Brilla, brilla, pequeña estrella…
A pesar de un atisbo de ansiedad, Teresa se obligó a guardar la calma durante su primer viaje de regreso al espacio. Comprobaba su situación con frecuencia, pero las señales no se agitaron. Los continentes no habían cambiado de forma perceptible. Sus viejas amigas, las estrellas, guardaban la formación que recordaba. Titilantes señales de carretera, ofreciendo la promesa de una constancia en la que siempre había confiado.
Me pregunto qué serás…
—Mentirosas —las acusó, pues su promesa ya había resultado ser falsa una vez. ¿Quién, después de lo que ella había experimentado, podría volver a convencerse de que aquellas constelaciones no decidirían tornarse líquidas de nuevo, fundiéndose y ondulando y haciéndose una con el caos en su interior?
—¿Qué ha sido eso, Madre? ¿Ha dicho algo?
Teresa advirtió que había hablado en voz alta a través de un micro abierto. Miró al exterior, donde distantes figuras enfundadas en trajes espaciales reptaban sobre un entramado de grúas y pilares fibrosos. Estaban demasiado lejos para distinguir sus rostros.
—¿Qué? Lo siento —respondió ella—. Sólo estaba…
Una segunda voz intervino.
—Sólo está asegurándose de que sus polluelos siguen bien. ¿Verdad, mami?
Conocía aquella voz. Era tradicional que un equipo de trabajo en EVA llamara al piloto de guardia «Papá». O, en su caso, «Madre». Pero sólo Mark Randall tenía el valor de llamarla «mami» a través de un canal abierto.
—Basta, Randall. —El coronel Glenn Spivey esta vez, listo a cortar la charla inútil—. ¿Sucede algo, capitana Tikhana?
—Mm… No, coronel.
—Muy bien, entonces. Gracias por continuar observándonos, en silencio.
Teresa se dio un puñetazo en el muslo. ¡Maldito fuera aquel hombre! Lo que Spivey entendía por amabilidad sería capaz de pudrir un puñado de manzanas recién cogidas del árbol. Se apartó el micro de la mejilla para que la siguiente palabra perdida no atrajera la atención de aquel hombre horrible.
No soy yo misma, lo sabía. Decir tonterías por un canal abierto no era su estilo. Pero tampoco lo eran el espionaje y la traición.
Se miró la rodilla izquierda. La pequeña grabadora que había colocado allí estaba bien oculta, conectada al ordenador principal de la lanzadera a través de un cable tan delgado que apenas se veía. Había resultado casi demasiado fácil. Los instrumentos necesarios estaban ya a bordo de la Pléyades. Fue tan sólo cuestión de modificar un poco sus coordenadas para que pudieran abrirse estrechas ventanas de datos.
Afortunadamente, ésta era una misión de construcción. Durante horas seguidas, permanecería sola mientras Randall, Spivey y los demás estaban fuera, supervisando los robots que erigían Erehwon. Defensa quería que el nuevo edificio estuviera colocado en su sitio rápidamente, lo que implicaba utilizar las zonas de la Estación Reagan que no habían resultado dañadas, más partes sacadas de repuestos y lanzadas en cohete.
Era una de las ventajas que tenía la prioridad de la «seguridad nacional». No podía permitirse que la calamidad paralizara toda la actividad espacial, como sucedió después del desastre del Challenger o de aquel horrible fiasco de Lamberton. Pero, a su vez, otros programas estaban siendo suspendidos en favor de éste. El espacio civil iba a sufrir durante mucho tiempo.
En la negrura, Teresa observó a las figuras que desmontaban sistemáticamente una grúa gigantesca, abriendo el gran cohete como si fuera una flor desplegada. Los obreros del espacio, como los carniceros de otros tiempos, fanfarroneaban que podían encontrar utilidad «para cualquier cosa menos los chirridos». Había todo un mundo de distancia con respecto a la época en que la NASA intentó montar por primera vez una estación espacial completa y en funcionamiento, increíblemente, a partir de cápsulas diminutas y andamiajes, todo puesto en órbita dentro de lanzaderas.
Descontentos con el rápido ritmo impuesto, este grupo de construcción la había elegido por unanimidad para que fuera Madre y los vigilara desde la cubierta de control de la Pléyades. La dirección no se atrevía a contradecir a los sindicatos de conductores y barreneros cuando se trataba de temas de seguridad, así que Teresa escapó del circuito de entrevistas televisivas.
La ironía era que, por primera vez en su carrera, estaba preocupada por otras cosas. Cumplía con su trabajo, naturalmente. Como los otros astronautas contaban con ella, observaba meticulosamente las lecturas telemétricas, asegurándose por partida doble de que sus «polluelos» estaban bien. Sin embargo, Teresa seguía dándose la vuelta para contemplar la Tierra desde la ventana trasera. No era la belleza del planeta lo que la distraía, sino una nerviosa sensación de expectación.
Los psicólogos de la NASA la habían advertido de que siempre había dificultades la primera vez que se subía después de una misión con problemas. Pero no se trataba de eso. Teresa sabía que era importante volver a coger al toro por los cuernos. Confiaba en sus habilidades.
No, su mirada continuaba dirigiéndose a la Tierra porque allí era donde había visto los primeros síntomas. Aquellos extraños efectos ópticos que los psicólogos habían descartado como meras alucinaciones provocadas por el estrés, pero que le habían dado un margen de ventaja al advertirla la última vez.
Tranquilízate, se dijo. Si Manella tiene razón, no puede suceder de nuevo. Cree que Erehwonfue destruido cuando algún estúpido liberó un microagujero negro en el laboratorio de Punto Lejano. El monstruo de Frankenstein con el que estuvieron jugando debió de soltar toda su energía de una vez.
Según aquel razonamiento, era una sola singularidad en explosión la que había, por algún medio desconocido, llevado a los primeros hombres (o a lo que quedara de ellos), a las estrellas.
Por enésima vez, intentó calcular cómo lo habían hecho. ¿Cómo podía nadie construir y ocultar un agujero negro en el espacio, por el amor de Dios, ni siquiera un microagujero negro, sin que corriera la voz? El agujero más diminuto con una temperatura lo suficientemente baja para ser contenido, necesitaría la masa de una montaña enana. No se ponía en órbita terrestre ese tipo de material sin que nadie se diera cuenta. No, esa cosa tendría que haber sido construida por medio de la cavitrónica, la nueva ciencia de absurdos cuánticos, de fuerzas que nadie conocía hacía cuarenta años, y que permitía que los estúpidos seres humanos crearan remolinos espaciales con la materia bruta del vacío mismo.
Cavitrónica. A pesar de haber leído artículos de divulgación, Teresa no sabía nada del tema. ¿Quién lo hacía?
Bueno, por lo visto era Jason. Ella consideraba a su marido incapaz de mentirle. Eso demostraba lo poco que conocía a la gente, después de todo.
Lo que más sorprendía a Teresa era que Spivey y sus compañeros de conspiración pudieran esconder algo tan enorme aquí arriba, en la abarrotada exosfera terrestre. Cierto, Punto Lejano estaba aislado. Para llegar allí hacían falta dos subidas consecutivas de veinte kilómetros en ascensor.
Sin embargo, ¿cómo se oculta un objeto gigatónico en órbita baja a la Tierra? Incluso comprimido hasta el tamaño de una cabeza de alfiler, su presencia habría perturbado la trayectoria de todo el complejo. Ella habría tenido que darse cuenta cada vez que pilotó una misión a Erehwon a partir de las sutiles diferencias en sus lecturas. No. ¡Manella tenía que estar equivocado!
Entonces recordó que aquellos hombres del Departamento de Defensa, con sus uniformes azulinos, habían secuestrado sus grabaciones en cuanto la Pléyades regresó de aquella horrible misión. Teresa había supuesto que era para efectuar análisis sobre el accidente. Pero, de algún modo, los datos nunca llegaron a hacerse públicos.
Catalogó mentalmente las formas en que un piloto podía registrar la masa del extremo superior, asumiendo que todas las lanzaderas atracaran en la parte inferior. La lista era sorprendentemente corta.
¿Y si en cada viaje a Erehwon los parámetros que operan la lanzadera fueran ajustados y sus unidades de guía inerte alteradas de antemano?
Decidió que no haría falta gran cosa. Peor que deshonesto, sería algo que iría contra todos los principios, mentir a un piloto sobre sus sistemas de navegación para suministrarle a propósito lecturas falsas.
Pero podía hacerse. Después de todo, ella tan sólo había visto lo que esperaba ver.
La idea era sobrecogedora. ¡No era el tipo de asunto que una presentaba al secretario del sindicato!
A lo largo de las siguientes dos horas Teresa respondió las llamadas del equipo de trabajo, computó algunas correcciones por ellos, y guió de regreso a una mujer y su robot tras haber sufrido una desviación de cinco grados. Comprobó dos veces la modificación y vigiló hasta que la astronauta y su carga volvieron a la estación. Mientras tanto, su cabeza rebullía con argumentos a favor y en contra del escenario.
—¡No han podido hacerlo! —exclamó en un instante dado.
—¿Como dices, mamá?
Era Mark de nuevo, llamando desde el lugar donde estaba desenrollando grandes bobinas de fibra espectral ultra-fuerte.
—Aquí Pléyades. Mm, no, nada.
—Te he oído decir claramente…
—Estaba practicando para el show de talentos del Día del Espacio. Vamos a representar El perro de los Baskerville.
—Una obra muy alegre. Recuérdame que pierda mi entrada.
Teresa suspiró. Al menos Spivey no había intervenido. Debía de estar ocupado.
—No han podido hacerlo —murmuró otra vez, después de desconectar el micrófono—. Aunque pudieran haber manipulado la Pléyades para ofrecer falsas lecturas…
Se detuvo, súbitamente demasiado paranoide para continuar en voz alta.
¡Aunque lograran engañar a la Pléyades, y a mí, para que ignoráramos gigatones de exceso de masa, no habrían podido ocultarlos a los observadores auténticos, las otras potencias espaciales! Todos vigilan hasta el último satélite norteamericano, igual que se vigilan entre sí. Habrían detectado una anomalía tan grande como la que sugiere Manella.
Teresa se sintió aliviada y se dijo estúpida por no haber pensado en eso antes. La historia de Manella era absurda. Spivey no podría haber escondido una singularidad en Punto Lejano. A menos que…
Teresa sintió un nuevo escalofrío. A menos que todas las potencias espaciales estuvieran de acuerdo.
Las piezas encajaron en su sitio. Como la forma suave y ritual con que los rusos acusaron a Estados Unidos de hacer pruebas armamentísticas, para luego olvidar el tema. O el pacto de caballeros para no publicar los parámetros orbitales más allá de tres cifras significativas.
—¡Todos están transgrediendo el tratado! —susurró asombrada.
Ahora comprendía por qué Manella había insistido tanto en conseguir su ayuda. ¡Podría haber más de aquellas malditas cosas aquí arriba! ¡La mitad de las estaciones entre Leo y la Luna podrían contener singularidades, por lo que sabía! Los datos de su pequeña grabadora podrían ser la clave para localizarlas.
Empezaba a comprender la enormidad de su situación. Por mucho que lamentara la actitud de los tribunales científicos por bloquear algunas tecnologías espaciales, Teresa se preguntaba cómo sería ahora el mundo sin ellos. Probablemente una ruina. ¿Se atrevería a causar un escándalo que podría derribar al sistema entero?
Después de todo, pensó, la gente de Spivey no ignoró la prohibición. Pusieron a su bestia aquí arriba, donde…
Otra vez se golpeó el muslo.
… ¡donde mató a amigos, a su marido… y retrasó años el programa espacial!
Los ojos de Teresa se anegaron en lágrimas. Siguió dándose puñetazos una y otra vez hasta dejarse la pierna entumecida y latiente.
—¡Hijos de puta! —repitió—. ¡Malditos hijos de puta!
Así, con los ojos llenos de lágrimas, Teresa ni siquiera advirtió las súbitas oleadas de color que barrieron la cabina, cubriendo brevemente lo que había sido gris de tonos de efervescencia espectral, antes de desaparecer rápidamente.
En el exterior, entre los entramados de cables y vigas, uno o dos trabajadores parpadearon cuando aquellas ondas afectaron momentáneamente su visión periférica. Pero habían sido entrenados para concentrarse en su trabajo y apenas advirtieron el fenómeno que llegó y se fue en cuestión de segundos.
No obstante, junto a la rodilla de Teresa, la cajita grababa de manera silenciosa e imparcial, absorbiendo todo lo que le suministraban los instrumentos de la lanzadera.