ya que veo que estás desarmado. ¡Pero retrocede hasta esa pared, o te consideraré peligroso y actuaré en consecuencia!
Roland obedeció, buscando una oportunidad. Pero el hombre salió a gatas del túnel y se puso en pie sin dejar de apuntarle ni un instante.
—Me llamo Chang —se presentó mientras se secaba la frente con un pañuelo de seda.
—Eso he oído. Es usted un hombre muy ocupado, señor Chang.
Los ojos marrones se entornaron, divertidos.
—Desde luego, soldadito. No podrías ni imaginar lo que he visto y hecho. Incluso en estos días de fisgones y metomentodos, he guardado secretos. Secretos incluso mayores de lo que tenían los Gnomos Helvéticos.
Sin duda, con aquello pretendía impresionar a Roland. Lo había conseguido. Pero jamás le daría ninguna satisfacción a aquel mamón.
—¿Y qué hacemos ahora?
Chang pareció inspeccionarle.
—Ahora tengo que sobornarte. Ya debes de saber que puedo ofrecerte dinero y poder. Este túnel alberga un carrito que se desplaza sobre raíles silenciosos. Si me ayudas a retirar mi tesoro, podríamos comenzar una relación larga y beneficiosa.
Roland sintió la taladrante intensidad del escrutinio del hombre. Tras pensarlo un momento, se encogió de hombros.
—Claro, ¿por qué no?
Ahora le tocó a Chang el turno de hacer una pausa. Luego soltó una risita.
—¡Ah! ¡Cómo me complace encontrar a alguien inteligente! Obviamente, tú sabes que estoy mintiendo, que te mataré en cuanto lleguemos al otro extremo del túnel. Y yo, a cambio, noto que tienes objetivos más urgentes que el dinero. ¿Es honor lo que buscas, tal vez?
Roland se encogió de hombros una vez más. No lo habría expresado así.
—Bueno, otra vez en tablas. Aquí tienes mi segunda proposición. Ayúdame a cargar el carro, en la boca del túnel. Entonces me marcharé y te dejaré con vida.
Esta vez, Roland hizo una pausa sólo para darse tiempo.
—¿Cómo sé…?
—¡Nada de preguntas! Comprenderás que no puedo darte la espalda. Accede o muere ahora mismo. ¡Empieza con el estante que hay junto a tu hombro, o dispararé y me marcharé antes de que puedan venirlos otros!
Roland se volvió lentamente y cogió dos de las bolsas, una en cada mano.
El «carrito» flotaba en efecto a unos pocos milímetros por encima de un par de brillantes raíles, que se perdían en la interminable oscuridad. Roland no tuvo ninguna duda de que había sido construido como medio de escape rápido, ni de que Chang habría desaparecido ya cuando la gente de la UNEPA llegara al otro extremo. El tipo parecía haber pensado en todo.
Intentó llevar lo mínimo posible en cada viaje. Chang encendió un cigarrillo y fumó, observándole como un gato mientras Roland se inclinaba sobre la diminuta puerta de pasajeros para depositar su carga en el espacioso maletero del carrito.
La experiencia de Roland con vejestorios y babushkas en Indiana le sirvió de ayuda, pues parecía saber por instinto cómo causar el girado justo de provocación. Una vez volcó una de las vasijas de barro. Ésta golpeó el suelo con fuerza, esparció polvillo en la entrada del túnel, y se rompió al golpear los raíles plateados. Chang jadeó y los nudillos de la mano le palidecieron. Sin embargo, Roland calculaba que el tipo no le dispararía aún. Lo haría en el último momento, probablemente cuando el carrito estuviera listo para partir.
—¡Deprisa! —escupió el millonario han—. ¡Te mueves como un americano!
Eso le dio a Roland una excusa para volverse y sonreír al hombre.
—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó, retrasando el desenlace unos pocos segundos más, estirando la paciencia de Chang antes de agarrar dos vasijas más y reemprender el trabajo.
Chang no dejaba de mirar las escaleras, atento a cualquier ruido, pero nunca bajó la guardia lo suficiente para que a Roland se le ocurriera ninguna tontería. Tendrías que haber informado sobre el pasadizo secreto en el mismo momento en que lo encontraste, pensó Roland, maldiciendo interiormente. Por desgracia, la abertura estaba detrás del altar, ¿y quién sabía cuándo la descubrirían? Demasiado tarde para el recluta Senterius, probablemente.
La expresión en los calculadores ojos de Chang hizo que Roland reconsiderara la situación. Sabe que sé que estoy obligado a saltar sobre él justo antes delfín.
Es más, sabe que sé que lo sabe.
Eso significaba que Chang le dispararía antes del último momento, para impedir aquella acometida desesperada. Pero ¿con cuánta antelación?
No demasiado pronto, o el contrabandista tendría que marcharse con el carrito medio lleno, abandonando para siempre el resto de su botín. Sin lugar a dudas la profunda avaricia de Chang era lo único que mantenía a Roland con vida. Sin embargo, tendría que hacerlo antes de que la canasta de carga del carrito estuviera llena, antes de que la adrenalina de Roland bombeara para preparar el esfuerzo máximo, todo o nada.
Quedan cinco cargamentos, pensó Roland mientras colocaba más vasijas en su sitio bajo la atenta vigilancia de Chang. ¿Lo hará a la tercera? ¿O ala segunda?
Soltaba la siguiente carga, mientras comenzaba a hacer acopio de valor, cuando un ruido resonó a la entrada de la escalera, alterando todos sus planes.
—¡Senterius! Somos Kanakoa y Schmidt. ¿Qué demonios estás haciendo ahí abajo?
Roland se quedó inmóvil. Chang se apretó contra la pared situada junto a la escalera, vigilándolo. Oyeron el roce de las pisadas sobre la piedra.
Maldita sea, pensó Roland. Estaba inclinado sobre el carrito en una postura incómoda, demasiado lejos para atacar a Chang con alguna esperanza de éxito. Además, tenía las manos ocupadas en las bolsas. Si fueran vasijas, podría tirarlas…
—¿Senterius? ¿Qué estás haciendo, gilipollas? ¿Fumando? ¡Kleinerman nos freirá a todos si te cogen!
Roland advirtió de pronto por qué Chang le miraba con tanta intensidad. ¡Está siguiendo mis ojos!
Roland no pudo evitar que sus ojos se desorbitasen cuando una bota apareció en el primer escalón visible. Chang le estaba utilizando para averiguar dónde estaban los otros reclutas, para decidir cuál era el momento adecuado para matarlos a los tres. Al aferrarse a unos segundos de vida, Roland supo de repente, de forma horrible, que estaba asesinando a Kanakoa y a Schmidt.
Sin embargo, aun sabiéndolo, permaneció inmóvil como una estatua. En los ojos de Chang vio comprensión y el brillo del desdén por su victoria. ¿Cómo lo sabía?, se mortificó Roland. ¿Cómo sabía que soy un cobarde?
Aquel convencimiento traicionaba todos sus sueños. Traicionaba todo lo que consideraba sus razones para vivir. Al comprenderlo, sintió tanta furia que ésta atravesó su inmovilidad y estalló en forma de grito.
—¡Cubrios! —exclamó, y se lanzó sobre el vehículo, impulsando la única palanca del carrito. Casi simultáneamente, una serie de rápidos disparos resonaron por la estrecha cámara y la pierna de Roland estalló en súbita agonía. Entonces experimentó la negrura y el rápido silbido del viento mientras el cochecito se precipitaba en una penumbra más oscura que nada que hubiera conocido.
Los segundos se sucedían apresuradamente mientras batallaba contra el fiero dolor. Apretando los dientes para no gemir, Roland se agarró con desesperación a la palanca y detuvo el vehículo con un sobresalto en mitad del túnel recto como una flecha. Las oleadas de náuseas casi lo dominaron mientras se colocaba de espaldas y se agarraba el muslo, donde sintió una humedad repugnante y pegajosa.
Una cosa era segura: no podía permitirse el lujo de desmayarse ahora. Era curioso, le habían enseñado todas aquellas tonterías sobre biofeedback en el colegio, y otra vez aquí, en los entrenamientos. ¡Pero ahora mismo no podía emplear ninguna de aquellas técnicas, ni siquiera para bloquear el dolor!
—Hay dos tipos de heridas en el muslo. —Las palabras memorizadas surcaron su mente mientras se quitaba el cinturón—. Una, un desgarro directo de la fibra muscular, es bastante manejable. Tratadla, rápidamente y seguid avanzando. Vuestro compañero podrá ofrecer cobertura de fuego, aunque ya no pueda moverse.
»La otra herida es mucho más peligrosa…
Roland luchó contra los escalofríos mientras enroscaba el cinturón alrededor de la herida. No tenía ni idea de qué tipo era la herida. Si Chang le había alcanzado la arteria femoral, el torniquete improvisado no serviría de gran cosa.
Gruñó y tiró con fuerza para tensar el cinturón al máximo, y luego se desplomó hacia atrás, exhausto.
¡Lo has logrado!, se dijo. ¡Has derrotado al hijo de puta!
Roland trató de sentirse contento. Aunque ahora se estuviera desangrando hasta la muerte, había ganado más minutos de los que Chang pretendía darle. ¡Más importante aún, Chang estaba vencido! ¡Al robar el único medio de escape del contrabandista, Roland había asegurado su captura!
Entonces, ¿por qué me siento tan mal?
En sus fantasías, Roland se había imaginado herido, incluso muerto en batalla. Pero siempre había imaginado que habría algún consuelo, aunque sólo fuera la victoriosa condolencia de un soldado.
Entonces, ¿por qué se sentía tan sucio ahora, tan avergonzado?
Estaba vivo porque había hecho lo inesperado. Chang esperaba heroísmo o cobardía, un ataque alocado o bestial. Sin embargo, en aquel momento de impulso, Roland había recordado las palabras del viejo veterano de Bloomington:
»Un loco que quiere vivir hará todo lo que su captor le indique. Se quedará completamente inmóvil para ganar unos cuantos segundos más. O puede estallar en una carga inútil.
»Es ahí donde, a veces, hace falta más valor para retirarse en orden y poder luchar otro día».
Vale, Joseph, claro, pensó Roland. Dímelo luego.
Cuando los latidos de su corazón se tranquilizaron y los jadeos remitieron, percibió lo que parecían gemidos a la entrada del túnel. Kanakoa o Schmidt, o ambos. Heridos. Tal vez moribundos.
¿De qué habría servido que me quedara? En vez de una pierna herida, habría recibido varios balazos en el corazón o en la cara, y Chang habría escapado.
Cierto, pero eso no parecía consolarle. Tampoco le ayudaba el recordarse a sí mismo que ninguno de aquellos tipos eran realmente sus amigos.
—¡Soldadito! —El grito resonó por el estrecho pasadizo—. ¡Devuélveme el vehículo o te dispararé ahora mismo!
—Ni hablar —murmuró Roland.
La voz de Chang mostraba poca convicción. Aunque el túnel era recto y los rebotes de las balas podrían jugar a su favor, las probabilidades de alcanzarle eran escasas incluso para un experto. De todas formas, ¿de qué servía una amenaza, cuando acceder a ella implicaba una muerte segura?
No se repitió. Por todo lo que el millonario sabía, Roland se encontraba ya al otro lado.
—¿Por qué me he detenido? —preguntó Roland en voz baja. Al final del túnel tal vez habría podido encontrar un teléfono para llamar a una ambulancia, en vez de permanecer allí tendido, desangrándose hasta la muerte.
Una oleada de agonía le recorrió la pierna.
—Y yo que pensaba que había sido tan listo al no convertirme en un aturdido.
Si hubiera llegado a cruzar aquella línea, usando biofeedback para disparar endorfinas autoestimuladas, ahora mismo contaría con una habilidad apropiada. Lo que en Indiana se habría considerado autoabuso, sería pura necesidad en una situación como ésta.
Pero claro, si hubiera sido un aturdido, ni siquiera estaría aquí ahora. El ejército no aceptaba adictos.
De repente la caverna estalló con un estruendo que sacudió las paredes. Roland se cubrió los oídos y reconoció el fuego de los rifles pulsares. No cabía duda, los soldados habían llegado por fin.
Los disparos terminaron casi inmediatamente. ¿Puede haberse acabado ya?, se preguntó.
Pero no. Mientras los ecos remitían, oyó voces. Una de ellas pertenecía a Chang.
—… si arrojáis granadas. ¡Si queréis que vuestros soldados heridos salgan con vida, negociad conmigo!
De modo que Chang se atribuía dos prisioneros. Roland advirtió tristemente que Schmidt y Kanakoa debían de haber sido capturados, a pesar de su grito de advertencia.
¡O tal vez no! Después de todo, ¿admitiría Chang haber dejado que uno de los reclutas escapara por el túnel? Tal vez sólo tenía a uno y usaba el plural como señuelo. Roland se aferró a esta esperanza.
Pasó un rato antes de que alguien con autoridad iniciara las negociaciones. La voz del oficial era demasiado lejana para que Roland la entendiera, pero alcanzaba a oír las intervenciones de Chang en la conversación.
—¡No es lo bastante bueno! ¡Para mí la cárcel sería lo mismo que la muerte! No acepto nada más que arresto domiciliario en mi mansión de Pingtung…
—Sí, naturalmente, proporcionaré pruebas. No le debo nada a mis asociados. ¡Pero quiero el trato firmado por un magistrado, de inmediato!
Una vez más, las palabras del oficial fueron incomprensibles. Roland captó tonos de prevaricación.
—¡Basta de retrasos! ¡La alternativa es la muerte para estos jóvenes soldados! —respondió Chang a gritos.
—¡Sí, sí, por supuesto que pueden recibir atención médica, cuando yo haya conseguido mi trato! ¡Debidamente firmado! ¡Mientras tanto, a la menor señal de granada aturdidora les dispararé en la cabeza!
Roland notó que los delegados se debilitaban, probablemente bajo las presiones de los oficiales de las fuerzas de pacificación. ¡Mierda!, pensó. La victoria de los chicos buenos quedaría comprometida. Peor, probablemente Chang tenía en su mansión medios para escapar de nuevo, aunque estuviera detenido.
No cedáis, instó mentalmente a los oficiales, aunque sentía escalofríos al pensar en Kanakoa, o incluso en Schmidt, allí tirados, agonizando. Si cedéis, el hijo de puta empezará de nuevo.
Pero el siguiente grito de Chang tenía un tono de satisfacción.
—¡Eso está mejor! Es aceptable. Pero será mejor que se den prisa con el documento. Estos hombres no tienen buen aspecto.
Roland maldijo.
—¡No!
Se dio la vuelta y extendió la mano hacia la cesta de carga; bolsas y vasijas cayeron a las vías, se rompieron, y esparcieron su contenido. Colmillos de narval y cuernos de rinoceronte cubrieron con su polvillo los raíles, impidiendo avanzar en aquella dirección. Roland luchó contra las oleadas de náuseas para girarse en el estrecho vehículo a fin de volver por donde había venido.
Había pensado que tendría que manipular la barra del vehículo con los pies, pero había un duplicado en el otro extremo.
Una chapa roja impedía que el interruptor se accionara más allá de un punto determinado. Roland la rompió, arañándose un dedo en el proceso.
—Sí, estoy dispuesto a permitir en mi arresto domiciliario el empleo de cámaras a todas horas…
—Estoy seguro de que sí, carnicero —murmuró Roland—. Pero a mí no me engañas.
Empujó la palanca y el vehículo se deslizó hacia delante. Lo que comenzó como una suave brisa se convirtió pronto en un huracán mientras la energía fluía de los zumbantes raíles.
Olvidas, Chang, que tu mansión sigue estando en la Madre Tierra. Y me parece que ya está harta de ti…
Por delante la luz se hinchó en un brillante círculo que se expandía rápidamente. Roland sintió los solenoides que intentaban echar atrás la palanca, pero se esforzó, manteniéndola en su sitio. En un instante vio que una figura encendía la luz, miraba el túnel, alzaba el arma…
—¡Gaia! —aulló Roland, un grito de batalla elegido en el último segundo de algún desconocido depósito de fe, mientras se abalanzaba al espacio como un misil.
El equipo de la UNEPA bajó a inspeccionar un auténtico caos, después de que el personal de las fuerzas pacificadoras declararan el lugar seguro y el muchacho herido fuera trasladado a un hospital. Todavía estaban tomando fotos de los dos cuerpos que quedaban cuando los oficiales del Departamento de Ecología bajaron las empinadas escaleras para ver por fin lo que había sucedido.
—Bueno, aquí está tu alijo perdido, Elena —dijo uno de ellos, abriéndose camino cuidadosamente entre el polvo gris y blanco esparcido por el suelo.
Tres paredes de estantes permanecían intactas, pero una cuarta se había derrumbado sobre dos formas inmóviles, tendidas en un rincón una sobre otra. Allí, el polvillo de nieve estaba teñido de escarlata.
—Mierda —continuó el hombre de la UNEPA, sacudiendo la cabeza—. Un montón de pobres bestias murieron por el capricho de un chalado.
Elena contempló a su enemigo de tantos años. La boca de Chang permanecía abierta, llena del polvo que cubría la mano inerte del joven recluta con quien había hablado por la mañana temprano. Incluso moribundo, acribillado a balazos, el soldado al parecer tenía sentido de la simetría, de la poesía.
Un suboficial de las fuerzas de pacificación estaba sentado junto al muchacho, acariciando un mechón de pelo revuelto. El cabo miró a Elena.
—Senterius era un pésimo tirador. Nunca mostró ninguna habilidad con las armas. Supongo que mejoró. Se graduó.
Elena se volvió, disgustada por el sentimentalismo adolescente. Guerreros, pensó. El mundo empieza a crecer por fin. Algún día nos desharemos de ellos de una vez por todas.
Sin embargo, ¿por qué sintió como si de repente hubiera entrado en un templo? ¿O que los espíritus de todas las criaturas martirizadas mantenían ahora una guardia silenciosa y reverente junto con el lloroso cabo?
A Elena le pareció oír entonces la voz de otra mujer, tan brevemente que resultaba demasiado fácil considerarla un eco o un producto momentáneo del cansancio. Cerró los ojos un instante y se tambaleó.
—Habrá un final para la guerra —parecía decir la voz, con amable paciencia.
—Pero siempre habrá necesidad de héroes.
■
Después de la división del supercontinente Pangea, transcurrieron millones de años mientras la masa de tierra hindú se separaba de África, arrastrándose por el océano primordial en solitario esplendor. Entonces, una vez en un eón, la India colisionó de cabeza contra el vientre de Asia.
Grandes bloques de corteza se curvaron por la fuerza de aquel impacto a cámara lenta, gradualmente, levantando las montañas a alturas cada vez mayores hasta que una enorme planicie se alzó a través de la atmósfera, creando una vasta pared que desvió el aire hacia el norte y atrapó los vientos del sur en una bolsa.
Durante los inviernos, la tierra bajo esta bolsa se enfriaba y hacía descender la presión del aire, arrastraba las nubes cargadas de humedad hacia los pies de las montañas para provocar lluvias monzónicas. Todos los veranos el paisaje volvía a calentarse, elevando las presiones, devolviendo las nubes hacia el mar. El ciclo regular de estaciones secas y húmedas convirtió en rutina el botín de grandes llanuras de aluvión bajo las montañas, fertilizadas por la riqueza de la planicie. Cuando los seres humanos llegaron para despejar los bosques y recolectar las cosechas, encontraron una tierra de inenarrable fecundidad, donde pudieron construir y crear cultura, y tener hijos, y hacer la guerra, y tener más hijos, y hacer el amor, y tener aún más hijos…
Entonces llegó una época (un parpadeo en el paso de las eras) en que la pauta cambió. Desaparecieron los grandes bosques que habían refrescado los valles con el aliento de diez mil millones de años. En cambio, el hollín de los fuegos de cocinas e industrias se alzó al cielo como cien millones de sacrificios diarios a dioses individuales y ciegos.
No sólo en la India, sino en todo el mundo, las temperaturas aumentaron constantemente.
Como siempre pasa en tales cambios, el mar resistió, y por eso los primeros grandes efectos se hicieron perceptibles tierra adentro. El frío del invierno se desvaneció como un recuerdo, y la escalada veraniega de altas presiones permaneció todo el año en la capa sólida en que se habían convertido las tierras antiguamente fértiles.
De hecho, ahora llovía más que antes. Pero los monzones se quedaban donde habían nacido: en el mar.