De regreso a Auckland después de dos días en los Trabajos Geotérmicos de Tarawera, Alex se encontró atrapado en el tráfico turístico de Rotorua. Autobuses y minicaravanas embotellaban las estrechas carreteras del lugar, arrastrando a las familias australianas a sus vacaciones, rebosando de recién casados sinhaleses, serenos inversores inuit, y hans (el inevitable enjambre de morenos hans), que se apretujaban y susurraban en turbas apiñadas hasta colapsar las aceras y jardines, cubriendo y envolviendo todo lo que pudiera ser considerado curioso o «nativo».
La mayoría de las tiendas tenían carteles en ideogramas chinos internacionales, así como en inglés, maorí y simglés. ¿Y por qué no? Los hans eran los últimos en descubrir de repente el turismo. Y si bien se apropiaban de todas las playas y lugares exóticos a cuatro mil kilómetros de Beijing, también pagaban con largueza su bien ganado ocio.
Aún más chinos descendieron de los autobuses que Alex tenía delante de su pequeño coche, con sombreros chillones y gafas VerdVis, que protegían simultáneamente los ojos y grababan para la posteridad todas las compras kitsch que les ofrecían los amistosos concesionarios bajo la etiqueta de «auténticos» trabajos en madera hechos por los nativos neozelandeses.
Bueno, ahora les toca a ellos, pensó Alex, paciente. De todas formas es mejor que la guerra.
El otoño kiwi era cálido y animado, por lo que tenía bajadas las ventanillas del coche. El olor a sulfato de hidrógeno que desprendían los geiseres era intenso, pero no demasiado molesto después de trabajar bajo tierra tanto tiempo con la gente de George Hutton. Mientras esperaba a que el tráfico se despejara, Alex vio que otro zepelín plateado volaba sobre la copa de los árboles y se dirigía al bullicioso aeródromo situado en las afueras de la ciudad. Incluso desde aquí podía ver las caras de la gente apretujada contra las ventanillas para contemplar las humeantes lagunas volcánicas de Rotorura.
Al cabo de un par de décadas tal vez fueran los nuevos burgueses de Birmania o de Marruecos los que abarrotarían los grandes vehículos, aprovechándose de lo baratos que eran los viajes en zepelín para viajar al extranjero en busca de montones de recuerdos baratos y enlatados. Por supuesto, para entonces, los chinos se habrían acostumbrado. Serían sofisticados viajeros individuales, como los japoneses, los malayos y los turcos, que evitaban las muchedumbres frenéticas y desdeñaban los caprichos de los turistas de primera generación.
Ésa era la curiosa naturaleza del «milagro mixto»: a medida que las naciones del mundo escatimaban y discutían acerca de los escasos recursos del planeta, cayendo a veces en la violencia por los derechos ribereños y turno de lluvias, sus masas mientras tanto disfrutaban de una oleada de lujos que el demonio de la Expectación había hecho necesarios.
El agua pura costaba casi tanto como el alquiler de un mes. Al mismo tiempo, por cuatro chavos podías comprar discos que contenían un millar de libros de referencia o cien horas de música.
El petróleo estaba racionado y se empleaba sólo en casos extremos, y las bicicletas ahogaban las calles del mundo. Sin embargo, los enclaves turísticos situados a un día de vuelo estaban al alcance incluso de los obreros más humildes.
Las cifras de alfabetismo aumentaban cada año y los que tenían tarjetas de confianza plena podían autoprescribirse cualquier droga conocida. Pero en la mayoría de los estados te mandaban a la cárcel por tirar una botella de soda.
Para Alex, la ironía era que nadie parecía encontrarlo sorprendente. Los cambios tenían su forma de meterse dentro de la gente, poco a poco.
—Todo el que intenta predecir el futuro es inevitablemente idiota. Incluida ésta que te habla. Un profeta sin sentido del humor es sólo un estúpido.
Así lo había expresado su abuela una vez. Y ella debería de saberlo bien. Todo el mundo alababa ajen Wollmg por su brillante capacidad de predicción. Pero un día ella le mostró sus estudios hechos para el Registro de Predicciones Mundiales. Después de veinticinco años de llenar pronósticos con la empresa, su tasa de éxitos era solamente del dieciséis por ciento. Y eso era tres veces más que la media del RPM.
—La, gente tiende a volverse dramática cuando se habla del futuro. Cuando yo era joven, había optimistas que predecían naves espaciales personales e inmortalidad en el siglo veintiuno, mientras que los pesimistas observaban las mismas tendencias y aseguraban que el mundo se destruiría en medio del hambre y la guerra.
»Todavía se hacen ambas predicciones, Alex, pero el plazo siempre se retrasa una década, y luego otra y otra. Mientras tanto, la gente sigue con lo suyo. Algunas cosas mejoran, otras van a peor. Curiosamente, el “futuro” no parece llegar nunca.
Por supuesto, Jen no lo sabía todo. Nunca había sospechado, por ejemplo, que el mañana vendría brusca y decisivamente en forma de un pliegue microscópico y titánicamente pesado de espacio retorcido.
Alex maniobró despacio para dejar atrás una muchedumbre que había ocupado la calle para contemplar a unos bailarines representar una haka en la plataforma de una impresionante casa de reuniones maorí. Vigas inclinadas de madera roja extravagantemente tallada colgaban sobre el patio donde hombres con el pecho desnudo sacaban la lengua y gritaban, dando con el pie golpes en el suelo al unísono y flexionando sus muslos y brazos tatuados para intimidar a los entusiasmados turistas.
George Hutton había llevado a Alex a ver el ritual auténtico hacía tiempo, en la boda de su sobrina. La haka era todo un espectáculo, evidencia de una rica herencia cultural que seguía viva.
Al menos durante algún tiempo…
Alex sacudió la cabeza. Todo es culpa mía que dentro de algunos años no haya más hakas ni maoríes. No soy responsable de la cosa que devora la Tierra desde dentro.
Alex no había creado aquel monstruo, la singularidad llamada Beta. Solamente la había descubierto.
Sin embargo, en el antiguo Egipto solían matar al mensajero.
Él no tendría una salida tan fácil. No había sido el que había fijado a Beta en su rumbo, pero sí había creado la singularidad de Iquitos, Alpha, aunque se estuviese evaporando. Para George Hutton y los demás, eso le hacía responsable por proximidad, no importaba cuánto lo apreciaran personalmente, hasta que encontraran a los auténticos creadores de Beta.
Alex recordó la imagen que había empezado a formarse en el holotanque mientras sondeaban la intrincada topología del monstruo. Era horrible, voraz y hermoso de contemplar. Indudablemente, había un genio en alguna parte, alguien mucho más competente que Alex en su propio terreno. Reconocerlo era humillante y un poco aterrador también.
Inmerso en sus propios pensamientos, conducía el pequeño coche de la compañía Tangoparu por autopiloto mental, pasando de un embotellamiento a otro. Justo cuando parecía que el tráfico iba a despejarse, las luces rojas de freno le obligaron a parar de golpe. Por delante sonaron gritos y cláxones.
Alex se asomó por la ventanilla para echar un vistazo. Había luces de emergencia destellando. Una ambulancia gravitaba cerca de uno de los enormes hoteles para turistas, donde los viajeros conscientes de su presupuesto alquilaban diminutas parcelas por metro cúbico. El globo de gas del vehículo rotaba lentamente sobre un pivote horizontal, usando pequeños brotes de impulso para maniobrar delicadamente cerca de los trabajadores ataviados con trajes blancos de emergencia. Alex no lograba ver a los heridos, pero las manchas en la ropa anunciaban a los asombrados curiosos que algún episodio sangriento se había desarrollado hacía tan sólo unos instantes.
La multitud se abrió súbitamente y aparecieron más policías que luchaban contra una figura envuelta en una red de contención, alguien que aullaba y se rebullía, los ojos desorbitados, con la cara y la ropa salpicadas de sangre y saliva. Un bote de gas verde en su cinturón lo identificaba como un aturdido, uno de los desgraciados que resultaban más afectados que los demás por el exceso de dióxido de carbono. En la mayoría de los casos, sus susceptibilidades límite les producían poco más que sueño o dolores de cabeza. Pero a veces se desataba una manía salvaje, empeorada por la presión cercana de las multitudes.
Por lo visto, el oxígeno complementario no había ayudado a este tipo ni a las pobres víctimas de su ataque asesino. Alex nunca había visto de cerca a un sujeto como éste, pero en alguna ocasión había presenciado desde lejos los efectos de sus acciones.
—No consigues nada más que lo que pierdes por otro lado.
Distantemente, recordó que Jen había dicho aquellas palabras la última vez que la visitó en su oficina de Londres, mientras contemplaban desde la ventana el atasco de bicicletas diario convirtiéndose en una algarada en el Puente de Westminster.
La tecnología Verd-Vis ha puesto fin a los crímenes callejeros premeditados, de forma que hoy en día la mayoría de los asesinatos son estallidos de pura sobrecarga ambiental. Prométeme, Alex, que nunca serás uno de ésos de ahí abajo: los empleados honrados.
Horriblemente fascinados, los dos contemplaron en silencio cómo la ira de los trabajadores diarios se extendía hacia Brunner Quay, y luego hacia el este, hacia el Centro de Artes. Mientras recordaba aquel episodio, Alex vio de repente que éste tomaba un sesgo insospechado. Los oficiales que arrastraban al hombre de los ojos espantados, distraídos por los frenéticos parientes que tiraban de sus mangas, soltaron la presa sólo un instante. Incluso entonces, un tipo normal no habría podido escapar. Pero en un estallido de fuerza histérica, el maníaco se soltó y echó a correr. Aullando incoherencias, derribó a los curiosos y luego se lanzó hacia el atasco de tráfico, directo hacia el coche de Alex.
El tipo iba maniatado. No irá muy lejos, pensó Alex. Alguien lo detendrá.
Pero nadie lo hizo. Nadie sensato se mezclaba con un tipejo así, atado o desatado.
Decidiéndose en el último momento, Alex abrió de una patada la puerta del coche. Los ojos del loco parecieron aclararse en ese breve instante, reemplazando la ira por una expresión lúcida y casi quejumbrosa, como si preguntara a Alex: ¿Qué te he hecho yo? Entonces chocó con la puerta y retrocedió sin rumbo unos cuantos metros antes de desplomarse en el suelo. De algún modo, Alex se sintió culpable, como si acabara de golpear a un hombre indefenso en vez de estar posiblemente salvando vidas. No obstante, eso no le impidió saltar y lanzarse sobre el hombre que gritaba y pataleaba, ahora súbitamente asaltado por lágrimas incoherentes mientras maldecía en algún dialecto chino. Sin otra forma mejor de contenerlo, Alex se limitó a sentarse encima de él hasta que llegaron refuerzos.
Todo el episodio, desde la huida hasta el momento en que los policías aplicaron los sedantes en un atomizador que deberían haber utilizado en primera instancia, duró poco más de un minuto. Cuando el tipo volvió a mirarlo a través de una muchedumbre de chasqueantes lentes Verd-Vis, Alex tuvo la momentánea sensación de que comprendía al hombre mucho mejor, tal vez, de lo que lo hacían los boquiabiertos turistas que los rodeaban. Había algo desesperadamente temeroso y a la vez ansioso en aquellos ojos. Una expresión que recordó a Alex lo que a veces veía en el espejo cuando echaba un rápido vistazo de reojo.
Fue un raro y perturbador instante de reconocimiento. Todos creamos monstruos en nuestra mente. La única diferencia importante puede ser cuál de nosotros deja que nuestros monstruos cobren realidad.
Después de abrirse paso entre las palmadas de felicitación, cuando llegó al coche, Alex se miró y vio por primera vez que tenía la ropa manchada de sangre. Suspiró. ¿Por qué tiene que pasarme todo a mí? Creía que los eruditos llevaban vidas aburridas.
¡Oh, qué no daría ahora mismo por un poco de anticuado aburrimiento británico!
En cuanto ocupó su asiento, el conductor de detrás tocó el claxon. Buena recompensa a su heroísmo. Tras adelantar a un último autobús de turistas, vio por fin carriles despejados delante. Con cuidado, Alex suministró hidrógeno al motor, manipulando la palanca del coche, y gradualmente fue ganando velocidad. Pronto los picos de la cordillera Mamaky quedaron atrás mientras abandonaba Rotorua y se encaminaba hacia el macizo central.
La autopista compartía la característica principal de las carreteras kiwi: una testaruda resistencia a las líneas rectas. Conducir implicaba tener cuidado al tomar las curvas cerradas y las empinadas laderas, y de vez en cuando encontrarse asomado a los precipicios que daban a una nada blanca y asustante.
Era fácil ver cómo había conseguido Nueva Zelanda su nombre maorí, Ao Tearoa, la Tierra de la Larga Nube Blanca. Los picos envueltos en la neblina parecían gigantes agazapados empapados en niebla. Las verdes faldas de los volcanes dormidos daban vida a ricos bosques, prados y más de veinte millones de ovejas. Estas últimas se cuidaban principalmente por su lana, aunque sabía que George Hutton y muchos otros nativos comían carne roja de vez en cuando y no veían nada malo en ello.
En esta tierra de geiseres y montañas rugientes, uno nunca llegaba muy lejos al volante sin encontrar otra de las pequeñas estaciones de energía geotérmica de Hutton, cada una situada sobre una raíz principal enclavada cerca de una veta de magma. George se había hecho rico localizando aquellas fuentes subterráneas. La cadena de sensores dejados desde entonces ayudaba ahora al equipo de Alex a dilucidar lo que sucedía en el núcleo de la Tierra.
Sin embargo nadie esperaba ya que los escáners proporcionaran ninguna esperanza. Después de todo, ¿cómo deshacerse de un invitado no deseado que pesa un billón de toneladas? ¿Un monstruo escondido en una madriguera situada a cuatro mil kilómetros de profundidad? Seguro que no podía hacerse de la forma en que los maoríes solían aplacar a los demonios o taniwha, arrancándose un pelo y dejándolo caer en aguas negras.
Sin embargo, George quería que el trabajo continuara, para saber cuánto tiempo quedaba y quién era responsable. Alex había conseguido arrancarle una promesa, en caso de que alguna vez llegaran a encontrar al culpable. Quería pasar una hora con el tipo, una hora para hablar de física antes de que George cobrara venganza sobre el negligente genio con sus propias manos.
Al pensar en el pobre hombre que había encontrado de forma tan breve en Rotorua, al recordar la expresión triste y sangrienta de sus ojos, Alex se preguntó si alguno de ellos tenía en realidad derecho a juzgar.
Siempre le había gustado pensar que tenía una educación aceptable en terrenos diferentes al suyo propio. Alex sabía, por ejemplo, que incluso las montañas y cañones más grandes eran simples ondulaciones y poros en la gran masa del planeta. La corteza de la Tierra, con sus basaltos, granitos y rocas sedimentarias, componía solamente una centésima parte de su volumen y el cero coma cinco por ciento de su masa total. Pero solía imaginar un vasto interior de materia fundida a una densidad y temperatura ingentes, y lo dejaba así. Se acabaron sus conocimientos de geología.
Sólo cuando estudias a fondo una materia descubres lo poco que sabías.
¡Vaya, apenas dos meses antes, Alex nunca había oído hablar de Andrija Mohorovichic!
En 1909, el científico yugoslavo había usado instrumentos para analizar las ondas de vibración de un terremoto en Croacia. Al comparar resultados de diversas estaciones, Mohorovichic descubrió que podía, como los murciélagos o las ballenas, detectar objetos solamente por el sonido que reflejaban. En otra ocasión encontró una fina capa que más tarde llevaría su nombre. Pero en 1909 lo que oyó fueron ecos del propio núcleo de la Tierra.
A medida que los instrumentos se perfeccionaron, la ecolocación sísmica mostró otros bruscos límites, junto con líneas discontinuas, campos petrolíferos y depósitos minerales. A finales de siglo, se gastaban millones en equipos de audición de alta tecnología mientras las desesperadas multinacionales buscaban vetas aún más profundas, para alargar un poco más los días de gloria.
La imagen de un mundo dinámico sumido en cambios incesantes tomó forma. Y aunque la mayoría de los geólogos siguieron estudiando la corteza exterior, algunos hombres y mujeres curiosos dirigieron sus miras a mucha más profundidad, más allá de ninguna recompensa económica imaginable.
Ese conocimiento «inútil» a menudo enriquece a los hombres, como era el caso de los muchos miles de millones de George Hutton. En cambio, el proyecto «práctico» de Alex, financiado por generales hambrientos de dinero, había resultado ser pernicioso hasta un grado musitado y espectacular.
Eso demuestra que nunca se puede decir qué sorpresas te depara el destino, pensó.
Aunque Alex admitía su ignorancia en materia de geofísica, los técnicos de Hutton recurrían a la experiencia del joven científico cuando se esforzaban por mejorar sus herramientas: las antenas de gravedad que servían para superconducir generadores de ondas como los del cavitrón, la máquina todavía no patentada que había empleado en Iquitos. Así podía sugerir mejoras ahorrando meses de desarrollo.
Resultaba divertido intercambiar ideas con los demás, construir algo nuevo y excitante, fuera de la vigilancia de los desconfiados burócratas de los tribunales científicos. Por desgracia, cada vez que se reían juntos, o celebraban haber vencido algún obstáculo, inevitablemente alguien se detenía en seco y se volvía, recordando lo que sucedía y lo fútiles que serían sus esfuerzos a la larga. Alex dudaba de que ni siquiera la generación de sus bisabuelos, durante la horrible amenaza nuclear de la guerra fría, se hubiera sentido tan indefensa y desesperanzada.
Pero tenemos que seguir intentándolo.
Conectó la radio, buscando un poco de música que lo distrajera. Pero la primera emisora que encontró sólo radiaba noticiarios, en inglés simplificado.
—A continuación les ofrecemos más noticias sobre la tragedia de la Estación Reagan. Hace dos semanas, la estación espacial americana explotó. El embajador ruso ante las Naciones Unidas acusa a Estados Unidos de probar armas en la Estación Reagan. Dice que no tiene pruebas. Pero también afirma que es la explicación más probable…
La explicación más probable, desde luego, pensó Alex. Eso sirve para demostrar… que nunca se sabe.
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En los viejos tiempos, estar «cuerdo» significaba que te comportabas de forma que la sociedad donde vivías sancionaba y consideraba normales.
En el último siglo algunas personas, sobre todo la gente creativa, se rebelaron contra esta imposición, el tener que ser una «medianía». Ansiosos por conservar sus diferencias, algunos incluso se dirigieron al extremo opuesto, abrazando la idea romántica de que creatividad y sufrimiento son conceptos inseparables, que un pensador o creador debe ser injurioso, incluso estar loco, para poder ser grande. Como muchos otros mitos sobre la mente humana, éste sobrevivió durante mucho tiempo, causando gran daño.
Sin embargo, por fin hemos empezado a ver que la auténtica cordura no tiene nada que ver con normas o medias. Esta redefinición emergió sólo cuando algunos empezaron a formular la pregunta más simple de todas:
«¿Cuáles son las tendencias más comunes en casi todas las formas de enfermedad mental?».
¿La respuesta? Casi todos los individuos carecen de:
Flexibilidad: poder cambiar de opinión o curso de acción, cuando se tienen claras pruebas de que se está equivocado.
Saciedad: la capacidad de sentir satisfacción si realmente se consigue lo que se dice que se deseaba, y pasar los anhelos a otros objetivos.
Extrapolación: habilidad para considerar de manera realista las posibles consecuencias de los propios actos y enfatizar o suponer cómo se sentiría o qué pensaría otra persona.
Esta respuesta rebasa todas las fronteras de la cultura, la edad y el idioma. Cuando una persona es adaptable y saciable, capaz de planificar de forma realista y de enfatizar con sus amistades, los problemas que puedan quedar resultan principalmente psicoquímicos o conductistas. Es más, esta definición permite un amplio abanico de desviaciones de la norma, el mismo tipo de excentricidades suprimidas bajo puntos de vista más antiguos.
Hasta ahí, es toda una mejora.
Pero ¿dónde encaja la ambición dentro de esta categorización? Cuando todo está dicho y hecho, seguimos siendo mamíferos. Se pueden trazar reglas para que el juego sea limpio. Pero nada eliminará por completo la voluntad de ganar que existe dentro de cada uno de nosotros.
—De La mano transparente, Doubleday Books, edición 4.7 (2035). [■ Código acceso hiper 1 -ITRAN-777-97-9945-29A.]