CORTEZA

—Vigilando, siempre vigilando…, vejestorios de ojos saltones. En cuanto pueda, me largo a la Patagonia, ¿os enteráis? Allí es donde está el crecimiento juvenil. Más frutas maduras como nosotros, Cuzz. Y no tantas momias, viejas manzanas podridas que se sientan y apestan y te miran…

Remi estaba de acuerdo con las palabras de Crat. Los tres recorrían un sendero de grava del parque. Roland también expresó su aprobación dando a Crat un golpe en el hombro.

—Eso sí que es hablar, tronco.

Lo que había provocado el súbito estallido de Crat fue la visión de otra babushka más que los escrutaba desde un banco situado bajo la sombra de uno de los árboles mientras Remi, Roland y Crat se levantaban de otro donde habían estado fumando. En el mismo instante en que aparecieron a la vista, la anciana hizo a un lado sus agujas de ganchillo y los atravesó con la mirada opaca y saltona de sus lentes Verd-Vis, contemplándolos como si fueran rarezas o alienígenas salidos de un vid de espacio-fic, en vez de tres tipos perfectamente normales que daban una vuelta sin molestar a nadie.

—¡Ay, ay! —gimió Remi sarcásticamente—. ¿Será mi aliento? Tal vez ella huela… ¡a tabaco!

—No es guasa, colega —replicó Roland—. Algunas de esas nuevas gafas tienen sensores olfativos. He oído decir que los vejestorios de Indianapolis quieren poner en la lista restrictiva incluso el que se cultiva en casa.

—¿No bromeas? ¿El tabaco también? Vámonos de aquí, chaval. Tengo que pirarme de este estado.

—¿Colonos en marcha, Remi?

—Colonos en marcha.

La mirada empeoró mientras se acercaban. Naturalmente, Remi no podía ver los ojos de la babushka. Sus pulidas lentes Verd-Vis no tenían que centrarse en nadie para conseguir una buena grabación. Sin embargo, ella irguió la barbilla y los miró directamente, remarcando agresivamente el detalle de que sus aspectos, todos los movimientos que hacían, estaban siendo transmitidos a la unidad de su casa, situada a varias manzanas de allí, y en directo.

¿Por qué tienen que hacer eso? Para Remi, era como una provocación. Desde luego, nadie podría confundir la tensa expresión de la anciana por amistosa.

Remi y sus amigos habían prometido a sus supervisores tribales locales no perder los nervios con «ciudadanos mayores de la guardia vecinal». Remi lo intentaba, en seno. Es sólo otra viejales. Ignórala.

¡Pero había tantos puñeteros viejos! Según el censo de la Red, uno de cada cinco americanos tenía más de sesenta y cinco años. Y era mucho peor en Bloomington, como si los viejos fueran una mayoría dominante y se dedicaran a escudriñar cada punto en sombras con sus sombreros electrónicos y sus gafas-escáners, vigilando desde los porches, vigilando desde los bancos, vigilando desde los céspedes…

Fue Crat quien perdió su contención mientras se acercaban a aquella inspección.

—¡Eh, abuelita! —gritó de repente. Hizo una florida reverencia—. ¿Por qué no grabas esto?

Roland soltó una risita cuando Crat se quitó su sombrero vaquero de paja para mostrar un chillón tatuaje en el cuero cabelludo.

Las risas se redoblaron cuando ella reaccionó. Un súbito movimiento de sorpresa y repulsión sustituyó a aquella vidriosa mirada. Se dio la vuelta y se marchó.

—¡Sorprendente! —gritó Roland, imitando al más fastidioso de sus maestros de conducta adolescente del Instituto J. Quayle. Continuó hablando con acento del Medio Oeste—. Debe advertirse que la innovación totémica de esta pequeña banda urbana consiguió su efecto deseado… ¿Cuál era? ¿Quién lo sabe?

—¡El valor de la sorpresa! —gritaron los tres al unísono, dando palmadas y celebrando una victoria menor sobre su enemigo natural.

Si se estaba acostumbrado, se podía romper la mirada de una babushka con un gesto obsceno o mostrando los músculos, ambas formas protegidas de autoexpresión. Pero los vejestorios eran cada vez más difíciles de impresionar. Hoy en día, cuando se lograba que uno de ellos interrumpiera aquel horrible y silencioso escrutinio era un triunfo que merecía la pena de ser saboreado.

—¡Freón! —maldijo Crat—. Por una vez me gustaría coger a un vejestorio gafotas con los sensores quemados y ninguna grabadora. Entonces le enseñaría que no es correcto espiar.

Crat enfatizó su razonamiento golpeando la palma con el puño. Hoy, como estaba nublado, había cambiado su Stetson normal por una simple gorra de béisbol, una prenda aceptable para un Colono. Sus gafas de sol, como las de Remi, tenían montura metálica y las utilizaba estrictamente para protección ocular. No había en ellas nada electrónico. Eran una forma de repudiar la rudeza de la Norteamérica geriátrica.

—Alguna gente tiene demasiado tiempo libre —comentó Roland mientras los tres pasaban junto a la babushka, rozando apenas el límite de veinte centímetros que violaría su «espacio personal». Algunos viejos estaban provistos de radar, incluso de sonar, para captar hasta la infracción más inocente. Se salían del camino para tentarte, creando lentos cuellos de botella en las aceras cada vez que veían a gente joven apresurándose para llegar a alguna parte. Colapsaban las escaleras mecánicas, actuando como si esperaran que los empujaras y les dieras cualquier excusa para apretar el avisador de la policía, o conectar la alarma, o remitir una larga lista de cargos por molestarlos.

Hoy en día, en Indiana, los jurados estaban compuestos principalmente por gente nacida en el siglo veinte. Vejestorios jubilados que parecían pensar que la juventud era un crimen en sí. De forma natural, había que aceptar las interminables miradas, haciendo caso omiso cada vez que lanzaban un desafío.

—La abuelita no puede estar haciendo algo útil —rezongó Crat mientras se paraba, retorciéndose para rascarse el trasero—. Podría estar atendiendo el jardín o recogiendo basura. ¡Pero no! ¡Tiene que estar mirando!

A Remi le preocupaba que Crat pudiera estallar otra vez. Incluso una simple equivocación podría significar una multa de cuatrocientos cincuenta dólares, y a pesar de que la abuela había desviado la mirada, aquellos sensores seguían en activo.

Por suerte, Crat dejó que Remi y Roland lo arrastraran hasta detrás de uno de los formales setos, donde se perdieron de vista. Entonces saltó, el puño alzado, y gritó, impulsado por la nicotina y la sensación de su pequeña aunque dulce victoria.

—¡Yah, tomodachis! ¡Patagonia, sí! —estalló Crat—. ¿No sería colosal? Chavales como nosotros son los dueños de todo aquello.

—No como aquí, en la tierra de los viejos y el hogar de la tumba —coincidió Remi.

—¡Y que lo digas! He oído que es incluso mejor que Alaska, o que Tasmania.

—¡Mejor para los Colonos! —canturrearon Roland y Remi al unísono.

—¿Y la música? La de fuego-fire es la única que los Yakuti Bongo-Crema no pueden soportar.

A Remi no le importaba gran cosa aquello. Le gustaba la idea de emigrar por otros motivos.

—No, troncos. Patagonia es sólo el primer paso. Es un sitio de paso, ¿sabéis? Cuando abran la Antártida, los colonos de la Patagonia tendrán que dar el salto. Sólo cruzar el charco. —Suspiró—. Tendremos tribus nuevas, tribus reales cuando el hielo se funda. Haremos las cosas a nuestro modo. Auténtica libertad. Auténtica gente.

Roland lo miró de reojo. Unos cuantos meses atrás habían sido calificados de banda juvenil, lo cual significaba clases obligatorias de conducta tribal. Eso estaba bien, pero a los amigos de Remi a veces les preocupaba que pudiera escuchar en serio lo que decían los profes. Y a veces tenía que combatir aquella tentación, la tentación de sentirse interesado.

No importaba. Era una buena tarde para estar con los amigos, deambulando por el parque. Ya había pasado el sofocante calor del mediodía, cuando los que no tenían aire acondicionado buscaban sombra en el parque para echar sus siestas, y ahora mismo había poca gente en aquella zona. Sólo un par de tipos con aspecto de vagabundos, tendidos y roncando bajo las olorosas adelfas. Desde donde estaba, Remi no podía distinguir si eran aturdidos o deslumbrados. Como si la diferencia importara.

—Auténtica intimidad, tal vez —coincidió Roland—. Asegúrate de que esté en la constitución, Rem, si te nombran para redactarla.

Remi asintió vigorosamente.

—¡Requete-okay! ¡Intimidad! Nada de mirones vigilando todos tus movimientos. Vaya, he oído decir que en el siglo veinte…, oh, mierda.

Aburrido con la charla, Crat había vuelto a pasarse. Con nadie a la vista desde esta parte, empezó a dar porrazos a una fila de cubos de basura de muchos colores, golpeando sus costados de plástico con un palo, mientras saltaba para bailar sobre las tapas.

Dulce transpiración… Dulce inspiración… —canturreaba Crat, siguiendo el último éxito de Fer-O-Mona.

Olería la endurece… —contraatacó Roland, llevado también por la excitación. Dio palmadas al compás.

Remi dio un respingo, esperando que cualquiera de los cubos se derrumbara de un momento a otro.

—¡Crat! —llamó.

—Maldita sea, ¿qué? —cantó su amigo desde lo alto, bailando sobre el contenedor verde, sacudiendo su contenido de recortes de hierba y abono orgánico.

—Si lo rompes, lo pagas —recordó Remi.

Crat remedó un escalofrío de temor.

—Mira alrededor, colega. No hay mirones cívicos, gallina. Y los polis necesitan órdenes de arresto. —Saltó al contenedor azul destinado a los metales, haciendo que las latas y demás quincalla resonaran.

Cierto, no había ninguna cara de ojos saltones cerca. Y la policía se veía limitada en formas que no se aplicaban a los ciudadanos… aunque incluso los pulgones de los matorrales cercanos podrían estar transmitiendo su conducta al oficial juvenil de Crat, en directo.

—Un perfume para la casa, y la peste para la calle…

Remi intentó relajarse. De todas formas, ¿qué daño podía hacer Crat? Sólo se estaba divirtiendo un poco, eso era todo. Sin embargo, alcanzó su límite cuando Crat empezó a dar patadas a los envoltorios y celu-revistas del contenedor reciclador de papel. Las multas por faltas de conducta eran casi insignias de honor, pero los delitos con corrección obligatoria eran otra cosa.

Remi se apresuró a recoger la basura.

—Bájalo de ahí, Rollie —ordenó por encima del hombro mientras perseguía una revoloteante página impresa.

—¡Oh, vamos! ¡Dejadme en paz! —gritó Crat cuando Holland lo cogió por los tobillos y lo sacó del último contenedor—. No sois enrollados. Sólo…

La queja se cortó en seco, como ahogada. Mientras recogía los últimos trozos de papel, Remi oyó aplausos rítmicos en el sendero. Alzó la cabeza y vio que ya no estaban solos.

Llagas sangrantes, maldijo para sí. Sólo nos faltaban los Chicos de Ra.

Seis de ellos se encontraban en el seto situado a unos cinco metros, sonriendo y contemplando la escena: Remi agarrando su carga de papel, y Roland sosteniendo en alto a Crat como si fuera una especie de bailarina.

Remi gruñó.

Esto podría ser realmente malo.

Cada Chico de Ra llevaba colgando de la gruesa cadena que tenían alrededor del cuello el resplandeciente símbolo de su culto: un sol adornado con brillantes rayos de metal afilados como agujas. Las camisas abiertas y enmarañadas revelaban sus oscuros torsos bronceados. Los jóvenes no llevaban ninguna protección en la cabeza, naturalmente, pues aquello «insultaría a Ra, al bloquear el fiero amor de sus rayos». El tono rugoso y agrietado de sus pieles mostraba los lugares donde las cremas antionc habían cubierto las lesiones precancerosas. Lo único que permitían eran gafas de sol para protegerse de los rayos ultravioleta, aunque Remi había oído que había fanáticos que preferían quedarse ciegos poco a poco antes de permitirse aquella debilidad.

Los Chicos de Ra tenían una cosa en común con Remi y sus amigos. A excepción de los relojes, no utilizaban ninguna quincalla electrónica, desdeñando los kilos de tecno-chorradas que todo el mundo que superaba los veinticinco años parecía encantado de llevar siempre encima. ¿Qué hombre, después de todo, se fiaba de basura como ésa?

Ay, Remi no necesitaba el curso de Estudios Tribales 1 para saber que hasta ahí era donde llegaba la solidaridad adolescente en el año 2038.

—Qué canción y qué baile tan bonitos —observó el más alto de los Chicos de Ra con un mohín—. ¿Estamos preparando un nuevo programa aficionado para la Red? Decídnoslo, por favor, para que podamos sintonizar. ¿Dónde lo pondrán? ¿En el canal Gong cuatro mil tres?

Roland soltó a Crat tan apresuradamente que los Chicos de Ra volvieron a carcajearse. En cuanto a Remi, se encontraba dividido entre el temor a cometer un delito y la ardiente vergüenza de que lo hubieran sorprendido recogiendo basura como un ciudadano. Recorrer los tres pasos y ponerla en la basura sería un coste demasiado elevado para su orgullo, así que hizo una pelota y se la metió en el bolsillo, como si tuviera planes posteriores para la basura.

Otro Chico de Ra se unió al líder, avanzando.

—No, lo que tenemos aquí…, veamos…, son unas niñitas-nenitas neofem disfrazadas de Colonos. ¡Pero las sorprendimos haciendo la nenita cuando pensaban que no miraba nadie! —Este Chico de Ra parecía corto de aliento y un poco bizco. Remi supo que era un aturdido cuando lo vio sacar un inhalador y tomar una larga bocanada de oxígeno puro.

—Mm —asintió el alto, considerando la proposición—. El único problema con esa hipótesis es: ¿por qué querría nadie disfrazarse como un puñetero colono?

Remi vio que Roland agarraba al furioso Crat para contenerlo. Estaba claro que a los Chicos de Ra les encantaría tener un poco de humor físico con ellos. Y a Crat no le importaban un pimiento las probabilidades en contra.

Pero aunque no se veía ningún vejestorio vigilando ahora, seguramente había docenas que habrían grabado a ambos grupos convergiendo en este punto, crónicas que transmitirían felizmente por zap-fax a la policía, quien investigaría la pelea después de que ésta sucediera.

Y no era que las peleas fueran estrictamente ilegales. Algunas bandas con buenos programas de abogados habían encontrado trucos y recursos. Los Chicos de Ra, en particular, eran brutales en su sarcasmo: pinchaban a un tipo tanto que perdía los estribos y aceptaba encontrarse en una batalla nocturna o cualquier otra tentación suicida, sólo para demostrar que no era un gallina.

El alto se quitó las gafas de sol y suspiró. Dio varios pasitos delicados y sonrió afectadamente.

—Tal vez son gaianas disfrazadas de colonos para poder mostrar otra especie en peligro. Ooh. ¡De verdad que tengo que ver su programa! —Sus camaradas se rieron ante la imitación. Remi se preguntó cuánto tiempo podría contener Roland a Crat.

—Muy gracioso —replicó, desesperado—. No creí que fuerais capaces de ver un holoprograma con ojos como ésos.

El alto arrugó la nariz. Aceptando el débil gambito de Remi, replicó en Habla Pulida.

—¿Y qué imaginas que le pasa a mis ojos, dulce hijo de la Madre Guarra?

—¿Quieres decir aparte de la fealdad mutante? Bueno, es evidente que te estás quedando ciego, oh perro rabioso de la luz del día.

El sarcasmo dio paso a una réplica directa.

—Los rayos del sol existen para ser apreciados, gusano de tierra. Son un regalo de papá. Aunque comporten un riesgo.

—No hablaba del daño UV a tus retinas, querido señor Bizco. Me refiero al castigo tradicional por masturbarse.

¡Bingo! El Chico de Ra se ruborizó. Roland y Crat se rieron estentóreamente, quizá de una manera demasiado histérica.

—¡Te has quedado con él, Rem! —silbó Roland—. ¡Adelante!

Por los ceños fruncidos de los Chicos de Ra, Remi se preguntó si había sido una acción inteligente. Varios de ellos acariciaban sus cadenas con los brillantes y afilados amuletos. Si alguno tenía un temperamento como el de Crat…

El líder dio un paso más hacia delante.

—Eso es desconfiar de mi fuerza, oh amante físico del lodo fresco.

Remi se encogió de hombros. Ya era tarde para echarse atrás.

—Lodo fresco o mujer fecunda, todo está fuera del alcance de alguien como tú, que sólo siente la humedad de su propia palma sudorosa.

Más risas apreciativas por parte de Roland y Crat apenas impidieron que la ira del líder de los Chicos de Ra le hiciera ponerse varios tonos más oscuro. No sabía, que golpearía un nervio con eso, pensó Remi. Al parecer, este tipo tenía una vida sexual lamentable. Algunas victorias no merecen la pena el precio.

—Entonces, ¿tú eres el hombre de verdad, Joe Colono? —replicó el Chico de Ra—. Debes de ser Mister Testo. Un culo como un bebedero de patos y la puta de toda Indiana.

Aquí viene. Remi no veía ninguna forma de evitar el intercambio de códigos de la Red con este personaje, lo que a su vez conduciría a una reunión en algún sitio oscuro, sin ninguna guardia vecina para interferir.

Con una pequeña parte de su mente, Remi advirtió que el encuentro había ganado impulso siguiendo casi exactamente la curva descrita en clase por el profesor Jameson: insulto, desafío y contrarréplica, todo reforzado por la necesidad desesperada de impresionar a la banda propia: todo conducía paso a paso a la inevitable confrontación. Sería una observación interesante, si ese conocimiento hubiera permitido que Remi impidiera algo, pero no había sido así. Tal como estaban las cosas, deseaba no haber aprendido nunca nada de aquella mierda.

Se encogió de hombros, aceptando el reto del adorador de Ra.

—Bueno, ya soy lo suficientemente feo, como lo son los hombres, y no tengo que rezar pidiendo más a una gran bola de gas en el cielo. Pero desde luego, admito que tus plegarias parecen haber sido…

Remi advirtió, a la mitad del insulto, que los dos grupos se volvían hacia un sonido: un nuevo grupo había llegado al jardín. Se giró. Al menos una docena de figuras envueltas en capas blancas se acercaban por el sendero, esbeltas y gráciles. Sus colgantes, al contrario de los de los Chicos de Ra, tenían la forma de vientre del Orbe de la Madre.

—IgNor Ga —señaló con disgusto uno de los Chicos de Ra.

Con todo, Remi advirtió que los muchachos de ambos grupos se erguían, adoptando poses masculinas que debían considerar sutiles, en vez de pretenciosas. Unas risas femeninas estallaron cuando las chicas advirtieron de repente la congregación de varones ante ellas. Pero su rápido avance no se detuvo. La Iglesia Norteamericana de Gaia apenas se detenía ante nadie.

—Buenas tardes, caballeros —saludaron varias de las chicas de la primera fila, casi simultáneamente. Incluso ensombrecidas por sus caperuzas, Remi reconoció a algunas de los pasillos del instituto Quayle.

—¿Podemos interesarles en la Campaña del Billón de Árboles? —preguntó una de las consagrantes tras plantarse cara a cara ante Remi. Éste tuvo que parpadear para evitar una sofocación momentánea: la chica era arrebatadoramente hermosa.

Ella extendió la mano para que cualquiera de los muchachos cogiera uno de los brillantes chips panfleto que tenía. Hubo un estallido de risas. ¡Seguramente estas gaianas eran jóvenes e ingenuas si pensaban que iban a engatusar a los Chicos de Ra para que dieran su dinero para la reforestación!

Los colonos, por otro lado, no eran tan incompatibles ideológicamente. Aún más importante, Remi comprendió que esto ofrecía una salida posible.

—¡Vaya, sí, hermanas! —exclamó—. Podéis interesarnos. Estaba diciendo a mis amigos colonos que plantar árboles tendrá que ser nuestra principal prioridad cuando lleguemos a la Patagonia. En cuanto allá abajo haga calor. Sí, plantar árboles…

Crat aún intercambiaba miradas con el Chico de Ra de aspecto más salvaje. Tras agarrarlo por el brazo, Remi ayudó a Roland a empujarlo hacia la brillante marea de muchachas ataviadas de blanco. Mientras tanto, Remi no dejó de formular preguntas entusiastas acerca de los proyectos galanos en curso, ignorando las puyas y las risitas de los jóvenes adoradores del Sol. Los Chicos de Ra podían decir lo que quisieran. En la escala de puntos de las guerras tribales, salir con chicas ganaba a un encuentro a insultos. Aunque aquí no podía hablarse de salir con chicas propiamente. Las duras mujeres gaianas resultaban difíciles de impresionar. Ésta, por ejemplo.

—… ¿no ves que la reforestación de Amazonia es mucho más importante que plantar coníferas en la Tierra del Fuego o la Antártida? Son ecologías nuevas, todavía delicadas y pobremente comprendidas. Los colonos sois demasiado impacientes. ¡Cuando esas nuevas zonas se hayan estudiado y estén preparadas para recibir a los humanos, la batalla principal, salvar la Tierra, podría haberse perdido!

—Comprendo lo que quieres decir —reconoció Remi.

Ansiosos por culminar con éxito su escapada, Roland y él asintieron atentamente hasta que los Chicos de Ra se perdieron de vista. Entonces Remi siguió asintiendo y sonriendo a causa de la hermosa tez y la cara en forma de corazón de la muchacha. También le gustaba lo que podía apreciar de su figura bajo la túnica. En un momento determinado, hizo el ademán de depositar la basura de su bolsillo en una papelera de reciclaje marrón para dar la impresión de que recoger basura era un hábito rutinario, lo cual provocó una breve pausa de aprobación en la conferencia de la chica.

Cuando pasaron ante un grupo encapuchado de supervivientes de la plaga del cáncer, con sus sillas de ruedas, echó algunas monedas de a dólar en sus tacitas, lo que le mereció otra sonrisa de recompensa.

Animado, acabó aceptando un montoncito de folletos chip, hasta que por fin ella empezó a quedarse sin aliento cuando pasaron cerca de los raíles superconductores de la línea de rapitrenes que cruzaban el parque. Entonces se produjo un momento realmente afortunado. Un nuevo tren que llegaba descargó un puñado de escolares vestidos de uniforme en el sendero, gritando y saltando. La cascada de niños separó el tenso escuadrón de gaianas. Remi y la joven de sus sueños quedaron fuera y se hicieron a un lado bajo uno de los pilares del rapitrén. Se miraron mutuamente y compartieron una carcajada. La sonrisa de ella parecía mucho más cálida cuando abandonaba su arenga para salvar el planeta.

Pero Remi sabía que aquello sólo duraría un momento. En cuestión de segundos, las demás la reclamarían. Así, tan casualmente como pudo, le dijo que le gustaría verla personalmente y le pidió su código de Red para poder concertar una cita.

Ella, a cambio, lo miró directamente con sus apenados ojos castaños y le pidió dulcemente que mostrara su certificado de vasectomía.

—En serio —dijo, con aparente sinceridad—, no podría estar interesada en un hombre tan egoísta que insista, en un mundo de diez mil millones de personas, en que sus genes son desesperadamente necesarios. Si no has hecho lo adecuado, ¿puedes señalar algún gran logro o virtud, que justifique tu apego a…?

Sus palabras se apagaron, perplejas, cuando vio que Remi cogía el brazo de sus amigos y se marchaba rápidamente.

—¡Ya le enseñaría yo algo más importante que genes!

Crat hizo una mueca cuando escuchó la historia. Roland fue sólo levemente más condescendiente.

—Demasiada teoría metida en una cabecita tan linda. ¡Imaginaos, invadir de esa forma la intimidad de un hombre! ¡Os digo una cosa, esa periquita sería mucho más feliz y estaría mucho más calladita si fuera la esposa de un granjero!

—¡Cierto! —coincidió Crat—. Las mujeres de los granjeros lo tienen todo en la vida. Hay sitio de sobra en la Patagonia para tener montones de crios. La superpoblación está a punto de…

—¡Oh, cierra el pico! —replicó Remi. La cara aún le ardía de vergüenza, empeorado por el hecho de que la chica ignoraba obviamente lo que estaba haciendo—. ¿Crees que me importa lo que piense una jodida IgNor Ga? Sólo les enseñan cómo ser… ¿Qué?

Roland sostenía el reloj de pulsera delante de la cara de Remi y golpeaba la diminuta pantalla. Las luces destellaron y la máquina canturreó una advertencia.

Remi parpadeó. Los estaban vigilando otra vez y ahora no se trataba de alguien con Verd-Vis, sino un auténtico espía.

—Algún tokomal nos tiene puestas sus orejetas encima —informó Roland, irritado.

¡Era una cosa tras otra! Remi se sentía como un tigre enjaulado. Demonios, incluso los tigres tenían más intimidad hoy en día, en sus arcas de supervivencia salvaje, que un chico aquí en Bloomington. ¡El parque era un lugar donde podías estar tranquilo, pero eso se acabó!

Miró rápidamente alrededor, buscando al voyeur. Al sur, ciudadanos de distintas edades atendían las verduras de las estrechas franjas jardín, alquiladas por la ciudad a quienes no disponían de las azoteas necesarias. Había detectores vigilando la presencia de cazadores furtivos, pero aquellos aparatos no podían haber disparado la alarma de Roland.

Ni los niños, que corrían ataviados con visores y gafas de sol, jugando al escondite o a las carreras. Ni los hombres harapientos de veinte o treinta años que, envueltos en sábanas azafrán, pretendían estar meditando junto al estanque, pero que no engañaban a nadie ya que usaban técnicas de biofeedback para aliviar su insaciable adicción a la masturbación, enganchados a la endorfina liberada por sus propios cerebros.

Había también otros adolescentes alrededor, aunque ninguno lucía los colores de las bandas: la mayoría silenciosa y aburrida, que no se perdía en la sombra ni se drogaba, estudiantes vestidos según la moda y la conformidad, con poca cosa en la mente; algunos incluso llevaban patéticos estandartes para la competición de esta noche de B-cesto entre los Fighting Golfers y los Letterman High Hecklers.

Entonces avistó al vejestorio, un hombre esta vez, apoyado contra uno de los finos tallos de un colector de fotocélulas solares, quien les miraba directamente a los tres. Y, naturalmente, entre los grises rizos esparcidos bajo su sombrero blanco, Remi distinguió un fino cable, que conducía desde un auricular a un chaleco hecho de algún tejido sonomagnético.

Los muchachos reaccionaron a esta nueva provocación encaminándose directamente hacia el mirón. Mientras se acercaban, Remi distinguió los lazos de veterano de la Guerra Helvética en su pecho, con grupos de radiación y patógenos. Mierda, pensó. Los veteranos son los peores. Sería difícil conseguir ningún punto con éste.

Entonces Remi advirtió que el tipo ni siquiera llevaba anteojeras. Naturalmente, podía estar transmitiendo a través de sensores más pequeños, pero rompía la imagen esperada, sobre todo cuando se quitó incluso las gafas de sol al verlos aproximarse, y les sonrió.

—Hola, chicos —saludó amigablemente—. Supongo que me habéis pillado fisgoneando. Os debo una disculpa.

Por hábito, Crat entró en la zona personal del tipo, aunque se tambaleó un poco al mostrar el tatuaje de su cuero cabelludo. Pero el vejestorio no respondió como cabía esperar, recurriendo al avisador de la policía. En cambio, se rió en voz alta.

—¡Precioso! ¿Sabéis? Una vez tuve un camarada, un comando ruski era. Murió al saltar sobre Liechtenstein, creo. ¡Tenía un tatuaje como ése, sólo que lo llevaba en el culo! También sabía hacerlo bailar.

Remi agarró el brazo de Crat cuando el idiota parecía a punto de lanzarse.

—Sabrá usted que usar un oído grande es ilegal si no lleva un cartel para advertir a la gente. Podríamos denunciarle, amigo.

El vejestorio asintió.

—Bastante justo. He violado vuestra intimidad y aceptaré ser juzgado in situ si lo deseáis.

Remi y sus amigos se miraron mutuamente. Los geriátricos, sobre todo los que habían sufrido en la guerra, apenas usaban la palabra «intimidad» excepto como epíteto, cuando acusaban a alguien de urdir algo feo. Desde luego, Remi nunca había oído a un viejales deseoso de entablar una disputa como harían los miembros de una banda, de hombre a hombre, lejos del ojo intruso de la Red.

—¡Mierda, no abuelete! Si le tenemos…

—¡Crat! —exclamó Roland. Miró a Remi y éste asintió—. Muy bien. Junto a ese árbol. Usted empuje, nosotros nos columpiaremos.

Aquello provocó otra sonrisa.

—Yo usaba esta misma expresión cuando tenía vuestra edad. No la había oído desde entonces. ¿Sabíais que las frases de argot a menudo vienen y van en ciclos?

Charlando amistosamente sobre las extravagancias de las modas del lenguaje desde sus buenos tiempos, el tipo los condujo hacia su tribunal al aire libre, dejando atrás a un sorprendido Remi, que de pronto se veía asaltado por la idea de imaginar a este resto arrugado y anciano de joven, tan rebosante en su momento de hormonas y furia como ellos ahora.

Lógicamente, Remi supuso que podría ser posible. Tal vez algunos carcamales aún recordaban el pasado con un poco de vaga nostalgia. Pero entonces no podía ser tan malo ser joven, pensó amargamente. Había cosas que un tipo como yo podía hacer. Los viejos petardos no lo controlaban todo.

¡Demonios, al menos tenía una guerra donde luchar!

Después del holocausto helvético, la aterrada comunidad internacional actuó por fin para impedir más grandes guerras y puso manos a la obra en los tratados de inspección. Pero aquello no le parecía una buena solución a Remi. El mundo se iba derechito al infierno de todas formas, sin desviarse. ¿Por qué no hacerlo entonces de una forma que al menos sería honorable e interesante?

No caer mansamente a la noche definitiva… La clase de poesía era lo único que le gustaba realmente. Sí. Allá en el siglo veinte había algunos tipos que tenían lo que hay que tener.

Desde un promontorio divisaron gran parte del centro comercial de Bloomington, una línea de rascacielos todavía dominada por torres conservadas desde el siglo veinte, aunque vanas de las más recientes se alzaban como pendientes hacia el cielo. De alguna parte más allá de los límites del parque llegaba el ubicuo sonido de los martillos neumáticos mientras la ciudad libraba su guerra interminable e inútil contra la ruina, renovando aceras ajadas y alcantarillas diseñadas originalmente para durar cien años, todo ello hacía ya más de un siglo, cuando cien años debía de parecer toda una eternidad. Bloomington parecía agotada, como cualquier otra ciudad, en cualquier parte.

—Me gusta escuchar a la gente, observarla —explicó el vejestorio mientras se sentaba ante ellos con las piernas cruzadas, mostrando una sorprendente agilidad.

—¿Y qué? —Roland se encogió de hombros—. Ustedes los vejestorios siempre escuchan y observan. Nada más.

El viejo sacudió la cabeza.

—No, ellos miran y graban. Es distinto. Fueron educados en una época narcisista y pensaban que vivirían eternamente. Ahora compensan el deterioro de sus cuerpos librando una guerra de intimidación contra los jóvenes.

»Oh, empezó como una forma de lucha contra el crimen callejero, con jubilados recorriendo las calles con videocámaras y burdas sirenas. Y la pose de los mayores funcionó sin duda, hasta el punto de que los delincuentes no podían robar nada o atacar a nadie en público sin que los grabaran en cinta.

»Pero después de que las oleadas de crímenes se acabaran, ¿se terminó la paranoia? —Sacudió enérgicamente su cabeza gris—. Veréis, todo es relativo. Así es como funciona la mente humana. Hoy en día la gente mayor, los vejestorios como nos llamáis, imaginan amenazas donde ya no existen. Se ha convertido en una tradición. Están tan ocupados manteniendo a raya posibles problemas, desafiando amenazas antes de que se materialicen, que casi retan a jóvenes como vosotros…

—Eh, abuelete —interrumpió Roland—. Aprendemos todo eso en la clase de Tribus. ¿Adónde quiere llegar?

El viejo se encogió de hombros.

—Tal vez la pretensión de que aún hay una necesidad para una guardia vecinal les hace sentirse útiles. Hay un refrán que he oído: los viejos encuentran sus propios usos para la tecnología.

—Ojalá nadie hubiera inventado nunca toda esta mierda tecnológica —murmuró Remi.

El veterano de guerra sacudió la cabeza.

—El mundo estaría muerto, muerto del todo, mi joven amigo, si no fuera por la tecnología. ¿Quieres volver a las granjas? ¿Enviar a diez mil millones de personas a depender de la agricultura para su sustento? Alimentar al mundo es ahora un trabajo de expertos cualificados, muchacho. Sólo dejarías las cosas peor de lo que ya están.

»La tecnología también resolvió con el tiempo los peores problemas de las ciudades: la violencia y el aburrimiento. Ayuda a la gente a tener una infinidad de aficiones inofensivas…

—¡Sí, y a espiarse mutuamente también! Ésa es una de las mayores aficiones, ¿no? ¡Cotillear y fisgonear!

El viejo se encogió de hombros.

—Puede que no te quejaras tanto si hubieras conocido la alternativa. De todas formas, no intentaba pillaros en ninguna infracción. Sólo estaba escuchando. Me gusta escuchar a la gente. Me caéis bien, chicos.

Crat y Roland se rieron con fuerza ante lo absurdo de la declaración. Pero Remi sintió un extraño escalofrío. El vejestorio parecía hablar en serio.

Por supuesto, el profesor Jameson repetía hasta la saciedad que era un error generalizar: «… porque pertenecéis a bandas, y eso os hace verlo todo de otra manera. Los jóvenes varones lo hacen cuando se enzarzan en un lazo grupal nosotros-contra-ellos. Tienen que estereotipar a sus enemigos, deshumanizarlos. El problema es verdaderamente preocupante en esta zona de la ciudad, donde el conflicto jóvenes-viejos ha derivado…».

Todo el mundo odiaba a Jameson, los grupos de chicas y los de chicos, y asistían a sus clases sólo porque era necesario un pase para tener la esperanza de conseguir una tarjeta de autosubsistencia, como si la mitad de los chicos fuera a graduarse alguna vez. Mierda.

—Me caéis bien porque recuerdo cómo fueron las cosas para mí —continuó el vejestorio, imperturbable—. Recuerdo cómo pensaba que podía doblar el acero, derribar imperios, joder con harenes, incendiar ciudades…

Cerró un instante sus arrugados párpados, y cuando volvió a abrirlos, Remi sintió que un súbito escalofrío le recorría la espalda. El viejo parecía estar mirando más allá del tiempo y el espacio.

—E incendié ciudades, ¿sabéis? —continuó en voz baja.

Remi supo de algún modo que el viejo estaba recordando cosas mucho más vividas de lo que él podría encontrar en su almacén de recuerdos. De repente, se sintió palidecer de envidia.

—Pero claro, cada generación debe tener una causa, ¿no? —prosiguió el vejestorio, librándose de los recuerdos—. La nuestra fue terminar con los secretos. Por eso combatimos a los banqueros, los burócratas y los mafiosos, y a todos los malditos socialistas para sacarlo todo a la luz, de una vez por todas, para detener todos los asuntos bajo cuerda.

»Pero ahora nuestra solución está causando otros problemas. Es lo que pasa con las revoluciones. Cuando os oí hablando de intimidad, como si fuera algo sagrado… Dios mío, eso me hizo recordar. ¡Me acordé de mi propio padre! La gente solía hablar así a finales del siglo veinte, hasta que mi generación se dio cuenta del timo…

—¡La intimidad no es ningún timo! —exclamó Roland—. ¡Es simple dignidad humana!

—¡Sí! —añadió Crat—. No tienen derecho a seguir todos los movimientos de la gente.

Pero el viejo alzó una mano, conciliador.

—¡Eh, estoy de acuerdo! Al menos en parte. Lo que intentaba decir es que mi generación fue demasiado lejos. Derrocamos el mal del secreto, de las cuentas corrientes numeradas y los tratos ocultos, pero ahora vosotros lamentáis nuestros excesos y los sustituís con algo vuestro.

»Pero, en serio, ¿qué haríais si pudierais saliros con la vuestra? No se puede prohibir sin más la Verd-Vis y los otros avances tecnológicos. No se puede volver a meter al genio en la botella. El mundo tuvo una elección. Dejar que los gobiernos controlaran la tecnología vigilante o permitir que la tuviera todo el mundo. ¡Dejar que todo el mundo fisgoneara al vecino, incluyendo al propio gobierno! Lo digo en serio, amigos. Ésa fue la elección. No había otra alternativa.

—Venga ya —masculló Roland.

—Muy bien, decidme una cosa. ¿Volveríais a la ilusión de las mal llamadas leyes de protección a la intimidad, que sólo daban a los ricos y poderosos el monopolio sobre los secretos?

Crat sonrió.

—Tal vez. Al menos, cuando tenían un monopolio, no eran tan descaradamente ofensivos. La gente podía pretender al menos que estaba a solas.

Remi asintió, impresionado con la breve elocuencia de Crat.

—Tiene razón. ¿Quién dijo que después de todo la vida no es más que una ilusión?

El vejestorio sonrió y replicó con sequedad:

—Sólo todos y cada uno de los filósofos trascendentes de la historia.

Remi se encogió de hombros.

—Oh, sí, claro. Lo tenía en la punta de la lengua.

El viejo se echó a reír y dio una palmada a Remi en la rodilla. De una manera extraña, el muchacho se sintió reconfortado por el gesto, como si no importara que no estuvieran de acuerdo en incontables cuestiones o que una barrera de medio siglo se alzara entre ellos.

—Maldición —se lamentó el vejestorio—, ojalá pudiera llevaros a aquellos tiempos. Los tipos de mi destacamento os habrían caído bien. Podríamos haberos enseñado un par de cosas.

Para su sorpresa, Remi le creyó. Tras un momento de pausa, preguntó:

—Háblenos…, háblenos de ellos.

Los tres deliberaron más tarde, un poco apartados del árbol, mientras las sombras del crepúsculo empezaban a extenderse por el parque. Naturalmente, el viejo desconectó su aparato mientras discutían. Alzó la cabeza cuando regresaron a su lado.

—Hemos decidido cuál será la pena por invadir nuestra intimidad —dijo Roland, hablando en nombre de todos.

—Aceptaré su justicia, señores —respondió el viejo, inclinando la cabeza.

Incluso Crat sonrió cuando Roland dictó sentencia.

—Tiene que volver aquí la semana que viene, a la misma hora, para contarnos más cosas de la guerra.

El viejo asintió, obviamente complacido.

—Me llamo Joseph —se presentó, extendiendo la mano—. Y estaré aquí.

Durante las siguientes semanas, mantuvo su promesa. Joseph les contó historias que nunca habían imaginado, ni siquiera después de ver un millar de hipervídeos. Sobre la escalada a los Apeninos, por ejemplo, y luego la llegada a Berna, avanzando a través de gas e insectos y lodo radiactivo. Describió cómo tenían que detectar trampas casi a cada metro y descubrir a los mercenarios de los banqueros cada diez o así. También les habló de los camaradas que morían a su lado, ahogándose en su propio vómito mientras escupían los pulmones, todavía suplicando que los dejaran avanzar un poco más, para ayudar a llevar a su fin la Última Guerra.

Les habló de la caída de Berna y del último jadeo de los Gnomos, cuya amenaza de «llevarse al mundo por delante» resultó estar respaldada por trescientas bombas de torio-cobalto, y que fueron desconectadas sólo cuando los reclutas suizos volvieron por fin sus rifles contra sus propios oficiales y salieron de sus refugios con las manos en alto, a la luz de un nuevo día.

A medida que la primavera daba paso al verano, Joseph se apiadó de la futilidad de los institutos, a pesar de hallarse bajo un «nuevo plan de educación» que suministraba por la fuerza a los estudiantes montones de información supuestamente «práctica», pero que no hacía ningún bien a nadie de todas formas. Los dejó sin habla cuando les contó cómo eran antiguamente las chicas, antes de que les enseñaran toda aquella basura moderna sobre psicología, y «criterios de elección sexual».

—Locas por los chicos, así es como estaban, mis jóvenes tomo-dachis. Ninguna chica quería que la vieran ni un momento sin novio. Era donde mostraban lo que valían, ¿sabéis? Su alfa y omega. Hacían cualquier cosa por ti y se creían todo lo que les dijeras mientras prometieras que las amabas.

Remi sospechaba que Joseph estaba exagerando. Pero no importaba. Aunque todo no fuera más que un montón de semen de toro, sonaba estupendo. Por primera vez en su vida, contempló la perspectiva de hacerse mayor, de vivir más allá de los veinticinco años, con apenas una vaga sensación de horror. La idea de ser algún día como Joseph no parecía tan horrible, siempre y cuando tardara mucho tiempo en suceder, y suponiendo que mientras llevara a cabo tantas cosas como había hecho Joseph.

Era la profesión de soldado lo que fascinaba a Roland. Su sentido de la camaradería y sus tradiciones. A Crat le encantaba oír hablar de lugares distantes y escapar de las tensas estructuras de la vida urbana.

Pero en cuanto a Remí, sentía que estaba ganando algo más, el principio de una confianza en el tiempo.

Joseph era también una gran fuente de consejos prácticos: sutiles retruécanos verbales que nadie había oído en Indiana desde hacía años, pero que podían caer como bombas inteligentes entre los enemigos de la banda, para estallar minutos o incluso horas más tarde con efectos devastadores.

Un día se encontraron en el parque con el mismo grupo de Chicos de Ra y los dejaron confundidos rascándose la cabeza remisos ante la idea de volver a meterse con los colonos.

Roland hablaba de unirse a la Guardia, y de intentar enrolarse en una de las unidades de las fuerzas de pacificación.

Remi empezó a buscar textos de historia en la Red.

Incluso Crat parecía ahora más reflexivo, como si cada vez que estuviera a punto de perder el control se detuviera a pensar lo que diría Joseph.

Ninguno se preocupó demasiado cuando Joseph dejó de aparecer un sábado. Pero a la segunda ausencia inexplicada, Remi y los demás se inquietaron. En casa, sentado ante su ordenador, Remi escribió un rápido programa hurón buscador y lo envió a la Red.

El hurón regresó dos segundos más tarde con la necrológica del anciano.

La ceremonia de conversión en abono fue pacífica. Asistieron unos pocos nietos adultos de aspecto indiferente, ansiosos por estar en cualquier otra parte. Si hubieran sido propensos a llorar, Remi, Roland y Crat habrían sido los únicos en derramar lágrimas.

Ciertamente, Joseph había disfrutado de una larga vida.

—Si alguien ha tenido una vida completa, ése he sido yo —dijo una vez.

Y Remi le creía.

Sólo espero hacer la mitad de cosas que él, pensó.

Por tanto, fue como si hubiera recibido un disparo cuando Remi respondió al mensaje de su ordenador una tarde, y encontró allí una nota de Roland.

NUESTROS NOMBRES APARECEN LISTADOS EN UNA GUÍA DE PROGRAMAS DE LA RED…

—¡Bravo! —rió Remi.

La ley decía que cada vez que alguien aparecía en la Red, tenía que entrar en las listas. Eso hacía que cada directorio mundial semanal contuviese más datos que todas las bibliotecas del mundo antes de 1910.

—Probablemente será algún graduado del Quayle haciendo una versión Red del libro del año…

Pero su risa se cortó en seco cuando leyó el resto.

ESTÁ EN UNA RED DE DATOS DE RECUERDOS PARA LOS VETERANOS DE GUERRA Y ADIVINA QUIÉN APARECE LISTADO COMO AUTOR…

Remi leyó el nombre y sintió frío.

Vamos, no precipites conclusiones, se dijo. Podría habernos mencionado simplemente, una hermosa nota donde cuenta cómo conoció a tres jóvenes antes de morir.

Pero su corazón redoblaba mientras localizaba la dirección correcta de la Red, rebuscando capa tras capa, de lo general a lo concreto a lo superdetallado, hasta que por fin encontró el archivo, fechado hacía menos de un mes.

LOS RECUERDOS DE JOSEPH MOYERS: EPÍLOGO. MIS ÚLTIMAS SEMANAS. ENCUENTROS CON TRES JÓVENES CONFUSOS.

Luego seguía plena visión y sonido más narración, comenzando por la tarde en que se conocieron y celebraron un juicio improvisado bajo el olmo que los protegía del cielo cegador.

Tal vez alguien neutral habría considerado la reseña compasiva, amistosa. Alguien neutral podría haber descrito incluso el comentario de Joseph como cálido y amoroso.

Pero Remi no era neutral. Contempló, horrorizado, mientras su imagen, la de Roland y la de Crat aparecían por turnos, hablando de cosas privadas, secretos revelados como ante un confesor, pero recogidos de todas formas por una cámara oculta de alta fidelidad.

Escuchó, aturdido, mientras la voz pontificante de Joseph describía a los jóvenes que habían compartido sus últimas semanas.

—¿… tendría el valor de decirles que nunca irían a la Patagonia ni a la Antártida? ¿Que las Nuevas Tierras están reservadas para los refugiados de las naciones que han sufrido catástrofes? ¿Y que ni siquiera hay suficiente tundra descongelada para repartir?

»Estos pobres muchachos sueñan con emigrar a alguna tierra prometida, pero Indiana es su destino, ahora y mañana…».

Ya lo sabía, pensó Remi amargamente. ¿Pero tenías que decirle al mundo que soy lo bastante estúpido para tener un sueño? ¡Maldita sea, Joseph! ¿Tenías que revelárselo a todo el mundo?

Alguien neutral podría haber consolado a Remi. El viejo no se lo había dicho a mucha gente. En la Red, aquel vasto océano de información, era normal que la mayoría de las misivas publicadas sólo las leyeran un par de personas, aparte del propio autor. Tal vez el uno por ciento eran abordadas por más de un centenar de personas. Y menos de una entre diez mil apenas tenía suficientes espectadores, en todo el mundo, para llenar a duras penas un salón de reuniones de buen tamaño.

Tal vez todo aquello había pasado por la mente de Joseph cuando redactó su último testamento, que sólo interesaría a unos cuantos viejos como él y que nunca llamaría la atención de sus jóvenes amigos. Tal vez nunca comprendió lo lejos que había llegado la tecnología buscadora, o que otras personas, que habían crecido con el sistema, pudieran usar los directorios mejor que él.

Remi sabía improbable que las memorias de Joseph llegaran a través de buenas críticas y noticias de boca en boca, al status de best-seller. Pero eso apenas importaba. ¡Por lo que el viejo sabía, un millón de voyeurs o más podían enterarse de los ingenuos sueños de Remi!

—¿Por qué, Joseph? —preguntó roncamente—. ¿Por qué?

Entonces apareció otra cara en la pantalla, rasgos delicados enmarcados en blanco. Era una voz que Remi había conseguido desterrar de su memoria, hasta ahora.

—Lo siento, pero no podría estar interesada en un hombre tan egoísta que insista, en un mundo de diez mil millones de personas, que sus genes son desesperadamente necesarios. Si no has hecho lo adecuado, ¿puedes señalar algún gran logro o virtud…?

Remi gritó al arrojar la unidad por la ventana de su dormitorio.

Extrañamente, Roland y Crat no parecieron entender por qué estaba tan molesto. Tal vez, a pesar de toda su charla, no comprendían la intimidad. No del todo.

Sin embargo, se preocuparon por su malestar y aprendieron a no hablar de Joseph cuando cada uno recibió pequeños cheques en concepto de derechos de autor en sus cuentas, por su participación en lo que se convirtió rápidamente en un pequeño clásico documental-social. Se gastaron el dinero en sus intereses diversos, mientras que Remi lo cobró en efectivo y lo donó a la primera IgNor Ga que encontró, para el Billón de Árboles.

Y llegó un día en que encontró, una vez más, a un grupito de Chicos de Ra en el parque, esta vez sin sus amigos, sin ninguna compañía más que su soledad.

En esta ocasión la desproporción numérica no le importó en absoluto. Los rompió, de arriba abajo, usando el sarcasmo como un rifle de perdigones, asaltándolos como podría haber hecho con los mercenarios de los Gnomos, si hubiera nacido en una época en que había un trabajo honorable para los hombres valientes y un mal que podía ser combatido.

Para sorpresa de los Chicos de Ra, fue él quien exigió intercambiar códigos de Red. Fue él quien los desafió a una cita.

Sin embargo, cuando Remi se encontró más tarde con ellos, en la oscuridad tras las vías del monorraíl, ellos ya habían hecho su propia investigación en la Red y comprendían qué pasaba.

La comprensión hizo que su saludo fuera solemne, respetuoso. Su campeón intercambió saludos con Remi desde el otro lado del improvisado coso, e incluso se contuvo un rato, dejando que su torpe oponente provocara la honorable primera sangre antes de que fuera hora de terminar por fin. Luego, cumpliendo con su deber, de un miembro de la tribu a otro, dio a Remi lo que más deseaba en el mundo.

Durante semanas, los Chicos de Ra pronunciaron su nombre con honor bajo el Sol. El Sol, decían, era donde por fin se había asentado. El Sol era la casa final de los guerreros.

Las especies de seres vivos se adaptan cuando los individuos buscan nuevas formas de hacer las cosas y las transmiten a sus descendientes. Por lo general, este proceso es lento. Sin embargo, a veces, una especie abre accidentalmente una puerta a un modo completamente nuevo de existencia y entonces florece, aparta a la competencia, y provoca muchos cambios.

A veces estos cambios benefician a otras especies.

Al principio, la atmósfera de la Tierra contenía copiosas cantidades de nitrógeno, pero no de una forma que los seres vivos pudieran convertir fácilmente en proteínas. Pronto, sin embargo, una bacteria temprana encontró la combinación adecuada de trucos químicos, lo que le permitió «extraer» el nitrógeno del aire. La ventaja fue sustancial, y los descendientes de esta bacteria proliferaron. Pero otras especies se beneficiaron también. Algunas plantas desarrollaron pequeños nudos en las raíces para alojar y proteger a los inventivos microbios, y a cambio recibieron el suplemento de un fertilizante natural.

De una forma similar, en algún momento lejano, el antepasado de todas las hierbas encontró una forma de cubrir el suelo como una alfombra, con hojas duras y fibrosas que absorbían casi todos los rayos del Sol. Otras plantas se vieron mermadas por el crecimiento de las hierbas, algunas incluso hasta la extinción. Pero para algunos animales (los que hacían las contra-adaptaciones adecuadas) la llegada de la hierba abrió muchas posibilidades. Los ungulados, con estómagos múltiples y la habilidad de rumiar, pudieron alimentarse de los duros tallos y así extenderse hacia las montañas y llanuras anteriormente vacías de vida animal.

Así, también, cuando las plantas con flores llegaron, algunos helechos tuvieron que retirarse, pero las vencedoras compartieron su nueva prosperidad con todas las criaturas que reptaban, volaban y se arrastraban e iban a alimentarse del polen y a fecundarlas. Una multitud de formas noveles se extendió en nichos recién creados: insectos, aves, mamíferos… Naturalmente, a veces el invento de una especie sólo la beneficiaba a ella misma. Las cabras desarrollaron la habilidad de poder digerirlo casi todo, hasta las raíces. Proliferaron. Los desiertos se extendieron tras ellas.

Luego apareció otra criatura, cuya originalidad no tenía precedentes. Creció en número. Y al socaire florecieron otros tipos. El gato y el perro comunes. La rata. Los estorninos y las palomas. Y la cucaracha. Mientras tanto, las oportunidades escaseaban para los menos capaces de compartir los grandes nuevos nichos: grandes extensiones de campos arados y prados segados, calles y aparcamientos…

La llegada de las hierbas había dejado su marca de forma indeleble en la historia del mundo.

Lo mismo haría la Era del Hormigón y el Asfalto.