El Golfo de Vizcaya brillaba con los mismos radiantes tonos de zafiro que Logan recordaba en los ojos de Daisy McClennon. Ansió aquellos delicados colores otra vez mientras viajaba rápidamente hacia el sur, a bordo de un minizepelín de la Tide Power Corporation. La belleza de las aguas era casta, serena, pura, pero todo aquello cambiaría cuando los ingenieros de Eric Sauvel terminaran su trabajo.
Sauvel estaba sentado a su lado, tras el piloto del zepelín, haciendo gestos para abarcar el brillante paisaje marino.
—Nuestros pilares están ya esparcidos a lo largo de ochocientos kilómetros cuadrados, donde los sedimentos del fondo son más ricos —informó a Logan, alzando la voz levemente por encima del suave zumbido de los motores.
—¿Sacarán energía directamente de la presa de contención de Santa Paula?
—En efecto. Los generadores de mareas de Santa Paula alimentarán los pilares a través de cables superconductores. Naturalmente, todo exceso irá a la red europea.
Sauvel era un hombre alto y guapo de unos treinta y tantos años, graduado en la École Polytechnique y diseñador de esta aventura doblemente atrevida. No le había complacido la primera visita de Logan meses atrás, pero cambió de opinión cuando el estadounidense sugirió mejoras para los generadores principales. Presionó hasta que logró hacer volver a Logan. Sería una consulta lucrativa y los socios de Nueva Orleans habían insistido a Logan para que aceptara.
Al menos el viaje fue más cómodo que el alucinante trayecto a Bilbao en camión. Aquella primera vez, Logan sólo había visto la presa de contención, una cadena de malecones sin terminar que se extendían a lo largo de un corte en la costa. Desde entonces había aprendido más acerca de este atrevido sistema de ingeniería hidráulica.
A lo largo de la costa, las olas del mar Cantábrico alcanzaban gran intensidad, impulsadas por el viento y la gravedad y dirigidas por la convergencia de Francia y España. Otras instalaciones conseguían ya gigawatios de energía del agua que fluía hacia la península Ibérica dos veces al día, sin añadir un sólo gramo de carbono a la atmósfera ni vertir una onza de veneno sobre la tierra. La energía procedía de una fuente inagotable: el momento orbital del sistema Tierra-Luna. Sobre el papel era el sueño de un ecologista, la fuente renovable definitiva.
Pero intenta explicárselo a, aquellos manifestantes de Burdeos.
Aquella mañana había recorrido las instalaciones situadas ya en los antiguos pantanos de la llanura d'Arcachon, cerca del lugar donde los ríos Carona y Dordogne atravesaban los mejores viñedos del mundo. La Presa de Contención de Energía de Mareas de Arcachon suministraba ahora energía limpia a gran parte del suroeste de Francia. También había sido bombardeada tres veces el año anterior, una vez por un piloto kamikaze que pedaleaba un ornitóptero fabricado en casa.
Los manifestantes recorrían la entrada a las instalaciones como habían hecho durante catorce años, agitando pancartas y el Orbe de la Madre, con su forma de vientre. Parecía que incluso una central de energía libre de contaminación, una que obtenía energía de la plácida órbita de la Luna, también estaba condenada a tener sus enemigos. Los manifestantes protestaban por las antiguas marismas, que algunos habían visto como lodazales inútiles, pero que también habían alimentado y protegido a innumerables aves marinas antes de convertirse en una llanura de agua salada borboteante y turbulenta.
Luego estaba la otra mitad del proyecto de Eric Sauvel, que aún suscitaba mayores controversias.
—¿Cuánto sedimento levantarán con sus impulsores en alta mar? —preguntó Logan al encargado del proyecto.
—Sólo unas pocas toneladas diarias. De hecho, es sorprendente lo poco que hay que levantar del fondo marino si está bien disuelto. Mil impulsores deberían poder liberar suficientes nutrientes para imitar el efecto fertilizante de la Corriente de Humboldt, en Chile. Y será mucho más efectivo, naturalmente. No estaremos sujetos a cambios climáticos, como el de El Niño.
»Las pruebas preliminares indican que crearemos una explosión de fitoplancton que cubrirá la mitad de la bahía. La fotosíntesis…, ¿es correcta la expresión disparar?
Logan asintió. Sauvel continuó.
—El zooplancton se comerá el fitoplancton. Los peces y calamares consumirán el zooplancton. Luego, más cerca de la costa, pensamos establecer un gran bosque de algas, junto con una colonia de nutrias para protegerlas de los erizos…
Todo parecía demasiado bueno para ser cierto. Pronto, los productos del golfo de Vizcaya rivalizarían con las piscifactorías repletas de anchoas del este del Pacífico. Ahora mismo, en comparación, las resplandecientes aguas que veían debajo estaban tan yermas como las brillantes arenas de Oklahoma.
Así, desde luego, era como Sauvel debía de ver hoy la bahía, como un enorme desierto húmedo, vacío, pero rebosante de potencial. Simplemente, a partir de los sedimentos del suelo marino para nutrir al escalón más bajo de la cadena alimenticia, algas microscópicas y diatomeas, el resto de la pirámide de la vida volvería a florecer.
Los desiertos de arena pueden florecer si se les suministra agua. Los de agua necesitan algo más que tierra removida, supongo.
Pero hemos aprendido lo horribles que pueden ser los efectos sobre la tierra si la irrigación se efectúa de mala manera. Me pregunto cuál será el precio aquí, si hemos olvidado algo esta vez.
Amante de los desiertos y a la vez su enemigo implacable, Logan sabía que la belleza más absoluta se encontraba a veces en el vacío, mientras que la vida, la vida rebosante, podía traer consigo una especie de fea vulgaridad.
Y el precio: una marisma repleta de pájaros a cambio de una fuente de energía muerta pero valiosa, una bahía sin vida pero hermosa ofrecida a cambio de una fecunda selva marina que podría alimentar a millones…
Deseó que hubiera un medio mejor.
Bueno, podríamos instituir leyes eugenésicas mundiales y obligatorias, como proponen algunos radicales. Un hijo por pareja, y que todo varón culpable de cualquier acto de violencia sea sometido a una vasectomía. Eso podría funcionar, aunque los efectos sobre la población o su conducta no se manifestarían durante décadas.
O podríamos racionar el agua más estrictamente. Reducir el empleo de energía a doscientos vatios por persona, aunque eso también detendría el renacimiento de la información a lo largo de todo el mundo.
Podríamos acabar con los cruceros en dirigible, terminar con el auge del turismo, y proponer un aislamiento regional de nuevo. Eso ahorraría energía, desde luego, y acabaría sin lugar a dudas con el internacionalismo creciente que ha detenido las guerras.
O podríamos forzar un reciclaje draconiano, basta el último trocito de papel. Podríamos reducir el consumo de calorías al veinticinco por ciento, las proteínas al cuarenta…
Logan pensó en su hija y arrojó por la borda toda breve tentación de unirse a los radicales. Daisy y él se habían detenido responsablemente al tener un solo hijo, pero de un tiempo a esta parte Logan ya no estaba tan convencido de aquella restricción. Una persona como Claire podría curar más males del mundo de los que creaba viviendo en él.
Al final, todo se reducía a lo más básico.
Nadie reducirá el consumo de proteínas de mi hija. No mientras yo esté vivo para impedirlo. Diga lo que diga Daisy sobre la inutilidad de «resolver» los problemas, voy a seguir intentándolo.
Eso significaba ayudar a Sauvel, aunque este brillante océano-desierto tuviera que rebosar de nubes de sedimentos y algas y molestos peces.
La luz del sol que se reflejaba en el agua debía de ser más intensa de lo que creía.
Logan sintió una molestia en los ojos. Un resplandor espectral y cristalino parecía transformar el aire. Parpadeó, deslumbrado, contemplando un mar que se volvía a cada momento más hipnotizante que ningún ojo humano. Se volcaba hacia él, agarrándolo como una amante, paralizándole el corazón.
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Logan se preguntó si un microbio se sentiría así al mirar con súbita sorpresa un alma verdaderamente gigantesca.
De inmediato comprendió que las sensaciones no eran subjetivas. El minizepelín se sacudió.
Al apartar la mirada del hipnotizante mar, Logan vio que el piloto se frotaba los ojos y daba un golpecito en los auriculares. Eric Sauvel le gritó en francés. Cuando el piloto respondió, la cara de Sauvel se volvió cenicienta.
—Alguien ha saboteado las instalaciones —le dijo a Logan en voz alta para poder hacerse oír por encima del ruido—. Ha habido una explosión.
—¿Qué? ¿Hay algún herido?
—Al parecer no hay ninguna baja. Pero han alcanzado uno de los pilares principales.
Los extraños efectos menguaban mientras Sauvel hablaba. Logan parpadeó.
—¿Es grave?
El ingeniero se encogió de hombros.
—No lo sé. Todo el mundo parece afectado de alguna forma. Incluso yo sentí algo hace un momento…, quizá subsónicos producidos por la explosión.
Sauvel se inclinó hacia la izquierda y se asomó.
—Ya estamos llegando.
Al principio resultó difícil apreciar si había sucedido algo. No había columnas de humo. Ninguna sirena ululaba en la colina que asomaba a la cala de Santa Paula. En ambas orillas la central de energía parecía igual a como Logan la recordaba.
La ensenada, similar a un fiordo, empezaba siendo una ancha abertura en la costa y se iba estrechando a medida que penetraba en la tierra. Cruzándola en un punto dado había filas de monolitos, como grises bunkers militares, cada uno conectado al siguiente por medio de una presa flexible. Dos veces al día, las olas subían por el embudo natural y rebasaban aquellas presas de contención, poniendo en marcha las turbinas. Luego, cuando la Luna y el Sol volvían a atraer el agua, las olas pagaban otra vez su peaje. De un lado a otro, siguiendo el flujo y el reflujo, el sistema no necesitaba ninguna corriente fija de carbón, petróleo, o uranio, ni produciría vertidos perniciosos. El único coste sería el reemplazo de sus componentes, y la electricidad su único producto. Logan escrutó los pilones y los generadores. Vio que una o dos de sus sugerencias habían sido llevadas a la práctica. Aparentemente, las modificaciones habían funcionado. Pero siguió sin distinguir signos de daños.
—¡Allí! —Sauvel señaló un extremo de la presa de contención. Vehículos de emergencia hacían destellar sus sirenas, mientras grandes flotadores y helicópteros de la policía batían las colinas cercanas. El piloto respondió a las repetidas demandas de identificación.
Logan buscó señales de violencia, pero no divisó ninguna mancha negra y retorcida, ningún escombro lleno de hollín. Cuando Sauvel se quedó boquiabierto, él sacudió la cabeza.
—No veo…
Siguió el dedo de Sauvel y vio que una nueva torre se alzaba en la costa, como un andamio a cincuenta metros de altura. Su nariz se hundía, sobrecargada.
Sólo cuando se acercaron advirtió Logan que la torre estaba cubierta de material verde y retorcido. Algas, advirtió. De la punta inclinada colgaba un hombre. La torre no era tal, sino una importante pieza de la presa de contención, la cabeza de puente con la costa. Una estructura horizontal. Al menos se suponía que debía serlo. Diseñada para soportar las fieras tormentas atlánticas, había yacido plana en el agua hasta que…
—¡Esto es obra del diablo! —maldijo Samuel.
Una fuerza desconocida había puesto la pieza en pie como si fuera el juguete de un niño. Mientras observaban a los vehículos de rescate que se acercaban para salvar al buzo que colgaba de ella, verificaron por radio que no había más heridos. Los equipos de emergencia se quejaban de que no había ni rastro de la presunta bomba. Logan sintió la creciente sospecha de que nunca encontrarían ninguna.
No se rió. Aquello sería una descortesía para con sus anfitriones, cuyo trabajo se había visto retrasado días, tal vez semanas. Pero se permitió una sonrisa sombría, del tipo que emplean los hombres cautos cuando se encuentran con algo verdaderamente sorprendente. Se sintió igual que unas cuantas semanas antes, cuando examinaba aquellos extraños terremotos en España y se enfrentó al caso de la misteriosa desaparición de la perforadora. Logan tomó nota mentalmente para conectar con la base de datos sísmica mundial en cuanto llegaran a la costa. Acaso también esta vez hubiera una conexión. Algo nuevo había aparecido en el mundo. De esto estaba seguro.
■
Una gran reserva se extiende bajo la pradera norteamericana. La laguna subterránea de Ogaliala ocupa una docena de estados, es un vasto lago oculto de agua pura y dulce que ha fluido por entre las grietas de la piedra a través de las idas y venidas de tres edades glaciares.
Para los granjeros que la descubrieron, la Ogaliala debió de parecer un don de la Providencia. Incluso en aquellos tiempos, el sol arrasaba Oklahoma y Kansas, y las lluvias escaseaban. Pero los pozos encontraron una fuente de vida tan clara y pura como el cristal. Pronto los circuitos de irrigación convirtieron la tierra reseca en el granero más rico del mundo. Día a día, año tras año, la Ogaliala debió de parecer tan inacabable como los bosques de la cuenca amazónica. Aunque era bien sabido que bajaba varios milímetros cada año, mientras sólo fuera eso, los granjeros no cambiarían sus planes para abrir nuevos pozos, o para instalar bombas más rápidas. En abstracto, por supuesto, sabían que aquello no podía durar. Pero las abstracciones no pagan las facturas. No te compensan por la cosecha de este año. La Ogaliala era un dominio común sin protector, destinada a la tragedia.
Así, el Medio Oeste norteamericano se precipitaba a otra de las muchas guerras por el agua que se extendieron a principios de siglo. De todas formas, aunque la amargura fue grande, las cifras de bajas fueron menores que las de los tumultos de La Plata, o la catástrofe del Nilo. Esto se debió posiblemente al hecho de que, para cuando estalló la batalla por las aguas de la Ogallala, no quedaban más que unos pocos poros húmedos aquí y allá por los que luchar.
El polvo se asentó sobre los parches marrones y circulares donde había crecido fugazmente la riqueza, cubriendo los oxidados conductos de regadío y las ventanas de las casas vacías.
Detrás del viento, llegó la arena.