El mundo recién nacido se licuaba bajo los impactos de los asteroides. Los elementos pesados se hundieron y generaron aún más calor; un reguero de átomos radiactivos mantenía caliente el interior del planeta incluso después de que la superficie se enfriara y se endureciera. Con el paso del tiempo, el núcleo más interno se cristalizó bajo la intensa presión, pero la capa siguiente continuó siendo un rebullente fluido metálico, una enorme dinamo eléctrica. Aún más arriba se cuajó un manto de minerales semisólidos, piróxmos y ohvinos súper sólidos y mezclas más livianas que se apretujaron para salir escupidos por los ardientes volcanes.
El calor dirigía las celdas de conversión en movimiento, empujaba las placas, impulsaba los campos. El calor formaba continentes y hacía latir la Tierra.
El calor también mantenía el agua fundida en la superficie. Los vapores preorgánicos se agitaban en solución, bajo los brillantes y fieros rayos del sol.
El proceso empezó a tomar vida propia.
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Una cordillera de montañas menores divide la ciudad de Los Angeles. Durante la descuidada juventud de la ciudad, grandes batallones de camiones fluían hacia los vallecillos situados entre esas colinas, cargados con kilotones de basura urbana.
Posos de café y cáscaras de melón, cajas de cereales y envases no retornables.
En aquellos tiempos relajados, cada comodidad adquirida parecía venir dentro de material de envase equivalente a su propio peso. La familia media generaba suficiente basura para llenar la casa y el garaje.
Periódicos, revistas y panfletos publicitarios.
Incluso antes, durante la lucha contra Alemania y Japón, los gobernantes de Los Ángeles ordenaron un reciclaje limitado para ayudar a los esfuerzos de guerra. Los ciudadanos separaron el metal para que lo recogieran en las aceras. Se entregaba el papel de los bonos para que lo convirtieran en pulpa; incluso la grasa de cocina se guardaba para hacer municiones. Los que no tenían ganas de ayudar lo hacían de todas formas, para evitar las multas.
Cartones de leche y toallas de papel… y artículos nunca usados, levemente defectuosos, descartados ya en la fábrica.
Tras la guerra, la gente se sintió liberada de décadas de privación e inmersa en una súbita era de plenitud. Cuando la crisis terminó, el reciclaje pareció molesto. Un candidato a la alcaldía se presentó a los comicios con la única promesa de derogar tan incómoda ley. Ganó por mayoría.
cáscaras de cacahuetes, bolsas de comida rápida y cajas de pizza para llevar.
Las colinas que dividían Los Ángeles se habían formado a medida que la Placa del Pacífico fue rozando con la Placa Norteamericana. A medida que las dos enormes masas rocosas se apretaron y comprimieron, una cordillera costera brotó entre ambas, como la pasta de dientes salida de un tubo aplastado. Las montañas de Santa Mónica y las colinas de Hollywood eran simples brotes de aquella firme acumulación, pero ayudaron a dar forma a la gran ciudad que las rodearía con el paso del tiempo.
Cajas de comida congelada, cajas de tocadiscos y ordenadores nuevos, cajas de productos de supermercado, cajas, cajas, cajas…
Entre las colinas se extendieron en su momento pequeños valles de prados y robles, donde los ciervos pastaban y los cóndores revoloteaban, lugares apartados ideales para ser utilizados. Los regimientos de camiones iban y venían, a días alternos. Casi nadie advirtió hasta que fue demasiado tarde que todos aquellos depósitos tan convenientes quedarían obsoletos en el transcurso de una sola generación. A finales de siglo no había más que llanuras entre los antiguos picos, extrañamente iluminadas por las antorchas que quemaban gas metano, generado bajo tierra por la basura en descomposición.
Latas de cerveza y refrescos, botellas de ketchup y compresas, aceite de motor, fluido de transmisión y residuos eléctricos, trozos de cerámica y muebles gastados…
Vinieron tiempos más duros. Llegaron nuevas generaciones con nuevas sensibilidades y actitudes menos descuidadas. Se promulgaron tasas de recogida y se instauraron caros procesos para detener el flujo, para reducir la avalancha de basura a la mitad, luego a la décima parte, y después todavía a más.
Sin embargo quedaba la cuestión de qué hacer con los sedimentos entre las colinas. ¿Llanuras de basura?
Botellas de plástico y bolsas de plástico, cucharas de plástico y tenedores de plástico…
Algunos propusieron empezar a construir allí para ayudar a aliviar la asfixiante superpoblación, aunque por supuesto de vez en cuando se producirían explosiones y cabía la posibilidad de que una casa o dos desaparecieran en un súbito lodazal ocasionalmente.
El animalito de la familia guardado en una bolsa; residuos de hospital, escombros de obras…
Algunos sugirieron dejar los emplazamientos tal como estaban, para que los arqueólogos futuros pudieran encontrar ricos detalles en los pródigos residuos de la California del siglo XX. Con miras todavía a más largo plazo, los paleontólogos especularon sobre el aspecto que tendrían los depósitos al cabo de unos pocos millones de años, después de que el roce de las placas los comprimiera hasta convertirlos en capas de piedra sedimentaria.
Árboles y coches, tocadiscos rotos y ordenadores obsoletos, dinero perdido y diamantes extraviados…
Era de esperar, y sin embargo pocos vieron venir la respuesta. En tiempos posteriores y todavía más difíciles, tiempos de escasez de recursos y reciclaje obligatorio, fue inevitable que aquellos depósitos atrajeran la atención de los innovadores que buscaban medios de enriquecerse.
Hierro, aluminio, silicio, níquel, cobre, zinc, metano, amoníaco, fosfatos, plata, oro, platino…
Se presentaron solicitudes de planes mineros y se analizaron. Se perfeccionaron y aprobaron métodos de refinamiento. Las excavaciones comenzaron entre las antiguas colinas.
Los desesperados nietos de una generación pasada excavaban en sus residuos en busca de tesoros.
Había empezado la fiebre de la basura.