Jen Wolling encontraba encantadores los Ritos Ndebele de Gaia. El Colectivo Científico del Cantón de Kuwenezi no reparó en esfuerzos para poner su piedad en un espectáculo. Al contemplar la pródiga celebración a la luz de las velas, bajo la luna de media noche, se imaginaba que conmemoraban el propio Día de la Tierra, y no sólo una fiesta para una anciana a quien conocían desde hacía apenas dos semanas.
Bailarines con trajes tradicionales giraban y cabriolaban ante el dosel de los dignatarios, golpeando el suelo con los pies desnudos al ritmo de los resonantes tambores. Las ajorcas emplumadas se agitaban como pájaros cautivos. Las lanzas chocaban contra los escudos mientras hombres ataviados con brillantes taparrabos saltaban en aparente desafío a la gravedad. Mujeres vestidas con pintorescos dasbikis molían hojas de trigo, especialmente cultivado en invernaderos para esta ocasión.
Jen apreciaba la flexible belleza de los bailarines, tensos y poderosos como sementales. El sudor volaba en gotas o chorreaba para cubrir sus cuerpos marrón oscuro con una capa brillante y atlética. Su ritmo y energía resultaban poderosos, alegres y maravillosamente sexuales, lo cual provocó una sonrisa en los labios dejen. Aunque el propósito de esta noche era venerar a una amable diosa metafórica, la coreografía había sido copiada de ritos mucho más antiguos, relacionados con la fertilidad y la violencia.
—Es mucho mejor que en los días del neocolomalismo —comentó el alto director del arca. Sentado a su izquierda con las piernas cruzadas, tuvo que inclinarse para hacerse oír por encima de la cadencia—. Entonces, los ndebele y otras tribus mantenían cuerpos de baile profesionales para beneficio de los turistas. Pero estos jóvenes practican en el escaso tiempo libre de que disponen por simple placer. Pocos extranjeros llegan a verlo ahora.
Jen admiraba la manera en que la luz de las estrellas resplandecía sobre la frente del director Mugabe, sobre su cabello rizado.
—Me siento muy honrada —dijo, cruzando los brazos sobre su corazón e inclinándose un poco.
Él sonrió y devolvió el gesto. Juntos contemplaron a las filas de jóvenes «guerreros», que corrían riesgos terribles al intercambiar lanzas en vuelo para delicia de las mujeres y los niños, que aplaudían.
Esta danza podía ser antigua y venerable, pero no guardaba ninguna relación con lo primitivo. Jen acababa de pasar dos semanas consultando con los expertos de Kuwenezi, aprendiéndolo todo acerca de los planes del Cantón Ndebele para producir nuevos animales más capaces de soportar el desafiante y siempre cambiante entorno del sur de África. Ellos, a cambio, habían escuchado atentamente sus ideas referentes a la dirección macroecológica. Después de todo, Jen había inventado virtualmente la especialidad.
Por supuesto, a estas alturas ya había acumulado todas las trampas de una tecnología madura, con detalles suficientes para dejar a una teórica-soñadora como ella muy por detrás. Hoy en día, dejaba los análisis concretos a mentes más jóvenes y rápidas.
Sin embargo, de vez en cuando conseguía sorprenderlos a todos. Si Jen dejara alguna vez de sorprender a la gente, sería hora de renunciar a la breve manifestación de su cuerpo y devolver su magra acumulación de fósforo a la gran pila de abono de la Madre Tierra.
Jen recordó la expresión de la cara del tal B'Keli cuando, durante su tercera y última conferencia, empezó a hablar acerca de quimeras mamíferas especialmente diseñadas, que incorporaban los riñones del camello, los pulmones de las aves, la médula del oso, los tendones de los chimpancés… Incluso el director Mugabe, que sostenía haber leído todo lo que ella había escrito, mostraba un aspecto anonadado al final de su charla. Su conclusión sobre el rudo amor de los virus por lo visto fue demasiado incluso para él.
Cuando las luces de la casa se encendieron, la saludó un silencio sorprendido a cargo de la multitud de caras oscuras. Al principio, sólo hubo un interrogador, un hombre muy joven cuyos rasgos norteños, yoruba, destacaban entre la multitud de bantúes del sur. Los brazos y la cara del muchacho estaban vendados, pero no mostraba ningún signo externo de dolor. Durante toda la charla había permanecido en silencio, en primera fila, acariciando amablemente a una pequeña babuino hembra y a su cría. Cuando Jen lo señaló, bajó la mano y habló nada menos que con un acento canadiense de lo más sorprendente.
—Doctora, ¿está diciendo que las personas podrían ser algún día tan fuertes como los chimpancés? ¿O que podrían dormir durante todo el invierno, como los osos?
Jen advirtió sonrisas indulgentes entre el público cuando el muchacho habló, aunque la expresión de Mugabe era una mezcla de alivio y angustia. Ansiedad porque un miembro no tutorado de su comunidad hubiera sido el único en ofrecer la cortesía de una pregunta. Alivio de que alguien lo hubiera hecho a tiempo. Ella contestó:
—Sí. Exactamente. Tenemos el genoma humano completamente catalogado. Y los de muchos otros mamíferos superiores. ¿Por qué no usar ese conocimiento para mejorarnos a nosotros mismos?
»Pero quiero dejar claro que estoy hablando de mejoras genéticas, y hay límites hasta donde podemos llegar en esa dirección. Ya somos con diferencia los animales más flexibles, los más adaptables a las influencias ambientales. El auténtico núcleo de la campaña de automejora debe quedarse en las áreas de educación, reproducción y en la nueva psicología, para producir una generación de personas más sanas y decentes.
»Pero hay algunas restricciones en ese proceso, impuestas por las capacidades y limitaciones de nuestros cuerpos y cerebros. ¿Y de dónde vienen esas capacidades y limitaciones? De nuestro pasado, naturalmente. Una secuencia casual de experimentos genéticos de tanteo y error, que han acumulado lentamente mutaciones favorables generación tras generación. La muerte era el medio de nuestro avance, las muertes de millones de antepasados nuestros. O, para ser más precisos, de los que fracasaron y no llegaron a ser nuestros antepasados.
»Los que sobrevivieron para reproducirse transmitieron nuevas tendencias, que gradualmente se acumularon en forma de atributos que ahora tenemos a nuestra disposición, nuestra postura erecta, nuestra visión superior a la media, nuestras manos maravillosamente hábiles. Nuestros cerebros hinchados.
»Y en cuanto a cómo ha afectado esto último al tamaño de nuestros cráneos, pregunten a cualquier mujer que haya dado a luz…
En ese punto, el público se echó a reír. Jen advirtió que parte de la tensión, se reducía.
—Mientras tanto, otras especies han coleccionado sus propios catálogos de adaptaciones similares. Muchos de ellas al menos tan maravillosas como las que nos hacen sentir tan orgullosos. Pero aquí viene lo más triste. Con una excepción, la ineficaz transferencia genética entre las especies transmitida por los virus, ninguna especie animal puede beneficiarse de las lecciones duramente aprendidas por otra especie. Hasta ahora, cada una ha estado sola, cuidando de sí misma, almacenando lo que ha adquirido, sin aprender de nadie más.
»Lo que yo propongo es transformar todo eso, de una vez por todas. ¡Demonios, ya lo estamos haciendo! Miren el esfuerzo de un siglo por someter las características de las plantas para transmitir, digamos, la resistencia a la peste de una especie salvaje a otra que es un cultivo alimenticio. Cojamos un solo producto, las legu-gramíneas, por ejemplo, que producen su propio hidrógeno. ¿Cuántas granjas de tierra y agua han salvado eliminando la necesidad de fertilizantes artificiales?
»O cojamos otro programa: para salvar las especies de aves que no pueden soportar el exceso de ultravioleta, insertamos codones de águila, para que sus descendientes puedan ser tan fuertes como los halcones o los azores. El feliz descubrimiento de una familia puede ser ahora compartido por todas las demás.
»O pongamos nuestros descubrimientos en el Arca de Londres, donde estamos recreando especies desaparecidas al construir lentamente un genoma de mamut lanudo con la matriz de un elefante. Algún día, una especie que lleva extinguida miles de años volverá a caminar sobre la Tierra.
Una mujer de la tercera fila alzó la mano.
—Pero ¿no es exactamente eso a lo que se oponen los gaianos radicales? Lo llaman bastardización de las especies…
Jen recordó haberse reído en ese punto.
—Los radicales no me tienen en gran estima.
Unos pocos miembros del público sonrieron entonces. Los ndebele compartían su desdén por las pullas, incluso las amenazas, de aquéllos que se proclamaban a sí mismos guardianes de la moralidad moderna.
Sin duda, la idea original que se escondía tras la invitación de ir allí había sido su prestigio. El sur de África sufría un aislamiento parcial de la cada vez más tensa red de comercio y comunicación mundial, sobre todo porque la commonwealth todavía practicaba políticas raciales y económicas abandonadas desde hacía tiempo en otras partes. Sin duda les sorprendió que la premio Nobel aceptara. La visita causaría algunos problemas a Jen cuando regresara a casa.
Pero había merecido la pena. Había visto promesas en este lugar. Aislados como estaban, estos arcaicos socialistas-racialistas afrontaban los problemas familiares de forma realmente única. A menudo formas equivocadas, pero intrigantes en cualquier caso. Tenían la gran ventaja de que no les preocupaba lo que pensaba el resto del mundo. De esa forma, se parecían en gran medida a la propia Jen.
—Lo que me importa es el todo —había replicado entonces—. Y el todo depende de la diversidad. Los radicales tienen razón en eso. La diversidad es la clave.
»Pero no tiene por qué ser la misma diversidad que existía antes de la humanidad. De hecho, ya no puede ser la misma. Vivimos en un tiempo de cambios. Unas especies desaparecerán y otras ocuparán su lugar, como ya ha sucedido antes. Un ecosistema petrificado sólo puede convertirse en un fósil.
»Debemos ser lo bastante inteligentes para minimizar el daño y luego acuñar una nueva diversidad, una capaz de sobrevivir en un mundo extraño y nuevo.
Entre el público hubo algunos que parecieron confusos o resentidos. Otros asintieron mostrando su acuerdo. Pero uno, el muchacho de la primera fila, se la quedó mirando aturdido. Todo el tiempo Jen se estuvo preguntando qué había dicho para afectarle tanto.
Jen volvió al presente cuando el director Mugabe pronunció su nombre por encima del ritmo de los tambores. Parpadeó, momentáneamente desorientada, mientras él la asía amablemente por los codos y la ayudaba a levantarse. Mujeres sonrientes, vestidas con trajes brillantes, la instaron a avanzar. Sus dientes blancos y perfectos resplandecían bajo la ondulante luz de las antorchas.
Jen suspiró al comprenderlo. Siendo la mujer más vieja de entre las presentes, y la invitada de honor, no podía rehusar a oficiar el sacrificio, no sin insultar a sus anfitriones. Así que ejecutó los movimientos, se inclinó ante el Orbe de la Madre, aceptó el trigo molido y sirvió el agua pura.
Mucha gente había aceptado esta secta, movimiento, Zeitgeist, como lo llamaran. Era algo amorfo, sin centro ni dogma oficial. Sólo unos pocos de los que prestaban homenaje a la Madre lo hacían pensando que era una religión.
De hecho, muchas fes más antiguas habían tomado la medida simple y efectiva de introducir rituales gaianos en las suyas. Los católicos alteraron las celebraciones a la Virgen, de forma que María tomaba ahora un interés mucho más vigoroso en el bienestar planetario de lo que lo había hecho en los días de Chartres o Nantes.
Sin embargo, Jen sabía de muchos para quienes esto era más que una mera declaración o movimiento. Más que una simple manera de expresar reverencia a un mundo en peligro. Había radicales para quienes el culto a Gaia era una iglesia militante. Veían un regreso de la vieja diosa de la prehistoria, lista por fin para terminar el destierro al que la habían sometido las brutales deidades masculinas, Zeus, Shiva, Jehová y los espíritus guerreros idolatrados antaño por los ndebele. Los gaianos radicales no contemplaban ningún acercamiento «moderado» para salvar la Tierra. La tecnología y el «malvado principio masculino» eran los enemigos a batir.
Malvados principios masculinos, y un cuerno. Los hombres tienen su utilidad.
Por algún motivo, Jen pensó en su nieto, cuyas obsesiones con los mundos gemelos de la abstracción y la ingeniería eran esterotipos de lo que los radicales llamaban la «ciencia fálica». Hacía algún tiempo que no sabía nada del muchacho. Se preguntó qué estaría haciendo Alex.
Probablemente algo terriblemente estúpido, algo que sacudirá los cimientos de la tierra, si es que lo conozco bien.
Pronto llegó el acto final de la velada: la Purificación. Jen sonrió y tocó una a una las ofrendas traídas por niños y adultos. Cada uno presentó una cesta de mimbre que contenía trozos rotos de la arqueología mundana.
Trozos de lata, enchufes rotos, pedazos de duro plástico irrompible. Una cesta estaba casi llena con viejas latas de cerveza, todavía brillantes treinta años después de que las hubieran prohibido en la Tierra. Cada colección era el trabajo de un miembro de esta comunidad, ejecutado en su tiempo libre a lo largo de muchos meses. Cada cesta guardaba la basura contenida en un metro cuadrado de suelo, cribada concienzuda y amorosamente hasta que ningún rastro de manufactura humana fuera detectable, a tanta profundidad como el tiempo, la fuerza y la piedad del individuo permitieran. De esta forma, cada persona devolvía un trocito del planeta a su estado natural.
Pero ¿qué era natural? Desde luego, no los contornos de la tierra, que habían sido erosionados y transformados por completo por la acción humana.
No las acequias, cuyas aguas nunca serían iguales, a pesar de que las leyes antivertidos habían sido reforzadas y los inspectores garantizaban el preciado marchamo «pura e inmaculada». Eso solamente significaba que el contenido de metales pesados y complejos petro-orgánicos era demasiado escaso para afectar la salud de los humanos en un lapso de tiempo normal. Desde luego, no significaba «natural».
Especialmente, la palabra no se aplicaba a ese complicado organismo vivo conocido como suelo. Despojado de incontables especies nativas, lleno de invasores traídos a propósito o inadvertidamente de otros continentes, desde gusanos de tierra a rotíferos y pequeños hongos y bacterias, el barro de algunos sitios subsistía y en otros moría, entregando su polvorienta sustancia a los vientos. Victorias, derrotas y empates microscópicos se libraban en cada hectárea por todo el globo, y en ninguna parte podría decir un purista que el resultado fuera «natural».
Jen miró por encima del hombro izquierdo para ver las centelleantes torres de Kuwenezi. El arca principal estaba a oscuras, pero su gran cara de cristal reflejaba la luna como una hermana ondulante. Dentro de aquellos hábitats artificiales dormían plantas y animales rescatados de un centenar de ecosistemas condenados. Para los radicales, las arcas eran prisiones glorificadas, meros sobornos a la conciencia preocupada de la humanidad, a fin de que la matanza de la naturaleza pudiera continuar.
Sin embargo, para Jen las grandes arcologías no eran cárceles, sino enfermerías.
Nadie puede impedir el cambio, sólo guiarlo.
Los radicales tenían razón en una cosa, desde luego. Lo que por fin surgiera algún día de aquellas torres de cristal no sería lo mismo que había entrado. Las declaraciones públicas de Jen (que no encontraba aquello trágico en sí mismo) aseguraban la continuidad de las cartas llenas de odio, incluso amenazas de muerte, por parte de los seguidores de una secta que ella misma había ayudado a fundar.
Que así sea.
La muerte no es más que otro cambio. Y cuando la Madre necesite mi fósforo, se lo daré sin pesar.
La secta local, por supuesto, sostenía que la auténtica tez de Gaia debía ser la de la tierra pura y fecunda, y sin embargo no parecieron preocupados por el tono pálido de su piel. Cuando Jen alzó las manos, llevaron sus ofrendas a los enormes depósitos recicladores, esperando bajo las estrellas. Cuando la última contribución cayó al interior, se alzó un grito de celebración que conmemoraba la salvación de varios miles de metros cuadrados.
Esta ceremonia tenía deliciosas idiosincrasias, pero en esencia era similar a otras que había oficiado antes, desde Australia a Smolensk. En todos esos lugares, la gente daba por hecho que ella era una representación adecuada, una doble de la propia Gaia.
Sólo una representación. Jen sonrió, ofreciendo su bendición y perdonando su error. Los tambores volvieron a tronar, y los bailarines reemprendieron sus ejercicios. Pero durante un momento, Jen observó la luz de las antorchas, que jugaba sobre las caras y las torres de cristal de más allá.
Hombres de hoy, rendís homenaje a la Madre como «parábola». Y yo no soy más que una doble, para una idea abstracta.
Bien, ya veremos eso, hijos míos. Ya lo veremos.
Había plantado semillas durante su visita. Algunas germinarían, quizás incluso acabarían floreciendo.
El joven de las vendas volvió a aparecer. Ella lo vio sentado al otro lado, con sus compañeros babuinos apoyados contra sus rodillas. La saludó con un movimiento de cabeza cuando Jen le sonrió, y la anciana tuvo un súbito y claro recuerdo de su última pregunta, el día anterior, por la tarde, en la sala de conferencias.
—Habla de muchas posibilidades, doctora Wollinga —había dicho él entonces—. Tal vez podamos hacer algunas de esas cosas… o incluso todas ellas, ¿no?
»Pero ¿no tendremos también que renunciar a algo a cambio? Dicen que no existe un almuerzo gratis. ¿Qué nos costará todo eso, doctora?
Jen recordó haber pensado: «Qué muchacho tan listo». Comprendía que nunca había nada fácil, cosa que su propio nieto no parecía entender, no importaba las veces que el mundo le golpeara en la cabeza. Pobre Alex.
No, pensó Jen. La humanidad tendrá que renunciar a más de una cosa, si hay que salvar la Tierra. Puede que descubramos, al final, que los viejos dioses tenían razón después de todo. Nada que merezca la pena se consigue sin un sacrificio.
Jen sonrió al muchacho, a todos ellos. Abrió los brazos, bendiciendo a los bailarines, al público, a los animales de las arcas y el paisaje destruido.
El sacrificio, hijos míos, puede que seamos nosotros mismos.