LITOSFERA

El bamboleante camión apestaba hasta el cielo.

No eran solamente los humos de su motor de gasolina. Logan Eng estaba acostumbrado a conducir equipo de construcción de alta prioridad. Los olores desprendidos por el alto octanaje eran tan familiares para él como la arena de incontables desiertos o el aroma metálico de las excavadoras y zapadoras. Incluso el hedor a sudor que inundaba la ajada tapicería hablaba de un trabajo honorable.

Pero, además, el conductor de Logan era adicto al tabaco. Peor aún, no tomaba su nicotina en píldoras o en spray. No, Enrique Vázquez fumaba trocitos de hojas arrancadas envueltas en papel, inhalando los cenicientos vapores con profundos suspiros de satisfacción. Logan contemplaba fascinado el ascua encendida que parecía dispuesta a caer de un momento a otro de la punta del cigarrillo de Enrique. Hasta entonces, mientras atravesaban el accidentado paisaje vasco, aquel hipnotizante trozo de ceniza no había provocado todavía una catástrofe. Pero no podía dejar de imaginarlo caído entre las tablas del suelo, y encendiendo allí una gran bola de humos de petróleo dispuesta a explotar.

Por supuesto, Logan sabía que hacía tan sólo una generación se consumían cada año más de cien mil millones de cigarrillos. Y en el siglo veinte, la proporción alcanzaba billones. Si las cosas eran tan inseguras como parecían, m un solo bosque o ciudad quedaría en pie.

—¡Querrá quedarse para las celebraciones de nuestro Día Nacional! —gritó Enrique para que lo oyera por encima del ruido del motor y las sacudidas del vehículo. Con la mano que sostenía el cigarrillo se dispuso a abrir la ventanilla, dejando la conducción y el cambio de marchas para la otra. El crujido de la palanca hizo que los dientes de Logan rechinaran por simpatía.

—¡Ojalá pudiera! —respondió también a gritos—. Pero mi trabajo en Iberia termina mañana. Tengo que regresar a Luisiana…

—¡Lástima! Le habría gustado. ¡Veremos fuegos artificiales gloriosos! Todo el mundo se emborrachará. ¡Y luego los jóvenes se divertirán con los toros!

Los vascos eran el pueblo más antiguo de Europa y se enorgullecían de su herencia. Algunos afirmaban que su lengua provenía de los cazadores neolíticos, los primeros en reclamar esta tierra al hielo en retirada. En un museo de Bilbao, Logan había visto réplicas de barcos diminutos que los marineros vascos habían usado hacía mucho tiempo, para cazar ballenas en el duro Atlántico. Deben de ser muy valientes o suicidas, pensó, entonces y ahora.

Logan abrió la boca cuando su guía dio un volantazo, enviando nubes de polvo hacia un vehículo cargado de troncos que se aproximaba. Los conductores intercambiaron gestos obscenos con una vehemencia que parecía bastante sociable, a su modo orgulloso. Enrique gritó unos cuantos insultos de despedida mientras la furgoneta giraba a lo largo del borde rocoso de un barranco de cien metros. Logan deglutió con dificultad.

Pasaron velozmente ante piedras caídas que una vez debieron de ser algún antiguo muro o cerca. Bosques de coníferas se alzaban donde granjas y pastizales cubrían antiguamente estas laderas. Aquí y allá, los pinos daban paso a nuevos bosquecillos de cedro y roble, plantados siguiendo a regañadientes el Tratado de Reforestación Equilibrada, aunque su lento crecimiento sólo beneficiaría a las generaciones futuras.

Enrique lo miró sonriente, olvidado ya todo rastro de indignación.

—Entonces, ¿han determinado ya la seguridad de las presas?

Logan consiguió comprender la extraña versión de singlés que enseñaban aquí. Asintió.

—He pasado una semana en Badajoz, examinando todos los datos a doscientos kilómetros del epicentro del terremoto. Esas presas durarán todavía mucho tiempo.

Enrique gruñó.

—Hay buenos ingenieros en Castilla. No como en Granada, donde están dejando que la tierra se vaya al infierno. —Escupió por la ventanilla.

Logan se abstuvo de hacer ningún comentario. No implicarse nunca en los prejuicios interregionales era una regla principal. De todas formas, nadie podía impedir que el clima cambiara, ya que el Sahara había franqueado el Estrecho para empezar a desertizar el sur de Europa.

Échale la culpa al efecto invernadero, pensó Logan. O al cambio de la Corriente del Golfo. Diablos, échale la culpa a los gnomos. Deja que los científicos averigüen las causas. Lo que importa ahora es cuánto podemos salvar.

Logan cerró los ojos y trató de dormir. Después de todo, si Enrique despeñaba el camión, ver cómo sucedía no cambiaría los hechos. De todas formas, si hubiera tenido ambiciones de vivir eternamente nunca se habría hecho ingeniero de campo. Apenas advertía el rítmico rebote de su cráneo contra el marco de la puerta metálica, una irritación relativamente trivial.

Medio dormido, recordó que Daisy, su exesposa y madre de Claire, solía aprobar sus planes profesionales.

Combatirás al sistema desde dentro, le había dicho cuando eran estudiantes y estaban enamorados. Mientras tanto, yo lo combatiré desde fuera.

Entonces el plan les pareció atrevido y perfecto. Ninguno había calculado que la gente cambia: él, aprendiendo a sentir su compromiso; ella, haciéndose más inflexible cada año que pasaba.

Tal vez sólo se casó conmigo para molestar a su familia. No era la primera vez que se le ocurría aquella idea. En Tulane, ella le había dicho que era el único chico que no parecía dejarse impresionar por su dinero y su apellido, lo cual era cierto. Después de todo, los financieros sólo son dueños de las cosas, mientras que una persona cualificada con un trabajo que le guste tiene muchísimo más.

Qué extraño resultó, diez años más tarde, que Daisy le acusara de ser una «herramienta de los cerdos ricos violadores de la tierra». Durante todo aquel tiempo, él había pensado que cumplía con su parte del acuerdo, rechazando lucrativos contratos para enfrentarse a la incompetencia en el ramo, apremiando a gobiernos y planificadores egoístas con esquemas grandiosos a que miraran a más largo plazo que una sola década, a trabajar con la naturaleza en vez de ir siempre contra ella.

Sí, también él se había sentido motivado por la alegría de su oficio y el placer de resolver rompecabezas reales y palpables. ¿Era eso una traición? ¿No puede tener un hombre varios amores a la vez, una esposa, una hija, y el mundo?

Para Daisy, por lo visto, sólo podía haber uno: el mundo. Y en sus propios términos.

El camión dejó atrás el bosque y ahora pasaba por polvorientas zonas de tierra. La luz del sol se reflejó en la montura de las gafas de sol de Logan a medida que sus pensamientos divagaban al azar. Las manchas en zigzag bajo sus párpados le recordaron las ondas de un sismógrafo.

Ondas extrañas, las había llamado el profesor de la Universidad de Córdoba, describiendo extasiado el reciente brote de raros terremotos. Al principio el interés de Logan fue solamente estimar los posibles daños ocultos en las estructuras grandes, como las presas. Pero cuando examinó el espectro de frecuencia de los terremotos, descubrió una rareza más peculiar que las demás.

Bruscos picos en las longitudes de onda de 59,470, 3750 y 30 000 metros.

Octavos, advirtió Logan en ese momento. Armonías óctuples. Me pregunto qué podrá significar.

Luego estaba el misterio de una torre perforadora que había desaparecido. Los mineros que buscaban un pozo, cuando empezaron los terremotos, corrieron en busca de refugio, algunos de ellos a tientas, pues la visión se desvaneció hasta el punto de la ceguera. Cuando todo terminó y por fin pudieron volver a ver, fue solamente para contemplar aturdidos el lugar donde se había alzado la plataforma. Sólo había un agujero, como si hubiera venido un gigante para desbrozarlo todo.

Incluyendo la torre, la plataforma entera alcanzaba una longitud de 470 metros.

Naturalmente, podría ser una coincidencia. Pero incluso así, ¿qué podría convertir la energía de un terremoto en…?

—Señor —el conductor interrumpió las perezosas reflexiones de Logan. Enrique le dio un codazo y Logan abrió un ojo.

—¿Mm?

—Señor, ahí puede ver la bahía.

Logan se enderezó en el asiento, frotándose los ojos. Entonces inhaló bruscamente. Al instante, todo pensamiento de terremotos y misterios armónicos desapareció. Se agarró al marco de la puerta y contempló un mar que tenía el mismo color que los ojos de Daisy McClennon.

A pesar de todas sus locuras, su obsesión, la estrechez de miras que finalmente acabarían por echarlo de su hogar, los ojos de su exesposa seguían siendo el ideal por el que Logan medía toda belleza. En medio de la ruidosa manifestación estudiantil donde se conocieron, ella pensó que era el fervor ideológico compartido lo que hizo que él ignorara su dinero y la viera directamente. Pero, en realidad, habían sido aquellos ojos.

Transfigurado, ni siquiera se interesó por la central energética que era su destino. En ese momento sólo tenía ojos para el mar. Era suficiente para llenar su alma.

La pobre y torturada transmisión chirrió cuando Enrique redujo y envió el tartajeante camión hacia las aguas turquesa del Golfo de Vizcaya.

A lo largo de las orillas del río Yenisey, los emigrantes extienden sus nuevas granjas y aldeas. Es un proceso lento y laborioso, pero han visto el hambre y la ruina en sus tierras natales, cubiertas por la subida de las aguas o las arenas arrastradas por los vientos. Contemplan interminables olas de ondulante hierba y juran que se adaptarán, que harán lo necesario para sobrevivir.

No, no podéis usar ese valle de allá, les dicen los oficiales de recolocación. Está reservado para los renos.

No, no podéis cerrar el río en ese punto: el flujo debe mantenerse para proporcionar una oxigenación adecuada y constante.

Debéis elegir uno de estos diseños prefabricados para vuestras casas. Os alegraréis cuando llegue el invierno ártico y desearéis que las paredes sean aún más gruesas.

Mientras contemplan las vastas extensiones de tundra, aplastando a los persistentes tábanos y mosquitos, los recién llegados encuentran problemas para imaginar este lugar caluroso cubierto de nieve hasta el cuello. Temblando ante la idea, asienten ansiosamente e intentan recordar cuanto les han dicho. Contentos por estar aquí, dan las gracias a sus anfitriones rusos y yakuts, y prometen ser buenos ciudadanos.

Los altos y bien alimentados soviéticos sonríen. Eso está bien, dicen. Trabajad duro. Sed amables con la tierra. Restringid vuestra tasa de nacimientos como habéis prometido. Enviad a vuestros hijos a la escuela. Antes erais kurdos, bengalíes, brasileños. Ahora sois gente del norte. Adaptaos a él, y os tratará bien.

Los refugiados asienten. Y pensando en todo lo que han dejado tras ellos, esperando haber llegado a la tierra de la oportunidad, juran una vez más hacerlo bien.