LITOSFERA

Era un auténtico tiempo «para perros rabiosos e ingleses». Claire llevaba sus gafas, naturalmente, y estaba embadurnada de crema para la piel. Sin embargo, Logan Eng se preguntaba si realmente debería dejar salir a su hija con este sol magullador.

No era que nada pudiera perjudicar a la criatura situada por delante de él, con la forma de una niña pero moviéndose por la pared de roca como una cabra montesa. Logan nunca pensaba que Claire pudiera caerse, por ejemplo, en una simple pendiente de cuarta clase. Su pelirroja hija corría por delante como si estuviera cruzando un prado y no una pendiente de cuarenta grados, y desapareció tras la siguiente curva del cañón con un destello final de sus bronceadas piernas.

Logan jadeó, admitiendo de mala gana por qué había estado a punto de llamarla. Ya no puedo mantener su ritmo. Supongo que era inevitable.

Al advertirlo, sonrió. No es digno sentir envidia de tu propia hija.

De todas formas, ahora mismo estaba ocupado con lapsos de tiempo muy superiores a una simple generación. Logan se encontraba al borde del período llamado «Carbonífero». Igual que un ambicioso phylum, aspirando a evolucionar, buscaba un camino para avanzar unos pocos metros más, hasta el Pérmico.

Aquello, que había parecido tan claro desde lejos (una frontera visible entre dos franjas horizontales de pálida piedra), se hacía engañoso y confuso desde cerca. La realidad nunca era así. Nunca la textura de un libro de texto, sino bordes ásperos y sucios. Hacía falta un contacto físico, tragar sedimentos de tiza o trazar con los dedos el contorno de algún braquiópodo paleozoico, para sentir verdaderamente los eones en que estaba inmerso un lugar como ése.

Logan conocía al tacto la naturaleza de aquella roca. Podía estimar su fuerza y permeabilidad, una habilidad aprendida a lo largo de años de perfeccionamiento. También, como aficionado, había estudiado sus orígenes en los días prehistóricos.

El período Carbonífero llegó de hecho bastante tarde en la historia del planeta. Parte de la «era de los anfibios» se había extendido durante cien millones de años antes de la llegada de los monstruos conocidos como dinosaurios. Bestias maravillosas solían vivir cerca del lugar que ahora recorría. Pero era principalmente sobre fondos oceánicos donde estaba escrita la épica de la vida, por incontables microorganismos que se fueron apilando como un amable sedimento año tras año, eón tras eón, un proceso que ya tenía tres mil millones de años de antigüedad cuando se depositaron estos capítulos de barro.

Naturalmente, Logan también conocía las montañas volcánicas. La semana anterior había estado estudiando los vastos flujos ígneos situados al este del estado de Washington, cartografiando algunos de los nuevos arroyos subterráneos surgidos por las lluvias cambiantes. Sin embargo, la piedra pómez y la toba nunca resultaban tan fascinantes como los lugares donde la tierra había estado realmente viva. En su trabajo había atravesado períodos, desde el Precámbico, cuando los ciudadanos más evolucionados de la Tierra eran matas de algas, hasta el relativamente cercano Plioceno, donde Logan buscaba siempre rastros de antepasados más inmediatos que podrían haber estado ya erguidos sobre dos patas y empezando a preguntarse qué demonios sucedía. Por lo general regresaba de estas expediciones con cajas de fósiles rescatados a las apisonadoras, y que donaba a las escuelas locales. Aunque, Claire siempre tenía preferencia para su colección.

—¡Papi!

Intentaba sortear una curva especialmente peligrosa cuando la llamada de su hija lo arrancó de sus pensamientos. Un mal paso le hizo perder pie y Logan experimentó un vértigo súbito y arrebatador. Jadeó, abalanzándose contra la pared inclinada y extendiendo su peso sobre la mayor zona posible. El redoblar de los latidos de su corazón coincidió con el ruido de los guijarros que caían barranco abajo.

Fue una reacción instintiva. Exagerada, pues había cornisas y asideros de sobra. Pero había dejado que su mente divagara y eso era una estupidez. Ahora lo pagaría con magulladuras y polvo de la cabeza a los pies.

—¿Qué…? —escupió arena y alzó la voz—. ¿Qué pasa, Claire?

De alguna parte en las alturas llegó la voz de la muchachita.

—¡Creo que lo he encontrado!

Logan buscó asidero para los pies y se retiró. Permanecer erecto requería que sus tobillos se doblaran bruscamente y sus botas de escalada le presionaran en busca de tracción. Pero los montañistas novatos aprendían a hacer aquello en su primera salida. Ahora que volvía a prestar atención, Logan se sentía firme y controlado.

Mientras prestes atención, se recordó.

—¿Encontrado qué? —preguntó al aire.

—¡Papi! —El tono era exasperado y resonaba levemente en las estrechas cañadas—. ¡Creo que he encontrado el límite!

Logan sonrió. De niña, Claire nunca le llamaba «papi». Era una afrenta a su dignidad. Pero ahora que el estado de Oregon le había entregado una tarjeta donde se certificaba que era capaz de valerse por sí misma, parecía que le gustaba emplear la palabra, como si un pequeño grado de infancia calculada y residual fuera su privilegio como adulto emergente.

—¡Ya voy, Geoda! —dijo, sacudiéndose el polvo de la ropa—. ¡Ya estoy ahí!

Las malas tierras se extendían alrededor de Logan. Esculpidas por el viento, la lluvia y las inundaciones, sin duda tenían el mismo aspecto que cuando los hombres blancos, o de cualquier otra raza, las vieron por primera vez. Los humanos tan sólo llevaban diez o veinte mil años como máximo viviendo en Norteamérica. Y aunque el clima había cambiado durante ese tiempo (principalmente volviéndose más seco y más cálido), había transcurrido aún más desde que ninguna planta apreciable encontrara refugio en estas lomas.

Con todo, había belleza en este lugar: una belleza beige y crema y canela, con una textura parecida a las capas endurecidas de un gran pastel petrificado que hubiera sido amasado duro por debajo y luego hubiera quedado descubierto por el viento y la lluvia. En todos los demás sitios, la Tierra llevaba su alfombra de vida como una máscara suavizante. Pero aquí se palpaba la realidad táctil del planeta, la madre Gaia sin maquillaje.

El trabajo de Logan a menudo lo llevaba a lugares como éste, para trazar mapas en busca del agua preciosa. Era una función muy similar a los prospectores del siglo veinte, que solían esparcirse en busca de petróleo, hasta que cada una de las seiscientas bases sedimentarias importantes fue sondeada, palpada, horadada y secada.

A Logan le gustaba pensar que sus objetivos eran más maduros, que su tarea resultaba más benigna y bien pensada. Sin embargo, a veces dudaba. ¿Le considerarían las generaciones a él y a su fraternidad universal de la misma manera como los telegramas describían ahora a los petroleros? ¿Como locos miopes, incluso violadores?

Su exesposa, la madre de Claire, había decidido eso mismo hacía años. Después de su implicación en el proyecto de recuperar el río Colorado (que había salvado millones de metros cúbicos de agua de la evaporación y creado el mayor invernadero del mundo), ella le había recompensado echándolo de casa.

Logan comprendía los sentimientos de Daisy, sus obsesiones, en realidad. ¿Pero qué podía hacer yo? No podemos salvar al mundo sin alimento. Únicamente la gente con el estómago lleno tiene conciencia ecologista.

Por todo el planeta había problemas que exigían soluciones, no mañana, sino ahora mismo. Naciones y ciudades necesitaban agua controlada, bombeada y almacenada. A medida que los mares subían de nivel y las lluvias emigraban de forma impredecible, aumentaba su trabajo, mientras los gobiernos luchaban desesperadamente por adaptarse. Había grandes cambios en marcha tanto en el aire como en la tierra y en los océanos. Eran el tipo de transformaciones globales que se leían en las mismas rocas, igual que cuando una larga época de estabilidad geológica llegaba súbita y violentamente a su fin, dejándolo todo revuelto para siempre.

Y sin embargo… Logan inhaló el aroma a salvia y enebro.

Nada había alterado este lugar en la memoria del hombre. Ni siquiera el efecto invernadero. Se sentía a gusto en sitios como aquél, donde nadie podía solicitar sus servicios. Lugares invulnerables a cualquier trabajo imaginable.

Un halcón de cola roja patrulló la siguiente meseta, dejándose llevar por una corriente de aire caliente que hacía oscilar la pendiente ante los ojos de Logan. El hombre tocó un control cerca de la patilla izquierda de sus gafas y el pájaro se aclaró. La óptica le permitió compartir su caza. Los ojos amarillos del ave rapaz brillaron cuando escrutó el terreno, buscando la presa que debía estar oculta allí.

El ave se perdió de vista. Logan reajustó las gafas y reemprendió la escalada.

Pronto se encontró con terreno dificultoso. Trozos de roca se habían desprendido por la acción de la presión inferior y habían dejado una traicionera acumulación de guijarros en su camino. Las aletas de la nariz de Logan se hincharon mientras bajaba cuidadosamente, los brazos extendidos para mantener el equilibrio. Entonces volvió a saltar, un poco más rápido.

Este tipo de terreno era ideal, naturalmente. No resultaba particularmente peligroso (de todas formas, Claire y él tenían avisadores y los helicópteros del Servicio Forestal estaban a menos de treinta minutos de distancia), pero sí lo suficiente para ser emocionante. Logan saltó de roca en roca. Una pizca de adrenalina se añadió al júbilo de estar al aire libre, lejos de las ciudades rebosantes o de sus gruñonas excavadoras, sin otra preocupación en el mundo más allá de la decisión crucial de adónde iba a poner los pies a continuación.

Aterrizó por fin, seguro y relajado, en otro parche de terreno oblicuo, no más vertical que horizontal. Logan se detuvo otra vez para recuperar el aliento.

Claire y él habían visto a otros muchos excursionistas mientras subían allí, por supuesto. Hacía falta efectuar las reservas con años de antelación para conseguir un permiso de acampada. Irónicamente, ahora mismo los dos estaban solos en aquella zona concreta. Mientras los turistas recorrían los fáciles senderos naturales y los aficionados se centraban en las ascensiones duras, el terreno intermedio como éste a menudo no recibía ninguna visita durante días seguidos.

Esforzándose, Logan casi lograba distinguir signos del paso reciente de algún ser humano: aquellos puntos erosionados donde las huellas habían gastado la piedra de formas que nunca haría el viento o el agua, o trocitos de papel de plata demasiado pequeños para requerir multas antibasura. Era tan silencioso (no se oía el zumbido de ningún avión en este momento, ninguna voz) que uno incluso podía imaginar que recorría un territorio virgen.

Era una fantasía agradable.

Logan buscó a su hija, tras adaptar las gafas a la luz cambiante. ¿Dónde se ha metido ahora?

Naturalmente, allí estaba. A menos de cinco metros colina arriba, encaramada en una pendiente de cincuenta grados. Debía de haber permanecido allí tendida al menos diez minutos, esperando en silencio mientras él se acercaba.

—Nunca debí permitir que Kala M'Lenko te enseñara a escalar —murmuró.

Ella se acarició el pelo, teñido de rojo por el sol. Su piel tenía también el color del cobre, como si rechazara la moda pálida imperante en el momento. Aunque una chica normal de dieciséis años habría llevado lo último en sombreros para protegerse del sol, ella lucía una visera y franjas de crema blanca.

—Pero si decías que una chica de hoy debía tener dotes de supervivencia.

—De eso ya tienes bastante. De sobra, tal vez —respondió Logan en un murmullo. Pero sonrió—. Vamos a ver qué has encontrado.

De hecho, se sentía satisfecho por la actitud de la joven. Mientras lo conducía por un sendero demasiado estrecho para que hubiera huellas, Logan recordó que varios años antes la había desafiado a «encontrar una roca» en Kansas.

Se encontraban visitando a sus padres, antes del divorcio, pero mucho después de que la Gran Sequía forzara a los granjeros de las llanuras a abandonar su amado trigo para dedicarse al sorgo y el amaranto. Claire amaba el paisaje, aunque después de las cooperativas agrícolas apenas recordaba las granjas familiares que todavía persistían en los libros. Al menos era más real que la lujosa mansión donde Daisy había crecido y que Claire odiaba visitar porque sus aristocráticos primos la incluían a menudo en el marco de sus palurdos puntos de vista, sin importarles siquiera que ella fuera pobre.

«Si puedes encontrar una roca, te daré diez dólares», le había dicho a su hija aquel día, pensando que era una forma sencilla de mantenerla entretenida hasta la hora de la cena. Y aunque el cebo era una mera bagatela, ella se internó de todas formas en los campos, buscando a través de la cosecha recién recolectada mientras él se tumbaba en una hamaca y se dedicaba a sus revistas. Claire no tardó mucho tiempo en darse cuenta de que los campos arados no eran buenos sitios para encontrar piedras. Así que se dirigió a los márgenes, donde los árboles sacudidos por el viento ondulaban mecidos por un seco siroco. Durante toda la tarde no paró de correr hasta donde estaba su padre para enseñarle trocitos de tesoros: chapas de botellas y partes de maquinaria, por ejemplo. O antiguas anillas de aluminio de alguna lata de bebida, todavía brillantes después de setenta años. Y toda clase de detritos tras dos siglos y medio de descuidados cultivos. Se divirtieron escudriñando aquellos trofeos y Logan se habría sentido feliz sólo con eso. Pero, típicamente, Claire no olvidó el desafío original.

Le trajo terrones que demostraron ser, bajo la lupa, solamente arena endurecida. Retiró conglomerados de barro y pedazos de cemento roto. Todas las muestras se convirtieron en una revelación, una ojeada al pasado. Y cada vez ella volvía a marcharse, para regresar, unos minutos después, excitada con la siguiente muestra para inspeccionar.

Por fin, cuando la madre de Logan los llamó para cenar, él reveló la noticia a Claire: «No hay piedras en Kansas. O al menos en esta parte del estado. A pesar de toda la terrible erosión, no hay ninguna parte donde se pueda encontrar un lecho de roca. Todo es una gran llanura formada a lo largo de miles de años, hecha de polvo y de trocitos de arena traídos por el viento desde las Rocosas. No hay ningún medio natural de que una piedra llegue aquí, cariño».

Durante un momento, se preguntó si había llevado su licencia de padre demasiado lejos, punzando de esa forma a la niña. Pero su hija se limitó a mirarlo y dijo:

—Bueno, de todas formas ha sido divertido. Supongo que he aprendido mucho.

En aquel momento Logan se extrañó de lo fácilmente que había aceptado la derrota. Pero tres días más tarde, cuando se preparaban para volver a casa, ella le dijo: «Extiende la mano», y colocó en su palma una forma pesada y oblonga, dura, renegrida. Logan recordaba haber parpadeado lleno de sorpresa al sopesar la piedra. Cogió la lupa y luego utilizó el martillo de su padre para cortar una esquina.

No había ninguna duda. Claire había encontrado un meteorito.

Hay una forma de que las piedras lleguen aquí, ¿no? —le dijo. En silencio, Logan sacó sus monedas y pagó.

Ahora, en esta loma de Wyoming, una Claire mucho más crecida palmeaba el oblicuo acantilado, donde se veía un súbito cambio de color, de café a una especie de pardusco. Señaló los débiles contornos, nombrando las criaturas fósiles cuyos esqueletos habían quedado depositados en la piedra cuando este lugar era el fondo de un gran mar, hacía millones de años. El viaje a la memoria de Logan era relativamente menor en comparación, solamente ocho años. Pero ocho años que habían cambiado aquella niñita precoz.

No tendrá que ser quisquillosa a la hora de elegir marido, pensó. Asustará a todos menos a los que puedan equipararse a ella.

—… y ninguna aparecía por encima de esta línea. ¡Todos murieron aquí mismo! —Volvió a golpear la línea—. Éste tiene que ser el límite del Permotrías.

Él asintió.

—Muy bien. ¿Te saco una foto al lado?

Claire protestó.

—¡Pero ahora tenemos que empezar a rastrillar! Quiero llevar a casa…

—Rastrillaremos después. La foto es lo primero. Complace a papá.

Claire dejó escapar un suspiro exasperado. Pero claro, pensó Logan, el trabajo de un padre es tomarse las cosas a la ligera. Ser difícil de impresionar.

Tocó los controles en las patillas de sus gafas.

—Ahora sonríe —indicó.

—Oh, está bien. ¡Pero espera un momento!

Sacó de su bolsillo trasero un electrocepillo plano, pulsó el interruptor para cargarlo, y empezó a ordenar sus cabellos enmarañados. Por fin se quitó las gafas e ignoró el feroz sol para sonreír a la cámara.

Logan sonrió también. En muchos aspectos, Claire seguía teniendo dieciséis años.

Había sido un buen día. Pero al regresar al campamento, cubierto de polvo y con la tierra de años entre los dientes, Logan empezó a desear una cena tranquila y poder tumbarse en su saco de dormir. Soltó con alivio la mochila con los cinco kilos de muestras de rocas que el permiso de coleccionista de Claire concedía.

Elaboradamente, Logan fingió no ver el destello de su pequeño receptor de campo. Hasta que tocara el botón de PLAY, podría recurrir a la ignorancia, alegar que había estado ilocalizable en algún lugar de la montaña. Maldición. Había advertido a sus compañeros en la empresa consultora. ¡No quería que lo molestaran a no ser que se tratara de una emergencia!

Mientras se lavaba la cara con un paño humedecido en un arroyuelo. Logan intentó hacerse el cínico. Probablemente quieren que regrese «urgentemente» para arreglar el grifo de alguien. Cuando volvió a la tienda, arrojó el paño sobre la señalita roja.

Pero no pudo olvidarla fácilmente. Su imaginación le traicionó. Mientras Claire removía la olla, Logan no dejó de ver escenas de agua en movimiento. Mientras comían en silencio, se encontró a sí mismo, igual que un personaje salido de un relato de Joseph Conrad, imaginando inundaciones, riadas, calamidades líquidas que se abrían paso por entre las débiles barreras del hombre, poniendo todos los trabajos, grandes y pequeños, en peligro.

Parecía incongruente allí, en una tierra reseca donde sus propios poros jadeaban, donde la humedad se contaba en gotas preciosas. Pero no controlaba la cadena de imágenes emitida por su inconsciente. Imaginó presas estallando, ríos cambiando de curso, el Mississippi derramándose finalmente sobre los gastados diques que lo confinaban, abriéndose paso hasta el mar a través de las desprotegidas ensenadas.

Finalmente, tras darse por vencido, descorrió la puerta de la tienda y entró a leer el maldito mensaje. Se quedó dentro durante algún tiempo.

Cuando salió, Logan vio que Claire ya había recogido los utensilios y estaba desmantelando su pequeño refugio bajo las estrellas. Parpadeó, preguntándose cómo lo sabía.

—¿Dónde está el problema? —preguntó ella mientras convertía en una pelota la suave tienda.

—Mm… En España. Ha habido una serie de terremotos extraños. Un par de presas pueden peligrar.

Ella alzó la cabeza, los ojos llenos de excitación.

—¿Puedo ir? No perderé las clases. Puedo estudiar por medio del hiper.

Una vez más, Logan se preguntó qué maravilla habría hecho para merecerse una hija como ésta.

—Tal vez la próxima vez. Sólo será una inspección rápida. Probablemente quieren que los tranquilice, así que les cogeré un ratito de la mano y luego volveré a toda prisa.

—Pero papi…

—Mientras tanto, tienes que pasar un montón de tiempo en la Red, poniéndote al día, o esa facultad de Oregon te quitará el estado de estudiante a distancia. ¿Quieres tener que volver al instituto? ¿Tener que estar en casa en Luisiana? ¿En persona?

Claire se estremeció.

—Instituto. Uf. Está bien. La próxima vez, entonces. Recoge tus cosas, yo me encargaré de la tienda. Si nos damos prisa, podemos llegar al punto de recogida a las ocho y coger el último zepelín para Butte.

Sonrió.

—Eh. Será divertido. Nunca he hecho antes un recorrido de tres punto cinco en la oscuridad. Tal vez incluso dé miedo.

El polvo recorre las montañas y valles de Islandia.

Los habitantes de la isla-nación lo barren de sus porches. Lo limpian de sus ventanas. E intentan no fruncir el ceño cuando los turistas lanzan exclamaciones, señalando con deleite la brillante penumbra roja y anaranjada emitida por las partículas suspendidas, difuminando el sol poniente.

Hombres del norte colonizaron la tierra, y su ruda democracia duró más que ninguna otra. Durante doce siglos sus descendientes desaprobaron la mentira según la cual la libertad debe perderse siempre ante los aristócratas o los demagogos.

Fue una herencia noble y distinguida. Sin embargo, el legado principal de los fundadores a sus descendientes no fue esa libertad, sino el polvo.

¿De quién fue la culpa? ¿Sería justo responsabilizar a los colonos del siglo noveno, que no sabían nada de ciencia ni de ecología? Con la presión de la vida diaria, con una familia que alimentar, ¿qué hombre de aquella época habría previsto que sus amadas ovejas destruirían gradualmente la misma tierra que pretendían dejar a sus hijos? El deterioro fue tan lento que pasó inadvertido, excepto en los inevitables relatos de los ancianos, quienes como siempre aseguraban que las colinas fueron mucho más verdes en sus tiempos.

¿Ha habido alguna época en que los abuelos no hablen así?

Hizo falta una revolución, toda una nueva forma de pensar, para que una generación muy posterior diera por fin un paso atrás y viera lo que había sucedido año tras año, siglo tras siglo, a la tierra desnuda: una violación gradual, lenta pero firme.

Pero para entonces ya parecía demasiado tarde.

El polvo recorre las montañas y valles de Islandia. Los habitantes de la isla no hacen más que barrerlo simplemente de sus porches. Se lo muestran a sus hijos y les dicen que es vida flotando en neblinas fantasmales desde las faldas de las montañas. Es su tierra.

Las familias adoptan un acre aquí, una hectárea allá. Algunas han estado atendiendo la misma parcela desde principios del siglo veinte, dedicando los fines de semana a regar y arreglar una porción de brezo, aulaga o pino.

Los pilotos regulares abren rutinariamente sus ventanillas y lanzan semillas de hierba sobre el paisaje rocoso, con la esperanza de que unas pocas arraiguen.

Las ciudades reclaman el producto de sus cuartos de baño, recogiéndolo de las alcantarillas como si fueran una fuente preciosa. Y así es. Pues después de ser tratado, el suelo de la noche va directamente a las colinas desnudas, para auxiliar a los árboles supervivientes contra el amargo viento.

El polvo colorea las nubes sobre los mares de Islandia.

Al sur de la isla, un grupo de nuevos volcanes vierte lava fresca al mar, enviando al cielo espirales de vapor. Los turistas contemplan boquiabiertos el espectáculo y hablan con envidia de cómo los islandeses hacen «crecer» la tierra. Pero cuando los nativos miran al cielo, ven una bruma de reducción que no podría reemplazarse por nada tan simple o vulgar como el mero magma.

Un viento polvoriento destruye las montañas de Islandia. En el mar, el plancton se beneficia, temporalmente, del alimento inesperado. Entonces, como es su destino, muere y su cadáver se deposita como sedimento sobre el paciente fondo del océano. Con el tiempo, las capas se arrastrarán bajo tierra, para fundirse, brillar y finalmente volver a brotar, para dar vida a otra isla. Las calamidades a corto plazo no significan nada para el sistema reciclado general. Al final, reutiliza incluso al polvo.